CIENTÍFICOS PARAGUAYOS II
FACUNDO INSFRÁN - JOSÉ FALCÓN - DOMINGO A. ORTIZ
Ensayo de BENIGNO RIQUELME GARCÍA
CUADERNOS REPUBLICANOS
N° 12 - Año 1976
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FACUNDO YNSFRAN
FACUNDO YNSFRAN PROPULSOR DE LAS CIENCIAS MÉDICAS
Era hijo del entonces teniente de chaflaneros (zapadores, diríamos hoy) Julián Ynsfrán y de Asunción Caballero, hermana del legendario General, y como él, de alta estatura, rubia, blanca, ojos azules y belleza nada común, características genéticas venidas a la familia por vía de los Melgarejo y discontinuadas en su persona.
Nació en el solar de sus mayores, Ybycuí, el 27 de noviembre de 1860. Simultánea a la bélica vivencia de la epopeya, asistía a la modesta escuela aneja a la fundición. La guerra, ahí, era trabajo incansable, fragoroso, pero sin sangre aún. Casi uno osaría suponer, altamente novedosa para ese niño.
Mas, infancias las hay de fatídicos despertares. Un día, árduo de compaginar le sería los recuerdos posteriormente, su madre y servidumbre, con la firme e instantánea sociedad que crea la pavura, lo arrastraron a volandas hasta un montecillo: Era el 13 de mayo de 1869. La guerra, ¡al fin! había llegado a Ybycuí, y con sus manifestaciones más terribles.
Una columna avanzada del general Mena Barreto, comandada por el coronel uruguayo Hipólito Coronado, de vituperable memoria por sus cercanas crueldades en la zona del Ñeembucú, venía a dar inicio a la destrucción, prevista y sistemática, de la mejor concreción material del Paraguay viejo: la que, por excelencia y años, más humillaba e irritaba a la tríplice.
Su ignorancia de los acontecimientos anteriores no podían obligarlo a otra cosa. Ya prisionero, a la vera de una isleta aledaña, el comandante Ynsfrán y su segundo, el teniente Pedro Samudio, corrieron la suerte feroz de los vencidos, de total vigencia y usanza entonces, en lo que ahora llamamos "cono sur", en definición incongruente. Sin embargo, dubitante es el estar contestes en considerar si fue más reprobable los degüellos ordenados por el gaucho, sádico y criminal, o la siguiente, calculada y científica destrucción, calmosamente realizada por el ingeniero Gerónimo de Morales Gardín, al frente de su cuerpo de especialistas, los que, no precisamente a mazasos dados a lo que fuese, arrasaron con las instalaciones.
El niño no olvidaría jamás aquella impía, dantesca escena. El amor a la tierra y el sentido de responsabilidad en horas amargas para la nación, habían acunado sus infantiles sueños. Sería, tenía que convertirse, en factor determinante en la asolación y desolación que, inevitablemente por muchos años, adquiriría estado de permanencia en lo que iba a restar de la patria.
Si: fue un alumbramiento de la tragedia, y acaso por ello, es que su vida fue tan ponderablemente pródiga y útil a la sociedad. Esa su existencia introvertida, mordiente y nerviosa, en la que no hubo minuto malgastado ni que dejara de ser fructificante, por efecto de esa fluidez angustiosa de darse a todo, todo, para construir sobre las desanimantes ruinas, un porvenir mejor y más justo para sus conciudadanos del mañana, haciendo omisión valerosa del determinismo que lo acompañaría, de la cuna a la tumba: el drama.
Al inaugurar sus actividades el Colegio Nacional de la Capital, en marzo de 1878, Facundo Ynsfrán es uno de los adolescentes, prematuramente maduros, que integran su primer curso. Económicamente la época era angustiosa para todos, como veremos con prisa y porque su mención trae cuento con el tema.
Se estampa el ejemplo: Jaime y Pedro Peña, afines del prominente Agustín Cañete -en una sociedad sin simulos de jaez alguno-, venían al colegio, desde Santísima Trinidad, en un carro que portaba menudencias vacunas al mercado central, proveídas éstas por el abuelo y cuya negociación hacia posible la solventación de sus estudios. Cumplido el diario cometido, un rápido, superficial aseo, que nunca los emancipaba del todo del característico halo, y... a clase. Estos eran nuestros mayores y así construyeron un porvenir de la nada.
De la sesentena que iniciaron la marcha del colegio, sólo tres de ellos hicieron los cursos regularmente, y se convirtieron en consecuencia en los primeros bachilleres, al finalizar el año, noviembre de 1882, pero los diplomas les fueron expedidos recién el 13 de enero de 1883, y en este orden: Héctor Velázquez, Emilio Cabañas y Facundo Ynsfrán.
En el mismo año, contando con la decisión y apoyo de su tío, el ya presidente de la República, general Caballero, con su único traje de casineta y modestísima "bolsa de estudio”, acompañado de su condiscípulo Héctor Velázquez, viaja a Buenos Aires, en cuya Facultad de Ciencias Médicas ingresarían, y egresarían, en 1890, con notas sobresalientes.
El cielo formativo estaba cumplido. Había sonado la hora de la verdad. El hombre, el hombre y su circunstancia, tendría la iniciativa y subsiguiente responsabilidad: ¿la cumplió?
La llegada de los noveles profesionales coincide con el apronte de una sabia política estatal, creatoria de servicios hospitalarios y asistenciales. Con efecto, en un potrero, pasmosa cuan hilarantemente denominado Campos Elíseos -donado por don Higinio Uriarte-, comienza a erigirse los pabellones del hospital que aún subsisten, bajo patrocinio y fideicomiso de una junta presidida por don Pedro Saguier e integrada por los señores Antonio Codas y Juan B. Gaona, y asesorada por los doctores Juan Vallory y Juan Borrás.
En marzo de 1890, pues, se inaugura la Universidad Nacional, en cuya Facultad de Medicina entra a profesar el Dr. Ynsfrán, compartiendo estas funciones docentes con las hospitalarias, que las realiza adjunto a los doctores Francisco Morra y Justo P. Duarte. Infelizmente, algo obstaría: no despertaba entusiasmo los estudios de medicina y, dos años después, la Facultad cancela sus actividades, por falta de alumnos.
La inopinada experiencia no desanima a nuestro hombre. Regresa, a tiempo completo, al hospital, donde trabaja bien y duro, con generoso resultado, a pesar de que el protomedicato nacional no superaba la docena, y bien que ella mechada por extranjeros y autodidactas que habían prestado servicios, señaladísimos, en la guerra grande. Pero, todo se hace cuando existe firme decisión de realizarlo. Así, el 18 de julio de 1894, el presidente general Juan B. Egusquiza, inaugura las modernas instalaciones, las que son puestas bajo advocación de San Vicente de Paul, en reconocimiento a la anterior labor de su orden -llegada al país en 1880-, para tomar bajo su jurisdicción y responsabilidad, desde entonces hasta ahora, la asistencia sobre-cogiente de los internados menesterosos.
En la loma "parisina", las obras continúan sin prisas y sin pausas. Cuatro pabellones, escuela y capilla; comodidades previstas para sesenta internados, y unido a ello a la llegada de otros compatriotas, flamantemente titulados en universidades del Río de la Plata -Pedro Peña, entre los mismos-, hacían propicio el clima para insistir en el nunca abandonado anhelo: la instalación, definitiva y permanente, a pesar de cualquier contingencia, de la Facultad de Medicina.
No ceja y se prodiga, fatigando influencias, en procura de la obtención de su obsesionante idea. En el hospital las construcciones van llegando a término, ovantes de nuestras mayúsculas penurias financieras. En 1895, un nuevo pabellón es habilitado Y destinado, por casi medio siglo, a los señalados del mal bíblico, hasta que, en 1933, se creara la colonia de Sapucay a ese fin.
Verdad comprobada es que toda persistencia culmina en obtención. En marzo de 1898, ¡Dios fue de nuestra parte! el premio vino. La Facultad de Medicina reabre sus puertas y es designado su decano, el insoslayable Ynsfrán.
Su energía, su diversificación en dispares ámbitos, su increíble tenacidad, hacen imposibles. Profesa, asiste y hace vida política. Lo último no a él venía graciosamente: ello se iba ganando con macizes y contundencia, provenidas de su caudaloso capital humano. Avalarían la justeza de su concepción, el reencauzar educacional de bastante de sus luego fidelísimos y admirables discípulos.
Así, un moreno alto y cachazudo, de inalterable buen humor y cáustico decir -Ricardo Odriozola-, abandonaría el segundo año de la Facultad de Derecho, brillantemente cursados, para seguir al cautivante caudillo. Otro, joven ascético, de pudor casi mongil -Andrés Barbero-, arrinconó su titulo de Farmacéutico y buscó ubicación en filas, y el menor de la turbamulta, él barbilampiño Manuel Pérez Acosta, homologó idea y circunstancia para devenir luego, cerca del cuarto de siglo después, en ratificante insigne de las humanitarias enseñanzas del maestro.
En 1899, apenas al año de la iniciación de sus clases, los hados negros que nos perseguían iban a someterlo a otra experiencia desoladora. Un día arriba a la rada de Asunción la nave 'argentina "Centauro", y desembarca a cuatro de sus tripulantes en grave estado. Llevados al hospital, allí fallecen a las pocas horas. Cundió una lúgubre sospecha. Se procede a las autopsias de los cadáveres y viene el terrible diagnóstico post-morten: ¡La peste bubónica había llegado...!
Electrizante, el pánico se extendió por la ciudad y el campo. A los pocos días ya aparecen, cada vez con más frecuencia, cadáveres abandonados mostrando las asquerosas bubas. Un terror justificable se adueñó del ánimo nacional. La capital se sumió en un silencio aislante, hosco, que separaba a las familias, terminando con toda vida de relación. Incluso la provisión alimentaria a la urbe se redujo al mínimo. Asunción, la sufrida Asunción, era el foco de la peste y había que evitarla.
Y es cuando se consagra la capacidad, energía y vocación social de este prócer de nuestra cultura. Funda el Consejo de Higiene, a cuyo servicio afecta la totalidad de los médicos disponibles, ejerciendo él la presidencia del mismo. Organiza un Departamento de Desinfección, a cuyo frente sitúa al Dr. Enrique Marengo, y convoca a sus alumnos a una junta, en la que los arengó hasta que la fatiga, la ronquera y el llanto terminaron con su audición.
Medio siglo después nos aseguraba el profesor Odriozola: "-Todavía se me erizan los pelos cuando recuerdo aquella escena y a aquel hombre extraordinario. Nos juramentamos de que seguiríamos al maestro hasta las últimas consecuencias.
El azote no cedía posiciones. El Dr. Ynsfrán organiza una clínica de aislación en la antigua casona del ex-canciller José Berges, en Perú y Sebastián Gaboto, y a su frente, e internado la desolada y temerosa masa de enfermos, queda el Dr. Antonio Gasparini.
Mientras, casas y baldíos eran desinfectados y desratizados por cuadrillas de peones dirigidas por los improvisados guardas sanitarios, constituida por la generación ilustre de nuestros primeros médicos universitarios: Odriozola, Romero, Barbero, Taboada, Pérez Acosta, López Moreira, Urbieta, Silvera, Migone, Urízar, Paiva, Coronel, Montero, Benza y tantos otros que coadyuvaban en la peligrosa y repugnante tarea, de prevenir, curar, desinfectar y proceder al retiro y tratamiento de los cadáveres, los más, abandonados en plena calzada y a nocturna hurtadilla.
Al fin, la lucha fue ganada. La Facultad de Medicina -legítimo engendró de Ynsfrán-, había dado y obtenido su primer, más resonante triunfo, y en los albores mismos de su vida. El ya grande prestigio de su decano cobró alturas inusitadas. La experiencia había sido triste pero decididamente aleccionadora, y en las altas esferas oficiales se hace norma el acceder sin objeciones a cuanto proviniese de sus planteamientos, inalterablemente basados en la sensatez y patriotismo inmaculados.
Y sería esta vez sus miras más pretenciosas, como que iban dirigidas a la fundación del más moderno instituto bacteriológico que pudiera instalarse. El gobierno acude en su procura al Instituto Pasteur, de París, el primero del mundo en la época. Sus directores, los sabios Roux y Metchnikoff --de indeleble memoria para diversas generaciones de médicos paraguayos que por ahí pasaron-, recomiendan a un discípulo preferido, brillante y de probada solvencia científica: el Dr. Miguel Elmassian.
Por mediados de 1900, llega el Dr. Elmassian, quien viene contratado por su peso y precio, en oro, irrisión...! por el gobierno y pueblo más famélicos de fondos del Río de la Plata...! Y no solo, sino que acompañado de un preparador científico y portando todos los elementos más modernos y costosos para el avituallamiento de un instituto como el sugerido por el Dr. Ynsfrán. Hay que ser paraguayo de muy vieja cepa para comprender el exhultante orgullo con el que consignamos esta relación de hombres y circunstancias!
Instalado el mismo en uno de los pabellones del hospital, los estudiantes Migone y Urízar apéganse al maestro Elmassian, día y noche, y son iniciados y alentados en el mundo obsesionante de la investigación microbiológica. Y tal era la calidad de aquella primera materia que siendo aún estudiante, el prodigioso Luís Enrique Migone descubre, al estudiar el mal de caderas de los equinos, que el era una infección producida por un flagilado, describiendo el tripanosoma equino, en comunicación conjuntamente firmada, con el Dr. Elmassian, el 18 de mayo de 1901, elevada al Consejo Nacional de Higiene, de Asunción, denominando a la enfermedad "Flagelosis paresiante".
El descubrimiento tuvo sonada repercusión y proyecciones insospechadas en los medios científicos de América y Europa. Desde entonces, este agente provocante es conocido como "Tripanosoma Elmassianni-Migonei", y, debe saberse, fue el primero de ellos hallado en animal de sangre caliente, sirviendo el mismo poco posteriormente, para el descubrimiento de las provocancias de la enfermedad de Chagas y la del Sueño, de África, calificándose a la comunicación científica aludida, como portadora de una de las más transcendentes novedades de las investigaciones microbiológicas del siglo.
La Facultad de Medicina, antes de efectuar su primera colación de grados, había ofrecido a la patria su primer sabio. El maestro Ynsfrán, ahora, podía cejar un tantito en sus absorbentes obligaciones universitarias y sociales, y actuar, más intensamente, en la vida política, a la que reiterada cuan insistentemente, era alentado por la juventud estudiosa cuyo liderazgo indiscutido ejercía.
Y para orfandad y agobio de la cultura paraguaya, a élla se lanzó con la capacidad, vigor y tenacidad inquebrantables que caracterizaron en toda época, su heroica, fría y meditadamente valiente existencia.
Nación de grandes hijos y burlados destinos ha sido consuetudinariamente la nuestra... Un balazo aleve -acontecer incongruente-, disparado en el recinto cobijador por antonomasia, de las más puras inquietudes cívicas, terminó con una vida: no sólo con la frágil envoltura física que la alentara, sino con la realidad más concreta y pujante de un renacer que era, y así habría de serlo por años, único, exclusivamente, obra de paraguayos de antigua solera.
Alelados, mudos, sus discípulos, dirigidos por Odriozola, recogieron sus despojos de la sala de sesiones del cabildo, donde yacía, abandonado de los amigos que lo habían inducido a desviar su esplendorosa ejecutoria, científica y social.
En silente, tétrico cortejo, lo acercaron a su casa de Palma y N. S. de la Asunción -que anteriormente fuera del Mariscal López-, y donde el extinto tenía su consultorio.
"Hasta llegar allí no vivimos la trascendencia de la inmensa tragedia nacional...", nos afirmaría, en innumerables oportunidades, el venerable pediatra. "Los lamentos desesperados, alucinantes, de su madre y la tía De la Cruz, nos trajo a la realidad".
Tal quemante y acusador epitafio --apostrofar nacional-, podrían grabarse las frases de aquellas ancianas sufrientes y sufridas que, mientras distendían su desesperación por sobre aquel cuerpo exánime, repetían en nuestro idioma auténtico, como letanía: "Mi hijo del alma: te respetó la bubónica pero no tus hermanos a quienes de ella salvaste. ¿Por qué ... ¿ ¿Por qué ... ?
Del anfiteatro natural de Ybycuí hasta el postrer instante del Congreso, el trecho había sido largo pero regularmente carismático: el drama, siempre el drama, tuteló, sin mínimas cesiones, su paso por la vida. Era el 9 de enero de 1902.
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JOSÉ FALCON
UN HÉROE OLVIDADO DE LA EPOPEYA
Sí, es este también un varón de la gesta. De ella, de antes y después. Las historias aceptadas o discutidas que hoy circulan acá y en extrafrontera, con desconcertante unanimidad lapidan su memoria, configurando de este modo una ingratitud rayana en lo incalificable, que dice de nuestra deplorable persistencia en el menosprecio del valor civil ciudadano, si él no está irisado por el acaecer bélico.
El patronímico de este "tamoi" de nuestra cultura y diplomacia, no conlleva ligazón a batalla alguna de la primera epopeya. Su aportación a su doloroso desarrollo, no obstante, ha sido excepcionalmente fructífera, proyectándose con relieves propios hasta nuestros días. Nada pudo apartarlo de la senda optada en su juventud, y su persistencia en ella, hizo que se convirtiera, en vida y mucho luego de su muerte, en una sólida, impoluta columna sustentadora de la nacionalidad.
Pero antes de considerar en fondo y forma, su obra, es necesario y bien que pertinente, dar a conocer sus rasgos biográficos que son, de suyo, decididamente expresivos.
Dáse por fecha y lugar de su nacimiento, 1810 y la Capital. Más, poseemos fuertes indicios de origen misionero del apellido. Durante el período del Dr. Francia, su vida transcurre en Santa Rosa de las Misiones, donde su tío, Bernardo Pérez Grance, patrocina sus estudios. En las ubérrimas tierras del sur, pues, pasaron muchos, pero no los mejores años de su vida.
Se allega a la Asunción en los días pletóricos de acontecimientos que precedieron a la desaparición del Perpetuo, y entonces hubo de nacer su ingreso en la administración pública. Arsenio López Decoud lo da como integrante del gabinete del primer período constitucional, inaugurado el 13 de marzo de 1844, así formado: Interior, José Falcón; Hacienda, Mariano González, y Relaciones Exteriores, Nicolás Vázquez.
En 1849 habita en la casa levantada en la esquina de la Fábrica de Balas y San Blas, predio perteneciente al Estado, que lo adquiere por compra, posteriormente. Es la época por la cual comienza a servir al país, en la más pura acepción del vocablo. Cuando en 1851, José Berges, por él iniciado en las funciones diplomáticas viaja al Uruguay, en el alba de su carrera, es tradición que sus instrucciones fueron redactadas por Falcón, que ya fungía de Ministro de Relaciones Exteriores.
Proveniente de nuestra región ganadera por antonomasia, no iba a controvertir esta extracción. En 1853 comienza a poblar su estancia de Potrero Curuzú, sita en el partido de Villa del Rosario, que muchos y crudos padeceres inicialmente le acarrearía, aunque con posterior reparación financiera.
Al año siguiente, prodúcese un acontecimiento en su vida que imaginamos haya sido ratificación posterior demorada de una tarea que venía cumpliendo: es designado Jefe-Organizador del Archivo Nacional, sin perjuicio de sus otras más altas funciones. Igualmente, el Congreso Nacional, inaugurado el 14 de marzo de 1854, lo designa secretario del mismo.
1855 fue arduo para nuestra diplomacia. En febrero, se produce el incidente del "Water Witch", frente a la batería de Itapirú y, en marzo, arriba la escuadra brasileña del almirante Ferreira de Olíveira, acontecimientos éstos que no van con la intención del esbozo relatarlos. El 4 de noviembre promúlgase la ley que crea los ministerios y el consejo de ministros. Los primeros son nombrados el 19: Guerra y Marina, Brigadier Francisco Solano López; Interior, José Falcón, y Hacienda, Mariano González.
Pero, si no demasiado tranquilos, aún no eran negros los días. Al timón, López el patriarca. Con más o menos dificultades, íbamos ascendiendo la ríspida cuesta, sin otro apoyo, cuándo no? que nuestra altiva magredad de medios y elementos. La ciudad comienza a transformarse ediliciamente. La artesanía europea, venida luego de Caseros, comienza a revertir las innúmeras ventajas aquí halladas. Se quiere vivir con más holgura y comodidad.
Falcón no se sustrae de la corriente en boga. Por 1858, manda edificar una casa de pretensiones, de dos plantas y techo de tejas, en la calle Palma, entre las de Academia Literaria y Aduana de la Ribera, donde habitaría hasta la evacuación de la capital, luego de diez años. En la amable vecindad de los Guanes, Jovellanos, Núñez y de cuanto mejor tenía la sociedad, transcurren sin disonancias estos años de su existir, homologando a sus funciones estatales, las de investigación histórica en el Archivo, del que se hizo su más versado conocedor.
El 10 de setiembre de 1862 fallece Don Carlos. El primer gabinete del general López no lo halla en su cargo. Es sucedido por Berges, su mejor discípulo. Con mayor tiempo, continúa su metódico trabajo intelectual. Cuando se integra la comisión nacional para erigir el monumento -que aún adeudamos-, a Don Carlos, Falcón es designado secretario de la misma, presidida por Nicolás Vázquez.
Cerníase la tormenta en el horizonte y a poco, comienza la guerra. Su espectabilidad preside el congreso de 1865 que convalida la actitud del poder ejecutivo y decide la suerte nacional. Se transita, por los gloriosos, horrorosos senderos de la gran tragedia. Falcón queda en la capital, junto con el vicepresidente Domingo Francisco Sánchez, prácticamente como cabeza de la administración nacional para el interior. Su desempeño es reconocido cuando el Mariscal López, en 1865, lo designa Caballero de la recientemente creada Orden Nacional del Mérito.
Sangre, heroísmo y luto a torrentes particularizan los años aquellos. En febrero de 1867, con voz quebrada por la emoción, despide los restos de ese mimado de la fama que fuera el general Díaz, cuando sus restos fueron inhumados en la Recoleta, en medio de intensa congoja. Comenzaban las horas adversas e iban a necesitarse, se necesitaba sí, del concurso de todos, y no iban a ser nuestras mujeres las que se marginarían de aquella llamada.
El 24 se lleva a cabo una nutrida concentración nocturna en la plaza 14 de Mayo, organizada por las damas para efectuar pública ofertación de sus joyas al gobierno, empeñado en una lucha total. La ceremonia -así hay que calificarla-, es emocionante, y contestan, agradeciendo las encendidas palabras femeninas, Benigno López y José Falcón, aquel gesto colectivo sin demasiados precedentes en la historia.
1868 es el año que revierte en fraternos medios, la típica crueldad de las guerras. A pesar de todo y debe llamar la atención, Falcón no aparece implicado en la supuesta conspiración, que, a tantos y tan calificados ciudadanos anulara, justa o injustamente. No es menguado índice de su preeminencia y ponderación ello nos parece.
Tétrico era el panorama al iniciarse el sexto año de la guerra. El curso de las operaciones militares hacen que el Mariscal ordene la evacuación de la "muy noble y siempre martirizada capital". Se inicia la "residenta". Falcón y sus papeles vá, todavía organizadamente hasta Luque, primera de una inacabable cadena de jornadas que culminarían en la bárbara grandeza del holocausto masivo de Cerro Corá.
Caacupé, Piribebuy, son hitos que recuerdan aquella penosa ascensión del calvario. En agosto de 1869, fuerzas brasileñas reducen a tropas que custodiaban nuestra retaguardia en la costa del arroyo Mbutuy. El botín, inesperado, resulta más valioso de lo supuesto: una de las carretas pertenecía al equipaje de Falcón y transportaba en un caramegüá, un grueso volumen de apuntes para escribir una historia nacional. ¡De cuánto ha servido ello al adversario! Jamás accedió a devolverlo, a pesar de los reiterados empeños, luego de finalizada la lucha.
La epopeya termina. La suerte de las armas nos fue adversa. El último toque de clarín había enmudecido con un toque de espectral silencio. Pero la vida debía continuar. El proceso de la historia no es discontinuó. Cuando finiquita su faz bélica, el se proyecta en su aspecto civil y, en oportunidades que no son raras, idéntico o mayor bagaje de heroísmo se necesita para enfrentarla. ¡Si de ello sabremos los paraguayos...!
La guerra la habíamos perdido militarmente hablando, pero imprescindible era que la brega diplomática que iba a iniciarse no aparejara idéntica derrota y, pocos, poquísimos eran los hombres sobre cuyas cansadas espaldas podían recaer el abrumo de tanta responsabilidad. Anciano, fatigado pero lúcido y con acerada voluntad, nuestro hombre se dispuso a enfrentar la ingente tarea.
Dios y él supieron cómo obtuvo las carretas que transportaron de Piribebuy a Cerro León los volúmenes salvados de la ora cuidadosa expurgación, ora de las perentorias necesidades de papel, para diversos fines usados por ambos contendores de la masacrante aventura cuyo final aún humeaba. A los toques vibrantes de las trompetas militares de ayer, hoy solo parodiaban el mugir penoso de los escuálidos bueyes que allegaban de nuevo al solar la invalorable carga. Al frente de la caravana el prócer de nuestro recuerdo.
Llega, por ferrocarril, a la Capital. Perdido, ocupado habitual aposentamiento, tiene que ser ubicado en lugar de emergencia. ¿Dónde? Siquiera donde haya techo. Y son tirados en los corredores de la Catedral, y mal que bien protegidos por cueros vacunos apresuradamente traídos. Aquellas eran épocas y aquellos eran hombres.
En diciembre de 1870 es designado miembro de la comisión revisadora de las casas fiscales, función con la que reinicia sus servicios al estado, y que señalaría el comienzo de la decena más fecunda de su existencia, totalmente afectada al bien público.
En enero de 1871 es nombrado nuevamente jefe del Archivo Nacional. Consigue el traslado de los fondos del mismo, a un desaparecido caserón aledaño al Cabildo, entonces sede de la Escribanía Mayor de Gobierno, y se da de lleno a la ímproba tarea de reconstruir sus fundamentales estudios sobre nuestros derechos que, visto era, inevitablemente iban a entrar en litigio.
De esta época son: "Hechos que acreditan el derecho que tiene el Paraguay a los territorios que hoy intentan la triple alianza despojarlos. Estudios de documentos 1554-1871", "El derecho del Paraguay al Chaco y al territorio de Misiones. Documentos de 1536 a 1832", "Documentos comprobando la existencia de la fortaleza paraguaya de Borbón, hoy Olimpo. 1797-1806", "Breve noticia sobre el estado mutilado del Archivo Nacional del Paraguay y los derechos de este ante los aliados que intentan despojarlo", "Historia de la reducción de Melodía. 1787-1817", "Documentos que prueban la existencia de cuatro fortalezas fundadas en el Chaco por el Dr. Francia, a saber Santa Elena, Monte Claro, Orange y Formoso", "Memoria documentada de los territorios que pertenecen a la República del Paraguay" y "Memoria del derecho que tiene la República del Paraguay a su territorio del Chaco recogida de los documentos originales de nuestro Archivo Nacional".
No se puede prescindir de su valor y es solicitado su concurso para las más diversas tareas. En junio del mismo año, es nombrado para las signas de los nuevos billetes, y en octubre, nuevamente llega a la cancillería, en lo más caliginoso de la lucha de predominio de las naciones aliadas. Las directrices de nuestras relaciones exteriores llevan el sello inconfundible de su prolongada labor investigadora, cualesquiera hayan sido sus ejecutores materiales. Permanece en este cargo hasta febrero de 1873, en que retorna al Archivo hasta abril de 1874 en que renuncia de él.
Apenas cumplido el primer lustro de su promulgación, en 1875, el presidente Gill encomienda el estudio de reformas constitucionales a una comisión constituida por José Segundo Decoud, José Falcón, Benjamín Aceval, Wenceslao Velilla, Adolfo Saguier y Carlos Loizaga.
La misma, efectuó dos reuniones en la casa de gobierno el 4 y el 11 de octubre, pronunciándose que competía al congreso declarar la necesidad de las sugeridas reformas, aunque las mismas fuesen más de forma que de fondo, temperamento aceptado por el poder ejecutivo, que giró el necesario mensaje al mismo, y cuya comisión de legislación y negocios constitucionales, aconsejóle el rechazo de las mismas. El cuerpo aceptó por mayoría de votos la sugestión y así se cerró este fugaz capítulo.
En febrero de 1876, el gobierno nomina una comisión que debía redactar un código civil paraguayo, con Benjamín Aceval, Facundo Machaín, José Falcón, José Segundo Decoud y Carlos Loizaga. No sobrepasó a la intención la realidad.
Para obrar de resultas de lo pactado en el tratado Machaín-Irigoyen, el presidente Gill comisiona a José Falcón y Benjamín Aceval, quedando a cargo del primero la selección de documentos justificativos de nuestros derechos al Chaco, y al segundo, redactar la memoria que debía ser presentada al árbitro norteamericano, el presidente Hayes.
El 12 de junio de 1876 se hace público el fallo arbitral. Más adelante, por palabras que, no son nuestras y de las que también existen testimonios extraños, más convincentemente se probará lo que fue la obra suya. Idea cierta, altamente valorativa, de la labor de ambas cancillerías, emergen al confrontar la irrecusable afirmación de uno de los principales personajes de ellas, Carlos P. Malarin, correo de gabinete enviado por el doctor Irigoyen para llevar a Washington la documentación recopilada por la cancillería argentina, quien así se expresa: "Era tan pobre la documentación argentina que hubo necesidad de buscar otros datos dentro del plazo apremiante del tratado; se pidieron al Archivo de Indias sin éxito y saqué copias de cartas geográficas, de otros manuscritos en la Biblioteca Nacional de París, de Arfolt en Nueva York y del Congreso de Washington; y aunque de todos lados aparecía el hecho de la posesión secular por parte del Paraguay, esta posesión no estaba fundada en título emanado de la Corona y se creía que el Paraguay no podría presentar nada válido, o cuanto más, pretensiones de sus Obispos, díscolos y rebeldes a toda autoridad. Bajo esta convicción formó el doctor García su alegato".
"Pero he aquí que se produjo el laudo, conciso, ejecutivo y limitado a declarar que es del Paraguay el territorio en litigio sin expresar por qué. Recién entonces pudimos conocer la memoria del doctor Aceval, ministro del Paraguay, y no fue poca nuestra sorpresa al enterarnos en su documentación aplastadora". .... "Lo más curioso y que se presta a tristes consideraciones en este desgraciado asunto del Paraguay es que ni el señor Trelles, editor de nuestros archivos coloniales; ni el general Mitre, historiador. de aquella época, que fue expresamente a la Asunción, comisionado para estudiar y negociar el pleito; ni el señor Carranza, a quien encomendó el gobierno la redacción de la memoria preliminar: nadie, en fin, inmediato a la cancillería argentina conocía la existencia de las reales cédulas que dieron en tierra con el alegato del doctor García hubiese conocido la existencia de la real cédula de 1783, el arbitraje no se habría hecho porque era cuestión perdida".
Al año siguiente, enero de 1877, en elecciones ordinarias son elegidos senadores por las parroquias de la Encarnación, Catedral y Primer Distrito de Campaña, Fernando Saguier, José Falcón y Cirilo Solalinde respectivamente, haciendo así nuevamente su reingreso a un poder del Estado cuyo ejercicio le era habitual, e incluso lo había presidido, en difíciles horas de la nación.
En marzo realiza éste su sesión inaugural, en la que Falcón es nombrado vicepresidente primero. El 27, se promulga la ley que perfecciona la del 4 de enero, creativa de un Colegio Nacional, y constituye una comisión que se encargaría de percibir los fondos del Estado destinados a este fin, e invertirlos. Son de ella: Higinio Uriarte, José Falcón, José Segundo Decoud, Benjamín Aceval y Próspero Pereyra Gamba.
Los afanes de la misma cristalizaron en la ley del 28 de agosto de ese año, cuyas disposiciones normalizaban el funcionamiento de la institución cuya vida se iniciara con aquellos inolvidables 52 becarios.
El luctuoso acontecimiento del 12 de abril hace recaer en Falcón el doloroso privilegio de retornar, por esa vía, a la jefatura de un poder, reiteradamente venido a sus manos. En su desempeño y por ende, ante él, el titular Higinio Uriarte, presta el juramento constitucional prescripto para el ejercicio de la primera magistratura.
Su nombre, tan ligado y más desconocido, a los años de instalación del que fuera nuestro principal centro de formación intelectual, va ligado a una propuesta notable. En agosto suscribe, con su colega Fernando Saguier -nada más y nada menos-, que un proyecto para refaccionar el Palacio de López y convertirlo en sede del Colegio Nacional. Holgaría el afirmo de la ninguna receptividad de la iniciativa.
En abril de 1879, es designado presidente de la comisión de Hacienda del Senado, y en mayo, hace de testigo calificado, imprescindible dado que tanto y bien había contribuido a ello, de la entrega a las autoridades nacionales de la Villa Occidental, suscribiendo el acta de recepción, junto con Higinio Uriarte, Benjamín Aceval y Patricio Escobar, por una parte, y del doctor Luis Jorge Fontana, gobernador interino del territorio cuya disputa finiquitaba de resultas de un mejor derecho. Y es esta la última actuación pública que de él conocemos.
Se ha dado en afirmar que José Falcón falleció en Asunción en 1883. Nos asiste la convicción de que su paso por el escenario patrio ha sido extraordinariamente fecundo y beneficioso al país. Fue, y es, un exponente ejemplarizador de la cultura paraguaya, puesta al servicio de los más altos intereses humanísticos. Pertenece a una generación de autodidactas que elaboraron, sin desmayos, premios ni públicos reconocimientos hasta nuestros días. No fue mezquino de su saber, y formó a José Berges, Domingo A. Ortiz y Benjamín Aceval, grandes defensores civiles del perpetuamente disputado territorio nacional.
Cecilio Báez así lo recordaba: "Era don José Falcón un patriota intergérrimo que había hecho su aprendizaje en los negocios públicos en el gobierno del viejo López. Habiendo sido su director del Archivo Nacional, él pudo reunir todos los documentos justificativos de los derechos del Paraguay (los únicos conocidos) y con ellos ilustró la cuestión, dando a la luz su memoria del 10 de marzo de 1872".
"Aunque todos los paraguayos del primer periodo constitucional eran celosos defensores de los derechos territoriales de la nación, se consideraba a don José Falcón con el más tenaz y decidido, y como el mejor conocedor del asunto".
"Su patriotismo y experiencia se unieron pues al patriotismo y la inteligencia del doctor Aceval para hacer la defensa de los derechos del Paraguay ante el árbitro elegido para decidir la cuestión debatida con la Argentina. Esta defensa fue la que se fió al patriotismo y a la ilustración del doctor Aceval, quien sirviéndose de los documentos conservados por don José Falcón y los demás que van insertos en su memoria, apuró la verdad sobre tan delicada cuestión".
En estos fastos que, merecida cuan prolongadamente celebramos y celebraremos, es también de toda justicia y obligación recordar a los grandes olvidados. Una fruición indisfrazable ponemos en ello. En nuestra lejana juventud nos hemos impuesto una línea de que creemos no nos hemos separado. El linaje paraguayo no es de ayer, ni puede ser parcelado en su exposición. Nadie puede respetar, ¡qué decir amar!, lo que no conoce. Es la mayúscula responsabilidad que hemos tenido, en toda época, los historiadores locales. Así nos ha ido. En un pueblo que, hacen más de cuatro siglos, es sujeto activo de la historia americana, la rectoría de nuestra obra es decididamente capital. No nos engañemos y menos pretendamos hacerlo, dada la palpable puerilidad de sus resultados.
Falcón, don José Falcón, a pesar de la engañosa sonoridad marcial de su apellido, fue un ciudadano de paz y de cultura que no rehusó el cuerpo a las emergencias bélicas. Fue un eficiente sol dado de la patria en las dos epopeyas, y casi quiere escandalizar la comprobación de que bastante de los que bien se batieron en la guerra del Chaco en aquel fortín bautizado con su nombre, no sabían que recordaba implícitamente a quien, más de medio siglo antes, hizo que fueran nuestros esos lugares!
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DOMINGO ANTONIO ORTÍZ
PRIMER DEFENSOR DE LOS SALTOS DEL GUAIRA
Un preclaro ciudadano cuya memoria, sí ansía y necesita reparación. Por ello, en esta cátedra de paraguayidad sin pretensión alguna, inmediata o mediata, pero sí constante, otro nombre austero sumamos: el de Domingo Antonio Ortíz, primer defensor paraguayo de los Saltos del Guairá.
La roja bayeta cuartelera comienza a perfilar su físico, actuación y mentalidad, que trasegaríalo por más de treinta años! En una lista de revista de 1.846, aparece de soldado raso, en la 3a. Compañía del Batallón de Infantería N° 1, con asiento en la Capital y bajo el comando del Subteniente Pantaleón Balmaceda.
Se nos pierde -todavía-, por un breve lapso, y nuevamente nos topamos con su polifacética vida, en 1849: está en el campamento militar de Paso de Patria, donde bajo dirección del doctor Juan Federico Meister, funge las tareas de boticario del ejército.
Indicios, decididamente conjeturales, hacen que se pueda aventurar que haya sido asistente a la escuela nacional del ejército que, bajo dirección del capitán Manuel Pérez, funcionaba aquí desde el año anterior y sus enseñanzas impartía, en punto a artillería, el teniente boliviano Antonio Vicente Peña.
Paralela a la misma, de 1847 a 1849, la primera misión militar brasileña, constituida por los artilleros, capitanes de marina, Francisco Domingo Caminade y Joao Soarez Pinto, forjaban los primeros soldados académicos del arma.
Se nos escurre -aún-, y en 1851, ya aparece como alumno distinguido de la segunda misión militar brasileña que, hasta el siguiente año, instruyera a nuestros mejores artilleros; los capitanes Juan Carlos de Villagrán Cabrita, Hermenegildo Alburquerque Portocarrero y Francisco Antonio de Caminade, para quienes, a su partida, faltaron adjetivos de elogios para José María Bruguez, Domingo Antonio Ortiz y Francisco Roa. ¡Fruslerías de nombres en el ejército de la patria vieja... !
Sobre sus inmediatos posteriores años, poseemos dos informaciones encontradas, aunque provienen de notabilidades de nuestra historiografía. La una, dice que viajó a Europa con el general López, en su misión de 1853, y que obtuvo el grado de oficial en la armada inglesa; la otra, afirma que Ortiz, junto con Nicanor Sánchez ingresaron en la escuela naval de Francia, en 1854.
En 1855 lo hallamos de nuevo en el país e incorporado a la armada nacional, ejerciendo el cargo de segundo comandante del vapor "Nueva Burdeos". Y, cuando en 1857 entra en servicio el "Ypora", construido en el país, pasa a desempeñar idéntico mando, hasta 1860.
Se nos reitera la secuencia de su ejecutoria ya sufrida. Sin embargo, obvio es que abandonó las filas, ya que el hilo se retoma, el 7 de marzo de 1863, cuando aparece una orden del presidente general López, ordenando se haga entrega de 40 pesos de gratificación, al subteniente retirado Domingo Antonio Ortiz.
Al iniciarse la guerra, en noviembre de 1864, se reincorpora a su antigua unidad fluvial, el "Ypora", bajo jefatura del Teniente Andrés Herreros, siempre como segundo comandante, que integra la flotilla que transportaría a las fuerzas del coronel Vicente Barrios para el inicio de la campaña de Matto-Grosso.
La nave hizo toda la aludida campaña y, a su retorno, 14 de enero, condujo a los prisioneros tomados en la expedición del norte mentada. Todo el año 1865 fue de interminable fajina. No se daba descanso el barco en acercar contingentes al campamento militar de Humaitá, e incluso, el 8 de junio, formó parte del convoy que transportó al presidente y su comitiva hasta el escenario auténtico de la tragedia.
Días después, el 11 de junio; Ortiz, muerto Herreros y opresiva capacidad demostrada en la especialidad de lüengos años -jefaturando su tradicional. "Yporá"- es actor de la batalla naval del Riachuelo.
Para octubre, son el "Pirabebé" y el "Ypora" los dueños de la jornada que se estipula: el paso de la división del sur, comandada por el general Resquín, desde el puerto de Corrales, frente a Paso de Patria, riberas de por medio del Paraná. Al comando de la flotilla? el capitán Remigio Cabral.
El 3 de noviembre se inicia la evacuación masiva de la provincia de Corrientes. A su frente?: José Eduvigis Díaz y José María Bruguez. El Batallón 40 fue el último en pasar. Para el alba siguiente, todo estaba consumado. Por ello, el 30, el Mariscal prendía en el pecho del susodicho la estrella de la Orden Nacional del Mérito, al ya Teniente 1° de marina.
1866, el año de las grandes batallas, lo encuentra incorpora a las fuerzas de tierra. Desde el fuerte de Itapirú, en marzo, su batería sostiene enconado duelo con las corazas brasileñas. A primeros de abril, dado que, a pesar de los repetidos blancos, era fehaciente que nuestros cañones ningún daño causaban a las embarcaciones enemigas, el Mariscal López constituye una comisión técnica investigadora de las cualidades de las piezas de a 68, integrada por el coronel José María Bruguez, el teniente 1° de marina Ortiz y el capitán Albertano Zayas.
El 11 del citado mes, una descarga de la batería Ortiz, dirigida por el coronel Bruguez, hace impacto en el aviso de guerra "Fidelis" de la flota imperial. A su bordo se hallaba, y encuentra la muerte, el antiguo instructor de ambos, Teniente coronel Villagrán Cabrita. ¡Ineluctables determinismos del destino!
El 27, la comisión ad-hoc comunica sus comprobaciones técnico-empíricas, que resultan definitivas: nulo era el poder ofensivo de nuestras piezas ante el blindaje ofensor. La suerte, pues, de la fortaleza de Humaitá estaba sellada.
Ascendido a capitán de corbeta, aparece comandando una batería en Curuzú que, cuando el ejército enemigo desembarca, el 1° de setiembre, en Las Palmas, daña seriamente a diversas unidades transportadoras.
En la batalla de Curupayty, está a su cargo el emplazamiento principal, sobre el río, sitio desde el cual el General Díaz siguió las alternativas del legendario encuentro.
Más de un año se inmovilizan los beligerantes, en tétrica, sombría espera. Exhaustas, cansinas, las huestes arman pabellones, obligadas por las armas y el cólera, el lúgubre chá-í. 1867 así halla a todos. El Mariscal ordena la rectificación de nuestras líneas. Bruguez es designado comandante general. La artillería, se dispone, sea jefaturada por el capitán Ortiz.
En mayo, el 13, aparece en la base del alto mando, Paso Pucú, el primer número de Cabichuí, periodiquín destinado a mantener el espíritu de la tropa. Son sus redactores Domingo A. Ortiz, Juan Crisóstomo Centurión, Víctor Silvero y el Pbro. Gerónimo Becchi.
El 19 de febrero de 1868, sin que ello constituyese novedad, la escuadra brasilera forza, sin ayuda divina tan cuidadosamente impetrada, el paso de Humaitá. El camino a la capital estaba expedito. ¡Lo sabíamos casi dos años antes... !
Azares de la guerra que, tan siquiera por alguna vez debían ser faustos, no lo envuelven en la nauseabunda tramoya de la "conspiración", al inopinado afirmar de su más caracterizado fiscal. En la fortaleza de Angostura, actúa bajo el hábil mando del teniente coronel Jorge Thompson. Combate en extramuros en Villeta, por 3 horas, y retorna con ganado para los sitiados.
Mas el heroísmo, en toda época, ha tenido un contendor, inexorable en ventaja: la logística, y contra él, todo lo demás, irritantemente literatura, y... de las livianísimas.
Aparecen los "legionarios" paraguayos, portando mensajes de Caxias, Gelly y Obes y Castro, flor y nata de la infame tríplice -que era cuádruple-, y es enviado nuestro hombre para con los mismos tratar. Substantivos le faltaron para enrostrar a sus afines.
Fue, hasta ahora lo creemos, su postrer actuación castrense. Nos duele, y más debe condoler a la nacionalidad, de que el plácido Ortiz de nuestras remembranzas, formó en las tristes columnas de los capitulantes de Angostura, en pro de promesas de proferidores, de entonces y hoy, ninguna validez ha tenido jamás. Vaya, y para todo cuente, si lo hemos padecido, y padecemos, el referido evento.
Y la paz llegó y con ella, el disponer para una batalla diplomática que se deveniria secular, deplorablemente. Ocupado el país militar y políticamente; menguado, casi inexistente el ejercicio del libre determinio del gobierno nacional, el Imperio íntima el alejamiento de las tratativas jurídicas, de don José Falcón, internacionalistas, el más experimentado y hábil de cuantos poseíamos en aquellas duras épocas.
El 26 de marzo de 1872, se canjean las ratificaciones del Tratado de Límites, y el 13 de abril, el Brasil nomina su comisión demarcadora, presidida por el coronel de ingenieros Rufino Eneas Galvao, e integrada por otros cuatro también veteranos demarcadores.
El 17 de junio, el canciller general Benigno Ferreira designa, para enfrentar a la experta comisión brasileña, como delegado demarcador, al capitán de fragata Domingo A. Ortiz. Para su cometido, solo pudo contar con la ayuda de in secretario, don José Dolores Espinoza, que lo asistiría a los largo de las fatigantes salidas al terreno.
Vuelto al Ministerio de Relaciones Exteriores el señor Falcón, el 22 de julio hace entrega a Ortiz de sus famosas “Instrucciones” que vertebrarían, de entonces a hoy, la tesis paraguaya. De ahí arranca, mejor, se retoman, los esfuerzos de dos esclarecidos servidores civiles de la Epopeya, para coadyuvar en la angustiosa reconstrucción patria.
El 16 de agosto se da comienzo a las tareas de la Comisión Mixta, que durarían hasta el 24 de octubre de 1874!, en un punto de estagnación técnica, política y dialéctica, que todavía se mantiene, y del que no cejaremos.
El poder ejecutivo, por decreto del 27 de agosto de 1874, reconoce en el grado de capitán de fragata, a Domingo A. Ortiz, y, el 19 de diciembre, lo designa administrador general del ferrocarril, cargo del que renunciaría el 28 del mismo mes.
Al año siguiente -también las condecoraciones, algunas veces significan algo más que formalismos anacrónicos, cuando no hilarantes-, el 29 de agosto de 1875, el gobierno imperial les adjudica una, a Ortiz y Espinoza, sus denodados contendores.
Posteriormente, Ortiz ingresa en la administración de justicia Así, el 24 de noviembre de 1876, es designado Fiscal General del Estado, cargo en el que permanece hasta el 31 de diciembre de 1881, en que es nombrado juez de primera instancia en lo criminal, estancia, en la cual no se demoraría demasiado.
Con efecto, el 9 de enero de 1882, el gobierno adquiere el vapor "Comercio de Rocha" para rehacer nuestra extinguida armada. Se lo artilla; se lo rebautiza telúricamente "Pirapó" y su comandó se entrega a Ortiz, y la subjefatura, al teniente 2° de marina Aniceto López, ambos, antiguos compañeros de la gloria y la desgracia, desde la batalla del Riachuelo!
Calmos, en "chica", transcurren los días y los años de la impar unidad, tradicionalmente fondeada en la bahía, frente al cabildo. Fagina consuetudinaria, irritantemente monótona, por lo sabida y sufrida.
Pero su cierta valía no podía ser marginada en la estructuración del nuevo estado. Así, el 15 de marzo de 1885, junto con el coronel Juan Crisóstomo Centurión y el doctor Teodoro Chacón, integra la comisión que debería elaborar el código penal militar y de procedimientos criminales.
El 25 de mayo, a la llegada de la delegación uruguaya portadora de los trofeos de guerra a ser devueltos, es la "Pirapó" la que rinde los modestos pero sentidísimos agradecimientos con sus 21 cañonazos tradicionales.
La murria de la estación naval, sólo es salpimentada por las charlas de atardeceres evocadores en "La Democracia", hasta hace poco, subsistía aún la añosa casona -Chile y Oliva-, el diario de Ignacio Ibarra. Pareando a sus viejos adláteres, Pedro V. Gill, Cirilo Solalinde, Manuel Avila, Higinio Uriarte, Patricio Escobar, Juan Crisóstomo Centurión, Guillermo Stewart, Fidel Maíz, y los nuevos, Cecilio Báez, Emiliano González Navero, Alejandro Audivert; Juan de la Cruz Ayala, José Segundo Decoud, Jorge López Moreira, Ricardo Brugada. En ellas, se despide a un ciclo y vida se da a otro.
De pronto, nuevamente es llamado por el gobierno para desempeñar un difícil cometido. El presidente Escobar lo nombra jefe del destacamento que viajaría a Bahía Negra, con cargo y misión de ratificar la indiscutible propiedad paraguaya, puesta en dudas por comerciantes bolivianos. Así ocurre y la bandera extranjera es arriada el 13 de setiembre de 1888.
Pero el último acto de su prolongada vida pública aún estaba por darse, y él iba a ser revestido de dramáticas características.
Retirado de la armada en 1889, pasa a integrar la Corte Suprema de Justicia, junto con Alejandro Audivert y Luís Burrone. A poco de ello, Marcelino Fleitas, modesto cronista de "El Independiente", es apresado por disposición de la Cámara de Diputados. Interpuesto el pertinente hábeas corpus por sus defensores, curso se le imprime y, de sus resultas, el alto organismo decreta su libertad.
Airanda, la presunta agraviada inicia juicio político al alto poder y consigue que el Senado destituya a sus integrantes, por "violación de privilegios". El sacrificio no fue estéril, porque la victoria ética fue superior al momentáneo interés político: la libertad de prensa quedó jurídicamente afianzada.
Son estos, escuetos datos, los que hasta el presente hemos podido obtener sobre este olvidado nativo de Caraguatay, ejemplar servidor de los intereses nacionales, por cerca de medio siglo y en dispares escenarios y épocas. No sabemos de la fecha de su óbito. Eso sí, se puede afirmar con rotundidad que, como su antiguo y fiel amigo, don José Falcón, fue creador de un linaje de acerado esmalte patrio.
Su figura, como las de tantos otros ya evocados y a evocar, nos dice alto y fuerte, de que la historia es registro de secuencias indivorciables. Su trama sutil, ni admite ni tolera discontinuismos. Notifiquémonos de ella de una vez por todas.
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CIENTÍFICOS PARAGUAYOS I
LUIS S. MIGONE – TEODORO ROJAS – ANDRÉS BARBERO
Ensayo de BENIGNO RIQUELME GARCÍA
CUADERNOS REPUBLICANOS
Año 1975