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EMI KASAMATSU
  UNA PEQUEÑA HISTORIA DE AMOR (Cuento de EMI KASAMATSU)


UNA PEQUEÑA HISTORIA DE AMOR (Cuento de EMI KASAMATSU)
UNA PEQUEÑA HISTORIA DE AMOR

Cuento de EMI KASAMATSU DE ENCISO

 
 
 
 

UNA PEQUEÑA HISTORIA DE AMOR
Las tenues lluvias de primavera empezaron a caer, mojando gradualmente el asfalto de la Avenida de los Cerezos que, en ese momento, estaban en plena floración; se dice que sus flores son más hermosas cuando sus pétalos están humedecidos.
 
Y, en medio de esas hileras de flores, de un color rosa tan pálido y delicado que bordean las aguas profundas del canal del Palacio, iba el nuevo Jefe de Misión de un país muy lejano, en carruaje imperial, tirado por cuatro briosos corceles negros. Vestido de rigurosa etiqueta conforme al protocolo más exigente del mundo.
 
Era el día de la presentación de sus cartas credenciales al Emperador de un país milenario. En él se reflejaba el orgullo y el heroísmo del país por él representado. Corría en sus venas la sangre criolla y la hidalguía de los caballeros galos, lo que le daba distinción y altivez.
 
Sumire se aferraba fuertemente a la pequeña mano de su hijo, mientras observaba partir a su esposo. Un coche de la Guardia Imperial con luces intermitentes iba abriendo paso entre el tráfico de una importante avenida. Lo moderno y lo tradicional contrastaban nítidamente en esa ciudad en que reinaban misticismo y orden. El ruido de motores y el rítmico sonido de las herraduras se iban desvaneciendo entre los altos muros de piedra del Palacio Imperial.
 
Las lágrimas empezaron a brotar, deslizándose por el delicado rostro de Sumire. ¡Cuántos recuerdos asomaron en ese momento! Hacía escasamente 10 años que había contraído matrimonio y estaba viviendo la culminación de sus sueños.
 
En aquel tiempo en que el candor y las ilusiones empezaban a exaltarla, su esposo le había dicho: -Algún día, Sumire, te llevaré con honor al país de tus antepasados. Voy a ser Embajador. . .
 
Era un día de otoño de 1962.
 
Su imaginación empezó a extender sus alas hacia ese lugar tan lejano, tejiendo los relatos que le habían contado sus padres. Don Kenji Matsukasa, su padre, había sido el fundador de la primera colonia de los orientales en el país donde ella había nacido, trasladando fielmente su formación y disciplina rigurosa y de honor de la época Meiji a las nacientes colonias y a su hogar y dedicando gran parte de su vida a la colonización y al servicio de las armoniosas relaciones entre ambos países.
 
Recordó aquella tarde en que él llamó a las puertas de su casa. Era un invierto tan benévolo que se poda admirar la belleza de las achiras de varios colores de exuberantes hojas que crecían buscando el calor del sol. Fue como una saeta invisible que penetró sutilmente en el corazón de Sumire.
 
Su madre preocupada le decía:
 
-Que tus relaciones con ese hombre sean solamente de amigos, no trates de crearnos una situación desagradable.
 
¿Cómo podría ella anular ese sentimiento que estaba dentro de ella, sin quebrantar los lazos de tradición y afecto de su pequeña familia?
 
Sin embargo, ninguna fuerza extraña podría cortar ya de raíces ese cariño, que como un árbol iba creciendo y estirando sus ramas.
 
¡Cuántas dificultades tuvieron que sufrir!, como las fuertes lluvias, el frío, los sofocantes calores y los vientos huracanados, pero el árbol subsistió, con más vigor y esperanza de florecer en la próxima primavera. Las objeciones de los padres continuaban porque en ellos se confrontaban las diferencias de raza, costumbres, tradiciones. Los padres de Sumire se oponían a que ella, criada a la manera de la temprana época de este siglo, uniera su vida a un hombre en todo diferente.
 
El había crecido humildemente, ganándose la vida desde muy temprana edad, trabajando de día y estudiando por la noche. Su fe y ambición ayudadas por un pariente, prominente político, le abrieron las puertas de un futuro brillante.
 
Ese duro batallar en la vida marcó su carácter con rasgos muy definidos y enérgicos.
 
Había también una marcada diferencia entre ellos, en el aspecto espiritual y en el material. El pertenecía a una sociedad igualitaria; ella, a una sociedad tradicionalista, estratificada y formalista. Ella era de una sensibilidad exquisita y él de carácter fuerte y autoritario.
 
"Los seres humanos no son problemas que se pueden resolver, sino un misterio para ser revelado", decía el monje budista, amigo de la familia. La oposición se iba acentuando cada vez más, basada en los estrictos principios de obediencia y honor del clan. El tiempo pasó sin solución alguna para ambos. Un día, su madre la llevó a un país vecino para que pudiera abrir nuevos horizontes en su vida, pero era muy lejana la posibilidad de dejar atrás todo aquello que ya se convertía en obsesión: su felicidad o la de su familia. Durante la ausencia de ella, las relaciones de él con la familia de Sumire volvieron a ser cordiales.
 
El padrino de él, don Abraham, le dijo paternalmente:
 
-Ve a buscarla, si esa es tu felicidad.
 
La Navidad es siempre sazón de paz y amor para todos los cristianos que habitan esta tierra. Días después de su regreso a su país natal, Sumire fue a misa en la Iglesia del Sagrado Corazón. El, que estaba esperándola en el fondo de la Iglesia, se le acercó y le dijo:
 
-Esta puede ser nuestra última y única oportunidad: vámonos.
 
Ante esta súbita propuesta, pidió a Dios que la iluminara:
 
-Oh, Dios...¿qué puedo hacer?... Mi felicidad o la voluntad de mi familia? Y el Todopoderoso pareció decir:
 
-Vé con él y sé feliz.
 
Pasaron dos Navidades antes que los Matsukasa perdonaran a la pareja.
 
Las dificultades que tuvieron fueron ardua prueba para sobrellevar las diferentes olas de inseguridad que comúnmente golpean la vida de los esposos. A través de los años, los problemas y las felicidades han dado a luz una amalgama de dos razas en una nueva vida, que es el mejor regalo que Dios les deparó. Esa carita occidental reflejaba fuertemente el espíritu del Oriente, quizás la disciplina de los Meijis.
 
Las lágrimas humedecieron su vestido color púrpura y cayeron tímidamente al suelo.
 
Ella había tenido un sueño cuando niña y ahora se cumplía su sueño como mujer, porque era la primera Embajadora de ojos orientales en el país de los cerezos, orgullosa de representar al país que la vio nacer.
 
Quizás el futuro les depare aún muchas dificultades, pero la realidad que estaban viviendo sería la fuerza para seguir un largo camino, juntos.
 
 

Fuente:


Dirección: HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ

Asunción – Paraguay 1984 (139 páginas).
 
 
 
 


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