"LA INTRUSA"
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"LA INTRUSA" MAS ALLA DE BORGES
Ya habían venido al establecimiento algunas veces, pero cuando Cristián, el mayor, conoció a la Juliana, en seguida se la quiso llevar. Yo calculé que en una casa estaría mejor que aquí y cerré el trato. Le tenía aprecio a la muchacha; mi comadre Carmina me la había traído -Ahí te la dejo a la Juliana, me dijo, yo no tengo que darle. Ando enferma y no quiero que esté sola. Vos sabrás cuidarla y darle lo que más convenga.
Tenía los ojos rasgados, la piel lustrosa y un cuerpo que hacía temblar a los hombres. Era de pocas palabras y muy resuelta. Cuando le comuniqué lo que el gringo quería, nomás corrió por sus trapitos y se subió al caballo. Con lo que me dio por ella pagué los gastos del entierro, porque sólo unos días después me vinieron a avisar que la comadre había fallecido. De ella heredó la sonrisa pronta y el rosario de cuentas.
En el pueblo se andaba contando que los Nilsen o Nelson, o como se llamen esos hijos del diablo, los Colorados esos, compartían a la Juliana. La gente murmuraba, pero yo pensé que quizá la cosa no fuera tan mala para ella; acá serían muchos los que le dieran trato y al fin los Colorados eran dos nomás. Pero yo no advertí los otros lados del asunto.
No pasó mucho tiempo; una mañana yo estaba tranquila preparando una ropa cuando se me presentaron los dos a devolver a la Juliana. Yo no les pedí razones ni les inquirí; les entregué la plata que me habían dado, se la guardaron y se largaron en sus pingos.
La Juliana había adelgazado mucho, andaba como ida y no se daba con nadie. De la sonrisa y el lindo cuerpo poco quedaba. Yo quise pensar que se le pasaría y que la historia de los gringos había terminado, pero algo me decía que todavía faltaba. Le dí remedios para olvidar y un tónico para recuperarla, pero no levantaba cabeza. En eso estábamos cuando empezaron a venir a buscarla; cada uno por su lado, de tanto en tanto. Cuando cualquiera de ellos aparecía, a Juliana se le encendía la mirada, pero al irse se ponía otra vez tan triste y acabada que yo no me animaba a mandarla con otro cliente. No suelo tener esa clase de contemplaciones con ninguna, el negocio es el negocio, pero con Juliana era distinto. Ella no me lo pedía, claro, pero yo entendía su pensar y le quería dar gusto.
Las visitas se fueron haciendo frecuentes. Llegaban en todo momento, a caballo, en la carreta. -Voy de paso a Morón a entregar unos cueros, decía uno. -Vengo de dejar una tropa, decía el otro, como queriendo dar explicaciones.
Hasta que un día se encontraron. Cuando Cristián llegó en la carreta ya el oscuro de Eduardo estaba en el palenque. Abrió de golpe la puerta y recorrió el salón con la mirada; cuando se topó con la mía, le señalé al hermano que esperaba en un rincón. Se fue derecho hacia él con pasos rápidos, Eduardo se levantó, se quedaron viendo y cuando parecía que algo se iban a hacer, se sentaron los dos, bebieron sin hablar, después hablaron, siguieron bebiendo una copa tras otra, luego el menor se me arrimó y puso frente a mí una bolsa de cuero que parecía bien cargada y me dijo que habían decidido llevar de vuelta a la muchacha; yo rechacé de plano lo que me ofrecía y les hice notar que ahora eso era cosa de ella. No les fue difícil convencer a la Juliana. -Me voy, madrina, me dijo.
-Anda con Dios, m'hija, le dije, sabiendo que no era así. Y se la llevaron.
Pude haberlo impedido, pero no tenía caso, ella ya estaba entregada. Cuando una mujer se determina a seguir a un hombre no hay poder humano que la haga retroceder; para Juliana los motivos eran dobles. Nadie la podía atajar. Ella entrevió que iba a su perdición y así lo quiso, o más bien, aunque no lo quisiera, así tenía que ser. Le habían ganado la voluntad y toda su gracia. Ya no vivía más que para ese par de miserables. Ellos no pudieron soportar su ausencia pero yo pensé que tampoco a ella la podrían soportar. Como oveja al matadero ví que la subieron a la carreta, con la mirada perdida como si no fuera ya de este mundo. En ese momento se me figuró que la podían matar porque acaso esa fuera la única forma de terminar con aquello. Mucho procuré ahuyentar esa mala ocurrencia, pero mientras más trataba más fuerte era mi temor.
Unas semanas después de la partida pasó por aquí un arriero que quería pagar con un rosario. Al mostrarlo, reconocí en seguida el de mi ahijada; le pregunté de dónde lo había sacado. Contestó que lo había encontrado en una cañada junto a un montón de piedras. No era de balde que yo sospechaba. La mataron esos hijos de perra. Maldito el día en que aparecieron por estos pagos; malditos los de su raza. No entienden nuestra ley ni son de nuestra sangre. La Juliana los había sobrado a los dos. Ella los unía y los separaba. Estaban carcomidos por el ansia y los celos y ya no sabían qué hacer; ella les servía y ellos se servían (le. ella; no supieron hacerse caigo los cabrones. La mataron, pero ella hacía tiempo que ya no se pertenecía.
Esa misma noche se presentaron, con la poca vergüenza que les quedaba, traían los ojos azules cruzados de rojo, los párpados hinchados y torvo el gesto; yo me les acerqué, sin decir palabra, como preguntando. El menor, sin verme la cara, dijo: Se fue. El otro no dijo nada. El barro que manchaba sus botas era de la misma clase y color que el que tenía pegado el rosario. No les manifesté lo que sabía, sino que los dejé en la creencia de que me habían engañado. Esos gringos piensan que por acá todos somos burros; yo les habría de enseñar que conmigo no se juega. Pero todavía tuve que aguantar el que siguieran viniendo a ofender esta casa que nunca antes había sido tan humillada. Todavía toleré la infamia de recibirlos durante algunos meses; cada vez se veían más desesperados, como ánimas en pena; se quedaban tomando durante horas, después se encerraban, cada uno en una pieza, y al amanecer salían disparados como almas que lleva el diablo, uno después del otro, casi a un tiempo. Así fue hasta ese domingo de madrugada en que el menor de los Colorados, al salir de aquí, a menos de una legua, cruzando el vado, encontró el cuerpo del hermano, todavía caliente, recién caído del caballo.
Ni él ni nadie malició lo del veneno y aunque todo el mundo supo que aquí había pasado la noche, ninguno me criminó; la policía no vino a pesquisar ni a hacer interrogaciones. Nunca nadie dijo nada.
Dicen que Eduardo veló solo a su muerto toda la noche en el patio de su casa, porque ni los perros lo acompañaron y que desde lejos se oía que como aullidos eran sus lamentos. Ahora todas las tardes va al cementerio y hay ocasiones, cuando todo se silencia, que hasta aquí se escuchan los aullidos. Yo había pensado liquidarlos a los dos, para no fallarle a mi comadre, pero ahora estoy cambiando de idea: que ese otro se quede nomás con vida y se alargue su padecer, que vaya pagando de a poco lo que le hicieron a la Juliana.
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ALICIA TRUEBA DE MARTÍNEZ
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Fuente:
EDICIONES Y ARTE S.R.L.,
Asunción-Paraguay
1988 (136 páginas).
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