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JOSÉ LUIS APPLEYARD (+)
  CUANDO LLEGA TU AUSENCIA (Poesías de JOSÉ-LUIS APPLEYARD)


CUANDO LLEGA TU AUSENCIA (Poesías de JOSÉ-LUIS APPLEYARD)
CUANDO LLEGA TU AUSENCIA

 
 

CUANDO LLEGA TU AUSENCIA

Cuando llega tu ausencia
en cada Jueves Santo,
cuanto Te espero en vano,
cuando atalayo
desde el tiempo dolido de mi vida
la especiosa presencia de Tu nombre;
cuando ya has dado todo,
la sangre y la simiente,
y el tiempo se me ha vuelto
esa unidad perfecta del círculo infinito;
cuando desde mis labios surge la sed de Tu Vino
y de mi corazón la avidez de Tu Pan;
cuando ya nada queda por ser dicho
porque por fin Tu nombre es cuerpo y sangre,
porque por fin, Amado Mío,
te has entregado para siempre en mí;
entonces yo comprendo la dimensión estéril de mi nada
ante la más completa dación de Amor Divino,
y en la Cena Final, Tú me recuerdas
el polvo sideral del que has venido
para ser luz en Luz de Tu palabra
y verbo por Amor y redimido.

 
Cuando llega tu ausencia,
cuando siento como nunca el dolor de haber amado
porque el precio de amor es tan terrible
que ha aniquilado todos mis sentidos;
cuando llega la noche de Tu entrega,
cuando llega el momento de Tu huerto,
cuando Tu humana proyección se funde
al calor del amor
y Amor Divino
con llamarada llena Tu presencia;
cuando ya mueres sin morir y entregas
Tu Pan, mi corazón,
Vino, mi sangre;
cuando todo ya está porque ha pasado;
entonces, oh Innombráble, me deshago
y torno al polvo estéril
y soy hombre
y como arena del desierto tiemblo
al sentir Tu simiente fecundarme
y vuelvo a ser en mi
y entonces digo:
Señor, mi corazón, si Te me has dado
es porque polvo, arena, tierra, yo, mi nada
somos lo azul y eterno en Tu mirada.


 
TU SOLEDAD, LA MIA

Desde la burda altura de esa cruz
formada por maderos
mira Tu soledad. Está es la mía.
Allí donde Tu muerte espera su momento
y desde donde miras
está el principio del silencio,
está la angustia original,
la desasida dimensión del tiempo.
Y allí te quiero.
Allí mi corazón se vuelve tuyo
y el alarido del lanzazo torna
a perforar la carne de mi carne
y a manar como lágrima de hielo
y a ser nuevo milagro de tu sangre.

 
Desde esa soledad ya sin medida,
entre un cielo preñado de tormentas
y una tierra reseca,
suspendida, como un trozo de carne declinante,
está Tu Cuerpo.
Y en mi dolor ardido,
está la Forma que quisiste darme.
Un cadáver de Hombre, un odioso cadáver que es el mío,
una tremenda muerte,
una agorera ausencia,
un cansancio de piedra,
una burla siniestra
y la Palabra muda, envuelta en el sudario
y silenciosa
y nadie que comprenda Tu misterio,
ni el Centurión Cegado,
ni el Discípulo Puro
ni la Dolida Madre.
Sólo yo lo comprendo,
porque soy el cadáver de ese cuerpo
y su negruzca y coagulada sangre.

 
Allí te quiero, Dios, así, patibulario,
allí te encuentro en mí,
allí te temo.

 
Allí sé que el amor no es la sonrisa
ni la fresca ventura de las horas
sino el dolor sin fondo del que nace,
por fin, ese otro Amor, que está en nosotros,
en Tu muerte de Dios, de pobre reo,
en Tus llagas que afrentan la alegría,
en Tu sien dolorosa,
en Tu mirada,
eterna y por la muerte transformada.

 
Allí, Tu soledad,
Señor, la mía.
Allí la fuerza inerme que me lleva;
y nuevamente en viernes de agonía,
soy Tu dolor que en Hombre se transforma,
y soy testigo solo que se yergue,
y sabe que Tu Amor es Cruz, no llanto
de Niño enternecido de Pesebres.


 
SEÑOR, HASTA MI INFIERNO

Ha llegado la muerte  Está la Muerte.
Bajo la piedra el Cuerpo es la materia muerta.
Ya ha pasado el proceso. Ya han matado la forma,
solo la Muerte vela, bajo la dura piedra.
Sábado de tristeza, de ausencia, de ignominia.
Junto a la piedra lloro la muerte de ese Reo.
Convulso dejo el llanto sobre la piedra y muero
también con esa muerte de silencioso hielo.

 
Pero la forma es cuerpo,
polvo perecedero.
Y el espíritu rompe sus límites de tiempo
y en su terrible abismo se sumerge
y desciende
veloz a los infiernos.
Desciendes hacia mí,
desciendes a mi nada.
Con la mirada obsesa desciendes a mis muertos.
Oh Dios estremecido de Amor, Divino Orfeo,
abraza el abrazante delirio de mi fuego.
Desciende a los infiernos
del hombre y la fatiga,
desciende a los infiernos colmados de injusticias,
desciende a la pobreza y al maltrato masivo,
desciende hasta tu tierra,
doloroso Judío.

 
Cuando tu Cuerpo ha Muerto
recuerdas el infierno,
el que nos quema el alma con furia cotidiana,
el que rompe los huesos de los niños hambrientos
y enriquece los vientres
henchidos de codicia.

 
Recuerdas el Infierno.
Recuerdas lo que somos.
Recuerda la penuria de los que son mandados
en rebaños oscuros de pálida obediencia.

 
Recuerda a tus mortales,
desciende sobre ellos
y borra con tu diestra
el cáncer de los siete
pecados capitales.

 
Y el sábado más triste de todas las edades
es cripta de silencio sobre la piedra extraña.
La cruz es un madero vacío y desbordado
del cuerpo que le diera
eternidad y gracia.
Qué silencioso Sábado de Muerte es este día.
El Cuerpo, bajo piedra, deleznable materia,
y el espíritu hendiendo las entrañas del tiempo
para besar el polvo doliente de los muertos.

 
Un Dios en los infiernos.
Un Dios entre nosotros.
Y el Amor como antorcha de delicioso fuego
es la materia única y es la esencia del Todo.
Solo un Dios embriagado de divina locura
puede hacer lo que has hecho,
oscuro nazareno.
Y el sábado se impregna de luces, a destiempo,
porque por fin llegaste, Señor,
hasta mi infierno.


 
DOMINGO DE REGRESO

La muerte tiene significado y fuerza
cuando deshoja el alma y pudre la materia
y entonces es camino que hiende los misterios
y es el anuncio oscuro y el lacerante fuego
para reatar la vida.

 
Así cuando la espada flamígera del ángel
rompió en la madrugada los sellos y la piedra
por fin, desde el Pecado, te hiciste testimonio
y tus llagas marcadas de claudicante reo
adquirieron la fuerza de la Antorcha Encendida
y fuiste en la mañana el verbo Resurrecto.

 
Ay, que tibia alegría, qué anhelado contento,
qué regreso esperado, qué amor por fin saciado,
qué entrega manifiesta, qué delicioso beso
el del Domingo intenso.

 
Y todos los cadáveres que pueblan nuestra tierra,
los millones de muertos que exhiben sus heridas,
los hombres que a diario matamos y morimos
los que con nuestra frente humilladas de orgullo
hablamos de la vida sin saber que hemos muerto
levantamos de pronto la loza funeraria
y cual Lázaros llenos de esperanzas y anhelos
o Tomases incrédulos
comprobamos que es cierto.

 
Después de estos tres días en que lloro tu ausencia
caigo por fin rendido a tus pies, Nazareno,
y sin otra palabra que mis lágrimas, creo,
y sé que la Escritura ha dicho su palabra
porque has llegado a mi desde todos mis muertos.
Sólo resta el silencio y el abrazar callado
tus pies que me han devuelto
la Forma de tu Cuerpo.

 
Y nada más. Que la intensa alegría
sella el labio y asume su sonrisa con lágrimas
el Domingo es un canto y la Cruz el misterio
que proclama a los hombres que sólo por la muerte
se llega Basta el Regreso.


 
SEÑOR, LLEGA TU TIEMPO

Señor, llega tu tiempo y esta vez has querido
que tenga ajena el alma y el amor prometido
ha llegado hasta mi con la fuerza esperada
que enciende su perfil en cada madrugada.

 
He venido por fin, y quiero agradecerte
ese don que me has dado, precursor de la muerte.

 
Me has hecho conocer la moneda del Templo
y avaro soy de ella cuanto más la contemplo;
avaro de minutos que marcan su presencia
y pródigo de horas enmarcadas de ausencia.

 
Si amor es plenitud, Tú me lo has dado todo
y tiemblo de temores, si siguiendo tu modo
me lo arrancas y matas
lo que me diste hoy y mañana arrebatas.

 
Perdóname, Señor, pero es que quiero tanto
lo que Tú me otorgaste y es hoy gozo y quebranto
que te ruego, intranquilo, porque la ofrenda es grande,
que no hagas que el camino de dicha lo desande.

 
Dame ese hueco tibio de Tu mano serena
y hazme rústico albergue tuyo en la Nochebuena.
Y desde entonces Tú, Señor, por el bien que me has dado
tendrás no solamente a Tu humilde criado
sino a mi corazón completo y rebosante
tendido hacia tu amor de llamas, como amante.
 .
Enlace:

 
Poesías de
 
 
Libro Paraguayo del mes.
 
Año 1 – Nº 9 – Junio 1981,
 
Ilustraciones: ADOLFO DÍAZ
 
Ediciones NAPA,
 
Asunción-Paraguay, 1981 – 142 páginas.
 
 
 
 
 
 

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