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ELVIO ROMERO (+)
  EL POETA Y SUS ENCRUCIJADAS - Ensayo de ELVIO ROMERO


EL POETA Y SUS ENCRUCIJADAS - Ensayo de ELVIO ROMERO
EL POETA Y SUS ENCRUCIJADAS
 
Ensayo de ELVIO ROMERO
 
 
 
 
Habrá que imaginar a una persona, a un simple mortal, renovando el mito creador de la especie, sobre un papel en blanco, tratando de aprehender allí la espiritualidad de las cosas, el bullente empuje de sus ensoñaciones que serán sometidas a revisión, hasta que queden fijadas en ese blanco cuadrilátero en donde se juega todo su destino. Allí comienza y termina su faena, su nacimiento y su agonía; de su esfuerzo y su pasión dependerán su triunfo o su derrota. Se le ha dado esa vocación de un modo enigmático, porque mientras miles de otros seres traman su itinerario vital con una posesión práctica de las cosas materiales, él va a fiar su suerte, su vida entera, a los resultados alógicos de su imaginación. Hay un escalofriante misterio en el origen de esa vocación, ya que es inexplicable todavía cómo se engendra y cómo perdura a través de toda una existencia, sin que pueda torcerla evento alguno. Ni el castigo de la pobreza, ni su exclusión de los círculos áulicos de una sociedad utilitaria, ni el rechazo que se levanta a su alrededor, ni las catástrofes de la negatividad que lo censuran, consiguen amilanarle y hacerle renunciar a esa música interior que lo exalta y tiraniza.
 
Es un oficio -si así puede llamarse- extraño el suyo, enteramente ajeno a la comprensión del hombre corriente, ya que vivirá en perpetuo asombro en pos de lo desconocido, de una palabra, de un sonido que mitigue la desesperación de su búsqueda. Descubre, diariamente, un nuevo mundo. Parado en una calle, empujado por los transeúntes, o en un recoleto sitio que escogió para meditar, o en el bullicio de los bares, o en un rincón donde los rumores no le alcanzan, en mitad de la noche o de las madrugadas, un impulso incomprensible y súbito lo arroja al vértigo de la creación, en un obnubilado y ciego arrebato que termina despedazando su razón y su equilibrio. Y así, entre la inmovilidad y la acción, transcurre la existencia de esa criatura escogida por el candor, para dar de beber a su prójimo las aguas inusuales del estremecimiento.
 
Un universo mágico todos los días, ése es su afán. Y en ese afán consumirá sus energías todas, porque quien esté alcanzado de veras por ese rayo impreciso que soliviante su alma, estará quemado para siempre. Ningún consejo, ninguna insinuación servirá nunca, nunca y a nadie, para hacerle desistir de ese camino. Recordemos que Rubén Darío, a quien se le requirió un consejo en ese sentido, respondió, tranquilo y lúcido: "Yo no aconsejo nada. Aquel que lleva su fuego en el pecho, que soporte la quemadura". Soportar la quemadura. Ni más ni menos. En el firmamento de la hoja en blanco se librará su jornada; el fin del mundo está allí, más allá de los mapas, donde el océano se vuelca en un infinito universo hirviente. Como los Argonautas, se arrojará a un fantástico viaje, riesgoso y lleno de amenazas, a una región de abismos y tormentas, donde hay pájaros radiantes y cetáceos fosfóricos, islas y prodigios, y además, por sobre todas las cosas, el resplandor intenso del corazón humano, todas sus pasiones, todos sus delirios. Lo que antaño fue la meta de los audaces, Cipango, el Oriente, los jardines de perlas, las tierras encantadas, la malaguita y el marfil, el oro y las especias, son poca cosa para él en comparación con el iris de una palabra, con la magnificencia de una sílaba, con la maravilla de un verso conquistado. Como aquéllos, los argonautas, a veces sentirá temblar la tierra bajo sus pies, y el viaje le resultará mucho más arduo de lo previsto. Sentirá que las estrellas le extravían el rumbo, que lo acecha el desvelo por haber oído un llamado misterioso a medianoche, que en la vida se le fueron cerrando los caminos de la dicha, y cuando ya el desaliento parece apoderarse de su alma y está a punto de abandonar la empresa, el rayo súbito de un momento único, el de la inspiración, le ofrecerá el bálsamo de una idea feliz, de una palabra milagrosamente encontrada; el hallazgo, en fin, de un verso que enardecerá su corazón y el desvalido sentirá que le bulle otra vez la sangre, que el pulso se le afirma de nuevo, que la canción brota renovada de sus labios ardientes, y con los ojos enfebrecidos y con la boca sonriente se dispondrá a explorar las aguas inquietantes, la noche inexplicable poblada de sonidos.
 
En esta persecución formidable de lo casi inasible, el creador puede sufrir alteraciones visibles en su equilibrio. Rimbaud afirmaba tener "los sentidos desarreglados"; Bécquer, el inefable Bécquer, no sabía ya cuál era la realidad y cuál el sueño en su existencia. Le sucede al creador lo que a un hombre perdido en la selva, confundido el rumbo en las picadas, y viendo una alucinante superposición de colores y rumores, y todo como un engaño de la naturaleza inmensa que le cubre, que parece desviar y esconder la salida que está allí, a un paso, mediante esa mágica operación de multiplicar hasta el infinito sus propias potencias.
 
El hombre es entonces menos que un insecto, atrapado en el desconcierto y en la fiebre. Atrapado está, sin duda. La razón, en muchos casos, zozobra y se despedaza. En mi país y en otras partes, hemos visto a esas criaturas cautivadas por el demonio de la ilusión, caminando por los pueblos perdidos, recitando versos como sonámbulos o contemplando la vida estando fuera de la vida. Se les enrevesaron las cosas; un rumor espantoso los arrojó a la demencia y están ya sordos y con el alma muerta. Sin embargo, musitan su canción deshilvanada. En estas zonas yermas fluye aún el manantial de repente. En la obnubilación fulguran los relámpagos que todavía se prolongan en una creación incesante. El cuadro es patético y a la vez sublime, feroz e inexplicable. Recuerdo un solo caso americano, el del nicaragüense Alfonso Cortés, a quien durante sus ataques de locura encadenaban a la viga en una habitación familiar, que ya con el juicio perdido escribió extraños poemas que perduran y perdurarán para siempre. 25 años los pasó en el Manicomio de Managua, poseído todavía por el milagro el gran Alfonso, y solamente después, ya anciano, la poesía lo abandonó.
 
Este cerebro, el del poeta, no descansa jamás. Pueden sucederse los días y las noches sin que encuentre reposo. Todo será sacrificado a esa duermevela: el sosiego de las cosas simples y hasta el amor. Porque, aunque parezca paradójico, cruel e inhumano, hasta los disfrutes del amor caen marchitos ante la presencia abrumadora de la ideación imaginaria. ¿Qué resta entonces por inmolar en aras de esa pasión? Nada quedará, definitivamente. Es que, de veras hay una dicotomía entre el ensueño y la realidad, y no hay posibilidad de conciliar esos extremos antagónicos. El disturbio de la ensoñación y el equilibrio están reñidos por siempre y para siempre. Todo artista conoce eso desde los más remotos tiempos. La fantasía y lo terrenal han entablado una batalla a muerte. O lo primero o lo segundo. Y aquel que escoge lo primero, presiente que su destino se cumplirá de manera muy distinta al de los demás, que habrá un hilo roto en el indispensable enlace entre la realidad y sus ensueños, entre lo cotidiano y su fantasía.
 
Querría uno, a veces, preguntarse: ¿necesita el creador un ámbito favorable donde desenvolver sus facultades? ¿Tal vez un "cuarto propio" que una escritora inglesa requería? ¿Acaso una mesa? ¿Una cómoda silla? ¿Cuáles son sus requerimientos?
 
Psicólogos y ahondadores de la conducta humana, han rastreado en ese misterio, tratando de penetrar en las motivaciones que desata la inspiración (ese instante de tensión única y fecunda) y terminaron declarando su impotencia en el rastreo. ¿Nada necesita entonces del demiurgo para su vigilia fértil? ¿Una biblioteca, un silencio propicio a la meditación, un recoleto retiro? La pregunta quedará siempre sin respuesta, porque nadie ha podido imaginar siquiera cuál es esa necesidad. Un papelito a veces, estrujado en un bolsillo, puede llevar los gérmenes de una obra genial, el soplo inicial de una tempestad que se desatará no se sabe cuándo, no se sabe dónde. Fue anotado ese germen, acaso solamente una palabra, eso sí, dictado por una fuerza interior que resplandeció de pronto, casi sin aviso, colándose en medio del trajín de la vida. ¿Pero es así realmente? Tampoco puede afirmarse eso de manera absoluta, pues ya se sabe que hubo poetas en quienes la creación significó un suplicio, un esfuerzo inaudito, una siembra meticulosa de la voluntad, en tanto se dio en otros como un acto casi feliz, fácil, displicente. Obras hay, como "La divina comedia", que han sido concebidas como un fresco fantástico por la inteligencia, sin que ninguna de sus partes esté librada al azar y donde la poesía fluye en un orden perfecto. Lo mismo puede decirse del "Fausto" de Goethe, donde la pasión y el equilibrio están organizados con la lucidez apolínea de una mente que nada, ni el fuego de la creación misma, desequilibró jamás. Mientras en Rimbaud se daba la creación como un acto de total desgarramiento, no podríamos imaginarnos a Federico García Lorca bañado en lágrimas al gestar su prodigioso "Romancero gitano", sino más bien con el rostro arrebolado por la gracia. Así, pues, ¿qué se necesita para crear? Por suerte, y para mayor prestigio de la poesía, nuestra pregunta también estalla en el vacío y no hay eco que la responda.
 
Miles son los que, en todos los tiempos, intentaron esta magia; en cada sitio del mundo están los desvelados, los que persiguen sin descanso, sin tregua el deslumbramiento. Y sin embargo, pocos son los elegidos, los visitados por ese hechizados efluvio que rompe la crisálida, los que dejan una palabra válida a los hombres de su tiempo y de los venideros tiempos. De esa legión de apasionados que cubre el mundo entero, muchos acaban también desalentados como si un viento helado les sosegara la frente; algunos desisten a mitad de camino, los hay que de pronto pierden el fervor juvenil, su capacidad del ensueño y se arrojan a una fría práctica de los menesteres de la vida; otros siguen sin fin y vanamente, aunque ya se les escapó la posibilidad del triunfo; los hay que se derrumban -como hemos visto- con la razón deshecha en el afán delirante; millones yacen, impotentes, bajo una polvareda de olvido. Y está el que sigue sin detenerse, a pesar de todo y contra todos, el que presiente la llegada de su hora, invicto aunque le cerque el desamparo, sin prestar atención a una posible caída, los ojos arrebatados y ardientes, los labios secos con sed devoradora siempre. Aquéllos, los que han cambiado de estrella en mitad de camino, tienen los ojos marchitos, nostálgicos, a pesar de todo, del edén sin compensaciones que les ofreció la poesía, éstos, los perseverantes, tienen el alma de un tamaño distinto, porque en ella se alojan la ilusión y la fe, la adolescencia intacta y la esperanza, "todopoderosa esperanza" que dijo nuestro Ortiz Guerrero, impulsora de todas las apetencias del hombre.
 
Pero no debe extrañarnos que alguien desfallezca a mitad de camino. Encontrar en el laberinto inextricable del idioma una suerte de lenguaje para sí mismo, hacerse de un bagaje propio, conseguir que una palabra sea reconocible como de su pertenencia, ¿puede imaginarse mayor osadía, ambición semejante?
 
Sin embargo, la batalla es ésa: hallar el alfiler perdido en las arenas del desierto. Y hay, dijimos, quienes no se arredran ante las dificultades, y no se arredran porque su acto es, en cierto modo, un acto irracional. No cuentan con procedimientos codificados del pasado que les sirvan; no les son útiles las teorías rígidas ni frígidas que les ayuden en la búsqueda; contarán solamente con su intuición o su "pálpito", según decimos nosotros, con lo que extraigan de sí mismos, en un proceso de vivisección, completamente inconsciente, de sus sensaciones. La lógica les sirve de poco, la "cochina lógica" que decía Unamuno, pues con ese instrumento no avanzarán mucho tampoco. Y tanto es así, que los grandes teóricos de la literatura (que también son miles), aquellos que analizan todos los estilos y lo saben todo, muy rara vez, producen una página original, una imagen memorable, una secuencia estremecida. Si la lógica tampoco les es provechosa ¿entonces qué? Es lo que no sabremos jamás, lo que nunca será descifrado, el secreto cuya revelación está vedada.
 
Y es preciso tener conciencia de ese esfuerzo titánico; de ese esfuerzo como de cacería, donde pueden agotarse las energías todas, desfallecer los ánimos, caer a pedazos la voluntad más firme.
 
Porque de veras se trata de una cacería, de una asechanza insomne en la selva del idioma: buscar una palabra, un signo que se ajuste al fulgor del pensamiento, perseguir un sonido diferente, los matices de una expresión desconocida, el candor de un giro feliz.
 
Como el cazador, deben aguzarse los sentidos, estarse atento al más leve rumor y, sobre todo, saber esperar, con la respiración contenida, la sorpresiva aparición de la presa; habrá que emplear la cautela, el sigilo y presentir la aparición de ese instante irrepetible que no debe desperdiciarse. Edgar Poe esperó años para hallar la palabra justa que completara el verso imaginado. Otros hay que anhelan ese conocimiento, con los ojos desorbitados, en una vigilia pavorosa. Otros desesperan de ver cumplidos sus anhelos. “La adusta perfección jamás se entrega", dijo Darío; y lo dijo él, que parecía poseer todas las claves, todas las llaves, todos los secretos. Y sin embargo, es así. La insatisfacción es un síntoma de que no se alcanzó la meta. Y se sigue acechando, en el ardiente atajo. No hay duda que es asombrosa esa tenacidad. La obsesión de la página bien escrita puede abarcar años en la vida de un hombre y puede suceder, como en la mayoría de los casos, que se llegue al final del camino sin conseguirlo. Su presa es el idioma, repito. El más insignificante léxico será el blanco de su persecución, de su infatigable olfateo, de su asedio sin fin. Sus conceptos necesitan del ropaje adecuado para que su labor se excite en una victoria pasajera, porque su victoria siempre será pasajera de acuerdo con esa imaginación suya que, ante el regocijo de un hallazgo, está ya en pos de la conquista de otro hallazgo. Y así siempre, una y otra vez, en la cacería interminable.
 
Con obra cumplida, Pablo Neruda, después de un vasto tormento y una labor radiante, clama en su poema Oceana: "Y si hay alguna lágrima perdida en el idioma/ déjala que resbale hasta mi copa", como pretendiendo descifrar los secretos finales de ese tembloroso mar que tanto conoce. Y es ese mismo Neruda el que había expresado ya su más hondo anhelo:
 
 
Diccionario, una mano
de tus mil manos, una
de tus mil esmeraldas,
una
sola
gota
de tus vertientes virginales,
un grano
de tus
magnánimos graneros
en el momento
justo
a mis labios conduce,
al hilo de mi pluma,
a mi tintero.
 
 
Otro gran poeta, que venía de los desastres de la Guerra Civil Española, Rafael Alberti, al llegar a América, donde su obra se henchiría de otros aires, pidió también:
 
Que cuando califique de verde al monte, al prado,
repitiéndole al cielo su azul como a la mar,
mi corazón se sienta recién inaugurado,
y mi lengua el inédito asombro de crear.
 
Y ese estar con el corazón "recién inaugurado", sintiendo el "inédito asombro de crear" es lo que nos da la medida de la ambición ilimitada.
 
¿Cómo ven a este cazador -llamémosle así- sus contemporáneos, sus familiares, sus amigos? ¿Qué es, en el círculo de sus íntimos, este ser en cuyo cerebro se agita un universo fantástico, este insensato que supone posible modificar el mundo por la sola y mágica operación de la sensibilidad y del ensueño?
 
"Cambiar la vida" -clamaba Rimbaud. ¡Cambiar la vida! Tiene encanto, desde luego, esa inocencia; fascinante esa pureza; pero la realidad está ahí, concreta y peligrosa. El espíritu creador también, ardiendo al rojo vivo; pero la realidad reclama de los mortales el cometido práctico que las necesidades de vivir exigen y es entonces cuando el entusiasta del ensueño puede terminar destrozado y con las alas rotas.
 
La incomprensión, sin duda, se cierne sobre su cabeza. Pero nada, ni la indiferencia ni las reprimendas, conseguirán torcer su rumbo. Seguirá con su capacidad de asombro y alegría, preservando su imperio secreto, sublimando los sentidos hasta alcanzar la libertad suprema, en permanente desacuerdo con lo real. Y es a este hombre, interiormente libre, a quien hay que enrostrar su idealismo como un pecado, como transgresión a las reglas establecidas, a las convenciones de una sociedad teñida de materialismo cerril.
 
Su audacia debe ser castigada, hay que hacerle mirar el suelo en vez de las alturas, reducir su ascensión, aplacar su exaltación, someterle al implacable yugo de lo prosaico. Le dirán de todo. Le llamarán, por fin, peyorativamente "poeta", como una befa o un escarnio, propalando su incapacidad en el frío y lógico quehacer de vivir. Marcado y señalado, se cumplirá su peregrinaje entre dificilísimos escollos.
 
¿Cómo se lo ve, entonces? Baudelaire, con los excesos de su imaginación enfebrecida, propone un cuadro terrible, al referir el espanto de una madre al engendrar a un poeta, como expiación de sus pecados. "Pobre irrisión", lo llama ella, "árbol macilento" "monstruo encogido". A pesar de la execración materna, en ese poema sombrío, el maldito
 
 
.........con el sol se extasía
…………………….. .
y juega con el viento, charla tonel celaje,
y se embriaga, cantando camino de la cruz,
el Espíritu síguelo en su peregrinaje
y llora al verlo alegre cual pájaro en la luz.
 
 
ya que, sabiendo que es el dolor "la nobleza suprema", sabe también que tendrá, al fin, una diadema "resplandeciente y clara", hecha "de lumbre pura".
 
No sin emoción suelo recordar una tierna página de la elegía andaluza de Juan Ramón Jiménez, donde se lo ve montando en su Platero, trajeado de negro, con su "barba nazarena", según dice, escuchando gritar a los chiquillos "¡El loco! ¡El loco!" sin que eso le impida recibir "esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte". Y es que, en verdad, ese loco subido en su borrico, recibía en sus ojos "la placidez sin nombre" despreocupado de cómo le vieran, ajeno a la apreciación de los seres corrientes, completamente dueño de su aventura, de llevar en la mano, como dice, "el sol de cada aurora". Y es que, sin duda, el que lleva en la mano "el sol de cada aurora", bien puede desoír el improperio pasajero. De algún modo, el alma del poeta está siempre fulgurando en las alturas.
 
¿Cómo sería el mundo sin ese loco? Habría que imaginar un mundo seco y sin melodías, un mundo donde ya nadie sepa musitar un suspiro de amor, donde a nadie estremezcan ya las interrogaciones profundas que se formula el hombre en su camino; en donde estén los ojos cegados para la contemplación y la celebración de la belleza, donde ya no se diferencien la alegría de la tristeza, donde -envueltos por la fría razón- los seres prescindan de la ilusión que nos anima en los innumerables instantes de la vida. Habría que imaginar ese mundo, vacío de toda belleza, para comprender la herencia, colmada de agitaciones, que nos han dejado, a través de los siglos, estos hombres extraños, que con la radiación del Verbo perfeccionaron nuestros conocimientos del corazón humano, que nos enseñaron a escuchar el latido de nuestro propio pecho, la conmiseración hacia las desdichas ajenas y propias, la aprehensión del aliento vital que sostiene nuestra existencia.
 
A sus contemporáneos no siempre les resulta fácil comprender esta religión basada en la inquietud y los nervios candentes. No es el éxito, al fin y al cabo, el acicate del creador. La obra, muchas veces, queda allí, inédita, girando en una polvareda incierta. No creo, desde luego, que a los verdaderos demiurgos, absolutamente seguros del rumbo que eligieron, les interese más que la perduración de su obra, el efímero prestigio que se teje a su alrededor, en vida. Ellos apuntan, en realidad, al por-venir, con inequívoca certitud. "Seré famoso hacia el 1900", aseguró Stendhal, cuando nadie se percataba del peso de su obra.
Otros, hasta llegaron a menospreciar ese triunfo. Quién puede olvidar aquella escena, entre conmovedora y patética, cuando Rubén Darío, recién llegado a París, se le acercó a Verlaine y no atinó sino a decir, tímido ante el poeta genial:
 
-Maestro, la gloria...
recibiendo esta respuesta increíble:
-¿La gloria? ¡Merde!
 
Bécquer no vio jamás impresas sus "Rimas", aunque en el futuro resplandecieron después en millones de manos, en millones de corazones enamorados. Sabido es que las publicó un amigo, luego de su muerte. Y un grande entre los más grandes, Baudelaire, jamás tuvo lectores. La escena aquella, inolvidable, del poeta leyendo sus versos en una sala vacía, en Bruselas, habla de su desamparo con elocuencia terrible.
 
El poeta no tendrá reposo, soliviantado por la pasión, por el fuego interior que lo consume. Extrae su riqueza de una napa profunda y solitaria, donde la energía es engendrada por sí misma. Solo ante su sombra y su destino, el creador succiona el mundo y lo fructifica. Porque los sentimientos que expresa, la infinita gama de las pasiones que estremece su obra, ¿son únicamente suyos o están recogidos de cuanto hierve a su alrededor, es decir, de otros seres y otras vidas?
 
Sin duda, el poeta Shakespeare no pudo haber pasado en su existencia todas las peripecias de las criaturas que su imaginación engendraba; su tiempo físico no le alcanzaría para tantas metamorfosis. Y es así mismo; cada poeta siendo un hombre es al mismo tiempo varios hombres, varias miradas, distintos seres. Una sola experiencia es pobre para nutrir una obra de arte; únicamente en la medida en que un poeta es capaz de succionar otras experiencias puede ofrecer una tensión que se traspase a otros seres que la recojan como suyas. La trama se urde sobre la base de una memoria y de otras memorias. Encierra una presencia humana múltiple. La poesía sería entonces como una urna mnemónica de múltiples estremecimientos imprecisos. El eje, sin embargo, es individual e intransferible, es decir, única la vivencia. Y en esa paradoja reside su enigma y su resplandor. Ya que, después de todo, tendiendo hacia lo eterno, es un hecho circunstancial, una materia iluminada por un hecho fugaz, por un momento pasajero que no volverá a aparecer.
 
Aquí, entre nosotros, en nuestro vasto mundo americano, el poeta debe caminar sobre senderos llenos de peripecias, dificultades, incógnitas. Mientras en otras latitudes, la cultura vigente tiene la continuación de siglos, las tradiciones artísticas están detrás de cada línea escrita y los poetas están sostenidos por esos pilares sólidos, los nuestros deben fijarse pautas sobre un terreno donde todo está por desbrozarse. Sabe, por ejemplo, que el idioma, al atravesar el mar, siendo el mismo de los escritores clásicos que frecuentó en sus lecturas, no es el mismo idioma al enraizarse en nuevas tierras; sabe que debe explorar una zona de especiales características, un universo de emociones que requiere un específico molde donde volcarse. Ese idioma, incorporado por el conquistador, sufrirá, en la traspolación, la influencia del ser autóctono, adquiriendo un sello peculiar acorde con el aire, con la psicología, con ese no se sabe qué de cada pueblo, tomando también, como el rostro de los hombres, fisonomía nueva -por decirlo así- en su transmigración a otros ámbitos. No es lo mismo el léxico en España que en nuestro continente. Y aún en nuestro continente, no mantiene la misma uniformidad, según se pertenezca a ésta o aquella región. Porque el ser de aquí o de allá, de las ásperas cumbres o los llanos fértiles, no es en vano; se es de un sitio y se pertenece a sus circunstancias, a sus peripecias sociales, a sus colores. Cada palabra, en zona arbórea o en riberas fluviales, tiene una connotación diferente, algo así como un soplo detrás del soplo, una expresión recóndita y oculta más allá de la expresión aparente.
 
La palabra adquirió, por obra de una misteriosa metamorfosis, un sentido distinto en su viaje a nuestras tierras. Y aquí mismo, al fijarse en ámbitos geográficos distintos, sobre culturas pasadas también dispares, ajustó sus significaciones de acuerdo al terreno que invadía. Encontró aquí un prodigioso mundo al que tuvo que enfrentarse, a situaciones nuevas que debió descifrar y nombrar, a ecos que escuchar, a un arco iris cuyo esplendor medir.
 
Se es poeta americano en tanto los versos estén invadidos por esa fragancia original con que el idioma se impregnó y por la visión de la vida que tiene, distinta del europeo. Porque el idioma que hemos recibido, a fuerza de afincarse en nuestras comarcas, adquirió un encantamiento disímil al del tronco común.
 
Cada zona de pradera, de lluvias, de selvas, de montañas, de bullicio o de silencio, consiguió impregnar al lenguaje de particularidades, y hasta de extrañas connotaciones. Sufre cambios de colina en colina, y ese "Sí, señor" del hombre andino, con inflexiones de inclinación al gamonal, no es igual al "Sí, señor" del de los campos abiertos del sur, donde hay una afirmación orgullosa. Y es que, como los alimentos que adquieren otros sabores por el efluvio de elementos terrígenos distintos, el idioma se carga de una emoción diferente en la diversidad maravillosa de nuestras tierras. Nuestra múltiple literatura nace de esa diversidad y de esas mutaciones. El sentir del creador pone lo demás, su modo de ver la vida, el grado de sus pasiones, las raíces de su temperamento. La poesía americana está adherida a las circunstancias locales, libre ya de las obsecuencias de la imitación. Ya se habló mucho del "color local" para extendernos sobre el tópico, aunque el criterio en sí tenga validez absoluta. Ya nada hay que agregar al concepto del canto recibiendo los estremecimientos de la tierra que lo sustenta, en una simbiosis de fecunda riqueza.
 
En esa forma de bucear en vetas originales, en la identificación más honda con lo nuestro, el poeta encontrará nuevamente adversarios: aquellos que viven con el oído tapado a las sinfonías autóctonas, puestos los ojos en Europa, en otro continente, como si la cultura toda proviniese solamente de allá. Tiempos hubo de negación para las cosas nuestras, de prosternación servil ante lo ajeno y lejano, en simiesco gesto de imitación. Fue difícil imponer lo vernáculo, el jugo y la fragancia de nuestras frutas, el sabor del mosto refrescante. Al comienzo pareció extraño manejar cuestiones que concernían a nuestro inmediato existir: el indio ignorado, las desdichas de nuestros paisanos, es decir, los dolores que antes estaban vedados mencionar. Y con ello, un tono de posesión de nuestros problemas y toma de posición también. Porque a medida que esas cuestiones llegaron a nuestra poesía, los poetas se acercaron más a los asuntos de su país. Y comenzó la revalorización de lo olvidado y la necesidad de su rescate. Y se halló frente a fuerzas primarias que necesitaba des-brozar, en un campo en que todo, aparentemente dispuesto de modo uniforme, era desigual. Ese campo, es, reitero, nuestro extenso mundo americano. Nuestros países están conglomerados bajo el pendón de un mismo idioma, con la excepción ya conocida del Brasil, Guayana, etcétera.
 
¿Es así realmente? Durante mucho tiempo se habló, se sigue hablando, de la búsqueda de nuestra expresión. ¿Se trata de la expresión propia de nuestro continente, aún desconocido? Esa búsqueda, ya en los albores de nuestra literatura, se resolvió en seguras vetas de originalidad. Sarmiento, para citar sólo a uno, con sus rugidos, nos ofrece un tono insoslayablemente propio y nuestro. Este escritor no es de España, seguro, cuando rasga audazmente el velo de los preceptos establecidos; dice lo que piensa, y al no pensar como los otros, escribe de otra manera, aún con el desaliño del mundo contradictorio y en erupción al que pertenece. Y aquí está el germen de algo nuevo. Al pensar de otra manera, escribe también de otra manera. En el estilo del pensar está lo nuevo. Y la cuestión se nos descubre de una forma no tan difícil como se creía: cada uno de nuestros países, dado su modo de ser, su historia, su naturaleza, tiene un estilo de pensar. Y es en la aprehensión de ese estilo donde se libra la batalla de nuestro poeta. Cierto es que él, tratando de hallar un matiz original, o, si se prefiere, nutrir su obra de una sustancia raigal suya, autóctona, no se cierra a las influencias de otras culturas, pues sabe que todo encerramiento será mortal para sus propósitos. Sabe qué en la elaboración de una cultura mundialmente válida, hecha de mil fragmentos, pero con una unidad espiritual que corresponda al nivel de elevación del hombre según la época en que se está, no puede prescindirse de la contribución de todos. Abrirá las ventanas a la atmósfera de todas las culturas, para no caer en esos regionalismos falsos, de cartón piedra, que nos quieren hacer creer que en su zona transcurrió el génesis. Tiende, pues, la mirada hacia el universo todo, pero sin despegar sus pies de los orígenes, y consigue así el ensamblamiento de lo local con lo universal asimilando ya aquel consejo sabio de Tolstoi: "Pinta tu aldea y pintarás el mundo". Y escribiendo en su aldea, con la sensibilidad de su tiempo, escribe para sus contemporáneos.
 
Vive preso de una coartada: o sus prójimos o el aislamiento.
 
¿Cómo apartar sus pasos de los demás, de su gente, so pena de vivir como una planta desenraizada?
 
Los tiempos cambian y la canción también. No le sirve el instrumento rígido que emplearon sus predecesores, porque su conexión con el temblor humano renovado, le exige la innovación en sus procedimientos. Así sucedió con Whitman, desbordado por la aspiración de una más ancha fraternidad entre los hombres, democrático y genial. La renovación conceptual provoca la renovación formal. Las palabras adquieren, en su canto, un nuevo significado. Tiempos nuevos lo reclaman. Su poesía, al tomar contacto vivaz con los seres y los conflictos de su época, se vuelve más y más, como lo ha sido siempre, un arte de circunstancias. ¿Cómo? ¿La poesía un arte de circunstancias? Así lo hemos expuesto en otra ocasión. No reiteraré esos conceptos. Diré, eso sí, que si cambiante es el mundo, que de no repetirse un solo minuto en la vida de un hombre, que si todo lo que nos rodea sufre una alteración permanente, y que si la poesía es una aprehensión de los momentos fugitivos tanto de las ocasiones como de la emoción del creador, ¿quién puede dudar entonces que sería, en sus momentos de mayor esplendidez, un arte de pasajeras circunstancias?
 
Vemos entonces al poeta, en estos turbulentos años, vinculado a su comunidad como lo estuvo en otros siglos, recobrando un rol perdido. Inmerso en el ciclo histórico que le toca vivir, vuelve a llevar un signo inconfundible de predestinación en la frente, como cuando, en remotas épocas, en tanto el mito y la leyenda se entretejían, apareció su antecesor como el augur y el iniciado en las perplejidades de su gente, con poderes mágicos y resplandecientes. Orfeo no solamente podía atraer a los hombres con su lira y su música, sino también a los elementos de la naturaleza, árboles y rocas, en una prodigiosa convocatoria. El vaticinador ayudó a los Argonautas, con sus mágicos poderes, en difíciles travesías; fecundó la vida civil, oficiando de sacerdote en el templo de Apolo y ejerciendo la profecía. Por fin, de ese modo se convirtió Orfeo en la voz oracular de su comunidad. Desde entonces, adelantado y vaticinador, rapsodia o bardo, profeta o pregonero, juglar errante o cantor alrededor de un fuego, el poeta es un intérprete de los anhelos hondos que el corazón humano guarda en sus latidos; y si sabe auscultar en los meandros de la condición humana, sabrá también prestar oídos al clamor de las multitudes, porque el canto no está hecho para limitarse a una sola melodía, sino para abrir sus cauces a todos los estremecimientos, a todas las tempestades.
 
Su encarnizada brega acerca un soplo fecundo a las colectividades que emplean su misma habla. Sin la la-bor del poeta, nuestro lenguaje estaría soterrado o estratificado, porque cada hallazgo suyo, cada logro, cada avance, es un aporte a la ampliación del acervo lingüístico de la comunidad a que pertenece, porque el idioma se enriquece según se desarrolle la cultura, donde juega él un relevante papel. Nuestro idioma americano, siempre de prosapia peninsular pero ya oreado en otra atmósfera, ¿tendría acaso el esplendor que tiene sin los magníficos escritores que le dieron precisión y sonoridad, flexibilidad y brillo? Sin esos poetas y prosistas, Martí o Sarmiento, Rubén Darío y Montalvo, Miguel Ángel Asturias y Vallejo, Gabriela Mistral o Neruda, ¿habría perfeccionado su fosforescencia, la música terrígena que conserva en sus sílabas? Si es verdad que han recogido del seno del pueblo sus materiales primarios, los han devuelto transformados en oro milagroso y radiante, ensanchando además su poder de fabulación. Hay algo magnífico en esa hazaña, en esa convivencia con el entorno y la evocación, recogiendo y ofreciendo, en una sucesión interminable, y conduciendo al espíritu a sus más altas cimas, en un intercambio de riquezas mutuas. Cuando Machado afirma: "Escribir para el pueblo, qué más quisiera yo", entendía perfectamente que lo suyo contribuía a la elevación idiomática de ese mismo pueblo y se elevaba él también.
 
En estos años, años cambiantes, de espera, de esperanzas, en que todas las estrellas parecen estar prendidas en el cielo, en que la poesía anuncia con señales claras lo que vendrá, está sin duda menos solo el creador; mucho menos solo, porque el tono de su voz resuena en un auditorio que lo acoge con estremecida atención. Al fin y al cabo, su palabra comunica a los humanos una buena nueva. Los tiempos han cambiado, los frutos se renuevan como en ciclos de fecundación. Está acompañado ahora, porque en todas las latitudes del planeta surgen acentos más o menos parecidos al suyo, acentos que también señalan el advenimiento de la renovación que los hombres anhelan. Se instaura entonces un invisible reino de fraternidad, de quienes encienden lejanas luces de amor en las tinieblas. Los semejantes se reconocen a distancia y se estrechan la mano por sobre las fronteras. Y eso hace que se mitigue su orfandad, al sentir que, al asumir nuevamente su misión de profecía, las semillas que va arrojando, no caen en suelo yermo.
 
Ya no es solamente el poeta díscolo e incorregible. Se permite ahora erigirse en paladín de la justicia, al augurar de nuevo -como en el pasado-lo que el futuro traerá a los hombres. Y sonríe otra vez, poseído por la fermentación del ímpetu, desdeñando los tradicionales valores que los seres conservadores santifican: la comodidad sistemática, la seguridad, la estabilidad de sus bienes materiales. Él, que parecía estar envuelto en una dolorosa constricción, levanta la voz ahora, y nunca la renovación y su canto se llenan de júbilo inesperado. Recupera, entonces, su perdido rol y vuelve a ser, como ya lo señalamos, voz oracular de su comunidad. Tantea en la oscuridad y avanza. Su fábula es ahora visionaria, y esto mismo, una vez más, concita la desconfianza de los preservadores del Orden. Porque hay siempre un Orden, un Poder Rector, que está atento a sus pasos, un Ojo Vigilante que de todos modos acompaña su labor; son los Notarios y Jueces que preservan, bajo siete llaves, las tablas de la ley, de la moral y de las costumbres. Y al encolerizar, con su rebeldía y su fe profética, a ese Poder Rector, se intentará de nuevo separarlo de la sociedad con mano de hierro. Nuevamente será castigado, como castigados fueron, en pasados siglos, sus pares en la audacia y el arrebato. Hay mil maneras de castigarlos, someterlos a la proscripción y al hambre en algunos casos, apartarlos directamente de la comunidad expulsándolos del paraíso. Y es que hay que impedir que se le escuche, hay que lograr que su palabra se ahogue en un salón vacío, que el viento apacigüe los ecos de su verbo. El ostracismo también servirá para acallarlo, para que nunca nadie repita su nombre, para que sea olvidada su canción para siempre.
 
Alguna vez habrá que hacer la crónica de los poetas proscriptos, desarraigados, desterrados; de aquellos que sufrieron el más pavoroso de los castigos, desde Ovidio a Nazín Hikmet, que ya todos conocen.
 
Tiempos hay también en que su acción, su cantar mismo, no despierta tantas sorpresas; tiempos supuestamente calmos en que los cambios sociales bruscos sufren un compás de espera. La vida social transcurre, al parecer, entre aguas sosegadas no hay fuerzas visibles que amenacen resquebrajar su moral, su economía, sus costumbres. El poeta replegado en sí mismo, podrá merecer la dádiva de la tolerancia y la complacencia; podrá hasta recibir alguna migaja del festín de la vida regalada; más aún, es probable que se lo trate con privilegio y cortesía. Un halo de espiritualismo envuelve su figura. Pero los años de calma, en la historia, duran menos que un parpadeo. Se intranquilizan las calles y las almas. Un viento ardiente parece soplar sobre el mundo y el sosiego estalla como el cristal. Su seguro olfato, su sensibilidad se aguzan de nuevo y mira alrededor. Fanático de su libre albedrío, el poeta no se somete. Al fin y al cabo, a lo largo de las centurias demostró poseer una altivez envidiable, una capacidad de independencia, irritante para los amos. Recuerdo ahora -y no es el único ejemplo que se podría poner, desde luego- a ese genio levantisco y temerario, al caballero don Francisco de Quevedo y Villegas, el gran Quevedo, a secas, que en su protesta airada contra los males de su tiempo, arrojó al rostro del Poder Rector estas palabras de fuego:
 
No he de callar, por más que con el dedo,
ya tocando la boca o ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.
 
Palabras que le costaron la reclusión, el deterioro físico y la pronta aniquilación.
 
El Dante también juzgaba dura -según sus propias palabras- "la subida de la escalera de los amos". Miles de ejemplos podrían darse de estas conductas indóciles, desde el viejo Esquilo, ya retirado a Sicilia, que no quiso habitar el palacio de su protector Hierón, que tuvo también a Píndaro a su servicio, para no caer en obligadas complacencias, hasta quienes en nuestro mundo contemporáneo no estaban dispuestos a callarse, como Miguel Hernández, aunque el precio de su indocilidad fuese la cárcel y la muerte.
 
Unido otra vez al ciclo histórico que le toca vivir, vuelve a ser el Vaticinador, el Augur de los acontecimientos que advienen. Nadie le negará ese sitio precursor en la mesiánica tarea de vislumbrar el porvenir entre la ceniza de lo que se agrieta y fenece, lúcido observador de la claridad que sube de entre los intersticios de la penumbra. En su laboriosa soledad, con el oído atento a los rumores activos, habrá rescatado su más honda palabra, sus fábulas, sus mitos, porque habrá hallado también el amor y la comprensión de los hombres. Y su soledad se habrá poblado con el calor de esa comprensión, de esa fraternidad de su gente que ya no lo verá como una extraña planta del fondo de los patios, sino como intérprete de sus afanes, de sus quehaceres, de todas sus esperanzas. Su palabra será en cierto modo la palabra de todos, y su desvelada persecución del sonido, la eufonía y la sílaba ya no serán un acto atormentado, sino una labor parecida a la de los otros hombres que se verán verdecidos, ellos también en la conjunción de los esfuerzos victoriosos. Y podrá repetir, con no disimulado orgullo, lo que un poeta paraguayo, un poeta entero y ejemplar, Hérib Campos Cervera, dijo en los años tristes de su destierro, dirigiéndose a su patria:
 
Yo sé que estoy llevando tu raíz y tu Suma
sobre la cordillera de mis hombros.
 
Todavía inmersos en el sufrimiento, en una sociedad cruel que los margina, conjeturando sobre el curso final de sus vidas, algunos poetas quisieron unir la atmósfera poética en que vivieron con otra atmósfera, igualmente poética, que correspondería a su muerte. Parecería que todos han pagado un alto precio por musitar su canción. Cuando Rainer María Rilke afirmó que cada poeta tiene su muerte propia, seguramente habrá imaginado no sólo su muerte, tan singular y tan rilkeana, sino la muerte de otros poetas, en el singular estilo que corresponde a su destino. No sé por qué se nos ocurre la visión de un fenecimiento huérfano, desvalido, inadvertido por los demás mortales, el que les toca: sería una muerte que llega como para recordar a un inocente que debe dejarse ya de tantas inocencias.
 
Antonio Machado presintió exactamente cómo iba a morir, con años de antelación, cuando no había signo alguno del desastre que lo condujo, solitario y pobre, al recatado rincón donde, por fin, descansó. Su autorretrato consigna esa premonición:
 
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
 
Raúl González Tuñón, en una singular prefiguración de la suya, dejó este conmovedor y patético cuadro de la caída de un ángel:
 
Sin un céntimo, solo, tal como vino al mundo,
murió al fin en la plaza, frente a la inquieta feria.
Velaron el cadáver del dulce vagabundo
dos musas, la esperanza y la miseria.
……………………….. .
……………………….. .
Los que le vieron dicen que murió como un niño.
Para él fue la muerte como el último asombro.
Tenía una estrella muerta sobre el pecho vencido,
y un pájaro en el hombro.
 
Finalmente, otro poeta, Conrado Nalé Roxlo, labró este epitafio digno de recordación:
 
Yace aquí, como ha vivido,
en soledad decorosa.
Su gloria cabe en la rosa
que ninguno le ha traído.
 
¡Que ninguno le ha traído! Las rosas vendrán después. Mientras tanto, la faena será dura, porque al gestar el calidoscópico universo donde han de calmar los hombres su sosiego, su alma habrá estallado, como estalla el rocío, entre las hierbas, al filo del amanecer.
 
 

 
Fuente: EL POETA Y SUS ENCRUCIJADAS. Por ELVIO ROMERO.
 
Editorial El Lector, Asunción-Paraguay 2002 (170 páginas).
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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