ZOOLÓGICO URBANO
DOCE CUENTOS CITADINOS
Cuentos de LOURDES TALAVERA
Editorial SERVILIBRO
Asunción - Paraguay
Cuentos que descubren la vida interior de los personajes, que no son bestias prisioneras en un zoo imaginario, sino seres humanos con debilidades y anhelos. La vida plantea dudas y desafíos, los hombres y mujeres creados por Lourdes Talavera, tienen que resolverlos, cada cual a su manera.
LA AUTORA
Lourdes Talavera nació en Asunción (1959).
Estudió medicina; actualmente ejerce la pediatría y la docencia universitaria. Obtuvo un Máster of Science (Public Health) en la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica.
Su primer cuento publicado fue “La telaraña” en La Micrófona, boletín mensual del Área Mujer del Centro de Documentación y Estudios (CDE) (1989).
También, participó del taller de cuentos del Centro Cultural de España “Juan de Salazar” y presentó sus trabajos colectivamente en “Nueva Cosecha” (Servilibro, 2002).
“Junto a la ventana” se denomina su primera colección de cuentos publicada individualmente (Servilibro, 2003).
Su obra “La revancha” del presente volumen recibió una mención de honor en el concurso de cuentos breves “Dr. Jorge Ritter” (Coomecipar, 2004).
Además, ha escrito artículos sobre salud, desarrollo, democracia y derechos humanos en libros y revistas de universidades extranjeras y de organizaciones no gubernamentales del país.
A MODO DE PRÓLOGO
Me han pedido que prologue el nuevo libro titulado “Zoológico Urbano”, doce cuentos citadinos, de la Dra. Lourdes Talavera. Médica especializada en pediatría, y docente universitaria. He asumido la tarea con el gusto de ir descubriendo en cada cuento, a la mujer universitaria, especialista en niños, apasionada por la docencia, y por la literatura, disciplina en la cual Lourdes Talavera ha elegido el género narrativo. En sus relatos encontramos temas interesantes narrados con fuerza expresiva y fina sensibilidad, en los que se destacan las diferentes formas de discriminación ideológicas y sociales, que la escritora trata de dramatizar al máximo con una visión crítica, madura— quizás testimonial— y con una fervorosa defensa de la mujer basada en un concepto humanista.
Las criaturas de la ficción de Lourdes, son como en la vida diaria: seres comunes que tienen deseos o egoísmos, vanidades no develadas y sueños inalcanzables o posibles. La autora no aliviana sus defectos, ni las convierte en delicadas, dulces o con falta de carácter. La muestra tal cual son, sin máscaras, con dolores, con recuerdos que lastiman, con alegrías. Individuos con buenas y malas intenciones, con pesadillas y realidades insoportables, con esperanzas e ilusiones. Personas de diferentes sexos y edades, con diversas extracciones sociales que nos obligan a través de las palabras a oír sus pensamientos más íntimos.
Sin estereotipos ni heroínas que salven la historia en el momento final.
Nuestra escritora no es complaciente con sus personajes y nos invita a descubrirlos y observarlos dentro de no sé qué esencias de frescura de alma y de profunda misericordia.
El libro está escrito en forma clara y directa, y la complejidad está puesta en sus personajes, tan comunes que podríamos encontrarlos a la vuelta de la esquina.
Son relatos simples, pero narrados por una escritora- médica que al tener un conocimiento más profundo del ser humano les otorga una mirada diferente, provocativa. Suelta a sus personajes, liberándolos para que sean estos quienes sencillamente narren su historia a los lectores.
Lourdes sabe atrapar nuestro interés en cada cuento. Moviliza y obliga a pensar, sobre la mujer— víctima indefensa de la calle, o de tantas otras formas de abuso de podernos invita a pensar sobre el amor, sobre el odio, sobre el amor en los tiempos del odio.
En ellos la tensión se dispara con la ansiedad, la angustia, la frustración, la rebelión y la beligerancia, sin los engolamientos de ninguna retórica.
Tal vez porque -nobleza obliga— debamos advertir algunos titubeos de estilo, ciertas limitaciones de la obra, que la autora irá puliendo en el constante adiestramiento mediante el cual se adquiere más cabalmente el dominio del oficio. Creemos que Lourdes Talavera asume su papel en la sociedad no solamente ejerciendo su noble profesión de médica sino también luchando con la palabra, que para ella es el arma principal de igualdad y revolución. Y que como narradora genuina irá afirmando el pulso a la pluma con la misma certera eficacia con que rasga el más fino tejido con el bisturí, sorteando con habilidad los muchos escollos que la literatura —materia exigente, fina, delicada- nos impone a quienes queremos servirla. No olvidemos que el arte es un arduo camino a la perfección.
Según un gran filósofo hispano: “El estilo de un escritor, es decir, la fisonomía de su obra, consiste en una serie de actos selectivos que aquel ejecuta.
En derredor del artista se abre el mundo: tiempo, materia, espíritu, sentimientos, sentidos. Todas las palabras del diccionario. El escritor elige tal como el pintor escoge el tema de su composición y los colores de su paleta. En esta elección primeriza comienza a construirse el estilo, es ella la decisiva. Por esto la crítica literaria —cuya misión primaria y esencial no es evaluar los méritos de una obra sino definir su carácter— tiene a mi juicio, que empezar por aislar ese objeto genérico, que viene a ser el elemento donde toda la producción alienta.
El estilo del lenguaje, es decir, la selección de la fauna léxica y gramatical, representa sólo la parte más externa, y, por tanto, menos característica del estilo literario tomado íntegramente”.
No nos queda más que desear a Lourdes Talavera, éxitos con este nuevo libro de cuentos y con los otros que vendrán convocados por el gnomo, el duende, criatura misteriosa en cuya adorable compañía todos los artistas querrían transitar.
“Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende. Y no hay verdad más grande. Estos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancia en el arte” poder misterioso que todos lo sienten, pero que ningún filósofo ha podido explicar.
Así pues, el duende es un poder y su llegada presupone siempre un cambio radical. Da sensaciones de frescura totalmente inéditas. Con una calidad de rosa recién creada, de milagro que llega a producir un entusiasmo casi religioso”. (F. G.L.)
Luisa Moreno Sartorio de Rodríguez Alcalá
EL NIÑO DE JUANA
Sintió el cálido peso en su regazo. Seguía lloviendo, más fuerte aun. No había despertado. No se movía, por más que lo cambiara de posición. Juana se preocupaba más por recoger las monedas o algún billete, cuando el semáforo quedaba en rojo. Como en un sueño, a veces se le presentaba eso junto a la figura de una mujer. ¿Su mamá? no; la tía Hortensia.
Las dos andaban por las chacras de los vecinos haciendo changas bajo el sol o la lluvia; otras veces, acarreando leños, o pescando en el río algo que las alimentara en el día. El verde de los montes era amplio y el sonido del agua que corría se confundía con el canto de las aves. Un día llegaron a la ciudad, y en el mercado de Concepción abordaron un ómnibus que las trajo a Asunción. Iban tomadas de la mano. La tía, próxima a los ochenta años, había venido a hacerse tratar de una enfermedad en los ojos que casi la estaba dejando ciega.
No tuvieron más dinero para el regreso, y alguien les dijo que en alguna esquina con semáforo podían juntarlo para pagar el pasaje, y así jugaban a esquivar a los automóviles. A veces, una persona bondadosa les deslizaba un billete, pero la mayoría solo les daba monedas. Un cierto día, un furioso conductor arrolló a la tía. La recogió una ambulancia y se la llevó. Juana no la volvió a ver. Quedó sola, en las calles que tenía por delante, calurosas en el verano. Ocasionalmente, sentía rabia; se enfurecía si le negaban las maravillosas monedas, que cuando formaban un montoncito le permitían comprarse algo que deseaba. Era peor cuando la rechazaban y dejaban con la mano extendida. Hasta la insultaban. Así estaba ella, en las calles bordeadas por edificios, donde algún portal era propicio para el sueño.
Descubrió un lugar donde podía comer. Juana llevaba un tarro de lata para juntar lo que sobraba; aunque no le permitían llevar uno grande, sí uno pequeño, que cuando estaba repleto de comida se asemejaba a una alegre fiesta. Un tesoro de comida. El comedor era atendido por un cura gordo y colorado como un tomate maduro. Era asistido por una señora mayor que servía los alimentos desde las enormes ollas que despedían el vapor del cocimiento.
Todos tenían que sentarse a la mesa y esperar que sus platos fueran servidos. Algunos se atragantaban con el pan ante la prisa del estómago vacío. Al terminar el almuerzo, debían agradecer:
-¡Alabado sea, Dios! Gracias, padre.
Juana conocía bien el manejo en el comedor, no se le escapaba este detalle nunca. La cuestión siempre era la misma: seguir las reglas y asegurarse la comida. Una joven la acercó a la pensión de Macaría. Allí, una docena de ellas trabajaban como pupilas. Pese a haber cumplido los quince años, Juana parecía una escolar, razón por la cual la patrona dispuso que se ocupara de limpiar los baños y las habitaciones de los clientes, a cambio de techo y comida. Las cosas marchaban bien, aunque las calles y las monedas le parecían un espacio más cercano a la libertad.
Cierta noche fue a hacer un mandado a la farmacia. Las calles estaban desiertas, pero a Juana no le importaban las sombras; ella conocía el camino. De pronto, un grupo de mozalbetes provenientes del barrio del bajo de la catedral la detuvo. Estaban drogados, apestaban a alcohol y a marihuana. La tomaron a su gusto. Uno, dos, tres, cuatro, cinco...; perdió el conocimiento. Quedó tendida en la acera sobre un montículo de bolsas de basura. La encontró la policía. Fue conducida al hospital. La examinó un doctor, un joven apuesto y elegante. Luego, otra mujer. Ella contó con simpleza lo que le había acontecido. Ambos se miraron maliciosamente.
-Seguro que diste la oportunidad — apuntó el doctor.
-No, no.
—Ciertamente — dijeron mirándose con complicidad los médicos.
Juana se enfureció y los insultó con su manera peculiar de vomitar las palabras cuando la rabia se apoderaba de ella. La doctora dijo:
—El himen de esta joven estaba intacto. Se notan los desgarros.
—¿Sí? ¡Qué raro! - comentó el joven médico.
Se fueron, y al mes siguiente la dieron de alta. La despidió una monja diciéndole:
—Juana, regresa a tu chacra y deja de corromperte.
Había oído cosas peores, repugnantes. Regresó a la pensión de Macaría, a los baños y a los desperdicios de los clientes. Las mujeres de allí le decían que estaba embarazada. Juana se admiraba de ver crecer su vientre, de sentir dentro suyo latidos extraños. Un día, en medio de las actividades de limpieza, no pudo más con él; se sentía demasiado pesada. Se desplomó en el suelo. Acudió la ambulancia, se acordó de la tía Hortensia, a quien se la habían llevado y no la volvió a ver.
Se resistió, chilló, lloró; pero a la fuerza la arrastraron hasta la maternidad. A los dos días, la dejaron libre. Llevaba en sus brazos a un pequeño ser que se movía y buscaba sus pechos, que ahora derramaban leche.
De nuevo se encontró en el umbral de la pensión. En la calle prostibularia. Ese sábado de agosto amaneció nublado y muy frío. El viento sur se colaba entre las rendijas del techo del cuarto donde dormía. Hacía un frío tan intenso que penetraba hasta la profundidad de los huesos. Juana oprimía el cuerpecito de su hijo contra el suyo para darle calor. Le miraba con ternura. De pronto, asustada, le pareció que el niñito respiraba con dificultad. Le movió y no abrió sus ojos. Había empezado a llover, era de mañana temprano y todos dormían en la pensión. Salió a la lluvia corriendo, subió a un taxi y se dirigió al primer centro de salud para que asistieran a su hijo. La sala de espera estaba llena de gente. Juana quiso golpear a la recepcionista y entrar a la urgencia por la fuerza. Pero no la dejaron, y tuvo que resignarse. Cuando le tocó el turno, el médico de guardia examinó al lactante y luego le dijo:
-Tenga esta receta; debe aplicarse a horario el medicamento porque, de lo contrario, empeorará. No tenemos cama para internarlo.
-¿Se morirá? — preguntó Juana.
El médico levantó los hombros y dijo:
—Depende... Si le da el tratamiento adecuado, puede mejorar. Vamos a controlarlo; se quedará aquí y cada tanto lo examinaremos.
Juana compró lo que le habían recetado. Ella pasó la mañana y la tarde en la sala de espera. Preguntaba la hora y le hacía aplicar sus medicinas al niño. A la media noche se marchó. Seguía lloviendo, más fuerte todavía.
Cuando llegó a la pensión, la actividad era febril. Casi nadie reparó en ella. Se dirigió a su pieza. El niño continuaba dormido.
No despertaba desde la tarde. Se sentó en la cama y lo acunó, se inclinaba sobre él para darle calor. Todos reían abajo, la música se mezclaba con la lluvia que seguía cayendo sobre el tejado. El niño lanzaba quejiditos, luego se tranquilizaba, no abría los ojos. Parecía no respirar por la nariz. Ella apenas lo sentía al aproximar su cara a la del pequeño. De pronto abrió su boquita ansiosa, desesperadamente, como queriendo aspirar la vida. Ella se inclinó y empezó a insuflar aire tibio y oxigenado en esa boquita anhelante.
Lo acunaba, lo abrazaba, balanceaba sus piernas al ritmo del chirrido de la cama. De tiempo en tiempo pasaba de soplarle aliento a cantarle despacito “duérmete, niño; duérmete ya; tu mamá cuidándote está”.
LA REVANCHA
“Son tan pocos los que se salvan, que el cielo junto al infierno es más chico que un grano de arena junto al océano.”
Roberto Arlt
Apagó las luces. Se sentía cansada. Pedro estaba dormido. Lorena no podía hablarle. Si hablaran esa madrugada, el sueño sería liberador y el día muy bueno. Ella se encontró en el lecho con la piel pegajosa; estaba allí acostada, regresando de nuevo a la infancia. El corazón golpeaba su pecho con un ritmo frenético. Poco a poco, sus pensamientos fueron calmándose. Los hechos penosos vividos de niña refulgían en la noche como el sol entre las hojas verdes de los árboles. Los rostros de personas conocidas se repetían en fila en su recuerdo. Se acurrucó contra la espalda de Pedro, que dormía sin retaceo, en ese ambiente con humo de cigarrillo que olía a cerveza. Seguía ebria. Los rayos del sol se asomaban por las rendijas de la ventana y le golpeaban fuertemente a los ojos como un yunque.
El hombre se agitó pesadamente en la cama; las palabras intentaron escapársele del letargo. Lorena se molestó.
-¡Pedro! -le llamó en vano. Sin embargo, enseguida pareció serenarse, comenzó a acariciarle la cara. Este se revolvió y cambió de posición en el sueño. Ella, como si sufriera un vago rechazo, se enfureció violentamente, levantó sus manos hacia el torso desnudo del dormido y le arrancó microscópicos jirones de piel. El lanzó una especie de gruñido, sorprendido, y pasó del estopor a una total confusión. En la semioscuridad, no pudo distinguir lo que estaba ocurriendo. La vio con los ojos teñidos de un rojo furor; ella vivía su infierno nocturno cuyo contenido diabólico le acompañaba a través de las noches.
El rostro de Pedro se volvió ridículo, lo que provocó la risa de la mujer alcoholizada, que se incorporó riendo y riendo, recordando al payaso del circo que la había aterrorizado en su niñez. En ella renació ese temor infantil enterrado en las profundidades de su alma, y su patética risa fue convirtiéndose en aullido.
Estaba agotada, desfalleciente en su intento de mantenerse en pie. Buscó su cartera, la abrió; sintió algo metálico, lo tomó y, con el dedo en el gatillo, disparó. Se bamboleó. Sintió una náusea incontrolable, vomitó sobre la cama, sosteniéndose de uno de los extremos de la cabecera, y luego cayó de bruces sobre el cuerpo yacente. Cerró los ojos, aunque la posición le pareció incómoda. Volteó la cara mirando en el espejo, pero no pudo distinguir nada porque las sombras habían invadido la habitación.
Se despertó a la noche, cuando las sombras de las sombras se habían instalado en la estancia. Ella sintió en sus labios y la boca un sabor agrio. Con la mano, se apartó una costra viscosa de la comisura y se espantó cuando advirtió que su vómito se había mezclado con sangre. Se incorporó; le dolía la cabeza. A duras penas, se movilizó y, aliviada, comprobó que las cosas se mantenían en sus lugares. Pedro yacía en la cama como una figura espectral; en su desesperación agónica, se había prendido de los largueros de la cama. Parecía un crucificado. La cama estaba llena de sangre seca; él se había desangrado como un cordero sacrificado.
Lorena se lanzó a la calle, sin reparar en su aspecto. Llevaba la cartera en la mano, los pies descalzos y el pelo alborotado. Arrancó el auto y se perdió en la avenida iluminada. En su cerebro oscurecido por las brumas del alcohol se agitaba una idea. Tomaría la revancha contra quien tuviera la culpa. Recordaba que ella había matado a un hombre, a su esposo. Pensó en matarse; era una salida. Frente a ella, el viaducto de la calle le ofrecía una sepultura. Podría dejarse caer. Eso lo resolvería todo.
Se moría de miedo. Si muriera, ya no se pasearía por esos paisajes interiores de su infancia y dejaría de ver las cosas que guardaba en sus sueños. Sí, ese malestar que vivía continuamente, que se rehacía y volvía a rehacer; esa marca que se incrustó indeleblemente en ella. Una salamandra había devorado su carne y su alma. Deseaba volver a nacer y estar de nuevo lanzada a la vida. Anhelaba recluirse en un espacio donde pudiera contemplar el cielo estrellado, disfrutar de los sentidos y oír la música de un saxofonista como John Coltrane. Eso podría serenarle el espíritu... Aunque el daño estaba allí, mal manifiesto e irremediable. La salamandra depredadora fue devorando sus intuiciones e instintos a pesar de que Lorena, al principio, se había resistido a sus seducciones.
Se evocó en un espejo imaginario donde, vestida de negro, con medias en red y zapatos rojos de tacones altos, danzaba un ritmo frenético, sincrónico con la energía cósmica. Danzaba continuamente, sin cortes, al compás de la música de jazz. Y aunque era capaz de fluir en el universo, se sentía vulnerable hasta en la fantasía de deleitarse con una montaña de algodón de azúcar. Estaba desvalida ante la salamandra que la arrastraba inexorablemente al sótano de su existencia. Esa naturaleza destructora le había acercado a los males de la carne de los parroquianos de la taberna.
Si se incendiara el local, de las cenizas este volvería a erguirse para engañar a la gente con sus placeres. Un hondo sentimiento le decía que la vida no debería de ser así; a pesar de eso, persistían las tinieblas y una infinita tristeza.
Sí ella hiciera una lista de las decepciones sufridas y las pérdidas, seguro que se quedaría impotente ante ese inventario. Se sentía acorralada, paralizada y atemorizada.
En algún momento de su existencia, como un animal salvaje, ella había olfateado husmeando de arriba hacia abajo los días buscando encontrar las respuestas a sus interrogantes. Su dolor era mezquino y espacioso; extenso, lejano de toda virtud. Cuando era niña, soñaba que podía volar a sitios coloreados de frutillas y melones. Pero algo ocurrió y se convirtió en alguien que solamente podía estar quieta con la cabeza tapada, en espera de que llegara Pedro para salvarla del naufragio y darle una pizca de memoria de su infancia. Pensaba siempre que no merecía la atención, el cuidado y el afecto de un hombre como su esposo.
Sin embargo, sabía que merecía ayuda y estima; mantenía sus ojos ampliamente abiertos, que mostrando la oscuridad de su interior, mayor que afuera, en el mundo exterior. Cuando tocaba fondo, allí estaba el golpe final, como una larga letanía anunciada en una oración murmurada, como proyección de la sangre caliente. El mar contaminado la llamaba con su resaca de marea baja, de oscura ola. Su cuerpo estaba fuera de sí misma y lo veía a través de la posibilidad de una fugaz zambullida en la propia y misteriosa carne. Entonces, su cráneo hueco, de paredes sonoras y colmadas de niebla inventaba una razón, un motivo, para proseguir el camino sobre la faz de la tierra.
Construía un sendero sin tener en cuenta la escoria que resplandecía en el negro riacho cotidiano. Sentía el flujo y el reflujo del aire en sus pulmones. Ansiaba vivir sin pasado, presente ni futuro. Rodaba por el mundo tan desatinada como un circo multicolor.
Se volvía más sensible a la noche, ante la inminente posibilidad de estados más desgarradores que la llevarían a realizar cualquier cosa. En medio del estrépito de su ser interno, sabía que realizaría hechos irreparables. Poco a poco, comenzó a percibir una extraña conciencia de abandono de sí misma. Trabajaba horas y horas en la taberna. Era el rutinario castigo, persistente como una especie de esclavitud que la mataba cuando iba de un cuerpo a otro. Cuando pensaba que volvería a casa, con Pedro, se angustiaba. Solo dormía cuando recurría a las pastillas. De madrugada, se despertaba bañada en sudor, por el horror de algo desconocido. Luego le dolía la cabeza y la evocación de imágenes antiguas le llenaba de miedo. Pedro dormía tranquilo. En una ocasión, soñó que él había muerto. No sintió nada. Pero no se hundió en eso como en una espiral. Pensó que todo lo hace el destino y no el azar. Dicho de otro modo, su sueño no había tenido sentido. Se dejó flotar como una aparición y se sintió muerta. Se indagó:
—¿Hasta cuándo tendré terror ante mi propio miedo? ¿Hasta cuándo se repetirá el mismo sueño: mi madre que le disparaba a mi padre, el payaso del circo que abusaba de mí todas las noches? Soy parte de ellos. Sé que me transformo y soy como ellos. Me repugno a mí misma. No intento cambiar nada. Sigo muriendo.
Ella no guardaba ninguna fotografía de sus padres; ni siquiera lograba visualizar bien sus rostros. Sin embargo, apenas cerraba los ojos a la noche, ellos se presentaban a su vista, vividos y perfectos. Su padre y su madre, juntos. Eso ella se explicaba de una manera simple. Cuando se ha visto tantas veces los rostros de quienes han convivido con una, desde diferentes sitios, ángulos diversos, con tantas expresiones -despiertos o dormidos, cuando ríen, hablan o están furiosos—, la memoria los reúne e integra en una sola expresión. La recordada voz iracunda y la niña que gime desconsoladamente... A veces creía que el leve olvido suprimiría viejos dolores o el más aplastado resentimiento. Cuando se quedaba sin palabras, experimentaba un daño grande. Sus ojos velados de lágrimas cristalizadas no veían nada. Cuando deseaba con mayor frecuencia olvidar, el silencio lo impregnaba todo y se quedaba vacía, sin esperanzas.
En el desasosiego del insomnio febril, daba vueltas en la cama y necesitaba asirse a un pensamiento concreto y bueno, para que las tinieblas no la llenaran de amenazas. Su indefensión nocturna se poblaba de miedos y adquiría la forma de un depredador que destellaba un rojo fulgor; la salamandra. Su tamaño se volvía sofocante y descomunal. Entonces, en un susurro, oía una voz que le decía que Pedro moriría. Era un mensaje que ella no había escuchado durante el día. ¿Cuándo estaba más cerca de la realidad? ¿En las ansiedades nocturnas y narcóticas, o en la levedad de la somnolencia diurna? ¿Por qué había matado a Pedro? Estaba borracha. ¿Cómo fue que en otras ocasiones no había matado a nadie? Sin embargo, este crimen autoafirmaba su existencia. La angustia que experimentaba en las noches la recluía en un caótico frenesí donde empequeñecía y entendía que solo el mal ratificaba su presencia. Se aseguró de que aún tenía el arma consigo.
Se le iluminó la noche con luciérnagas. Estaba cambiando su vida, ya había renunciado al trabajo en la taberna; se lo había comunicado a Alex, el dueño. Cuando se casó con Pedro, telefoneaban a la madrugada para molestarlos. Se trataba de clientes osados que la acosaban para perjudicarla en su proceso de rehabilitación. Ellos acechaban su felicidad, dirigidos por Alex. Su tranquilidad parecía perfecta, nada ni nadie la destruiría. Una noche, se cepilló los dientes, luego apagó la luz y durmió abrazada a Pedro. Aunque no soñaba, veía un circo y oía las voces de otros niños. Se despertó y estaba llorando como una niña. La visión la sobresaltó. Se levantó y fue a golpear las paredes con los puños. La pena que sentía era inmensa. Entre ella y los demás se interponía una brecha terrible e inconmensurable.
Hubiera querido escapar de sí misma, huir de aquella vida que contenía su cuerpo y envenenaba su alma.
Estacionó el auto y se bajó, lentamente. Sus pasos la dirigieron hacia la taberna; sin reparar en nadie, llegó hasta la barra. Miró directamente a los ojos de Alex. El aludido se sorprendió al verla. Ella sintió que estaba a punto de cortar las amarras de su esclavitud; que estaba en la puerta de un mundo iluminado, donde los fragmentos de su antigua existencia serían purificados. La invadió un impulso de alegría, un deseo de reír porque esos retratos interiores desaparecerían para siempre y ella se revelaría como una mujer absolutamente distinta a la que era.
Sin dejar de mirarle, ella dijo:
—¡Hey, Alex, óyeme!
—¿Qué? — le respondió, estupefacto.
—¿No lo sabes? - La bebida de tu antro me ha alterado, me ha descompuesto. Tenía algo que no llego a descifrar; tal vez un conjuro, cualquier cosa. ¡Entonces, toma!
Lo sorprendió. Con suma rapidez, ella había sacado el arma de su cartera y le disparó entre cejas. Alex se desplomó con los ojos salientes de sus órbitas, con la cara cubierta de masa encefálica y sangre. Quedó en el suelo, con la mirada al techo, como el difunto que allá en la cama, en el cuarto a oscuras, permanecía tendido.
LA BOTELLA DEL DIABLO
Morir sin morir y vivir sin la vida es el más arduo milagro propuesto por la fe.
Emily Dickinson
—¿Qué será de mí?
La extraña pregunta tomó cuerpo en su mente y se convirtió en una rueda giratoria que no cesaba un instante. Nadie podía anticipar su desenlace. Había organizado una serie de excursiones por diferentes ciudades del país. Daba a los jóvenes la posibilidad de divertirse, trasformando la apatía y el aburrimiento en un jolgorio ininterrumpido durante ese verano.
El tenía una voz cristalina que podría ser oída durante horas, y horas porque deleitaba con su timbre maduro y melodioso. El gorjeo de un ave podría comparársele, aunque hacerlo podría rayar en la blasfemia. Sin embargo, había algo que parecía soslayarse; él estaba agotando sus posibilidades, porque le habían recomendado limitarse en su actividad vocal. Pero los desoyó; continuó como si nada hubiera pasado, a pesar de que alguna persona lo apercibió.
El viento rugía y le parecía oír el crepitar de las llamas del infierno. Las sombras se proyectaban vacilantes a la luz del foco del alumbrado público y se parecían a los pies de unos seres fantasmagóricos que querían engullirlo. Si hubiera tenido la energía suficiente, habría corrido, huido; si tuviera tenido aliento, hubiera gritado con todas sus fuerzas, pero estaba tumbado en la blanca arena de la playa. No podía hacer nada; solamente se encontraba acostado allí, como un niño asustado.
De pronto, el viento arrastró las nubes que cubrían la luna. El pueblo dormía. En eso oyó toser a alguien.
Se dio cuenta de que se trataba de un mendigo. Traía una botella en la mano que se la extendió. Él le dijo al indigente:
— Antes de que me la dé, pida un deseo para la curación de su tos.
— Soy viejo ya -replicó el anciano—. Estoy aproximándome a la tumba, y no deseo sanarme. ¿Por qué no se toma un trago? ¿Tiene miedo?
— No, en absoluto. Solamente me estoy tomando un minuto; ¡solo un minuto!
El anciano lo miró desafiante y dijo:
— ¡Pobre hombre! Usted tiene miedo. Su alma tiembla.
—Déjeme la botella. ¡Démela! —exclamó jadeante. -Tome este dinero. Deme la botella.
—¡Que la aproveche! —accedió el viejo, tomó el dinero y, murmurándole unas palabras al oído, se marchó.
El tomó la botella y fue hacia el río sin saber adónde se dirigía. Para él, todos los caminos se habían vuelto iguales.
Algunas veces andaba lentamente; otras, corría, y en ocasiones gritaba fuertemente en la oscuridad de la noche. Después caía exhausto en la acera de alguna calle, llorando. Había oído hablar tanto del infierno que, en su imaginación, se repetían una y otra vez las imágenes de ese lugar. Veía las lenguas de fuego. Olía un humo enrarecido e intuía la carne humana sobre las brasas.
Amanecía. Las palabras se le anudaban en la garganta, pero esto perdía relevancia. Ahora, cuando le hablaban, él miraba, olía. Se comportaba como un extraño que se movía entre sueños. A veces se le olvidaba que estaba condenado y entonces charlaba alegremente con los demás. Él asumía que su sentencia era verdadera y se resentía aun más frente a ese hecho. Se encontró a sí mismo furioso de nuevo. Anduvo vagando por la playa durante el día y tomó algunas copas con varios amigos. A pesar de la algarabía de todos, él se sentía decaído en medio de los demás, que estaban contentos y hacían lo posible para integrarlo al círculo de la alegría. Su alma estaba triste. En el fondo de su corazón, comprendía que su sendero sería irreversible, y esta seguridad lo llevaba a beber aun más.
Evidentemente, le aterraba la idea de que era demasiado tarde. Desde que tomó conciencia sobre su condición actual, se preguntaba acerca de su existencia. Quizá haya vivido en vano. En el fondo, la muerte no era tan terrible como la obligatoriedad de sobrevivir en la impotencia de darle significado oral al pensamiento.
Le había abandonado su más bello don; lo había perdido, ya no emitiría sonidos semejantes al melodioso trino de los pájaros. Estaba seguro de que ya no bebería más. Tambaleante, volvió a pararse a la luz del faro del alumbrado público. Llevaba una botella debajo de su camisa, sosteniéndola con la mano. Mientras caminaba y bebía, recordaba la advertencia del anciano al despedirse. El hombre que bebiera de la botella que él le entregaba se iría al infierno. Al principio creyó que se trataba de una alocada profecía, aunque después eso fue impregnando su sistema de ideas.
La ensoñación lo acercó a Sirlene. Pensó que aferrarse a ella sería un inicio de precaria solución a la desgracia que le azotaba. Ella, a quien amaba, desconocía la causa de su tristeza. Fue ella quien le había dicho que siempre desearía oír su voz; que aunque la perdiera, siempre lo amaría como antes; que ella no podría dejar de amarlo nunca, que lo amaría hasta su muerte. Podría ser que ella estuviera equivocada. Tal vez, ella llorase por él durante toda una noche. Después del llanto, quedaría solamente la ausencia. Su ausencia máxima, luego de la máxima presencia: la despedida.
Cuando el invierno se acerca, las bandadas de pájaros emigran a sitios más cálidos. Pero las personas se quedan buscando la cobija del hogar, ese sitio donde uno puede ser uno mismo, sin temor al rechazo ni al exilio. Vivir sin el color de los días se parecía a un castigo extremo y cruel que lo despojaba de todo y empujaba a preguntarse ¿quién soy yo? ¿Podría acaso Sirlene, mirarlo a los ojos y responderle esa pregunta? Aunque ella estuviese allí, llevándolo en su pecho sin sospecharlo, él no resistiría deslizarse de su vida, y dejarla en la soledad como siempre.
Era doloroso vivir cada día, resistirse a las horas y a los minutos. Avaramente hilvanaba sus memorias y se encontraba de vuelta en el mismo punto de partida, como si hubiera caminado en círculo durante toda su existencia. Indiscutiblemente, Sirlene había llegado demasiado tarde ¡i su orilla. La recordó iluminada, vulnerable, al borde del precipicio. Tendió sus alas como un guardián y él mismo se definió como un diablo. La tomó de la mano y le sonrió dulcemente. Se sentía en su rol, aunque los demás ángeles le reclamaban por la inocente dama. Desde el primer instante la miró con cariño.
Ella era una mujer real, apasionada y leal que renunciaría a sí misma por él, para convertirse en una sombra. Pero, eso él no lo permitiría. No deseaba que se convirtiera en una especie de somnolencia peligrosa, como consecuencia de un gas letal que se infiltrara en los pulmones. Para cerciorarse de que la libraría de tal responsabilidad, la dejó en la ventana de la desesperanza y él se obligó a pasar al espíritu. Ese era el elemento más profundo del ser de ella, de su conciencia, de su identidad y libertad.
Su espíritu constituía con su cuerpo una persona única e irrepetible, que se volvía mejor con los años como el buen vino. Le fascinaba la idea de mirarla de igual a igual, con la posibilidad de redescubrirse y permitirse ser él mismo, sin representar guiones previamente escritos. De pronto, reconoció que le estaba ocurriendo aquello que le pasaba cuando le ganaba la nostalgia. Sin querer, evocó las corridas de toros y se preguntó si la oblación inútil de esos animales para el gozo del público no se le parecía a su historia. Revivió en su retina el rojo carmesí de la sangre en la arena y le invadió un fino temblor por todo el cuerpo.
El hombre bebió, luego se fue lentamente alejando por la vereda de la playa en dirección hacia el río y desapareció con la botella del diablo, en el horizonte teñido de escarlata.
LA TAZA VACÍA DE CAFÉ *
Isabel trajo la cuenta y el hombre se quedó mirando la taza vacía de café. Le llamó la atención su mirada perdida en el fondo del recipiente y sintió deseos de preguntar qué miraba. Sin mediar palabras, el hombre abonó la cuenta y, con pasos cansinos, se dirigió a la salida del local. El llegaba puntualmente todos los sábados a las catorce horas, se sentaba en la mesa que daba al amplio pasillo que comunicaba la cafetería con el hall del centro comercial.
Con la bandeja en la mano, indagó el fondo de la taza que el hombre había dejado. Vio la sombra de una mujer que parecía moverse en una densa nebulosa. Creyó reconocer su rostro, pero dudó porque su apreciación no era certera. En una esquina de la calle, él levantó la mano y se acercó sin prisa a la misteriosa dama. Calladamente, la tomó del talle y danzaron lentamente.
La música suave se mezclaba con la llovizna que había empezado a caer. El hombre musitó:
— Hace mucho tiempo que te esperaba.
Ella, en un coqueto gesto, levantó la cabeza a un lado y sus negros cabellos se alborotaron con el movimiento.
Isabel sintió un ligero escalofrío. La imagen de aquella mujer la estremeció en todo el cuerpo, pero la miró directamente al rostro y percibió un extraño fulgor. Recordó que el hombre le había dicho que se llamaba Manuel.
Isabel no podía dejar de mirar el fondo, aunque por momentos se le nublaba la vista. Giraba y giraba en sus manos la loza, intentando aclarar lo que veía. Manuel danzaba y danzaba como si sus pies hubiesen adquirido alas, tal como un Mercurio senil. Sonreía. ¡Qué curioso, nunca antes lo había visto sonreír!
Manuel le comentó sobre una mujer que había conocido en su juventud. Ella cantaba en una cafetería cercana a la plaza; allí donde el patrón del local, Darío, con su afabilidad, distendía las contracciones cotidianas y pulverizaba la apatía de los parroquianos con sus chistes y relatos, que amenizaban los tragos y ponían calor a esas horas que se iban gastando irremediablemente.
El se había acostumbrado a beber su café diario en ese lugar; prácticamente lo había convertido en una adicción. Luego de fallecer Darío, se mudó a esa cafetería del centro comercial. Allí leía las noticias del día, miraba pasar a los estudiantes y contenía a duras penas sus evocaciones del pasado. Evitaba hacer comparaciones. Luego de un buen rato de pasear sus ojos de aquí y allá lentamente, se dirigía a la plaza a ver a alguien del grupo de bingo para planificar el encuentro de los domingos. Sus familiares habían fallecido, y con su hijo que vivía en el extranjero tenía un contacto regular por el correo electrónico. Prefería no recordar a su esposa. Los recuerdos estaban mejor resguardados en algún arcón de su memoria; los días eran más llevaderos cuando más evitaba pensar en ella.
Manuel tiraba las migas de pan al pavimento y las palomas, presurosamente, arribaban a tomar su ración. Sentado en un banco de la plaza, había visto llegar sus ochenta y cinco años. Un día cualquiera, la divisó entre los árboles. Era una dama con una negra cabellera que refulgía con los rayos del sol. Sintió una extraña atracción por esa mujer. Ella llevaba un vestido negro que ceñía sus formas; su blancura de nieve delataba una piel delicada y su belleza extasiaba, aunque sus rasgos destilaban misterio.
En un momento determinado, Manuel apoyó su cabeza en el seno de la extraña mujer y pareció dormido; ella se inclinó y le besó en la frente. El hombre parecía tranquilo, dormido en un sueño apacible.
Cuando Isabel trabajó en la cafetería de la universidad, conoció a una joven emigrada de Eslovenia; ella le había enseñado a interpretar la disposición de las borras de café en el fondo de una taza vacía.
Giraba y giraba en sus manos el recipiente hasta que descubría los secretos que contenían las imágenes o las visiones. En ese instante ubicaba un punto cierto en donde el universo le revelaba algún mensaje. Un día de aquellos, pasó por la ciudad un grupo de gitanos, con quienes compartió varias veladas, y ellos le regalaron un mazo de cartas adivinatorias. A través de esas cartas, ella había comenzado a vislumbrar eventos acontecidos o simplemente aquellos que iban a ocurrir. Recordó que en los momentos despreocupados de su adolescencia ociosa, en esas tardes sin clases de colegio, ella había adquirido la destreza y un fuerte dominio para visualizar circunstancias de terceros, donde las voces del hado le presagiaban en un cuadro la ventura o la desdicha de otras personas.
Dejó de hacerlo cuando quedó encinta de Ana. Por alguna inexplicable razón, temía que una influencia dañina pudiera afectar su embarazo. De esta manera, se olvidó de las borras en el fondo de la taza de café y guardó las cartas en una cajita de ébano. La pequeña nació con un retraso psicomotor que requirió varios años de rehabilitación para permitirle acercarse al desarrollo promedio de los niños de su edad. Nunca reveló a su marido su don de predicción ni tampoco le comentó sus temores con respecto al origen del problema de su hija.
Ella concluyó, para tranquilizarse, que su naturaleza sobrenatural se había adormecido. Sólo el Señor, que es la energía infinita, podría haberla hecho poseedora del tesoro que llevaba en su interior. Con ese pensamiento sobre su esencia visionaria, se quedó en paz consigo misma. Se sintió confortada y plenamente satisfecha. La sobrecogió una exquisita ternura por la inconmensurable posesión que la vinculaba con extraños y conocidos y, sin embargo, la aislaba de la cordura.
Aún tenía delante de sí la tarde y la noche. Fue a la cocina y se paró ante el lavadero, abrió la llave del grifo y dejó correr el agua. Cerró los ojos como si fuera a dormirse. Sencillamente debía olvidarlo. Podrían ocurrir cosas peores. La taza permanecía en las manos de Isabel, quien de manera mecánica la dejó, en la pileta y cerró la llave.
Pasaron los días y algunas semanas, Manuel no volvió a aparecer por la cafetería. Un día cualquiera, Isabel comprendió que había presenciado el beso de la muerte en la borra de la taza de café de aquel hombre. En cierto modo, la visión le dejaba un desafío.
EL TESTIGO
Los niños se resistían a formar la ronda, corrían de un lado a otro, provocando la desazón de la maestra del preescolar. Ella gritaba y gesticulaba, pero no lograba involucrar a los niños en el juego de la ronda. Entonces, súbitamente iluminada, lanzo una amenaza.
- Los niños que no forman la ronda serán llevados junto al comisario Mencia. El se encargara de cambiarles la opinión!
Diego sintió en ese instante que un ejército de hormigas le invadía el cuerpo; no supo en qué momento tomo la mano de la compañera de al lado ni tampoco como el pantalón se le había mojado.
Pocos días antes, había oído la conversación de su padre con el vecino. Comentaban que el panadero Mussi se encontraba preso en la policía, en el Departamento de Investigaciones, porque era miembro del partido opositor al Gobierno. Diego lo había encontrado en varias ocasiones y frente a su negocio cuando su madre iba a comprar el pan y no comprendía de qué manera se manifestaba la peligrosidad del panadero, pues más bien parecía tranquilo como su padre y era muy querido por su esposa y sus hijos. Algo hacia la policía porque ninguna persona que era llevada detenida volvía sin historias macabras.
Recordó a José, el imprentero, quien fue llevado preso porque había realizado un trabajo para un grupo de estudiantes revoltosos que distribuyeron panfletos en contra del presidente.
Los padres de Diego se pasaban diciendo que eso les pasaba solamente a los que se metían en alguna conspiración. Finalmente, José regreso a su casa, pero perdió el ojo derecho a causa de los golpes recibidos durante su estancia en la comisaria.
Diego no deseaba que lo llevaran junto al comisario Mencia. Una madrugada, un automóvil detuvo la marcha frente a su casa y experimento la sensación de que un gran vacío se apoderaba de su pecho; trémulo, casi lloroso, comprobó toda la cama estaba mojada.
Encasa de Basilia, revolvieron todas las habitaciones y los alrededores. Su hermana menor comento que se llevaron hasta la garrafa de gas. Parece que Luisa, su otra hermana, se suicido tirándose al pozo cuando algunas personas le contaron lo que le habían hecho a Basilia, quien, desangrada, perdió a su hijo. Estaba embarazada de siete meses. Según las versiones, fue arrestada porque su compañero Roque era dirigente de un grupo político-militar.
Diego miraba incrédulo a la maestra. Nadie le hubiera convencido de que ella, justamente la maestra, sería llevada meses después presa, junto a los miembros de la caja cooperadora de la escuela. La violaron, la torturaron y la retuvieron dos anos en una especie de campo de concentración, en un pueblo llamado Emboscada.
Cuanto estaba en la Facultad, la encontró en la calle, la saludo y le recordó que fue su alumno en preescolar. Los ojos grandes de la señorita lo examinaron sin curiosidad. Estaba un poco perdida todavía, en medio de la ciudad. Después de muchos anos de rehabilitación, ella llego a coordinar una organización no gubernamental que trabajaba con niños de la calle y prostitutas.
Diego también había militado en grupos de izquierda. Hasta se planteo la fuerza como último recurso para cambiar la situación. Si bien había, ahora se había recuperado la libertad de soñar y de expresarse, el resentía la desigualdad de oportunidades para todos sus compatriotas. Ya no temblaba de miedo ante la amenaza de la policía, pero le sublevaba la impune corrupción imperante en los recovecos y niveles institucionales.
A veces veía pasar una manifestación de estudiantes o campesinos, y le volvía una antigua angustia.
Hoy, sus ansiedades y preocupaciones se reparten entre su nieto Fabián, quien ocupa el centro de su universo, así como la empresa familiar, el alza y la baja de la moneda que rige el mercado, que busca cualquier evento que lo aislé de la realidad que no desea ver y le parece un circulo contante vivido por la humanidad.
Cierta mañana, en la plaza del Congreso, una multitud de campesinos reclamaba las promesas no cumplidas del nuevo gobierno. El estaba de paso por las cercanías; ni siquiera comprendía lo que pasaba. De pronto, se produjo una estampida genera, vio correr a la gente, perseguida por uniformados a caballo y a pie. En un momento determinado, uno de esos policías saco un arma y disparo al pecho de un hombre, que cayó al suelo. El rostro del agresor y su nombre se le grabaron en la mente a Diego.
A sus cincuenta años, ya no tiembla de miedo ni se le moja el pantalón.
Regreso a su casa y se lo conto a María, su esposa.
Por eso, en la antesala judicial, espera para dar su testimonio. En su ánimo no impera la venganza, sino la justicia para un hombre libre que murió reivindicando su derecho.
FANTASÍA CITADINA
Cuento de LOURDES TALAVERA
Sintió repulsión cuando lo vio en el diario, al día siguiente de navidad. A pesar de eso se encontró aliviado con el sentimiento que experimentaba. Ella le había enviado como un tributo de paz: “Los versos del capitán” de Pablo Neruda; se convenció de que se trataba de una venganza y sin pensarlo siquiera tiró el libro a la basura, luego de rasgar con rabia la primera página donde ella había escrito que la fantasía es un canto de libertad. Con letra redonda y firme estampó esa frase que lo atormentaba y nutría su deseo de desquite.
Ella lo abandonó, dejándole un profundo vacío que se negaba a llenar, lo había dejado desganado para soñar. Por eso la comparó con el maniquí del escaparate de la tienda de ropas del centro comercial. Se había vuelto inmensamente fría e inhumana. Prefería imaginarla con los labios jugosos como una fruta madura; suave como la brisa marina de un templado amanecer. Recordaba como sus palabras entrañaban un cierto temor porque eran punzantes y certeras como la flecha de un cazador. Ahora su boca le negaba esos placeres que él siempre había deseado de manera vehemente. Irremediablemente la había permitido adueñarse de sus febriles ilusiones y se había extraviado en los laberintos del amor.
La conoció en la terraza de un café, en Barcelona, bajo las acacias de la Plaza del Reloj. Estaba sentada ante una taza vacía, leyendo las “Obras Selectas” de Max Weber. Felina e indolente, lo miró con los ojos almendrados y él se sumergió en la vorágine del deseo y la pasión. Indefenso, frágil y desprovisto de palabras la abrió las puertas para que hurgara en sus más recónditos rincones, sus sueños y sus miedos. Por un instante, creyó que con ella cruzaba la vida y se realizaban sus delirios. Compartió con ella sus navidades con paisajes de la infancia, villancicos y aroma de flor de coco. Entonaba desafinadamente “Lucy in the sky of diamonds” y él superó el terror de que alguien le besara las lágrimas; ante su propio asombro de prodigarse en las caricias.
Ninguno de los dos se había interrogado donde se sustentaba la relación entre ambos. La sensación de desastre que les dejaba ese intenso amor se convirtió en un rito. Inasible como un verso de Neruda, deseó tenerla siempre a su cuerpo. A veces, la miraba dulcemente, mientras ella relataba las delicias de las frutillas que se encontraban al final del arco iris o cuando dibujaba con sus palabras la casa blanca de amplios corredores y verdes aberturas, rodeado de un mar rugiente, en los atardeceres del otoño. Habitaron juntos allí, y ella instaló un hogar donde el fuego perenne del amor iluminaba el firmamento. Ella le impregnó de alma, sus vigilias y ensueños.
Lentamente fue entretejiendo en su mente sus formas, le dio color a su piel y calor a su aliento; la envolvió con su ternura y él mismo se volvió vulnerable a la necesidad de tenerla cerca de su corazón, La transformó en prisionera de las redes de su fantasía. No se le ocurrió preguntar si ella se sentía feliz en esa condición. Ignoró sus ojos perdidos en el horizonte y llenos de nostalgia de una plenitud postergada. Comprobó asombrado que el amor podía ser único aunque otros entraran y salieran de sus vidas.
Un día cualquiera fue conmocionado por los comentarios maliciosos; ella se había enamorado de un joven que para ganarse la vida pasaba música en un local nocturno. Se indignó, blasfemó y lo planteó como un asunto bélico. Uso estrategias de guerra contra el enemigo y resultó vencida cuando ella públicamente asumió que estaba enamorada. Por eso le escribió que la fantasía es un canto de libertad como venganza. Sin darse cuenta, el hastío se apoderó de las cosas. Ella siempre había dicho que prefería morir que a vivir separados. Sin embargo, estaba demasiado contenta y sin ganas de regresar con él. Se enteró, luego de un tiempo, que la relación con el muchacho había concluido sin pena ni gloria. Extrañamente, ella seguía radiante y diáfana, distante e inalcanzable.
Por eso, el comentó esa historia del hombre incapaz de amar y que se obsesionó por un maniquí para llenar el hueco de su existencia. Inauditamente, ella lo ignoró tantas veces quiso. Permaneció imperturbable, soberbia y lejana como ese maniquí del escaparate de la tienda de ropas. Calmadamente evaluó que se había quedado sin fantasías. Se hallaba terriblemente desganado para soñar de nuevo. Se sintió triste concausa y pensó en las otras ocasiones en que había perdido, sin guardar rencor a nadie ni maldecir al destino. En concreto, ella le había estropeado el alma. Sabía que aunque tomara el café con sus amigos como si nada hubiera pasado; se compara miles de nuevos libros o se fuera de viaje, él resentiría ese caprichoso dolor que ella le había dejado en algún punto de su alma.
La verdadera desgracia fue dejarla invadir su intimidad. Deseaba aprender de la derrota sufrida, pero bien sabía que quedaría ávido de amor y con temor a la muerte. Siempre conjuró al desamor desafiando el miedo a la ausencia definitiva. La única y última despedida es la muerte. Esa mañana se encontró en las fotografías del diario, tendido en un charco de sangre y en una mano empuñaba un arma blanca que tenía clavada en su corazón. Al lado suyo, en la cama revuelta, estaba tirado un maniquí desnudo, cribado a puñaladas.
(Cuento publicado en el libro de
Lourdes Talavera:
ZOOLÓGICO URBANO,
2004, editorial SERVILIBRO).
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SOMBRAS SIN SOSIEGO
Novela de LOURDES TALAVERA
Arandurã Editorial,
Asunción-Paraguay.
Marzo del 2009
“Sombras sin sosiego es una novela enigmática, histórica y política. Es enigmática porque despierta en nosotros curiosidades que desean ser satisfechas con hechos y realidades que dejaron profundas secuelas en nuestra alma paraguaya. Es histórica porque refleja una época en que muchas familias se disolvieron, desaparecieron o sencillamente fueron desmembradas, a propósito, por orden del ominoso dictador, Stroessner. Y es política porque retrata la lucha de poderes, la ideología y el abuso de autoridad del cacique de turno, quien manejó el Paraguay a su gusto y paladar por treinta y cinco años, dejando tras de sí una estela de horrendas consecuencias. El hilo conductor de la novela se basa en la búsqueda y en el reencuentro de los miembros de una familia separada a causa de los ideales políticos de uno de los progenitores. Lourdes Talavera logra, de una manera sencilla, conmover a su lector tocando fibras muy sensibles pertenecientes al ámbito familiar. Lo hace de un modo lúdico y bien literario. Su lenguaje es claro y ameno. Sus personajes perviven hasta hoy en la memoria colectiva de la sociedad paraguaya. Con esta primera novela, Lourdes da un salto desde una forma narrativa más sencilla, como es el cuento, hacia un género más exigente y minucioso, la novela. De esta manera, ella se hace merecedora del título, juntamente con otros de su generación, de novel narradora de la literatura paraguaya. ¡Adelante!
NELSON AGUILERA
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