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ALICIA TRUEBA ARTEAGA DE MARTÍNEZ
  EL RETORNO (Cuento de ALICIA TRUEBA ARTEAGA DE MARTÍNEZ)


EL RETORNO (Cuento de ALICIA TRUEBA ARTEAGA DE MARTÍNEZ)
EL RETORNO
Cuento de
ALICIA TRUEBA ARTEAGA DE MARTÍNEZ
(ENLACE A DATOS BIOGRÁFICOS Y OBRAS
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EL RETORNO
-¡Severiana! ¡Severiana! -venían gritando los chiquillos, levantando con los pies el polvo colorado.
 
- ¡Regresó, Severiana, regresó!
 
-¿Qué dicen? ¿Quién regresó?, preguntó Severiana, dejando la masa de almidón con la que preparaba la magra cena.
 
-¡Tu marido! -contestaron a coro- ¡Tu marido! -repitieron los chicos- te está esperando en lo de Dionisio. ¡Apurate Severiana! -gritaron- y se fueron corriendo...
 
La mujer no contestó: se quedó mirando a través de los maizales como atontada por la noticia. Se enjuagó las manos en la vieja palangana y se secó sin darse cuenta, pensando sólo en lo que acababan de decirle.
 
Había deseado tanto ese momento, lo había esperado tanto, y ahora, que estaba acostumbrándose a la idea de que su marido hubiera muerto en la guerra, ahora que poco a poco había empezado a olvidarlo, que se sentía casi contenta trabajando duro con las otras mujeres, igualada a ellas en la misma desgracia, ahora, le decían que había vuelto. Una especie de vergüenza se apoderó de ella. Su marido era el único que había regresado, aún no sabía cómo, pero sabía que estaba allí, vivo, muy cerca ya de ella... "muy cerca" -pensó- "muy cerca". ¡Dios mío! ¿Qué iban a decir las vecinas? ¿Cómo serían sus rostros: de tristeza o de envidia? El privilegio la hacía sentirse incómoda. En un gesto maquinal levantó los brazos y se alisó el cabello. ¿Y si los chicos habían mentido? -pensó por un momento- cuando advirtió a Doña Martina: la anciana de noble rostro se acercó a ella con ademán generoso y le dijo simplemente
 
- ¡Vamos!
 
Ella la siguió con pasos largos, contenidos, lentos, mientras trataba de recordar los rasgos del marido. Habían pasado cuatro años desde que se despidieron aquel día que se fue con los otros. Su hijo menor había nacido unos días antes, ella lo tenía en su regazo cuando él la abrazó por última vez. Sí, después se inclinó para besar a la niña que ya empezaba a caminar.
 
En ese momento Severiana se dio cuenta de que no se le había ocurrido llevar a los hijos a conocer al padre; volvió el rostro buscándolos con los ojos: tan tranquilos jugaban con los otros niños sin reparar en lo que acababan de decirle. Qué habrán entendido los dos -se preguntaba- cuando le habían anunciado: "Regresó tu marido, Severiana"? No supo contestarse. Tampoco se atrevió a llamar a los chicos. No, no comprenderían, se dijo.
 
Al verla detenida mirando hacia atrás Doña Martina le gritó
 
- ¡Vamos Severiana!
 
Ella continuó la marcha. Parecía vieja también ella caminando detrás de Doña Martina.
 
"Tu marido, Severiana", se repetía mentalmente. ¿Por qué no se echaba a correr a encontrarlo? ¿Por qué le pesaban tanto los pies? El desconcierto la abatía. Todo le resultaba tan extraño.
 
Intentó nuevamente reconstruir los rasgos del marido pero sólo atinaba a imaginarlo completo, sin distinguir sus facciones. Lo veía junto a su madre la noche que fue a pedirle permiso para casarse con ella y más tarde, desnudo el torso vigoroso, construyendo la casita en la que aún ella vivía con sus hijos, y antes, cuando debajo del limonero, una tarde, le dijo que la quería.
 
Entre los troncos de los eucaliptos y sus recuerdos, Severiana pudo ver a sus amigas que la observaban pasar desde los humildes portales de sus casitas. No advirtió en ellas rastros de envidia o rencor; por el contrario, sintió que los ojos de todas la acompañaban con ternura y parecían darle ánimos sus sonrisas compasivas.
 
Dionisio, el viejo curandero, hablaba muy poco desde que perdió el oído. Su choza quedaba en la lomada que se levantaba al final de la ancha calle de tierra suelta bordeada de eucaliptos, a cuyos lados, diseminadas, se levantaban, casi idénticas, las casas de adobe y techos de paja habitadas ahora por las mujeres solas.
 
Ellas se habían habituado a ignorar al viejo como si su sordera lo hubiera privado también de otros sentidos. Cuando Dionisio pasaba cerca de un grupo de mujeres levantaba ligeramente una mano y, sin mirarlas, seguía su camino; ellas, apenas si movían la cabeza correspondiendo al saludo. Si se cruzaba con una sola, ninguno de los dos daba muestras del encuentro.
 
Severiana nunca había subido la loma; la rodeaba siempre para ir al río aunque así le resultara más largo el camino. Qué corto le había parecido ahora; no le había fatigado la subida a pesar de su andar lento y pesado. Doña Martina h esperaba ya de pie junto a la choza. Dos toscas muletas recargadas en la pared de troncos de palma hicieron estremecer a Severiana.
 
Vaciló por un momento y después avanzó. Sólo un paso le bastó para verlo. Sí, ahí estaba su marido: sentado frente a Dionisio daba sorbos al mate recién cebado. En el rostro que su memoria no había acertado a componer ella reconoció los de sus hijos.
 
Desvió la vista de la pierna que no tocaba el suelo y se arrodilló junto al hombre callado y ausente que la observaba. No advirtieron a Dionisio salir de la choza. El hombre pasó el brazo alrededor de los hombros de Severiana y ella apoyó levemente la cabeza en su pecho. Permanecieron así largo rato inmóviles y en silencio. Ella no podía dejar de pensar en las otras mujeres. De pronto se encontró ridícula en esa posición, sintió que su marido se había quedado lejos, que no era igual que antes, que ese hombre ya no le pertenecía.
 
El dejó caer el brazo y retomó la guampa que había dejado en el piso cuando la vio" aparecer. Mecánicamente ella tomó la pava que ardía en el brasero, y llenó con agua hirviendo el rústico vaso de cuerno con la yerba macerada. Puso de nuevo la pava en el brasero y se quedó parada frente al hombre taciturno y canoso, tan distinto al joven alegre que había partido hacía unos años, y pensó que verdaderamente la guerra le había arrebatado a su marido.
 
El absorbió el líquido chupando la bombilla y sintió lejana, ahí enfrente, con su ropa ligera, las manos juntas y la vista baja, a la delgada mujer morena que en otro tiempo había sido la suya.
 
Ella retrocedió haciendo un ademán incierto y abandonó la choza. El vió los pies descalzos alejarse seguros. Erguida y serena la vieron las vecinas de regreso a su casa. Sólo la vieja, que ahora la seguía, creyó oír ahogados sollozos de Severiana.
 
No volvió el marido a vivir con ella; sólo de cuando en cuando la visitaba, al igual que a las otras.
 
Todos los días, al oscurecer, apoyado en sus muletas el hombre descendía la loma. Ella, tras los postigos entornados de su ventanita, contemplaba la figura claudicante hasta que se perdía entre los eucaliptos. Cuando la figura se ocultaba a su vista, ella podía oír el paso irregular; a medida que el ruido se hacía más claro, el corazón le latía con mayor fuerza; se apaciguaba después cuando se iba perdiendo. Algunas veces el ruido del paso desigual se iba haciendo más nítido hasta que el último era seguido por un ligero, discreto golpe de muleta contra su puerta.
 
Ella lo recibía con mansedumbre.
 
En las caritas tiernas que iban apareciendo en las casas de sus vecinas Severiana reconocía, con dolor, pero sin recelo, los rasgos del que había sido su marido.
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ALICIA TRUEBA DE MARTÍNEZ
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TALLER CUENTO BREVE
Dirección:
Talleres Gráficos
EDICIONES Y ARTE S.R.L.,
Asunción-Paraguay
1988 (136 páginas).
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