SOBRE EL ODIO MORTAL DE LOS ABIPONES HACIA LOS ESPAÑOLES
Y SOBRE ALGUNOS DE SUS ALIADOS MOCOBIES
Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER.
El español sometió a la mayoría de los indígenas que/3 habitaban Paracuaria. Algunas veces los soldados llevaban a cabo esta misión, pero con más frecuencia la realizaban los sacerdotes, quienes propagando la religión, lograron llegar hasta donde nunca pudo el ejército. Ellos consiguieron con su doctrina un resultado más positivo que aquellos con sus plomos. No obstante, hasta el siglo pasado los abipones se mantuvieron rebeldes, y no permitieron que se los venciera/4 ni con las armas ni por medio de regalos. Nunca quisieron al español como amigo, y menos como dominador; y para no soportar el yugo enemigo deliberaban sobre la conveniencia de pelear, o, si se presentaba la ocasión, de huir; usando a veces las armas,y con más frecuencia la astuciay la velocidad. La naturaleza de las regiones que habían elegido para sí, les ofrecía seguridad permitiéndoles eludir las fuerzas de los españoles que ellos temían cuando se enfrentaban en campo abierto. No fueron vencidos porque resultaba imposible atacarlos, pues estaban defendidos por lagos y selvas inaccesibles, máxime que en aquel tiempo no contaban con caballos. Prefirieron esconderse, padecer sed o hambre antes que doblegarse al advenedizo. En fin, rehusaron con gran obstinación la obediencia al rey españoly a la ley divina, y en consecuencia a su propia felicidad. Desde la época del victorioso Carlos V, que conquistó para España las mejores regiones de América, el belicoso pueblo de los abipones se había mantenido firme en sus leyes durante dos siglosy lo que va del presente, aun después de que los pueblos vecinos hubieron sido vencidos. Y no solo rechazaron en absoluto la amistad de los españoles sino que no perdían ocasión de extender sus armas terribles a toda la provincia. Recordamos algunos de los desastres que provocaron en los últimos años del siglo en curso y se nos ocurre pensar que los abipones y sus aliados los mocobíes y los tobas habían sido reservados por la Justicia divina para castigar los delitos de los cristianos como en otro tiempo los filisteos, los jebuceos y los fereceos habían sobrevivido en la región de Canaán para castigar las prevaricaciones de los judíos, cuando los restantes enemigos habían sido aniquilados o reducidos.
Hicieron pacto para la guerra con los mocobíes y los tobas, bárbaros ecuestres temibles por su valor, y casi los/5 únicos que los sobrepasaban en el odio que sentían hacia los españoles. No se producía un estrago de grandes proporciones en el que estos tres pueblos coligados no hubieran aunado sus fuerzas.
La común aversión a los europeos, la esperanza cierta de ganancias, el amor a su antigua libertad, el deseo de gloria militar fue para ellos como trompeta de guerra. Cuando recuerde las hazañas de los abipones, nombraré también a sus aliados de armas, los mocobíes, para hacerlos sobresalir en las alabanzas y vituperios. Y en verdad, habrás de saber esto: los pueblos de Europa, a veces, cultivan la amistad con mutuos pactos y con fuerzas aliadas para algún fin, de modo que pelean contra el enemigo común; pero roto el pacto de los aliados se traban en mutuas luchas. Del mismo modo hemos visto que los mocobíes y tobas, amigos de los abipones cuando se trataba de pelear contra los españoles, se convertían en poco tiempo en acérrimos enemigos si consideraban que la guerra les sería más útil que la paz. De modo que la amistad de estos pueblos es inconstante, pues nacen y viven rodeados de privaciones.
Alguien ha afirmado alguna vez, que los mocobíes son inferiores a los abipones en estatura y en vigor militar; pero yo, que he vivido un tiempo con ellos, afirmo que los superan en el nativo odio a los españoles, cultivado desde niños. Parecía que en el siglo pasado habían sumido a Tucumán en la destrucción; temibles no sólo en los apartados predios de los españoles, sino también en las mismas ciudades. Devastaron la provincia con sus muertes, rapiñas e incendios y llevaron la desesperación a Salta, Jujuy y San Miguel, ciudades principales. A veces una opulenta ciudad era reducida a escombros. La ciudad de Concepción, ubicada a orillas del río Bermejo fue destruida totalmente y sus habitantes muertos por insidias, pues los abipones, partícipes de tantas cruentas incursiones, prestaron su apoyo a los mocobíes. Alfonso/6 Mercado, Angel de Paredo y otros gobernadores de Tucumán que los sucedieron, impidieron nuevos intentos de los bárbaros. Siempre atravesando penosísimos caminosy sin ningún resultado, desde las ciudades enviaron a cuantos soldados pudieron, tanto españoles como indios cristianos hasta el Chaco, escondite de estos bárbaros, para combatirlos. Aunque a veces tomaron algunos mocobíes y tobas y los mataron, los demás compañeros sobrevivientes, excitados por la caída de los suyos, duplicaron sus iras, y nunca cesaron de descargar sus fuerzas, así como su venganza, logrando siempre lo que se proponían.
Tantas inútiles expediciones de tropas tucumanas confirmaban la opinión de los bárbaros: las armas españolas no debían ser temidas, ya que contra ellas les era suficiente, como defensa, los escondrijos que les ofrecía la naturaleza, desconocidos e inaccesibles para los españoles. Y, si acaso fueran oprimidos por los numerosos enemigos, tendrían la fuga como victoria, ya que el conocimiento de los caminos y la rapidez para nadar y cabalgar les daría, siempre ventaja, mientras que los españoles con sus caballos cansados de tan largo y áspero camino e impedidos por los mismos vestidos y armas, apenas lograrían bloquear a los que huyeran, aun cuando consiguieran cruzar los lagos, ríos y bosques del camino. Muy envalentonados con estas consideraciones, ¿qué no intentaron los bárbaros en Tucumán? Salta, sede del gobernador, y los campos circundantes, sufrieron a diario los asaltos del enemigo.
Esteban Urizar, primer gobernador de aquella provincia, comenzó a buscar una solución para esta pública calamidad; pero cada una que elegía, era desechada por todos. Varón conocedor de la guerray de ánimo intrépido, comprendió que el trabajo dependería tanto de las fuerzas como del/7 ingenio y la rapidez con que se ejecutara; para que no creciera simultáneamente la petulancia de los enemigos y el peligro de la provincia, –y se repitiera aquello de que mientras Roma deliberaba, Sagunto caía – preparó una expedición al Chaco.
Eligió para ella mil setecientos ochenta hombres de las poblaciones españolas de Tucumán y un grupo de cincuenta indios cristianos entre los chiriguanos, amigos por aquel tiempo. Pidió ayuda y recibió de la ciudad de Asunción, cincuenta; trescientos de Santa Fe y setecientos de Corrientes. Reunido para este fin tan gran ejército, encerraría a los bárbaros de frente, de espaldas y por los costados, como a las fieras en el circo. Ordenó a los soldados tucumanos que exploraran sus escondrijos y que castigaran a los que tomaran prisioneros del modo que juzgasen conveniente. A los demás españoles, más cercanos al sur, les encomendó la tarea de cerrar el camino a los fugitivos.
Si los demás hubieran cumplido su misión, con tanta diligencia, como con tanta premeditación había sido establecida por el prudente gobernador, de un solo golpe se hubiera dominado la situación y toda la muchedumbre de bárbaros del Chaco hubiera resultado vencida. Pero los soldados españoles que había convocado de las poblaciones del sur, o vacilaron o anduvieron con rodeos; de modo que los mocobíes tuvieron libre el camino hacia el sur; y aun cuando se vieron superados en número por los españoles, desparramándose, les fue posible reunirse impunemente con sus compañeros abipones. Considerando que aquellos parajes eran lo suficientemente seguros contra las asechanzas de los españoles que pudieran atacarlos o de cualquier otro peligro, ambos pueblos se establecieron, por fin, en el valle Calchaquí y sus alrededores. Con esta empresa cumplida, ciertamente Salta y la parte superior de Tucumán respiraron durante algunos años libres de las vejaciones de los mocobíes.
Pero, toda la violencia de la guerra se descargó sobre las ciudades de Santa Fe, Santiago del Estero, Corrientesy las demás ciudades españolas ubicadas al sur y al oeste; y/8 fueron destrozadas miserablemente tanto solas como en conjunto, tal como enseguida expondré. Porque los jinetes malbalaes, rompiendo la alianza con los mocobíes, aceptaron o fingieron amistad con los españoles. Los vilelas y los chunipíes, pueblos pedestres, siempre tranquilos y muy amantes de la paz, enseguida respondieron. Y los lules, también pedestres, reunidos en gran número en una fundación, (a la que llaman Miraflores), fueron adoctrinados en la santa religión por nuestro Padre Antonio Machoni, sardo. De modo que el fruto de tan gran expedición no debe ser totalmente deplorado, aun cuando haya sido inferior a los deseos y esperanzas de los españoles. Pero, pasemos ya a la historia del tema que tratamos, ya que estos hechos relatados, que creí conveniente intercalar, no pertenecen a él.
POR QUE MOTIVO LLEGARIAN A TENER PLENA POSESION DE LOS CABALLOS Y COMO EN VIRTUD DE ESTOS SE HARIAN TEMIBLES PARA SUS VECINOS
No se sabe con exactitud desde qué tierras los abipones llegaron al Chaco en el siglo XV. Yo me inclino a creer que en aquel tiempo eran pedestres, y que se escondían como los demás indios, pensando más en huir del español que en atacarlo. Y en verdad, habiendo sucumbido los pueblos vecinos, totalmente, a la dominación europea, la libertad que conservaban los abipones era como un trofeo celebérrimo. En los anales de Paracuaria, ya aparecen en el año 1641 provistos de caballos y muy diestros en su manejo. Por aquel tiempo, se lee que habían iniciado la guerra contra los indios matarás, obsecuentes de los españoles, y hacia los que los movía implacable odio. ¿Por qué los abipones, ya ecuestres, se convirtieron en el terror de otros pueblos pedestres? Nadie pone en duda que los pueblos americanos fueron sometidos fácilmente por las numerosas legiones de españoles, porque estos guerreros les resultaban magníficos sobre sus caballos e imitaban al fuego con sus armas. Lo primero. impresionaba a sus ojos; lo demás, a sus oídos y espíritus. ¿Qué trabajo les habría costado vencerlos si aterrorizados con la primera impresión, los naturales no tenían más que madera y caña para oponer al hierro y al plomo de los europeos? No de otro/10 modo los caballos fueron para los abipones el principal instrumento de guerra, en lugar de las armas, o más correctamente diría, antes que cualquier otra arma.
Pero, me preguntarás: ¿De dónde obtuvieron los abipones el primer caballo? Yo diré lo que escuché relatar a un viejo abipón, varón ingenuo. Decía que algunos de su mayores – que entonces eran pedestres –, se arrastraron a escondidas tras largo camino por los campos por entonces sometidos a la ciudad de Santa Fe, que ocupaban los belicosos indios ecuestres calchaquíes; y llevaron a sus tierras algunos caballos que robaron allí, junto con unos cuchillos de hierro. Rápidamente usaron estos caballos para robar más y más tropas de caballos de las tierras de españoles. Esto no es difícil en Paracuaria ni requiere gran sacrificio. El campo, abierto por todas partes, ofrece pasto, forraje y establo la mayor parte del día y de la noche, a innumerables caballos y a otro tipo de rebaños. A menudo, los caballos recorren largas distancias y se desparraman por espacio de muchas leguas, molestos por los mosquitos o por temor a los tigres. Muchas veces, los españoles dejaban sin guardia al ganado; a los indios, les resultaba sumamente fácil o matarla o eludirla cuando dormía ya que estaba lejos de sus casas. Temían a los bárbaros cuando se acercaban; y mientras los piratas llegaban no había guardia a quien pudiera convencerse de seguirlos. Prefirieron perder las cabezas de sus caballos antes que las suyas.
Lamentaban el robo de sus animales, pero se congratulaban de la huida de los raptores, pues sabían que en Paracuaria sobreviviría tanta cantidad de caballos y de mulas como cuanta tierra los rodeara. A veces, cada uno de los campos de los españoles o de judíos cristianos tuvieron dos mil caballos aptos para montar. Otros, llegaron a contar con veinte mil caballos y yeguas destinados a la cría. Y no agrego/11 a éstos los cientos o miles de caballos que pertenecían al primero que los tomaba. La inmensa planicie que rodea a Buenos Aires, fácilmente en una extensión de cuatrocientas leguas a la redonda, se ve llena de caballos expuestos a esta ley. Innumerables bárbaros entre el estrecho de Magallanes y la llamada ciudad del medio, se alimentan a diario con carne vacunay usan pieles de ovejas a modo de vestido, de casa, de armasy de montura. Desde Córdoba hasta Santa Fe o también por las orillas del Paraná y del Uruguay, se desplazan a diario grandes tropas de caballos que deambulan y que no raramente causan molestias, pues tapan el camino arrastran consigo a los caballos domesticados que nosotros usamos. Para evitar esto se deben usar no pocas industrias. Si no me equivoco ya hice mención de esto; si lo recuerdo nuevamente no me consideres un charlatán cuando digo que en un espacio de cincuenta años los abipones robaron fácilmente de los campos de los españoles cien mil caballos. Esta es la antigua opinión de los paracuarios; y no juzgues exagerado ese número; pues sometiendo las conjeturas a las razones, yo opino que fueron más de doscientos mil. No hay que admirarse. A veces en un solo asalto los abipones adolescentes, que son más feroces que los adultos, han robado cuatro mil caballos. La astucia y la sagacidad es la obra de los mediocres, no de los fuertes. Conducidos a una mies mejor, aunque renunciaran al pillaje, todos consideraron que les era permitido regirse por la ley de tomar los caballos que encontraran al paso si carecían de dueño. En las nuevas fundaciones conocí a no pocos abipones que poseían cincuenta caballos. Ahora queda por explicar en qué gran perjuicio de los españoles los abipones usarían en otro tiempo a sus caballos.
Los calchaquíes, nombre en verdad temible a los/12 españoles, después que desolaron el campo de Santa Fe con reiteradas matanzas, fueron finalmente reducidos al orden, en un combate. Los guaraníes, llamados por el gobernador real, en auxilio, desde las misiones del Uruguay cumplieron con gran celo esta tarea, tal como ya lo hicieron otras veces. Los calchaquíes que sobrevivieron a este desastre fueron consumidos por fin por las viruelas. Los tristes restos de este pueblo tan belicoso fueron trasladados junto al río Carcarañal y hoy sobreviven alrededor de veinte hombres. Los abipones se establecieron en aquel suelo calchaquí; herederos no sólo de su patria, sino también del ánimo hostil hacia los españoles. Los límites de estas tierras se extienden desde el río Grande hasta la ciudad de Santa Fe, y desde las orillas del Paraná y del Paraguay hasta los territorios de Santiago del Estero. Los españoles se vieron obligados a cederles esta región de sus abuelos, sin que pudieran oponérseles si no querían morir.
En el año diez y ocho, del siglo que corre, circulaban sin peligro desde la ciudad de Santa Fe hasta Santiago del Estero y a ambos lados de Córdoba; aunque tuvieran que hacer caminos de muchos días. Esto me lo aseguró nuestro Padre Mayor Juan Francisco Aguilar, ya octogenario. Ciertamente todas estas cosas son absolutamente ciertas y fuera de toda duda; y la prueba son los ricos campos de los españoles que he visto devastados y que habían ocupado todos los caminos en serie continuada entre las ciudades; pero reducidos a desierto por los abipones que allí infestaban, de modo que nada encontrarías allí sino las ruinas de sus construcciones. Sin embargo los campos conservaron los nombres de sus antiguos dueños. Los llaman Don Gil, Doña Lorenza, Alarcón, la Viuda, del Cano, etc., porque fueron habitados en otros tiempos por éstos. Pero ahora ¡ah! los campos son como nuevas Troyas. No encontrarás fácilmente ni/13 un rancho en cien leguas de camino.
La región que los abipones recorren impunemente como propia se extiende de norte a sur unas veinte leguas y otras tantas, de este a oeste. Divididos en muchas tribus según el número de sus caciques, cambian sus tolderías aquí y allí, eligiendo los sitios que les ofrecen mayores oportunidades de caza, mejor tiempo y menos temores. Dejando en aquellos lugares a las mujeres con sus proles y a los viejos e inermes, los adultos recorren, para robar, desde ese centro, todas las colonias de cristianos cercanas y no vuelven a los suyos sino con cabezas de españoles cortadas, y otros despojos. La cantidad de cautivos, las tropas de caballos y el seguro éxito de la expedición estimulaba a unos y a otros a ser más osados; de suerte que cuando unos regresaban, salían enseguida otros. Casi no pasaba un mes sin que alguna de las ciudades españolas fuera maltratada por las agresiones hostiles. Como el rayo, que aunque hiera solo a unos, aterra a todos, así, aunque fuera invadido un solo lugar, toda la vecindad trepidaba, y sobre todo los que parecían más seguros, pues la experiencia les había enseñado que este tipo de enemigos nunca estaba más cerca de la matanza que cuando se los creía distantes.
Puede comprenderse por esto, por qué razón eran suficientes alrededor de mil bárbaros (entre todas las tribus no contaban con muchos más, aptos para la guerra) para agotar tan vastísima provincia. El español debió suplir la pobreza de guerreros con la tranquilidad de espíritu, la tolerancia para los trabajos y la alianza con los mocobíes. Francisco/14 Barreda, jefe del ejército, afirmaba una y otra vez por su experiencia en Santiago que si todos los demás abipones fueran muertos y solo sobrevivieran dos, estos se dedicarían del mismo modo a devastar la Paracuaria, de modo que unos diez abipones bastarían para perturbar toda la provincia. No hubo escondrijo que no penetraran como las Furias; no consideraron impenetrable ningún lugar, por encerrado que estuviera por todas partes por accidentes de la naturaleza. Los anchísimos ríos Paraná,y Paraguay que se unen en una sola desembocadura, eran cruzados a nado por ellos cuantas veces les placía, charlando alegremente. Las empinadas rocas eran recorridas a caballo tanto para ascender como – y eso era, lo más terrible de ver – para descender, cuando atacaban las regiones limítrofes de Córdoba o Santiago. ¡Ah, cuánta sangre fluyó! Cruzaron sin ningún trabajo selvas que daban horror por la cantidad de malezas y de árboles, lo mismo que lagos y pantanos resbaladizos por el cieno. Aquella inmensa planicie de ciento cincuenta leguas que se extiende entre los ríos Paraná y Salado crece como un mar cuando caen lluvias continuas; y si como suele suceder, faltan durante meses, aquella vasta región de tierra se seca de tal modo que no se encuentra ni una gotita de agua dulce ni un ave. Muchas veces yo mismo he visto una y otra cosa. Los abipones, cualquiera que fuera la situación, se llegaron hasta las poblaciones de los españoles, ya en medio del agua, ya sin ella cuando deseaban despojarlos o matarlos. Frecuentemente he experimentado, haciendo el camino tanto con soldados españoles como con abipones cuando ya pactaron amistad. Estos han cruzado a caballo, sin ninguna dificultad, lagosy lagunas profundísimas que aquellos consideraron absolutamente intransitables. Ningún abipón rehusa atravesar trescientas o más/15 leguas cuando los atrae la esperanza de abundantes ganancias o de gloria militar, de modo que no los atemoriza ni la aspereza de los caminos ni la extensión de la travesía. Si no se interpusiera un mar inmenso, ¿acaso no llegarían enloquecidos abipones a Europa por los nobilísimos caballos españoles o ingleses? Esto nosotros lo hemos pensado ciertamente y más de una vez lo hemos dicho en Paracuaria. Así como algunos pueblos del Asia veneran al cocodrilo, al mono o al dragón como animales divinos, los abipones adorarían a los caballos si practicaran el culto a los ídolos. Aparte de esto, la mayoría hace de él su principal instrumento de guerra, por cuyo uso se han tornado temibles y sumamente perjudiciales a las ciudades españolas. Los bárbaros pedestres, aún cuando están llevados por la misma animosidad contra los españoles, no tienen la misma oportunidad, pese a que usan las mismas armas tanto para atacar como para defenderse. Si son maltratados por bárbaros jinetes como los abipones, mocobíes, tobas, charrúas, malbaláes, mbayaes, guaycurúes, serranos, pampas u otros indios del sur, atribuyen la culpa al hecho de poseer caballos de Paracuaria. Los indios aprendieron a usar los caballos de los españoles, en contra de ellos, como las armas más rápidas. Los jinetes españoles vencieron antiguamente a gran parte de los indios; hoy son vencidos no raramente por jinetes indios. Pero ya expondré en detalle los estragos acarreados a las distintas partes de la provincia.
CUANTAS CRUELDADES SOPORTARIAN LAS CIUDADES DE SANTA FE Y ASUNCIÓN
Los abipones, ya sean solos o asociados con loe mocobíes/16 oprimieron con diarias incursiones a la ciudad de Santa Fe porque la tenían más cerca, cuando no a otras ciudades que estaban más distantes. Mataron a la mayoría de los vecinos y a no pocos los llevaron cautivos. Muchos emigraron a sitios más seguros con sus familias, temiendo otro ataque peor. En aquellos lugares, a veces, quedaban objetos o ruinas como testimonio de las ciudades que en otro tiempo existieran. Los campos de San Antonio, como otros muchos, fueron destruidos. Innumerables ganados de todo tipo fueron sustraídos a sus dueños y a los guardias a quienes asesinaban o [dejaban] dispersados. Del mismo modo, fueron robados los carros de los mercaderes.
La posibilidad de negociar, única fuente de ganancia allí, fue destrozada de un golpe y los comerciantes comenzaron a empobrecerse ante la absoluta carencia de recursos. Todos los caminos estaban infestados día y noche por grupos de bárbaros, de modo tal que nadie podía salir de sus casas ni llegar seguro a la ciudad. Y aun dentro de la misma ciudad debía temerse. A diario, se ven por las calles grupos ecuestres de abipones y mocobíes; la misma plaza era a veces, escenario de sangrientos encuentros. Cuídate de atribuir esto a la valentía de los indios. Unos pocos de ellos son temidos por muchos; pero también la mayoría de los naturales temen a uno solo cuando los amenaza con un fusil. Todas las/17 ciudades de Paracuaria carecen de muros, puertas, fosos y setos; y están expuestas, por todas partes, tanto a los que llegan como a los que atacan, tal como ya dije en las primeras hojas de mi historia. Y no hay que asombrarse, al saber que los bárbaros confiados en la pericia de sus caballos, se hayan burlado a su antojo. En el año 1750 un conocido español debía ir desde Córdoba hasta Santa Fe y me detuvo a las puertas de nuestro templo: "¡Ah, Padre!", – me decía lamentándose –, "a qué estado llegaremos no antes de muchos años". Se le había garantizado que alguno de nosotros lo llevaría al templo armado con fusil. De tal modo no se podía transitar por las calles sin correr peligro, ante los diarios asaltos de los bárbaros
El 10 de abril de 1754, una noble matrona de edad avanzada me había dicho entre gemidos, cierta vez que la visitaba en la misma ciudad: "¡Cuántos beneficios y cuántas gracias os debemos, Padres mío! Dominasteis a estos pueblos tan feroces que durante tantos años no nos dejaron ni respirar (yo vivía por entonces entre los abipones y un compañero mío entre los mocobíes). Recuerdo, – continuaba la misma matrona – que apenas pasaba una semana en esta ciudad sin que hubiera una matanza.
Una piadosa procesión de suplicantes y de portadores de cruces avanzaba en larga fila por las calles cada vez que los bárbaros llegaban cargados de lanzas que disparaban como un rayo; y por lo general se retiraban con las manos ensangrentadas. Aun lloro a un hermano mío alemán cruelmente asesinado mientras arreglaba el altar en la plaza delante del templo, según una antigua costumbre. Esta era entonces la situación. "A Vds. debemos la seguridad y tranquilidad de que hoy gozamos, por cuanto habéis aplacado a los abipones y reducido a los mocobíes a la civilización". Estas fueron sus palabras. Y no otro fue el sentir de toda la ciudad, pues sus habitantes, tanto los nobles como el pueblo, todos a una/18 nos veneraban como sus liberadores y protectores porque nos habíamos entregado a enseñar a aquellos bárbaros; y nos siguieron con toda benevolencia y beneplácito, porque siempre tenían ante sus ojos la tristísima imagen de las antiguas destrucciones.
No faltaron en aquella ciudad varones intrépidos que repelieron valientemente la fuerza con la fuerza; pero los que no poseían buenos vigías y armas, así como espíritu de lucha, no tuvieron época de paz, ni de tregua, debido a la actitud implacable de los bárbaros. El gobernador de Buenos Aires, envió a un grupo de soldados a la ciudad extenuada; pero éstos, en vez de ser útiles a los españoles, provocaron risa a los abipones cuando en el campo de batalla pelearon como contra el viento. Pero por fin, inclinándose favorablemente los acontecimientos, llegó a la ciudad con el título de gobernador el eximio Echagüe, que reprimió la audacia de los bárbaros. Imitando tanto al prudente Fabio como al astuto Aníbal, supo que el exaltado ánimo de los abipones se suavizaba con regalos, se atemorizaban con las armas y que se frenaban con expediciones numerosas. Pudo respirarse un poco; pero esta tranquilidad duró tanto como su vida, ya que a ella se debía.
A su muerte, sus sucesores tuvieron distinta suerte; y los indios repitieron sus antiguos latrocinios o prometían la paz con el fin de lanzarse con toda su fuerza, contra los españoles corrompidos de otras ciudades; y quitando botines a éstos, permutaban en la ciudad amiga de Santa Fe cuchillos, espadas, lanzas, hachas, bolas de vidrio o ropas. Esta fue la astucia que luego los bárbaros usarían con el resto de la provincia en vez de emplear la fuerza: cultivar diligentemente la paz con una ciudad donde pudieran comprar los utensilios necesarios para la guerra y luego ponerlos en/19 venta. Hubo una amarguísima queja de los cordobeses, correntinos, paraguayos y santiagueños de que la ciudad de Santa Fe se había convertido en refugio de los bárbaros ladrones y en su emporio; en donde éstos compraban el hierro que usarían para asesinarlos. Acerca de este tráfico de los indios yo he escuchado opinar a personas entendidas, muchas cosas que provocaban risa y otras más que, causaban verdadera indignación. Pero escucha una sola: un abipón entró en la ciudad de Santa Fe, en tiempo de paz, llevando en un caballo un saco de cuero, (que los españoles llaman zurrón), lleno de dos mil escudos españoles. Algún señor español que pasaba por casualidad por la calle sabiendo qué se escondía en aquel saco ofreció al indio la capa roja con que se cubría; el indio, muy contento por el cambio propuesto entregó todo el peso de la plata que un poco antes había robado, con sus compañeros, de unos carros cargados con plata peruana.
Este hecho, me lo contó un oficial del ejército muy digno de fe. Una vez que se logró reunir parte de los mocobíes, y tobas y casi todos los abipones en las distintas misiones que fundamos, llegó por fin, la paz para sus habitantes; pero esta seguridad no estaba libre de todo peligro para sus campos. Pues los bárbaros de estos pueblos, hastiados de la paz, algunas veces acechaban las tropas de caballos, quizás movidos más por la costumbre de destruir que por deseo de hacer guerra. Para reprimir a estos ladrones, se mantuvo con el erario público una centuria de jinetes españoles (que se llamaban los blandengues), dirigida por el distinguido oficial Miguel Ziburro; y no fue de poca utilidad. Pero alejados los ladrones, como cuando se descuidaba el buen Homero, los predios fueron asolados por grupos de fugitivos. En el lugar llamado Añapiré, se les concedió a estos jinetes una zona para que vigilaran los límites y cuidaran los caminos realizando frecuentes recorridas. Tres lugares habían sido en otro/20 tiempo los principales escondites de estos bárbaros: La Cruz Alta, el Pozo Redondo y el Campo de Santo Tomé. Este es el trayecto que va desde el río Salado hasta la ciudad; allí está el camino real con sus carros de mercaderes. También los campos que miran al Chaco peligraban. La extensísima provincia de Asunción, que el pueblo llama el Paraguay, aunque abunda en ciudades muy combativas también fue hostigada más de lo que podría creerse por las armas de los abipones y mocobíes. ¿Quién podría enumerar las matanzas de hombres, los saqueos de caballos y mulas, los incendios de campos, las devastaciones de predios y la cautividad de los débiles? No sólo en las costas del Paraguay, sino también en lugares muy apartados del río producían tantos y tan grandes estragos impunemente y por doquier, sobre todo en los campos cercanos al río Tebicuarí. No te admires, por favor, de que un grupo de bárbaros haya asaltado audazmente, a los en otro tiempo, vencedores españoles. Asaltan zonas donde saben que no encontrarán resistencia y lugares explorados por sus espías o desprevenidos contra sus asechanzas. Esta región de Paracuaria es más extensa que otras; pero se ve más desamparada por el número de sus colonos. Cuenta con tantos soldados como hombres; pero esparcidos por los campos, separados por muchas leguas, ocupados la mayor parte del año en remotísimas selvas donde preparan la yerba paraguaya, en el río, o cuidando las provisiones de la provincia.
Dirías, en verdad, que estas atalayas fueron construidas junto a la margen oriental del río Paraguay, con estacas, pajay barro, más para observar los movimientos de los indios que para cuidar las fortificaciones. Yo mismo visité algunas de éstas con el gobernador real don José Martínez Fontes; y tanto me reí de su miseria como compadecí con toda el alma la pobreza de estas defensas. Unos pocos que montan/21 guardia en atalayas, soldados solo de nombre, anuncian la presencia del enemigo al verlo desde lejos con un golpe de arma de fuego. Este es un aviso a los puestos de vigilancia vecinos para que adviertan el peligro y para que el gobernador mande los auxilios convenientes (pues el sonido repetido en los distintos puestos se propaga hasta la ciudad), prometa una milicia, y confluyan hombres armados en cuanto existiera sospecha de enemigos. Pero, mientras se reúnen los caballos que siempre andan sueltos por el campo, y se los prepara, mientras se reúnen unos pocos soldados con armas, y se espera la llegada de alguien que los dirija, ¡Cuántas horas pasan! Entretanto los bárbaros ya han tenido tiempo de perpetrar su matanza, de saquear los campos, de incendiar la zona y de escapar con la misma rapidez con que han venido. Porque si entre los españoles que han logrado llegar se consigue formar una tropa, más suelen alegrarse al encontrar al enemigo disperso que tener que perseguirlo. Figurémonos que los bárbaros que se retiran están allí, a la vista, no muy lejos; los jefes de Paracuaria raramente probarán suerte en la guerra a menos que vean que son más numerosos que los indios; ya que serán deshonrados por las esposas y acaso apedreados si algún marido muriera en la lucha; siempre se lamentaban que el pueblo atribuyera a los jefes cualquier suceso adverso que sobreviniera. A veces, los soldados españoles gritaban y querían lanzarse en persecución de los bárbaros que huían; pero los jefes reprimían su ardor militar, aún conminándolos con la pena de muerte, si alguien atacaba al enemigo fugitivo u osaba perseguirlo. No siempre debe culparse a los jefes que repriman este entusiasmo de los soldados, pues, sabiamente, dice Tácito en sus Historias, 3: Militibus cupidinem pugnandi convenire; duces providendo, consultando, cunctatione saepius, quam/22 temeritate prodesse. (1). Y Livio, 21: Saepe contemptus hostis cruentum certemen edidit, et inclyti populi, Regesque perlevi momento victi sunt (2). El recuerdo de cruentas muertes ha vuelto muy cautos a los paracuarios,y casi diría temerosos. Pasando por alto otros casos, diré que en el campo que llaman la Angostura, por sus angostos ríos, lucharon sesenta paracuarios con abipones, o con mocobíes, no lo sé o tal vez con ambos; y cincuenta y nueve de ellos murieron; el único sobreviviente que se salvó, pero con varias heridas, llegó, gracias a la rapidez de su caballo, a la ciudad de Asunción donde relató la tragedia como testigo y nuncio de la misma. Yo considero que los paracuarios son siempre valientes; pero están mal armados y oprimidos por las constantes asechanzas.
A veces, en otras ocasiones, la victoria les fue propicia; y los abipones, que habían venido al campo paracuario para llevar a sus casas las cabezas de los españoles, las perdieron. El jefe de los abipones Yaucanigas, el célebre Nachiralarin (que ya recordé más arriba), durante mucho tiempo funesto para las misiones paracuarias, murió, con un grupo de compañeros suyos, rodeado por un ejército en una selva junto a las márgenes del Tebicuarí, donde se había refugiado. Yo conocí a Fulgencio de Yegros que dirigió esta expedición y a algunos soldados que tomaron parte en la misma. La muerte de Nachiralarin, parecía digna de un triunfo porque había sido más dañino que otros cien. A veces los abipones fueron castigados duramente por los paracuarios que los perseguían porque se veían impedidos por los caballos y cautivos que habían robado, y se retrasaban al cruzar los ríos. Estas continuas muertes que redundaban en gloria, eran de muy poca utilidad para los colonos, pues los bárbaros, deseosos de venganza, como es su costumbre, devolvían otras muertes por esas muertes de los suyos imitando a las moscas. Estas son fácilmente espantadas con la mano cuando se posan en el rostro; pero enseguida vuelven al mismo lugar de donde se las espantó; y se posan una y otra vez por más/23 que se las ahuyente. Lo que siempre me pareció prodigioso es que la provincia de Asunción no pereciera con todos los años que fue azotada por tan violentos enemigos. Por aquí siempre debió temerse la vecindad de los feroces guaycurúes y mbayás; por allá los cotidianos ataques de los abipones, mocobíes y tobas que dieron a las ciudades circundantes, gran trabajoy peligro. Agrega a éstos, los piratas payaguás, más peligrosos durante la paz, que en la guerra. Y callo lo referente a los bárbaros silvícolas que llaman monteses, montaraces, o en lengua guaraní, caayguás, que aunque no siempre hostiles, siempre fueron muy saqueadores y dignos de poca fe para los españoles paracuarios que se dedicaban a recolectar la yerba en selvas muy distantes de la ciudad, como en Carema, en Curiy, en Monday o en las costas del Acaray, que están fácilmente a doscientas leguas de Asunción. ¡Ah! ¡Cuántos pueblos amenazarían a las colonias paracuarias! Los paracuarios fueron mayores que Hércules porque debieron igualarse a tales enemigos.
CUAN DAÑINOS RESULTARON LOS ABIPONES PARA LAS MISIONES GUARANIES
Parecería que los abipones no habían realizado absolutamente nada si no se consagraban con todo su ánimo a derribar les misiones guaraníes. Los movía un odio implacable contra éstos porque habían abrazado la religión y no sólo prestaron obediencia al rey católico como súbditos, sino que se habían prestado como soldados en los campamentos cuantas veces fueron llamados por el Gobernador real. Los bárbaros los consideraron sus enemigos porque no se aliaron con ningún otro pueblo por su inquebrantable fe en los españoles. No habían podido ser movidos por ruegos ni por amenazas a que se prestaran a una impía conjuración de los demás pueblos para matar o expulsar a los españoles de toda la Paracuaria. Y además de no prestarles oídos ni ayuda, como consideraban peligrosos los pensamientos de los sediciosos, desbarataron con sus armas a los rebeldes enemigos de los españoles. Relee lo que escribí en el tomo I sobre Arecayá. Nunca en ningún momento se borró de sus ánimos esta propensión de los guaraníes hacia los españoles. Los abipones y sus aliados siempre pensaron que debían ser atacados con todas sus fuerzas. Las fundaciones de los guaraníes y sus vastísimos predios adyacentes a las costas del Paraná y del Paraguay sufrieron durante muchos años por el furor y la cotidiana rapacidad de los enemigos. Indios cruelmente muertos, ganados de todo tipo robados, adolescentes capturados. Muchos quemados en/25 sus chozas donde se encerraban por temor. La misión de San Ignacio Guazú, floreciente en otro tiempo por su antigüedad, por la cantidad de habitantes y de ganados, por la elegancia de su templo, perdió mucho de su esplendor y poco faltó para que fuera destruida. En efecto: este es un lugar fácil para las asechanzas de los bárbaros pues cubierto por selvas, no eran sentidos a la distancia y amenazaban tanto al campo como a la población. Casi no pasaba un mes sin muertes ni latrocinios. Es increíble cuánto amenazaron al pueblo y al ganado. Desvelados díay noche, nadie se sentía seguro. La habilidad y la audacia de los abipones burlaron toda vigilancia, toda industria de los habitantes. Un día festivo en que el pueblo se encontraba en el templo celebrando los oficios religiosos, una larga fila de bárbaros irrumpió en la plaza. Los pobladores, pensando que debían pelear por el altar, arrojaron a los agresores cuantas flechas encontraron a mano. Se peleó sobre todo por la virtud del cristiano. Los principales de la misión, más de trescientos ancianos y otros muchos del pueblo que habían peleado en otros lugares duramente contra los bárbaros, murieron en el mismo lugar casi a las puertas del templo. No pocos abipones murieron o fueron heridos. Un español cautivo de los guaraníes que creció luego como cautivo de los abipones se ofreció como otras veces para guía de esta expedición. ¡Ah! lo que yo he afirmado: los cristianos cautivos de los bárbaros son más perniciosos, que los mismos bárbaros. Francisco María Rasponi, sacerdote de nuestra Compañía y Párroco de la misión, apenas pudo salir del templo con las vestiduras sagradas, ¿con qué ánimo habrá contemplado los montones de cadáveres, las calles espumantes de sangre? ¿Quién podría explicar con palabras tales cosas? El mismo óptimo varón/26 me contó lo sucedido con tantas palabras como lágrimas, hecho que en seguida se divulgó por toda Paracuaria. Esta cruentísima lucha levantó los ánimos de los abipones y deprimió y postró los de los guaraníes. Rápidamente se repitieron las muertes de indios y los robos de ganado con mayor audacia y frecuencia en el predio y las adyacencias de la misión. Los ladrones tomaron en un día cuatro mil vacas y gran cantidad de caballos. Y no se te ocurra atribuirlo a la pereza o inercia de los Padres que regían la fundación. Nada omitieron de lo que parecía servir para la seguridad de los suyos. Cerraron las entradas y las defendieron con estacadas, colocando guardias provistos de fusiles. Cada día enviaron vigías a los caminos. Colocaron espías en lugares sospechosos. Pero todo esto, ¿para qué? Los que habían mandado para vigilar o espiar, tenían su modalidad; consideraron que todo estaba seguro cuando a lo mejor había un peligro muy cercano. Namaraichene: "estaremos seguros", decían, y se dormían cuando los apuraba el sueño. Y muchas veces sucedió que mientras deberían estar velando por la pública seguridad, los abipones los degollaron.
En la vecina misión de San Joaquín que contaba con cinco mil habitantes, el mismo día de la Inmaculada Concepción de la Virgen, llegaron los abipones, mientras el pueblo se hallaba reunido escuchando el sermón del sacerdote y a los que encontraron descansando en sus casas los llevaron en cautividad o los mataron; y robaron de un solo golpe varias centurias de caballos. Como se repitieran incursiones de este tipo/27 cruentísimas a la misma vista de la fundación, pasaron muy pocos días sin temores y rumores. Casi lo mismo sucedió durante muchos años a la populísima misión de Nuestra Señora de la Fe. El párroco de aquel lugar, Juan Bautista Marquiseti, la rodeó de fosos para detener a los bárbaros jinetes y compró muchos fusiles. Por un tiempo todo fue apaciguado; desde la misma fundación fueron enviados cuarenta indios soldados y casi otros tantos desde la de Santa Rosa para custodiar los predios; pero el cinco de febrero fueron muertos, salvándose unos pocos por la velocidad de sus caballos; por los cuales se supo que habían peleado durante un rato, pero que finalmente fueron oprimidos por la superioridad numérica de los bárbaros. En este día, ¡Ah, cuántos caballos y mulas arrebatados de ambos predios! Unos cuantos miles. Cierta vez los guaraníes transportaban en muchos carros de un español yerba paraguaya hasta las costas del Paraná; les habían puesto como defensor y moderador a un español nada perezoso armado con siete fusiles excelentes. Pero, rodeado por una turba de abipones que se le presentó, no pudo tomar los fusiles y fue muerto con casi todos los indios; fueron robadas también dos tropas de caballos y de vacas. Se encontraron en el campo cincuenta cadáveres. Me parece recordar estos incidentes como si hubieran sucedido hace poco, por cuanto yo he estado allí. Sería infinito si refiriera detalladamente todo lo que los guaraníes debieron tolerar por espacio de tantos años. El recuerdo de estos hechos cada vez que había una acción con los abipones les hacía pensar no tanto en llevar la muerte como en soportarla. El mismo temor de los guaraníes estimulaba la audacia, de los abipones para robar y tanta confianza/28 tenían en la victoria que, cuando se los llamaba a la guerra, preguntaban como los espartanos no cuántos guaraníes eran sino dónde estaban.
En vista del temor de los guaraníes y para seguridad de aquellas misiones, fueron conducidos algunos soldados españoles por consejo del Gobernador para que recorrieran los caminos, observaran los movimientos de los bárbaros y avisaran a los pobladores de la llegada de aquéllos. Pero la sagacidad de los abipones fue muy superior a la vigilancia de los jinetes españoles. Con la misma frecuencia, aunque con mayor astucia, repitieron sus ataques. Y como estos auxilios ofrecían poca utilidad y mucha incomodidad, ya que debían ser mantenidos con grandes erogaciones, se les permitió volver a sus casas. Parecía que los guaraníes no hallarían remedio a tan inveterados males, que no tendrían ayuda posible; deberían soportar la calamidad contra, la cual parecía no haber industria eficaz. Sin embargo, los bárbaros no siempre se fueron impunes después de sus desastres; no raramente pagaron con sus muertes las muertes ajenas. A veces, mientras preparaban el ataque fueron descubiertos y derrotados. Otras veces, perseguidos por los guaraníes, fueron alcanzados, pagaron sus males y les quitaron de las manos el botín. Oportunamente recuerdo al abipón Lamelraikin, que yo conocí. Era un hombre de la peor índole y más dañino que los demás; fue muerto miserablemente en los predios de San Joaquín, herido en el cuello por la flecha de un guaraní que lo perseguía, mientras huía en rapidísima carrera pegado a un carro. Con mayor frecuencia los guaraníes hubieran podido cantar el triunfo sobre los abipones si hubieran preferido vigilar antes que morir [dormir?]. Contra los bárbaros, como ya he recordado, la vigilancia es la mejor arma. Los abipones son temibles cuando se piensa que están lejos; pero no lo son cuando están cerca. Poco se atreven/29 contra los que encuentran preparados, máxime si los amenazan con fusiles; nada dejan de intentar cuando se saben temidos. Admirarás en lo que hayas ya leído, que los guaraníes en sus casas son como la liebre; pero cuando combaten en grupo en los campamentos reales, los historiadores dicen que son como leones contra los portugueses o los bárbaros. Nadie si no es demasiado ignorante, negará que es así. Cumplieron verdaderas hazañas en los campamentos reales, pero siempre dirigidos por jefes españoles. En su tierra, abandonados a sí mismos, cuando peleaban contra los bárbaros, poco podían hacer. Cada uno atacaba como podía, y así no cumplían la parte ni de un buen soldado ni de un buen jefe. Los miembros robustos sin la cabeza se debilitan. El inmortal Pedro de Cevallos, con quien combatieron muchos miles de guaraníes contra los portugueses, los ponderó en modo admirable ante Su Majestad Católica por su magnífico trabajo en los reiterados ataques a la Colonia portuguesa; y muchas otras veces otros jefes lo aprobaron también. Gómez Frepre de Andrada, gobernador portugués por muchos años del Brasil y principal gestor del traslado de las siete misiones uruguayas afirmó abiertayfrecuentemente que los guaraníes serían buenos soldados si fueran dirigidos por un buen jefe y que él los tomaría a su mando si estuvieran bajo su jurisdicción. El juicio de este hombre y su testimonio son de gran peso ya que éstos guaraníes, invadiendo con sus tropas los límites uruguayos y peleando duramente por su patria le dieron mucho trabajo; y hubieran tenido éxito si hubieran logrado un oficial europeo. Pero el soldado mejor, falto del mejor jefe, falla; como la/30 nave más fuerte sin timonel no llega a puerto. La espada con la que el jefe de los epirotas mató a mil turcos, arrojada por un brazo débil apenas tocó la uña del enemigo. ¿Acaso pueden esperarse milagros de valentía de un ejército de leones que tenga por guía, a un asno o a un ciervo?.
Fuente:
HISTORIA DE LOS ABIPONES - VOLUMEN III
Padre MARTÍN DOBRIZHOFFER,
Traducción de la Profesora CLARA VEDOYA DE GUILLÉN
UNIVERSIDAD NACIONAL DEL NORDESTE
FACULTAD DE HUMANIDADES
DEPARTAMENTO DE HISTORIA
RESISTENCIA (CHACO) - ARGENTINA, 1970