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MARTÍN DOBRIZHOFFER (+)
  CONTÍNUOS TUMULTOS DE GUERRA (Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER)


CONTÍNUOS TUMULTOS DE GUERRA (Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER)

CONTÍNUOS TUMULTOS DE GUERRA

Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER.

 

A este cúmulo de miserias, se agregaban las turbaciones de guerra. El nuevo gobernador Martínez, deseando adquirir fama militar para ganar la confianza del rey, resolvió mandar doscientos soldados de los cuatrocientos que había llevado para fundar la misión, a atacar los campamentos vecinos de mocobíes y de tobas. Cuando me lo contó, lo disuadí de esta expedición cuya suerte era incierta, para que no comprometiera a esta nueva fundación, tan débil, en una guerra fatigándola desde sus comienzos. Y con el mismo ardor recomendaba a mis abipones que estuvieran en paz con todos. Pero a éstos nunca les agradó ni les fue posible estarse quietos. Un tumulto siguió a otro tumulto. Casi a los comienzos de la fundación Ychoalay pidió amistosamente que le fueran devueltos los caballos que hacía poco le habían robado. Enfurecido ante la repulsa, se puso en marcha con un escogido grupo de los suyos para recuperarlos por la fuerza. Mis hombres estaban acostumbrados a repeler la fuerza con la fuerza y a tentar cualquier cosa extrema movidos por el inveterado odio contra Ychoalay. Sin embargo, si las fuerzas corrieran parejas con las iras, no habría que temer al número de agresores, muy inferiores a aquéllas. Llevando los caballos a lugares seguros para que no cayeran en manos de los enemigos, fueron enviados espías para que observaran sus movimientos. Enviaron a otros a las selvas a buscar miel, para tomarla con vino caliente y salir así más animosos a los consejos y a la misma guerra. Mientras tanto, yo me consumía en angustiosas/319 preocupaciones, no sabiendo qué hacer si llegaba a producirse el ataque a la misión. Ychoalay, que era muy amigo mío y más temible que cualquier otro enemigo, repentinamente se presentó. "Sería nefasto – decía – llegar a esta guerra aún cuando fuera justa para recuperar lo suyo". Si Ychoalay venciera, si movido por el furor matara a cuantos pobladores encontrara y si yo no tuviera un poco de pólvora y de plomo para descargar contra él, pensarán mis abipones que los he traicionado en connivencia con él y que debo ser traspasado por sus flechas y sus lanzas, ya que no había perdido del todo la fama de pérfido y traidor, aún subsistente.

Revolviendo estas cosas en mi ánimo, siempre indeciso, me sentía metido entre el yunque y el martillo. Por fin resolví que debería hacerse lo que sobre la marcha pareciera lo mejor. No podía esperar ninguna ayuda del gobernador; consultados los Padres más sabios de la ciudad, me convencieron de que abandonando la misión, me fuera con Ychoalay para salvar mi vida. En verdad nunca pensé que debía seguir este consejo, para no arrojar sobre mí y sobre mi patria una mancha de cobardía al huir.

La Divina Providencia apartó de nosotros el peligro. Pues Ychoalay, al apurar su marcha contra nosotros, se encontró en el camino con un numeroso grupo de abipones enemigos nakaiketergehes. El choque fue muy duro con muertos y muchos mutuos heridos. Ychoalay contaba con unos diez heridos, y entre ellos un pariente suyo muy querido, Deborké. Para curarlos aceleró la vuelta a su casa, olvidando el ataque que contra nuestra misión había proyectado. Los/320 nuestros interpretaron que lo hacía movido por el temor, y lo celebraron como un triunfo con alegres brindis, mientras las mujeres de los que habían caído en el último encuentro bélico se lamentaban con el golpeteo de manos y el estrépito de calabazas. Los sobrevivientes de aquella castigada tribu se refugiaron en parte entre nosotros y en parte en la fundación de San Fernando. Uno de ellos mostraba sus heridas, por cierto bastante graves, para instigar con el aspecto de éstas los ánimas de sus compañeros a la venganza rápida, y no le dio trabajo moverlos. Rápidamente todos conspiraron contra Ychoalay. Un gran grupo de abipones yaaukanigásy nakaiketerghes reunidos, entre los que deambulaban los de nuestra misión, marchó contra la fundación de San Jerónimo para herir a Ychoalay con un golpe más certero, por lo imprevisto, aunque a nosotros nos decían que salían para cazar en los campos del Sur. Pero tan grandes esperanzasy falacias de nada les sirvieron: repentinamente fueron oprimidos por los mismos que habían querido atacary matar; unos fueron muertos,y otros huyeron. Pues cuando ya estaban cerca de San Jerónimo, y habían dejado en un lugar llamadoNihirenak Lenerörkie, cueva del tigre, las monturas y caballos sobrantes,y proyectaban el ataque, ya teñidos los rostros, se encontraron entre un grupo de Ychoalay y sus riikahes, mocobíes cristianos y españoles. Comprendieron claramente que estaban allí aquellos a quienes habían planeado buscar en sus escondites y atacar. Sin ningún trabajo Ychoalay hubiera podido matar a la multitud de enemigos que encontró al paso, si éstos no hubieran preferido huir antes que luchar. Los fugitivos debieron su vida a la rapidez de sus caballosy a los escondrijos inaccesibles de los bosques; sin embargo no/321 pocos fueron heridos, capturados y muertos por sus perseguidores. Ychoalay los siguió de cerca hasta San Fernando, y, temible por el número de sus hombres, llenó todo de terror. En su huida, los enemigos que poco antes cantaban victoria, ya comenzaban a deplorar en su vuelta la derrota. También las calles de nuestra misión durante muchos días resonaron con el llanto de las mujeres que lamentaban la muerte de uno de nuestros abipones que pocos días después de su matrimonio había partido para pelear contra Ychoalay, pero que había muerto con otros en su huida. Conjurados los abipones nakaiketergehes contra Ychoalay, aunque veían que no tenían modo de lograr el éxito y por más que se lamentaran vehementemente, se enardecían en nuevos odios contra aquély nunca pusieron fin a su lucha. Repitiendo los choques, como no podían quitarle la vida, le robaban unay otra vez innumerables caballos. Y no hay que admirar en absoluto que los pobladores de mi fundación tuvieran el ánimo siempre hostil e implacable contra Ychoalay: el cacique principal de estas tribus, Debayakaikin, fue muerto por éste, como ya conté en otro lugar, cuatro hijos suyos, aunque de distintas madres, vivían con nosotros. Los demás pobladores, salvo unos pocos, eran parientes o compañeros de él. Cuanto habían amado a su jefey cacique, tanto se animaban para la venganza contra su matador Ychoalay.

Además de las luchas intestinas de abipones contra abipones, siempre nos resultó peligrosa y perniciosa la vecindad de los mocobíes, tobas y oaékakalotes, que el pueblo llama guaycurús. Estos pueblos bárbaros, más temibles tanto por su número como por su habilidad para perjudicar, consideraban que el campo donde se había establecido nuestra misión les pertenecía, ya que nunca antes fue habita por abipones. Los habitantes de la nueva fundación, cuando supieron que los/322 españoles la preparaban y cuidarían de ella, lo consideraron sospechoso y peligroso, aunque años atrás, unidas sus fuerzas en alianzas, con gran frecuencia habían vejado a los españoles con sus guerras. Por lo cual nadie se preocupó de echarnos de ese lugar a nosotros, que estábamos cansados de tan reiteradas incursiones; y para lograr que nos fuéramos, usaron tanto de sus artes como de sus armas. Fingiendo paz y amistad, ofreciéndose para ayudarnos, muchas veces llegaron en tropel para visitarnos. Nosotros los recibíamos con liberalidad y amistosamente, les regalábamos chucherías, y durante muchos días vivían entre nosotros comiendo carne de vaca. Pero abusaron de la hospitalidad en perjuicio nuestro, averiguando a escondidas el número de pobladores aptos para la guerra que teníamos, los campos de pastoreo de nuestros caballos, todos nuestros caminos y accesos,y las oportunidades que tendrían de atacarnos cuando lo desearan; pese a que yo los vigilaba diligentemente. Ayudados por este conocimiento de nuestros asuntos, volaron a nuestra misión para atemorizarla, o robar caballos. No obstante, gracias a nuestra vigilancia, la mayoría de las veces se logró que volvieran con las manos vacías. Pero mucho más trabajo aún nos dieron las frecuentes asechanzas de los enemigos vecinos, que nos obligaron más de una vez a pasar noches integras en vela, o levantarnos tomando apresuradamente las armas, cuando crecía el rumor sobre la aproximación de los bárbaros oaekakalotes, que, según la costumbre de otros pueblos también solían elegir la noche para sus ataques. Esto nos resultaba sumamente molesto, ya que nadie podía ir libremente a los campos o selvas apartadas para cazar u otros asuntos, por temor a encontrar en cualquier parte a los bárbaros. Para que la reducción no fuera atacada por esos asaltantes desde la selva que la rodeaba, me preocupé de levantar en el área de mi casa una atalaya en unos árboles muy altos, que nos resultó de gran utilidad y siempre de defensa. Ya expondré una por una las cosas que los bárbaros intentaron contra nosotros con distinta suerte.

 

DISTINTAS INCURSIONES DE LOS MOCOBIES Y TOBAS

Como todo se llenara de terror de peligro y de asechanzas enemigas, muchos abipones hartos de una vida tan triste y buscando algo de tranquilidad, atravesaron el río Paraguay y llegaron con sus familias a los predios de Fulgencio Yegros, cerca de las costas del río Tebicuary; fueron recibidos de buena gana ya que no por voluntad,y los ocuparon con gran provecho en las tareas domésticas. Las indias aprendieron a esquilar ovejas y a hilar la lana; los indios a cuidar, capar y domar los ganados y otros trabajos propios del campo. La carne de vaca que comían fue para ellos la mejor paga. Mientras tanto muy pocos permanecieron conmigo en la misión. Los mocobíes y los tobas aliados comprendieron que este abandono les resultaba la mejor ocasión para una agresión. Supieron que me encontrarían durmiendo a la hora que los españoles llaman de la siesta. Creo que debo narrar la anécdota con claridad para que comprendas cómo Dios velaba por nuestra vida al inspirarme ese día que no hiciera mi acostumbrada siesta. Fui y volví solo hasta la costa del río, inaccesible a los caballos, para probar unos botes a remo nuevos. Hice esto por inspiración divina, pese a/324 estar cansado por la caminata de casi tres horas y por el calor, ya que no había descansado desde el almuerzo. A eso de las dos horas y media, un chico español que solía servirme para arar los campos, parándose en las rocas, me avisa repentinamente que se acercan los bárbaros. Veo una turba de mocobíes caminando casi por el terreno de mi casa. Se los veía en la plaza teñidos con colores negros para inspirar terror, armados de lanzas y arcos, distribuidos en orden de batalla y sin acompañamiento de mujeres o niños; y por todo ello era fácil deducir sus intenciones nada amistosas. Otras veces, cuando nos visitaban en tren de amistad, solían llegar acompañados de sus mujeres e hijos, sin flechas y sin los rostros ennegrecidos. Encontré también sospechosa la hora de la siesta en que llegaban. Otras muchas veces habían atacado y matado a esta misma hora a los españoles dormidos. Excepto el niño que mencioné, no había nadie conmigo en la casa; y en la misión sólo seis viejas y un abipón rengo, ya que los demás andaban por el campo, como les era habitual. Deliberé un momento. Tomando las armas y apostándome a la puerta de nuestra área, yo sólo cumplí la tarea de jefe y de tropa. Escucha y admira a éstos héroes bárbaros de América: yo me sentí atemorizado por tantos jinetes; pero en cuanto vieron cl fusil pronto para disparar, volvieron las espaldas con gran prontitud. Retirándose con paso cauteloso por las calles. se detuvieron en un bosquecito cercano donde habían echado sus toldos los indios. Yo que había aprendido por propia experiencia que los guerreros americanos poseen más astucia que valor permanecí armado en el mismo lugar, fijos mis ojos en sus movimientos, pues muchas veces atacan cuando se cree que ya se vuelven por temor./325

Pasaron cuatro horas, cuando vi que unos mocobíes se acercaban, acompañados sólo por un chico, no como enemigos sino como huéspedes. Yo los saludé, sin armas, y les pregunté qué querían, pero me respondieron lacónicamente. Sus ojos torvosy sus amenazantes rostros, delataban su ánimo siniestro. Mientras hablaban con nosotros, se levantó una gran humareda en la costa en que los españoles suelen cruzar el río Paraguay. El cacique de los mocobíes, Ytioketalin, me preguntó a qué atribuía yo ese incendio del campo. Yo respondí que a los españoles, ya que esperaba para el día siguiente unos doscientos soldados que el Gobernador me enviaba para construir las casas de la misión. Impresionados por esta noticia, los bárbaros temían ser castigados por haber tomado una actitud hostil contra nosotros, recelando ser castigados muy pronto por los soldados españoles cuyo arribo creían inminente. Al mismo tiempo se vieron unas nubes de polvo en el camino por donde habían venido los bárbaros. Alguien dijo que volvían en sus caballos las mujeres abiponas que habían salido de mañana a buscar frutas en las selvas. Pero en verdad parecían jinetes bárbaros por el resplandor de sus lanzas que se movían. Al verlas desde lejos, todos los mocobíes montaron rápidamente en sus caballos, temiendo nuevos males para ellos. El chico, tirándome de la sotana me decía: "Volvamos a casa, Padre, para que no nos tomen". Yo tuve la misma preocupación. Diciendo adiós a los mocobíes con toda prudencia, con paso lento para no despertar en ellos sospechas de temor, volví a nuestra casa como a nueva Troya, desde cuya puerta pude ver el éxito de nuestra empresa y volví a tomar las armas./326

Sin demora, un numeroso grupo de tobas con el cacique Kebetavalkin, el más famoso médico de todo el pueblo, se disemina por la plaza. Todos, cargados con todo tipo de armas, teñidos con negros colores como suelen hacerlo antes de la guerra para no demostrar con palabras la causa de su llegada, habían dejado sus caballos para pastar y habían pernoctado con el grupo de mocobíes. Los recibí desprovisto de armas, los miré y les dije que siempre los había tratado como a huéspedes y amigos, con todo tipo de atenciones; pero del modo como se los veía no podían ser tenidos sino como enemigos, y comprendí que serían perjudiciales si no los trataba con prudencia y liberalidad. Rápidamente procuré que se matara una vaca para darles de comer, así como se llama con un silbido al caballo desbocado, o se tiran los huesos al terrible can. Vinos pocos abipones que se habían quedado conmigo en la misión, consideraban que no podía esperarse nada bueno de esta visita. Y para no ser víctimas de sus asechanzas, pasamos la noche insomnes, atentos los ojos y los oídos a todo movimiento, con las armas siempre prontas a usar de la fuerza si fuera necesario. Al amanecer, apenas disipadas las tinieblas, celebré la Santa Misa, ya que se conmemoraba la fiesta de Corpus Christi. No toqué la campana, e hice todo en el mayor silencio posible, para que los bárbaros, sabiendo que yo estaba ocupado en el altary que el fusil estaba lejos, no intentaran algo contra nosotros impunemente, como otros bárbaros habían hecho otras veces en Paracuaria. El 17 de mayo de 1735, en la fundación de la Concepción, los feroces chiriguanos atacaron al Padre Julián Lizardi, cántabro, que estaba celebrando en elvalle Ingrè; y, arrebatándolo de las gradas del altar, lo mataron atado a una estaca, con treinta y siete flechas. En esa misión él estaba dedicado a catequizar a ese pueblo. La historia de la vida, muerte y virtudes de este apostólico varón, fue publicada/327 en Madrid. Casi lo mismo sucedió al Padre sardo Juan Antonio Solinas y a su compañero en la misión de San Rafael, y a Pedro Ortiz de Zárate, párroco en otros sitios de Tucumán. Ambos fueron muertos en la puerta del templo por los mocobíes conjurados con los tobas, mientras celebraban el Santo Sacrificio junto al río Senta. Aleccionado por estos ejemplos me pareció que no estaría de más usar de todas las precauciones cuando celebraba. En cuanto pronuncié las fórmulas sagradas, un grupo de bárbaros me rodeó. Primero entró por la puerta contigua al altar el hechicero y sacerdote de los mocobíes. Este, de gran estatura, nariz aguileña, con un cinturón de lana roja adornado con unas bolas blancas y del cual colgaba una trompeta militar se me paró por un rato a la espalda, y después de gestos amenazantes y ridículo movimiento de brazos, saltó hasta sus compañeros reunidos en la puerta. No sé qué tramaban en silencio, entendiéndose solo por señas. Comprenderán cuál sería mi ánimo mientras seguía con el oficio. Esperaba de un momento a otro el golpe mortal, muy pronto a morir por amor de Dios; pues me hubiera resultado sumamente honroso morir de ese modo en ese lugar. Pero en verdad parece que me estaba reservada una muerte más dura al volver a mi patria.

Terminé hasta la última palabra del Santo Sacrificio; ofrecí a los bárbaros que me acompañaban desde la madrugada unas chucherías que tenía a mano pero como no logré que cambiaran su animosidad, debí sospechar de ellos lo peor. Escrutaban todos los rincones. Intentaron descaradamente en mi presencia, arrancar con las manos las estacas de la empalizada, y procuraron forzar con golpes de/328 hombros la puerta de madera del templo. En silencioy riendo esperé estas cosas, y sobre todo me cuidaba de no delatar mis recelos, ocultando cualquier expresión de mi rostro, y de no dar la menor muestra de temor, pues hasta al más vil le crece la audacia si se da cuenta de que es temido. Así, cuanto más amenazantes y peligrosos se nos mostraban los bárbaros, más me empeñaba en demostrar, por la serenidad de mi rostro, tranquilidad de espíritu. Pensé que en nuestra gesta habría alguna vez un soldado glorioso y temible. Me jacté con magníficas palabras, de mi espíritu intrépido y de mi destreza para manejar las armas; y les mostré una cantidad de armas y variedad de balas, les hablé del increíble poder del fusil, que toca desde muy lejos, golpea y penetra con gran fuerza. Mostrándoles estos instrumentos que tenía en las manos, se aterraron los tan audaces bárbaros. El gobernador Martínez, cuando regresó desde la misión hacia la ciudad, me había dejado para defensa de los habitantes uno de esos cañones pequeños que están colocados en la proa de los barcos. Había sido puesto en el terreno de nuestra casa en el tronco de una palmera por orden del mismo gobernador. Pocos meses después puse unas ruedas al emplazamiento de este cañón para que pudiera girar hacia donde estuvieran los enemigos. Para cargarlo, el gobernador me había dado ocho porciones de pólvora, cada una con quince balas, pero un único proyectil por falta que de ellos había en la ciudad. Pensé que podría usar este único proyectil, que pesaría una media libra, no para matar, pero sí para atemorizar a los bárbaros. Cada vez que/329 los bárbaros se llegaban a mi pieza y se sentaban en el suelo, para que nos les entrara el deseo de atacar la misión, se los daba a cada uno para que lo miraran y lo tocaran. "Oh" – exclamaba alguno – ¡Qué pesado es! ¡Qué tremendo golpe producirá en el cuerpo!". No sabían que era el único que tenía. Usándolo con inteligencia,y entregado después de más de dos años a mi sucesor, me prestó más servicios de lo que pudiera creerse. Pues si lo hubiera lanzado, acaso hubiera herido a uno solo. Pero conservado y mostrado, atemorizaba a muchos. Así usaba de estos artificios cuando me faltaban las fuerzas, según una costumbre recibida de los jefes europeos. Solíamos detener a los bárbaros ayudando o atemorizándolos, ya que de ningún modo teníamos suficiente poder para vencerlos.

De uno y otro modo logré que los huéspedes mocobíes y tobas o cambiaran el propósito de destruir la misión, que los había traído o lo postergaran hasta una ocasión más propicia; lo que comprendí que había llegado unos meses después. Muchos días los jinetes abipones recorrieron nuestros campos de pastoreo y los terrenos y selvas adyacentes, expuestos por todos los lados sin que nadie se atreviera a impedírselos ni nadie sospechara que pudiera existir algún peligro. Mientras tanto ellos, aunque nosotros siempre receláramos de su perfidia, parecían vivir entre nosotros un perpetuo festín, ya que yo había ordenado que se mataran vacas para que siempre tuvieran carne fresca; lo que yo cuidaba con sumo empeño era que, urgidos por el hambre/330 no nos devoraran asados o cocinados. Pues son antropófagos, y si no tienen otra, comen carne humana, considerándola una verdadera delicia. Ya conté en otro lugar que el cacique Alaykin y otros seis compañeros, muertos en combate, fueron comidos por los tobas y mocobíes vencedores en el lugar de la pelea. La mayoría de los tobas llegaban cada día al mediodía cuando yo explicaba a las míos los rudimentos de la fe. Pero a los abipones les pareció que disimulaban con un aspecto de piedad su ánimo hostil, ya que conocían la falacia de este pueblo. Un acontecimiento fortuito nos liberó de estos huéspedes,y nos eximió de las diarias sospechasy solicitudes.

Un atardecer, todo el campo se vio sacudido por un repentino tumulto. No hubo nadie que dudara de que se acercaba el enemigo. Las mujeres con sus hijos llenaron mi casa. Unos pocos abipones que estaban allí corrieron a las armas tiñendo sus rostros. A mí se me cruzó una primera idea: se acercaba por fin un gran ejército de tobas y mocobíes, a los que habrían servido de espías y precursores los que estaban viviendo con nosotros. Pronto este temor se convirtió en pánico. Pero disipado el polvo que nos impedía ver, vimos a diez abipones nuestros que traían unos dos mil caballos robados de los predios de Ychoalay, para vengar la muerte de alguno de los nuestros a manos de él, como ya referí en otro lugar. El cacique de los mocobíes, Ytioketalin, viendo tan grande botín de caballos, no dudaba de que Ychoalay fuera el dueño de los animales. Por lo cual, para no recibir entre nosotros la venganza de Ychoalay cuando éste llegara,/331 en cuanto amaneció partió apresuradamente con los suyos a su suelo patrio. Ya a punto de partir mostró cuán hostil y adverso era su ánimo para nosotros: "Si amáis la libertad, la vida y vuestros hijos – decía a las mujeres abiponas – salid enseguida de esta misión, pues el que ocupáis es vuestro suelo y no podemos tolerar que os lo usurpen; lo teñiréis con vuestra sangre, si no emigráis a otro lugar." Esto decía él. De modo que no me arrepentía ni del recelo que había tenido con estos huéspedes, ni de la vigilancia, ni precauciones con que había eludido sus insidias. Aquel mediodía en que ellos irrumpieron en la fundación, hubiera sido el último si el temor a los jinetee españoles que ellos creían a punto de llegar no los hubiera detenido en su propósito. Esta primer llegada de tobas y mocobíes era el preludio y la preparación de otra gran expedición que los mismos bárbaros Oaekakalotis unidos pocos meses después pensaban realizar sobre la misión. Sobre este tema y otros peores ya hablaremos más extensamente.

 

LA PESTE DE LAS VIRUELAS FUE SEMILLA DE NUEVAS CALAMIDADES Y OCASION PARA NUEVAS AGRUPACIONES

A pesar de que todos los mocobíes y la mayoría de los tobas fueron dispersados, el cacique de éstos, Keebetavalkin, permaneció con su familia algunos meses entre nosotros, hasta que fueron extinguidos por las viruelas después que yo los bauticé. Este hecho fue causa de que las tribus tobas se volvieran contra nosotros, y me ocasionaran una peligrosa herida con una flecha con gancho en un asalto. Expondré ordenadamente todo tal como sucedió. Nuestros abipones volvieron desde el predio de Fulgencio Yegros a nuestra misión atacados por las viruelas, y trasmitieron a los demás esta peste sin distinción de sexo ni de edad. Ya parecía que casi todos serían atacados por esta enfermedad. Aunque en verdad debe considerarse como un beneficio que esta epidemia letal para los pueblos americanos no haya matado a más de veintidós habitantes, pese a que duró desde el catorce de mayo hasta noviembre. Parece increíble el trabajo que me dio cumplir con las tareas de párroco y de médico a la vez. Los abipones que entonces vivían conmigo, eran en su mayoría bárbaros todavía apartados de la religión y menospreciadores de ella o impíos desertores. De modo que día y noche me angustiaba la preocupación de que si las medicinas que les aplicaba no fueran capaces de detener la muerte, al menos/333 salvaría las almas de los moribundos, mediante los sagrados auxilios. Y éste fue en verdad mi arte y mi inacabable labor.

Aterrados al ver a la primera vieja que murió, todos, exceptuados unos pocos, quisieron huir de la misión para poner a seguro sus vidas en remotos escondrijos. Algunos, cruzando el río Grande o Iñaté, se retiraron a veinte leguas. Estos, abandonados a sí mismos, faltos de medicinas y de ayuda, todos se recuperaron. Y yo no podía alcanzarlos, aunque me quedara sin la mayor parte de mis pobladores, ya que desconocía el sitio donde se habían refugiado, y para llegar hasta allí hubiera necesitado por lo menos cuatro días, aparte de que carecía de un guía que me enseñara el camino. Otros se refugiaron a cuatro leguas,y la mayoría abandonó la misión con el cacique Oahari (que recién se llamaba Rebachigi). Un último grupo se fue a dos leguas; y cada día, cuando me era posible, llegaba hasta allí, con increíbles molestias y no menos peligros de fieras y de bárbaros. Debí cruzar ríos y lagunas; el camino, aparte de presentarse por doquier escabroso, ofrecía a cada paso pantanos e insidias de los tobas y los mocobíes. Nunca veía a nadie fuera de un muchachito español que me acompañaba. Debía administrarles con mis manos los medicamentos y los alimentos, para retener el alma en el cuerpo de esos pobres infelices; y explicar a sus mentes faltas de religión las verdades fundamentales para que pudieran salvarse e imbuirse de los textos sagrados. Finalmente ellos mismos pidieron el bautismo, cien veces amonestados, ya que piensan, por un error ínsito en todos los bárbaros, que éste les es fatal. El trabajo se vio complicado más por la dificultad de llevar a la penitencia a apóstatas que se habían apartado de la religión repudiando a sus legítimas esposas. Sin embargo nadie/334 murió – para que veas la fuerza de la misericordia de Dios – sin ser rectamente absuelto y expiado, salvo una mujer que cuando se vio con los primeros síntomas que preceden a las viruelas me dejó que la preparara para recibir el bautismo; pero lo rechazó cuando creyó que el peligro de muerte había pasado. Yo, sabiendo que no el comienzo sino el avance de las viruelas había resultado fatal a los otros abipones, juzgué que debía acceder a los ruegos tanto de la mujer como del marido de que volviera a su casa antes de bautizarla, quedé con el firme propósito no obstante de volver a verla muy pronto, pero murió en la misión no lejos de nuestra capilla, en su choza; ¡ah! apenas habían pasado cuatro horas cuando supe que la miserable había expirado repentinamente y me lamenté en gran manera. A pesar del cielo tormentoso y de los truenos igual me apresuré a llegar al triste espectáculo,y ya encontré a la mujer envuelta en un cuero y ligada con cuerdas, a punto de ser conducida en un caballo al sepulcro. Me consolaba no se qué esperanza de salvación eterna, sobre todo porque poco antes había manifestado su sincero propósito de ser bautizada cuando sintió que su vida estaba amenazada, y había detestado todas sus faltas. Y si éste había sido totalmente sincero, seguro de la misericordia divina que no se circunscribe a ningún límite, me atreví a pensar en su felicidad.

Dedicado todo el día a la atención de enfermos, me fatigaba igualmente la solicitud por asegurar la misión, que carecía de habitantes guerreros, ya que a diario llegaban rumores acerca de la proximidad de enemigos. Recuerdo sobre todo un día en que, mientras se temía un asalto en las próximas horas, llegó desde el remoto campamento de un/335 cacique un mensajero diciendo que una mujer abipona atacada de viruelas padecía hacía dos días con un trabajoso parto. Dudé un momento indeciso sin saber qué hacer. Los enemigos devastarían la casa y los bienes sagrados abandonados sin defensa; me oprimirían por su número tomándome fuera de nuestras casas, a campo abierto. Si los bárbaros me mataban, los abipones moribundos se verían sin los auxilios sagrados y no podía esperarse por un tiempo otro sacerdote que conociera su lengua. Pero si me quedaba en la misión para defenderla, acaso morirían la madre que estaba por dar a luz y su hijo. Este fue entonces mi dilema. Pero guiado por los conocimientos de Teología, deseché el incierto rumor de un posible asalto de los bárbaros, para aliviar la urgentey segura necesidad de la mujery sus hijos. Sin dilacióny totalmente desarmado me puse en camino por donde deberían venir los bárbaros. Confiando en Dios desdeñé las armas para que, en caso de morir, se supiera que había muerto vencido sin ofrecer resistencia. Yo sabía además que de nada valía un solo fusil contra una multitud de bárbaros que lo rodean a uno en campo descubierto. Mi mayor esperanza era una hierba que suele tener gran eficacia para las mujeres parturientas. Al llegar a la choza de los enfermos, ya había nacido con felicidad el niño, pero ya estaba atacado de viruelas. Pensé enseguida, pero se me opuso duramente una vieja que estaba allí presente. "¿Acaso – exclamaba vociferando – porque nuestro nieto ha salido a luz tú le acelerarás la muerte con tus aguas fatales?". Como nada logró con sus clamores en contra de mí, acudió al padre de la criatura, hijo del cacique Debayakaikin, el que, como si el mismo estuviera, de parto descansaba en una choza vecina para defenderse de su mal, pidiéndole que impida que bautice al niño. [pos. aprox:/336] Este, más prudente que los demás, responde que debe accederse al juicio del Padre. Como la vieja se vio impotente, ella y su superstición, de lograr lo que esperaba de su pariente, ya estaba a punto de atacarme con uñasy dientes. Pero yo la ablandé con regalitos y palabras, y ya más apaciguada razonaba conmigo "¿Sepultarás al niño en tu casa (entiéndase en el templo), si llega a morir bautizado?". Se lo negué y le prometí que sería enterrado en el cementerio en un lugar bien abierto. Me respondió que hiciera como me pareciera. El niño murió el mismo día en que fue bautizado, pero su madre se curó. De lo que se hace evidente cuánto detestan los abipones ser sepultados entre paredes y bajo techo. Ninguno de los que murieron de viruelas recibieron el bautismo sin antes haber elegido el lugar de su entierro por temor al contagio. A ejemplo de los guaraníes procuré que el cementerio, resguardado por un muro elegantemente adornado, fuera establecido en un lugar apartado de la fundación y lejos de las brisas malignas por que, destinado a enterrar los muertos de viruelas, no fuera simiente de nuevas viruelas por los vapores que emanaran de estos cadáveres. Con estas precauciones coloqué en la misión el cementerio en un lugar desde donde raramente llegaran las brisas.

En esta diaria preocupación por los enfermos y tan grandes molestias y solicitudes, se pasaron siete meses; lo que es más fácil decir que pensar. Cada día debía cruzar el/337 río, de pantanosas costas para llegar hasta la principal y más numerosa tribu del cacique Oahári. Aunque los caballos saben nadar, les resulta muy trabajoso salir del cieno. Como perdiera mucho tiempo y trabajo en cruzar el río, casi como si hiciera el camino a pie, lo cruzaba más rápidamente con un bote. Este diario cruce continuado durante tantos meses encalleció mis pies de tal modo que la piel se me resecó como la flor de la frutilla. Las polainas que todos usábamos para defendernos contra los mosquitosy otros insectos que siempre se encuentran, aunque muy útiles para los que van a caballo, molestan con su roce los pies del que anda a pie sobre todo después que se endurecen con la transpiración. Siempre, aunque lloviera, tronara o el sol apretara en el campo abierto por todos lados, siempre inhóspito por los mosquitos, el lodo o las asechanzas de los bárbaros que nos salían al paso, debía pasar por el mismo camino, para que nunca faltara a la miserable turba de abipones que se consumía, este tipo de auxilios por cuyo amor me resultaba tan dulce fatigarme o correr peligros como cuando el agricultor se enjuga gozoso el sudor al contemplar las mieses ubérrimas.

Difundido el contagio por doquier, aunque nadie se salvó de él, fue fatal para los hombres de edad mediana. Por aquel tiempo la enfermedad se ensañó con tal fuerza que apenas los sanos alcanzaban a curar a los enfermos o a enterrar honrosamente a los muertos. Como antiguamente los hebreos o los romanos, los bárbaros consideran la mayor desgracia verse privados del honor de una sepultura y de los públicos lamentos de las mujeres. Así cuando el más ilustre por su nacimiento y por sus merecimientos militares murió, lo más cierto y duradero fue:Lamentis, gemituque, et foemineo ululatu/338Tecta fremunt, resonat magnis plangoribus aether (19)

Virgilio, 9, Eneida

Además de otros, fue ejemplo de celo la mujer del principal Oahári, hija del célebre Debayakaikin, de noble estirpe, edad floreciente, dichosa por su eleganciay por la suavidad de sus costumbres. Como todo su pueblo la admiraba y amaba, lo más natural fue que la sepultaran con las sinceras lágrimas de todos. Había sido bautizada pocos años antes en la misión de Concepción, cuando la había picado una peligrosísima víbora. Yo siempre pensé que esta excelente mujer murió no tanto por las viruelas, sino por la turba de médicos (es decir hechiceros). Cuando me llegué hasta su choza para suministrarle los sagrados auxilios encontré una cantidad de estos sinvergüenzas prendidos de su cuerpo como sanguijuelas. Este succionaba y soplaba el brazo, el otro los pies, uno más el costado, y otros y otros más; ya expuse en otro lugar este tipo de medicina, común a todos los pueblos de América y para todas las enfermedades, tildándolo de superstición.

El cacique de los tobas, Keebetavalkin, fue el principal médico en todo el Chaco; vivió por un tiempo en la fundación de San Jerónimo, de abipones, y otro en San Javier, de mocobíes; pero sobre todo ambulante, y conoció nuestros asuntos cuando estuvo un tiempo entre nosotros con su mujer y sus dos hijitas. Ninguno de los míos atacado de viruelas se negó a ser sumido y exsuflado por aquel bárbaro Esculapio. Por su constante trato con enfermos, contrajo por fin el virus fatal, ya en edad avanzada. Cuando enfermó, cuidó que lo/339 trasladaran de uno a otro sitio, con la esperanza de aliviarse, como suelen hacerlo nuestros moribundos. Conducido desde una selva lejana, quiso que se lo colocara en un pequeño bosque cercano a la misión. Su tugurio preparado con ramas era tan estrecho que tuve que entrar doblando las rodillas para hablar con él. Como no me cabía la menor duda acerca del segurísimo peligro en que estaba, lo bauticé después de haberlo instruido y preparado al entrar la noche; al día siguiente, antes del mediodía, murió. Su mujer y sus hijas llevaron enseguida al suelo nativo sus huesos después de quitarles la carne que exhaló mal olor desde el bosque cercano. Feroz como ninguna otra, la tribu de los tobas me incriminaba por el bautismo y la muerte de su cacique, y determinó vengar la muerte con las armas. Yo había predicho esto segurísimo del futuro,y antes de que se nos anunciara el propósito de los tobas. Pues ya sabía que los tontos bárbaros consideran al bautismo mucho más letal que cualquier veneno. Algunos se bautizaban ya moribundos y nos atribuían su muerte. Es duro quitar este ridículo error de estos salvajes y rudos pueblos de América. Y en verdad el asunto no quedó en amenazas. Pocos días después algunos tobas robaron de nuestro campo, de noche, cincuenta caballos y no hubieran dudado en matar a los nuestros si se les hubiera presentado la ocasión. Nuestros abipones se dirigieron rápidamente a Asunción para quejarse de la pérdida de sus caballos, allí pidieron al gobernador algunos jinetes españoles para que vayan con ellos a castigar a los ladrones. Pero en verdad los ruegos de los abipones parecían superfluos al pedir que el/340 gobernador accediera enseguida a sus deseos. De esto que hemos contado podrás deducir que las viruelas fueron ocasión de mutuas incursiones, muertes y derramamiento de sangre. En el capítulo XXV del segundo volumen hemos hablado detenidamente de las viruelas, el sarampión y de las secuelas que dejan estas enfermedades.

 

Fuente (Enlace Interno):

HISTORIA DE LOS ABIPONES - VOLUMEN III

Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER,

Traducción de la Profesora CLARA VEDOYA DE GUILLÉN

UNIVERSIDAD NACIONAL DEL NORDESTE

FACULTAD DE HUMANIDADES - DEPARTAMENTO DE HISTORIA

RESISTENCIA (CHACO) - ARGENTINA, 1970





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