LA MUERTE ANTICIPADA
LA MUERTE ANTICIPADA
A HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
La historia que voy a relatar, ocurrió hace mucho tiempo, en un lugar del campo que hoy se encuentra bastante más poblado. Muchos recuerdan aún el episodio que tuvo por protagonistas a dos hacendados lugareños; otros, los más jóvenes, solamente lo conocen de haberlo oído contar alguna vez a sus mayores.
Con el correr del tiempo, las versiones fueron teniendo variantes y cada uno repite el cuento como mejor le parece. Lo único que nadie podrá cambiar, es el desenlace de aquel drama que ahora me permito narrar
La estancia "La Inmaculada", de don Teófilo Flores, era la más próxima a "La Santísima", de don Eustaquio Núñez. Por lo tanto, era lógico que ambos estancieros fueran amigos. Esa amistad se había estrechado aún más cuando los convirtió en compadres el bautizo de uno de los hijos de don Eustaquio.
En los remates de hacienda se los solía ver juntos; fornido y majestuoso don Teófilo, delgado y desgarbado don Eustaquio. Jamás pujaban por el mismo animal. A tanto había llegado la amistad de ambos, que don Teófilo consintió en prestarle a su vecino un toro semental, campeón de su raza, prueba irrefutable de estima entre hombres de campo.
La gente de los alrededores sabía que casi todas las noches de fin de semana, el uno estaba en la casa del otro, alternando el papel de invitado o anfitrión, y que jugaban interminables partidas de ajedrez.
Don Teófilo fue quien enseñó a jugar a don Eustaquio. Al comienzo era él siempre el vencedor, porque el discípulo, a veces imprudente, se dejaba tentar por una pieza aparentemente indefensa. En muchas ocasiones, un caballo que venía del flanco, cobraba caro la osadía del atacante.
-El ajedrez es un juego de paciencia, compadre -decía don Teófilo. Pero tan buen maestro fue, como perseverante y obstinado, Don Eustaquio, que al poco tiempo, éste, con frecuencia, ganaba la partida.
-Jaque, compadre-.
Y don Teófilo intentaba algunos movimientos más, hasta que su adversario virtualmente lo acorralaba y con verdadera fruición paladeaba la última palabra:
-¡Mate!
La estancia de don Eustaquio no era mucho más modesta que la de su vecino y ésto era meritorio si se consideraba que él era relativamente nuevo en la ganadería y no como don Teófilo, quien había heredado el establecimiento de su padre
Don Eustaquio había comenzado veintitantos años atrás, como capataz de un hombre de la ciudad que tenía el campo como pasatiempo. El infortunado murió tras un oscuro entrevero de abigeato, una de las pocas veces que vino a ocuparse de la estancia. El balazo que le entró por un pulmón, le salió por el corazón.
Don Eustaquio solía recordar con cariño a aquel primer patrón, y a sus deudos, que fueron generosos con él, que había sido el hombre de confianza del finado. Y así comenzó su hacienda.
Don Teófilo lo admiraba, porque habiendo empezado de abajo, de la nada, era ahora un fuerte ganadero.
-Somos los únicos honrados, compadre -le decía, cuando comentaban la ola de abigeatos y contrabandos que azotaba la región.
Lo curioso era que los cuatreros no los atacaban y ambas estancias sólo eran víctimas de algún robo esporádico de menor cuantía.
-Es por los nombres de nuestras estancias que nos respetan -decía risueño don Teófilo-. Nadie se atreve a robar a la Virgen María.
"Pero cuando las cosas van a suceder, suceden", dijeron después los peones.
Y ésto fue lo que sucedió:
Un mensajero desorientado cayó un día por "La Inmaculada" con una esquela que en realidad era para el capataz de "La Santísima". Al comienzo, don Teófilo no entendía nada, pero luego lo comprendió todo. O así al menos lo creyó entonces.
Del mensaje pudo deducir que algo iba a ocurrir esa noche en la estancia "La Tranquera" y que requerían la ayuda del capataz de su compadre.
¡De modo que el capataz de su amigo era cómplice de los cuatreros! ¡Y se enteraba justito ahora, que don Eustaquio había ido a la capital a comprar vacunas!.
Entonces urdió un plan.
Volvió a entregar el mensaje al peoncito indicándole el camino para el que debía rumbear.
-Y no cuentes a nadie que te equivocaste, muchacho, porque te puede costar caro.
No había tiempo que perder. Ordenó que le ensillaran su caballo, se armó de un buen rifle y pidió a su capataz Climaco que lo acompañara. Se dirigieron a la delegación de Gobierno. Contó lo descubierto al comisario y se ofreció a ser de la partida.
-Debemos sorprenderlos "in fraganti" -dijo. Mi capataz y yo serviremos de testigos-.
-Mire que puede ser peligroso, don Flores.
-No se preocupe, comisario. Todos saben que tengo muy buena puntería.
Los soldados y los oficiales fueron en una vieja camioneta. Don Teófilo prefirió seguir a caballo junto a su capataz.
La noche era oscura. El camino que tomaron para no ser vistos, era escabroso. Un viento frío les atravesaba el poncho y les calaba los huesos.
Llegaron por fin hasta los matorrales de "La Tranquera". Un grupo de hombres, no muy numeroso, al amparo de las sombras, había cortado los alambres y sacaba animales tan silenciosamente como podía.
La voz de la autoridad quebró el silencio:
-¡Alto!. Están rodeados. ¡Tiren las armas y no les pasará nada!.
Algunos hombres corrieron; se oyeron tiros de fusil multiplicados por el eco de los cerros cercanos. Un jinete quiso huir; don Teófilo le salió al paso con riesgo de su vida.
Pero mejor no lo hubiera hecho. Antes querría haber quedado ciego que haber visto allí, a su compadre en persona.
Cuando le pusieron las esposas, Eustaquio miró con odio a don Teófilo y le espetó:
-A usted yo siempre lo respeté. ¿Por qué se metió conmigo?. ¡Ya se arrepentirá!.
Desde esa noche, don Teófilo ya no tuvo paz. Terribles conflictos de conciencia lo perturbaban. Por momentos se preguntaba si de haber sabido que su amigo era un bandido, lo habría denunciado igual. Pero se daba cuenta que en caso de encubrirlo, se hubiera convertido en su cómplice.
¿Era más fuerte su honestidad o su lealtad? Por momentos se sentía indigno de su amigo, que a su manera había sido siempre fiel a su amistad.
Angustiado, recordaba entonces la amenaza con que Eustaquio se había despedido y no podía dejar de relacionar la muerte de aquel primer patrón, con el episodio de esa, noche desafortunada.
"Si es un asesino y un ladrón he cumplido cnn mi deber", se decía.
Pero no por eso hallaba consuelo. Terribles pesadillas lo atormentaban. Creía estar padeciendo el infierno, pero no sabía él, entonces, que eso sólo era el purgatorio.
A los diez meses - lenta es la ley - Eustaquio Núñez salió en libertad por "falta de pruebas". No fue posible demostrar que las antiguas fechorías se relacionaran con él. En cuanto al delito de aquella noche en la estancia "La Tranquera", no se había consumado y todo se basaba en la denuncia de don Teófilo y su capataz, que al fin de cuentas, también se hallaban en el lugar del hecho.
Lo cierto es que ahora, con Eustaquio suelto, don Teófilo tenía otro motivo de preocupación: esperaba la venganza.
Y empezaron a ocurrir cosas extrañas. Al principio parecían hechos aislados, inconexos. Pero estaba seguro don Teófilo, que nada era fortuito.
Una mañana cuando iba a ponerse las botas, por pura casualidad se le ocurrió sacudirlas primero; del interior de una de ellas cayó una enorme tarántula.
En la estancia, en rueda de mate, el hecho fue comentado como un episodio frecuente y se contaron decenas de casos ocurridos, inclusive hasta con una víbora.
Pero para el patrón, que vivía preocupado, fue un toque de alarma.
La confirmación de sus temores llegó muy pronto. Climaco, su capataz, fue muerto en un montecito, tras una noche de fiesta. Nunca se supo si fue antes o después de la puñalada cuando le cortaron la lengua.
Muy bien sabía don Teófilo que él sería el próximo. Pero no había de venir tan pronto el desenlace. El sádico asesino - si era verdad lo que imaginaba don Teófilo - se deleitaba en jugar una macabra partida, de ajedrez.
El primer paso que dió don Teófilo, fue mandar a su esposa a la capital. No quería exponerla a riesgos.
Contrariamente a lo que se hubiera podido esperar de un hombre de su carácter, empezó a replegarse en sí mismo y adoptar una actitud meramente defensiva. Se volvió taciturno y huraño. Sabía que su antiguo amigo conocía sus costumbres y movimientos y se volvió desconfiado.
Cambió de lugar los muebles del dormitorio, puso la cama en lugar visible desde la galería, pero él dormía en otra pieza y con un revólver bajo la almohada.
Comía poco y mal. A horas desacostumbradas se hacía traer un plato de la comida de los peones, pero hacía servir la mesa en el gran comedor.
La silla cabecera de alto respaldar que siempre ocupó don Teófilo a espaldas de la ventana, permanecía vacía, pero la cocinera debía cumplir el ritual de traer y llevar fuentes delante de ella.
Una mañana mientras tomaba su primer mate, le trajeron la noticia de que el toro campeón había amanecido muerto, desangrado por degollación. Igual suerte corrió su caballo de silla, el alazán preferido.
Mucho dolían estas pérdidas a don Teófilo, pero ya ni valla la pena denunciarlas. Se limitó a encargar a los peones que pusieran algunas trampas para zorros en los alrededores de los corrales así como candados en los galpones. Aunque él sabía que todo eso era inútil. Don Teófilo se sentía cada vez peor. Sus tormentos habían empezado a obsesionarlo. Escuchaba los ruidos nocturnos en sus largas vigilias y todo lo sobresaltaba. Una rama mecida por el viento golpeando las ventanas, un galopar lejano o un silbido cortando el silencio, eran suficiente para ponerlo en guardia, esperando el impacto de la bala que le estaba destinada.
Ni siquiera la ahora constante presencia de su perro guardián lo tranquilizaba, porque bien sabía don Teófilo que al que debía venir, no le iba a ladrar el perro.
Una noche, uno de los establos ardió en llamas. Don Teófilo a la par que los peones combatió el fuego. Pensó que el incendio era un ardid para hacerlo salir de su refugio, pero igual salió, con la certidumbre de que en medio de la confusión, recibiría el balazo final. Mas no fue así. Cuando la primera luz del alba alumbró los restos humeantes del establo, murmuró:
-Ha llegado a la torre. Pero nadie lo entendió.
Ya había pasado casi un año desde que Eustaquio había vuelto a su estancia. Ahora era asiduo parroquiano del único almacén de las inmediaciones. Pasaba allí muchas noches, fanfarroneando sobre su amistad con las autoridades. Se había vuelto bebedor y pendenciero. Siempre llevaba pistola al cinto y le gustaba mostrarla.
En su presencia, pocas veces se nombraba a Don Teófilo, pero cuando alguien lo mentaba, Eustaquio cambiaba de semblante y maldecía:
-Ahora me quiere matar, el maldito. ¡Ya va a encontrar su castigo ese Hijo del Diablo!
Estos y otros rumores llegaban hasta Don Teófilo.
El buen hombre, envejecido por los remordimientos y por el suplicio de morir a cada instante, decidió que debía poner fin a esa agonía.
Una noche, después que el mayordomo y su mujer se acostaron, ensilló su caballo y salió de la estancia. La camisa blanca, elegida con tanto cuidado, se destacaba bajo la luna llena.
Luego de andar un rato largo sin rumbo fijo, se dirigió a la cantina del pueblo.
Dejó su caballo atado al palenque y le dió unas palmadas amistosas al animal.
Con paso firme, entró al bar. Todos callaron. En el silencio expectante se oían tintinear sus espuelas de plata.
Buscó con la vista a su victimario y cuando lo halló, se puso delante de él y le gritó:
-¡Aquí me tiene, bandido! ¡Máteme de una vez, de frente!.
Pero Eustaquio sonreía socarronamente y aunque nervioso, dijo con estudiada calma:
-Tranquilo, viejo.
Entonces don Teófilo comprendió: comprendió que él debía buscar su propia muerte, la última, la definitiva. Desenfundó su revólver e increpó.
-¡Cara a cara, si es valiente!
Se oyeron dos disparos. El de Eustaquio dió en el pecho del retador. El de don Teófilo, curiosamente, pegó en una viga del techo.
DIRMA PARDO DE CARUGATI
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Fuente :
TALLER CUENTO BREVE
Imprenta-Editorial
Casa América,
Asunción-Paraguay1985 (172 páginas).
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