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BIBLIOTECA VIRTUAL AUGUSTO ROA BASTOS

  LA NIÑA QUE PERDÍ EN EL CIRCO (Novela de RAQUEL SAGUIER)

LA NIÑA QUE PERDÍ EN EL CIRCO (Novela de RAQUEL SAGUIER)

LA NIÑA QUE PERDÍ EN EL CIRCO

Novela de RAQUEL SAGUIER

Editorial SERVILIBRO

Pabellón “Serafina Dávalos”

25 de Mayo y México – Plaza Uruguaya

Telefax: (595-21) 444 770

E-mail: servilibro@highway.com.py

Diagramación y Armado: Gilberto Riveros Arce

Edición al cuidado de la autora.

Asunción, Paraguay, Junio de 2003

Hecho el depósito que marca la Ley nº 1328/98

I.S.B.N. 99925 – 874 – 4 - X

Asunción, Paraguay . 2003


Este libro lo podrá leer íntegramente en su versión digital,

en la BIBLIOTECA VIRTUAL “AUGUSTO ROA BASTOS”

del CENTRO CULTURAL DE LA REPÚBLICA “EL CABILDO”



LA LECTURA CONSIDERADA COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES

Si la eternidad tiene alguna forma, debería ser la de la gratitud. Agradecer es reconocer la mano de los demás en la construcción de nuestra vida. Es un gesto gratuito y al mismo tiempo la raíz de todos nuestros valores.

Virgilio decía: “Mientras en el cielo haya estrellas debe durar la memoria del bien que hemos recibido”.

Si mi madre, Lucía Bastos, a quien estoy agradeciendo en esta página, no hubiese llevado una colección de libros a Iturbe, tal vez mi infancia hubiese sido distinta. Ese pequeño pero inmenso gesto de mi madre me presentó los mejores amigos que tuve a lo largo y a lo ancho de la vida: los libros. Lucía

Bastos se llevó a Shakespeare, a los clásicos del Siglo de Oro, a Homero y a una constelación de poetas que me abrieron otro mundo más allá de las siestas incendiadas de Iturbe, reflejos de un espejismo que no termina de reverberar para dar forma a las cosas, como los personajes de aquellos libros inmortales. Con los libros recibí una herencia inmemorial y allá en la distancia, rodeado de la naturaleza salvaje del paisaje, pude intuir la marcha de la historia, las grandezas y miserias del ser humano, las maravillas de otros mundos tan lejanos como el brillo de las estrellas de Virgilio.

Hago votos para que esta colección “Festilibro” de obras infantiles y juveniles sirva al mismo propósito: participar de mano en mano, como el fuego sagrado de las antorchas olímpicas, el entusiasmo de la lectura y el amor a los libros para poder decir, como decía Montesquieu: “Nunca tuve una tristeza tan amarga que una hora de lectura no haya conseguido apagar”.


A mi esposo, a mis hijos y a

todos los que me han ayudado

a ir hacia la niña, hacia lo

más hondo de mí misma,

ya que de algún modo soy ella.


PRÓLOGO DEL LIBRO
Sobre las páginas que siguen
 


Quién sabe si alguna vez -la probabilidad es realmente remota- pueda convencernos la poesía que, puesta a recordar la infancia ya difunta del autor, ignora al niño aún oculto en cada uno de nosotros. Por suerte, las páginas que siguen no le ignoran y ellas son así un puente tendido también hacia la propia infancia del lector. En el camino propuesto por Raquel Saguier, abandonamos muy pronto a los adoradores del calendario, descubrimos que ellos sólo tienen razón a medias: los seres, las cosas y los paisajes de la infancia resisten muy bien eso que el hombre moderno llama madurez y los clásicos preferían llamar «la afrenta de los años». Además, el lenguaje de este libro goza de una propiedad poco frecuente: la simbiosis. La escritura se desentiende aquí de todo lo que no fuese una rápida presentación de situaciones generales y conflictos acaso necesarios y ofrece, entonces y en sí misma, la pintura de un encuentro, el de la mujer adulta y la niña que de alguna manera dicha mujer adulta sigue siendo.
Si los pensamos desde el punto de vista que acabo de mencionar. Los episodios del libro corren el riesgo de volverse puramente incidentales. Se trataría, sin embargo, de un riesgo que bien puede correr un libro cuando su escritura está puesta al servicio de la magia de los recuerdos y no de los recuerdos como tales. Así, los episodios de La niña que perdí en el circo parecen estar enlazados no tan sólo por los eslabones de la narración sino también por los de la naturaleza simbiótica del lenguaje empleado; pareciera que estas páginas estuviesen ligadas, más aún, soldadas por la llama de un conjuro.
El conjuro se resume en apenas unas líneas. Una mujer adulta convoca a la niña que ella fue, la niña aparece. Los conflictos de la mujer adulta, sus no-conflictos, en suma, las experiencias de su vida actual, ceden, retroceden ante la aparición de la gran negadora de los años, la infancia aún sentida y vivida en el último santuario posible, la poesía. - J. A. Rauskin



CAPÍTULO - V -

Estuvo allí desde muy tempranito. Desde cuando me arrimé a la ventana y en lugar del sol de cada mañana, me encontré con esta lluvia de porquería. Primero hice como que no la veía. A lo mejor al dejar de sentirlas las cosas se acaben, me dije, y durante un buen rato no le quité los ojos a ese señor colgado de un marco, tan difícil de saber hacia dónde mira, que según mi abuela había sido su esposo antes de que lo colgaran.

Pero no hubo caso. Para nada me sirvió el experimento. Al contrario, fue mucho peor todavía, porque ahora ya no eran las gotitas de antes, sino pedazos de agua a través de mis lágrimas, acarreando ruidos de viento, de árboles, de yo qué sé, de todo lo que bajaba con ella.

Si sólo hubiera sido eso, pero lo peor es que también traía cola. A veces y de repente, el estornudo de un trueno haciendo temblar la casa entera. Después se iba, por suerte, rebotando... rebotando, hasta convertirse en eco lejano, como un pedacito de ruido que alguien se hubiera tragado.

Menos mal que los rayos caían muy de vez en cuando. Me daba miedo aquella luz tan extraña entre me caigo y no me caigo, y había que esperar que hiciera su recorrido con los ojos bien apretados, por si acaso. Hasta los grandes le tenían miedo porque mi mamá y mi abuela se santiguaban a cada rayo: «Ave María Purísima, que no se nos caiga encima», mientras besaban sus escapularios bendecidos por el Papa que les trajo una parienta de Roma.

¡Qué larga es a veces una lluvia, y además, qué fastidiosa! Siempre llega cuando uno menos la espera, igualito a esas visitas que por poco hay que echarlas para que se vayan, porque cuando se instalan se instalan en forma, como si sus partes de sentar se les hubieran pegado a la silla.

-¿Todavía sigue allí? -preguntaba a cada momento mi padre, refiriéndose a aquella señora obstinada y gorda que abarcaba un gran espacio de sala.

-Se lo pasa diciendo: «Ahora sí que me voy», hace como dos horas, y después se acomoda de nuevo -informaba Rita con entonación de espía.

-¿Ah, sí? Entonces la voy a poner en vereda. Desde aquí le gritaré: si usted no se va, nos iremos nosotros.

Y si la cosa no pasaba a mayores era gracias a la oportuna intervención de mi mamá, que toda nerviosa le decía:

-Por favor, ni se te ocurra. No me hagas pasar papelones. No lo digas ni en broma.

¿Cómo habrá que hacer para echar a una lluvia?

Hubiera querido soplar y desaparecerla. Que se borrara. Además no pasa el tiempo, y si pasara sería lo mismo, ya que las horas no me sirven para nada.

¿Por qué no se harán más pocas las horas de lluvia? O mejor, ¿por qué no se irá a llover a otra parte? Viene a caer justamente aquí, sobre nuestro veraneo, habiendo tantos lugares.

Mi papá será casi un sabio por la cantidad de cosas que sabe, pero todavía no me entra en la cabeza lo que me explicó hace un rato: que en la mitad de la tierra hay sol, y en la otra siempre llueve. Por lo visto, la parte que nos quedaba encima, de repente se dio vuelta y comenzó el diluvio.

Luego quiso convencerme de que la lluvia al caer, no hacía sino cumplir órdenes superiores del cielo:

-En todos lados hay un mandamás y unos pobres que obedecen, es inevitable.

-¿Y eso qué tiene que ver con la lluvia? Por lo menos a la nena no la metas en política -le recriminaba mamá, como todos los días.

-Ni cuando le hablas a tu hija te despegas de tu famosa política. Desde que me levanto hasta que me acuesto te escucho hablar de lo mismo.

Y como todos los días también, mi papá seguía adelante, como si continuara un discurso ininterrumpido y nosotros no fuéramos nosotros sino su público.

-En este país nunca se sabe lo que puede ocurrir el día menos pensado. El momento es muy difícil. ¿Acaso hubo carne esta mañana en el mercado? La lucha por seguir respirando se ha puesto brava en estos tiempos de privaciones y el partido necesita de todo nuestro apoyo.

-¡Basta de hacer discursos!

-Lo que ocurre es que ahora da lo mismo estar en un bando que en otro.

¿Cómo es posible que se haya perdido toda conciencia cívica?, porque quién más quién menos, se rebusca para estar arriba. Pero te aseguro que sólo es cuestión de tiempo. Ya verán. Ya verán. Sólo que cuando vean, será tarde y la tortilla ya estará bien dada vuelta. Yo sé lo que te digo...

-Y yo, es la quinta vez que digo: no insistas con el tema cuando haya chicos delante. Has hecho de eso una especie de vicio.

-Deja en paz al único vicio que ya me queda, aparte del cigarrillo.

-¿El único? No tanto el único...

Entonces empezaban a reprocharse todo desde el principio, y yo no sé cuál de las dos cosas era peor: si oír aquella pelea o escuchar la lluvia. Y después uno de los dos se iba dejando un portazo en la cara del que se quedaba. Y después, pasarían tres, hasta cuatro días sin siquiera dirigirse la palabra. O sea: lo de siempre. Si no hubiera sido por esto, hubiera sido por aquello. Claro que durante las vacaciones se peleaban menos. Un poco menos.

Yo nunca acabaré de entenderlos. Algunas veces actuaban como perro y gato, y otras, como si se quisieran mucho, porque se abrazaban fuerte, durante largo rato. Me sentía tan feliz entonces, que habría dado cualquier cosa porque se quedaran así para siempre.

El caso es que luego de varios intentos, se fueron callando del todo... y todo volvió a quedar como antes. Aunque no enteramente igual que antes, porque de pronto, en el primer silencio, se destapó la lluvia del otro lado de la ventana y alguien pasó gritando que cerraran persianas y puertas para que no se inundara la casa.

La misma lluvia de porquería había vuelto sin haberse ido. Casi me duele ver la frente a mí, y un poco más lejos, salpicando el vidrio, y todavía más lejos, allá donde yo tendría que haber estado jugando.

Me quedaré aquí, un rato quieta, a ver si así al menos la escucho hablar. ¿De dónde habrá sacado mi padre que la lluvia habla en su idioma?

-Escucha, ¿viste cómo conversa?

-No.

-¿No? ¿Y ahora?

-Ahora tampoco.

-Bueno, ya la escucharás cuando te concentres. Porque para eso hay que estar concentrado. Después podrás escucharla.

Eso estoy haciendo ahora. Escucho con todos mis sentidos puestos en las dos orejas. Sólo escucho... voces ahogadas que salen de la lluvia. Voces sueltas que chocan contra el suelo formando burbujitas, y acaban arrastrándose despacio, en susurros casi, para formar raudales de voces. Arroyoitos también. Como si quisieran decirme algo al pasar. Alargo hasta donde puedo la oreja y... Nada. Otra vez y otra vez NADA. Cuando una voz venía, la otra se alejaba. ¿No se encontrarían nunca para formar una palabra? ¿Ni una sola? Voces sin pies ni cabeza que nunca me dirán nada.

-¿La sientes ahora?

Siento igual que si alguien tartamudo rezara un responso sobre las tejas. Y si a eso mi papá le llama hablar, pues entonces ya lo creo que habla. Pero hablaría en chino, porque lo que soy yo, no le entiendo ni medio. Y más que hablar se plaguea. Incluso ahora mismo pasa llorando por las inconsolables canaletas que recogen el agua del techo. Vaya manera extraña de decir las cosas. Seguro sólo mi papá y la tierra son capaces de entenderla. Yo, por el momento, ni papa.

*  *  *

Me pregunto qué voy a hacer todo un día encerrada dentro de este aburrimiento, porque no me dejaban salir ni a la puerta y desde allí no podía ver gran cosa: más allá, la misma lluvia y más allá, la misma lluvia entre mis ojos y el cielo.

Si yo fuera una señorita sería diferente: un simple paraguas arreglaría el problema. Pero todos somos tan niños, que ni siquiera piloto tenemos.

No había más calles. No había más plaza ni gente paseando. Aunque ahora que me acuerdo, hace poco vi pasar aquel perro que más perro parecía un bote, así remando con las cuatro patas. Tampoco se puede decir que haya estado en plan de pasear el pobrecito, sino de llegar cuanto antes, porque en el mismo instante que lo vi dejé de verlo. Con tal de que no le haya ocurrido ninguna desgracia.

Y desde entonces no volví a ver otra cosa viviente. Ni colores había. Apenas un gris pálido rodeando al pueblo, que todo sucio de lodo se había hundido en un charco. Ni más ni menos que si esta casa fuera el Arca, y el resto con Noé y todo, se hubiera ahogado.

Tampoco escucho cantar a los pájaros. ¿Dónde se meterán tantos pájaros juntos? Según Rita, se van a buscar un techo, porque con semejante lluvia se les tranca el vuelo. Seguramente por eso habrán pasado volando tan ligero.

Así me paso la lluvia, metida en este pedazo de casa que es un cuarto, extrañando la vida de afuera.

¿Qué se habrá hecho de mi escondite del árbol? ¿Y de las semillas de mango que la semana pasada planté para que tuvieran manguitos?

Aunque sea un poquito de sol, que brilla pero por su ausencia, hubiera hecho más divertido el encierro. Todo deja de funcionar cuando falta el sol. Todo queda como sin vida. Todo se descompone. Muy parecido a cuando mi mamá se ausenta de casa.

Y aquí estoy: ni asmática ni castigada ni siquiera engripada. Sólo esperando que se le ocurra escampar algún día. Soy una niña que de tanto esperar me volveré vieja, igual al caso de la tía Etelvina, que vieja vieja no era, pero poco le estaría faltando. Porque había perdido la mitad del pelo y casi todas sus esperanzas de que volviera el novio, del que nunca jamás volvió a saberse nada. Aunque tampoco se encontraron sus restos.

Y conste que en la despedida ella le había dicho: «aquí me encontrarás cuando vuelvas», y él: «no tardaré mucho, mi cielo». Lo menos veinte años esperó «su cielo», hasta que al final, casi se fue de monja, porque según mi papá en total desacuerdo con mi mamá, para ir de otra cosa ya no reunía condiciones.

De repente, como que quiere aclarar hacia donde está el guayabo. ¡Qué maravilla! Una delgada rayita de sol intentando asomar entre la juntura de dos nubes. Estuvo un rato allí, sin dar ninguna luz, algo indecisa, un rato apenas, y después se hizo tan débil, que terminó desmoronándose en cenizas. Y todo volvió a quedar en el gris de siempre.

-¿Cuándo va a escampar, Rita?

-Dentro de un ratito nomás. Dentro de un ratito. Siempre que llovió, paró.

Pero el tiempo pasaba y el ratito no pasaba. Ya debería haber terminado y todavía no termina. Falta. Falta. Siempre falta todavía.

-¿Cómo más o menos es un ratito?

-Es un rato chiquito y ¡ya basta!

¡Pucha digo! Siempre sucede lo mismo. Abusando de mi inocencia siempre.

Cuando los mayores no saben qué contestar, recurren a unas cuantas mentiras y enseguida te mandan callar.

Porque en aquel ratito de Rita cabía casi un año para mí. Puede caber la eternidad también.

Un poco más allá de donde yo me estoy aburriendo, están mis otros hermanos, armando cada zafarrancho que ha puesto patas arriba el cuarto. Parecían contagiados de la electricidad del rayo. Gritaban y habían gritado tanto, que casi no les quedaba voz, y tanto se había plagueado Rita, que casi no le quedaban fuerzas:

-¡No, así no!, que te vas a sacar un ojo. ¿Por qué tendrán que jugar como locos? ¡Mi Dios! Esto ya no parece la tierra sino el infierno, y ustedes unos demonios con cola y todo.

-¡Rita! ¡Rita! ¡Julio me está llamando maricón!

-¡Sí, porque él me tentó primero!

-¡No seas pelotudo y yaguaí!

-El que lo dice lo es.

-Con llorar nada se remedia, mi hijito.

No es que fuéramos demasiados. Nada de eso, Cuando salimos, no damos la impresión de ser muchos. Cada cual se va por su lado y lo más bien pasamos desapercibidos. Pero así, todos castigados por la lluvia, somos bastantes. Un batallón más o menos. Además, había que minar a la abuelita, que casi nunca sale la pobre, pero lo mismo abulta.

Y lo peor es que hay que portarse como una niña buena y decir que sí a todos los no. Y todavía mejor que eso: debo portarme como una señorita, como si las señoritas no hicieran cada cosa a cada momento.

De veras que no los entiendo ni los voy a entender nunca. Para algunas cosas me dicen que soy muy chica, por ejemplo, para las revistas. Resulta que primero me enseñaron a leer, haciéndome tragar veintitantas letras del abecedario juntas, sin poder cambiarles el orden. Letra por letra, palabra por palabra, sin fallar en una coma. Y al final, cuando estoy en condiciones de practicar un poco, resulta que me han escondido hasta la última revista. Yo pienso que mejor hubiera sido seguir contando con los dedos o leyendo de memoria mi libro de lectura. Total, para lo que me sirve ser instruida. Y cuando les conviene, quieren hacerme ver, sentir, pensar y actuar como si yo ya hubiera crecido.

-Y más bien aprovecha para repasar el catecismo y después la tabla del siete, que aún te sale torcida. ¡Ah!, y sobre todo, no pelees con tus hermanitos. Que casi siempre me están buscando pelea.

Porque algo teníamos que hacer. No se puede pretender que así, de golpe, seis niños bien alimentados y en edad de correr se conviertan en media docena de estatuas. Tampoco había derecho. Por más abogado que mi papá sea: ¡no hay derecho!

Claro que aquí iba a haber pelea, salvo que saliera el sol. Pero la cosa es que no sale. Una pelea que nunca se sabe cómo empieza, aunque sí como se acaba. Acaba siempre que mi papá entra gritando que nos dejemos de jorobar, que ya hicimos «eso otro», también con jota, demasiado, que a la gran siete que somos hinchas, que basta ya y con cuidadito, porque ahora sí que van a ver lo que es bueno, mientras daba vueltas con la mano abierta buscando a quién pegar primero.

Todo bajo la paciente mirada de Rita, que en tanto nos controla con la parte de arriba de sus anteojos, con la parte de abajo hace de costurera. Incluso Rita, siempre tan buena, se ha vuelto de repente, rezongona y mala. Lo que hacemos nomás, está mal hecho. Por cualquier cosita nos reta:

-Este muchachito mea que te mea el santo día -gruñía, mientras sus pechos robustos caían sobre mi hermanito, por poco hasta desaparecerlo, cuando se inclinaba para cambiarlo, porque no había forma de quitarle la fea costumbre de hacer pipí donde no debía, ni el terror a la escupidera.

-Cuándo será el día que no te hagas de todo encima. Yo ya estoy vieja para estos trotes. Ya no me da el cuero. Todo lo han de ensuciar. Miren un poco: ¡este cuarto parece un chiquero!

*  *  *

Desde la voz que rezonga mi nombre, veo a Rita, fija como en un retrato.

Rita... juntando cuatro ternuras se escribe Rita.

Rita... la otra mitad querida de mi pedazo de madre, aunque a veces, también me fastidia tanto, que casi estoy por olvidar cuánto la quiero.

¿Y cómo no voy a quererla? Si yo no puedo recordar la vida sin ella. Si nos había cuidado desde que nacimos, desde hacía tantos años, que ya no le alcanzaban los dedos para contarlos. Si detrás de cada tarde, de cada llanto, de cada velita apagada estaban sus besos. Cuántas noches la habrán visto sin sueño, pegada a nuestros catarros, a mis ataques de asma. ¿Cómo no quererla, entonces? Si todos mis recuerdos la recuerdan.

Y ahora sigue aún aquí, al pie del cañón.

Acaso algo más desteñida. Un poco sorda, también, porque según mi abuela, el tiempo pasa sobre las personas y les va gastando un poco de todo: la memoria, la paciencia, los ahorros, la vista y los zapatos. Aunque eso sí, a Rita aún no se le acabó la dulzura.

Tiene los ojos negros del mismo color que la cara y que casi todos sus vestidos de salir y de entresaca. Labios anchos, abiertos siempre para la sonrisa o para los besos largos o para aquellos ronquidos en varios tiempos y en distintos tonos, que nunca dejaban dormir a nadie. A veces ni siquiera a los vecinos, cuando el viento soplaba hacia la derecha. Pero lo mejor de todo son sus manos. Así de grandes. Blanditas. Calientes. Nunca vi manos tan parecidas a panes. Debajo de su calor me refugié tantas veces. Eso es Rita. Un delantal de hule sobre el crujido de sus sedas viejas, un pañuelo amarrado a la cabeza y la voluntad dispuesta siempre. Porque nunca para de hacer cosas de la mañana a la noche. Y a veces hace como que no hace nada, para que mi mamá no la rete:

-¿Pero qué apuro hay, Rita? Eso se hará mañana. ¿O acaso alguien la está corriendo? Ahora mismo se me va a acostar. Y si no lo hace por las buenas, entonces tendremos que atarla. Que pase buena noche, Rita.

Se levantaba antes que el sol, mucho antes que se levantaran las luces. Apenas amanecía, ya estaba sobre sus pies. Luego el día se le iba de un lado a otro, trajinando entre rezos, entre el calor o el frío, entre las sombras a veces, cuando le ganó la hora. Tratando de remediar tanto desorden y de tenernos a todos relucientes, impecables hasta del último recoveco, como a mi mamá le gusta que estemos. Y casi parece que nos sacara brillo, igual a la casa los jueves.

Porque aquí los jueves, se hace una limpieza a fondo, que nos incluye también a nosotros. Para sacarnos la suciedad semanal que se nos iba quedando pegada. Se arma un batifondo de escobas, plumeros y baldes. Por donde se nos mire quedamos con la casa chorreando agua. Se echan las telarañas del techo, se lavan los cuartos a baldazo limpio. Se frotan los pilares y detrás de cada oreja, y con minuciosa insistencia entre las partes privadas.

-Esto es peor que una revolución -se quejaba mi papá, que andaba medio desafinado dando vueltas con el diario sin hallar dónde sentarse.

Y a veces más allá de medianoche todavía se escuchaba la paciencia de sus pasos siguiendo el compás del péndulo, que cada cuarto de hora, alborotaba el silencio.

Yo no sé cómo hacía para estar en todas partes al mismo tiempo. Como si la hubieran cortado en muchas porciones iguales: un pedacito de Rita para cada uno. Y a veces querría que mi vida fuese larga, larguísima, para quererla toda la vida.

Solamente cuando llovía no aguantaba casi nada. Es lo único que la enoja de veras. Se le ponen tan tensos los nervios que parecía que alguien los estuviese estirando de las puntas.

-Cuando venga tu papá le voy a decir que ya no aguanto. Le diré que me voy mañana mismo. Antes de que me maten, me iré.

Pero nunca se iba a ninguna parte, por suerte, y sólo se ausentaba el ratito que empleaba en hacer pipí. Y cuando salía fuera de casa, era para oír misa todos los domingos y fiestas de guardar, porque ella sabe que de no hacerlo, le podría costar el infierno.

Lo que de verdad no entiendo es por qué Rita nos soporta tanto. Eso es lo que quisiera saber. Mi papá nos soporta porque no le queda otro remedio. Mi mamá por lo mismo. Pero Rita ni siquiera es nada nuestro. ¿Por qué nos soportará entonces? Aunque a lo mejor, si se empieza a escarbar un poco, también resultamos parientes. Por aquí casi todos somos parientes. O parientes de parientes, que para el caso es lo mismo.

*  *  *

Inútil averiguar si sale el sol. Por más que a cada rato registrara el cielo, por más que me empecinara o me trepara en una silla, no aparecía y no aparecía.

¿Qué andaría haciendo? Me gustaría saberlo. Sería el colmo que se hubiera quedado dormido, como acaba de asegurarme mi padre. Eso me huele a cuento chino, pero no iba a ser yo quién le discutiera. Total, yo puedo decirle que sí y después pensar lo que quiero.

Mientras mis hermanos a ratos se revuelcan, a ratos aturdían con unos chillidos que deberían oírse todavía doblando la esquina, yo voy y vuelvo hasta la puerta de mi encierro, escuchándolos apenas. Casi no se puede andar sin meter les pies en algún embrollo. De pronto un jarrón se tambalea, cae y que en paz descanse. Este cuarto va de mal en peor. Un instante más, y capaz que reviente, y por nada del mundo quisiera pagar los cristales rotos. Salir era lo que necesito. Irme de aquí.

Del dormitorio paso al comedor, donde están mis padres con mi abuelita, seguramente hablando otra vez del prójimo, porque cuando charlaban los grandes era casi siempre para criticar alguna macana hecha por alguien. Nadie me escuchó llegar. No sé de dónde me vino entonces aquella idea del espionaje, de alguna película, supongo. Lo cierto es que me encogí lo más que pude, hasta sólo hacerme un bultito bastante disimulado por la cortina, para cubrir las apariencias.

Seguir el hilo de lo que hablaban me costó un gran esfuerzo, no sólo porque palabras y lluvia me llegaban medio entreveradas, sino porque de repente, todos se ponían a hablar juntos y no precisamente del mismo tema. Como una orquesta de tres músicos que tocaran tres melodías distintas.

-Qué me dicen de esas polleras tan cortas que están usando las chicas, lo más arriba posible, mientras las blusas se las escotan hasta el ombligo. Y ni qué decir los trajes de baño: un retacito acá y otro a modo de cubre sexo, y a veces ni eso. Adónde iremos a parar con semejante desparpajo. Las muy hipócritas al entrar a la Iglesia se tapan la cabeza y al salir se destapan otra cosa. A quién querrán engañar, porque a Dios no se lo engaña.

-No exagere, señora, que no es para tanto.

-No lo será para usted, evidentemente, a usted más bien le conviene. Todos los hombres son iguales, cambiando a la legítima siempre que pueden.

-Hasta el santo se calienta cerca del fuego, señora...

-Y por lo visto les fascina quemarse, toda vez que sea sobre hornalla ajena... Y de Martina que se entiende con Lalo Cantero, qué me dicen. Ésa es otra que bien baila. Una mujer tan bien casada perder la cabeza así, por un badulaquito cualquiera. Y pensar que el marido es el único en ignorar sus propios cuernos.

-Vaya a saber si lo que dicen de Martina es cierto, mamá. ¿Acaso te consta?

-Me conste o no me conste, todo el pueblo lo comenta. Y donde hay ola, mi hijita, es porque hubo tormenta.

-Eso se hereda, señora. La madre ha sido igual, y parece que también lo fue la abuela. Y si no estoy calculando mal, y con todo el respeto que usted me merece, aquella ilustre matrona perteneció a su misma época. ¿O me equivoco acaso, querida suegra?

-¡Qué esperanza! En mi época había decencia. Aquellas sí que eran costumbres y no esta Sodoma y Gomorra. El marido ajeno y los curas eran sagrados. No sé cómo hay mujeres así, loqueando con cuanto pantalón se le pone a tiro, siempre buscando de quién agarrase, aunque ese quién tenga sotana... En fin, que DIOS nos ampare.

Yo calculé que pasaría un rato largo antes de que me descubrieran, pero por lo visto, calculé mal, porque de golpe callaron todos, así porque sí, y el silencio comenzó en seguida.

Un silencio medio raro, medio traído de los pelos, demasiado silencioso para ser casualidad. ¿Por qué callarían siempre en la mejor parte? Sólo después vine a saber que no fue tanto porque sí, sino porque la sombra de mi cabeza había hecho un movimiento sobre la alfombra. Era para no creerlo: traicionada por mi propia sombra. Mi sombra: un Judas cualquiera. Ni siquiera en las sombras se podía confiar ahora.

Para mal de mis pecados aquellos seis ojos que en vez de color echaban chispas, se me pusieron a mirar y a mirar tan detenidamente, como si nunca en la vida hubieran visto ninguna niñita espiando. Me sentí tan sola, entonces, tan en desventaja, tan Caperucita frente al lobo, que me dio lástima de mí misma.

Y después sucedió lo que tenía que suceder: todas las bocas se abrieron juntas, me acribillaron a sermones, sacando a relucir su interminable colección de reproches: que salga inmediatamente de allí que venga aquí, que qué eso de andar espiando, oye tanto esmero por educarme y miren un poco lo que les vine a resultar, que me darían mi merecido dejándome sin postre tres días, incluso hasta cinco, sólo de mí dependía, y que mi merecido entraba en vigencia ya, para que vayas aprendiendo.

Y mientras tanto yo, ahí parada, sin poder cambiar los ojos del frente, con la cola entre las piernas y en posición de firme, como me han acostumbrado a recibir los retos. Con ganas de que todo acabara pronto, por aquellas otras ganas que tengo, como de ir en seguida al baño. Ninguna casualidad. Una vez pasado el susto, siempre me quedan las ganas. Y sabiendo que no puedo ir al baño por más que lo tuviera a un paso, y escuchando tanto clic clic de las canaletas, más ganas todavía. Ya estoy por hacerme encima.

No sé cuanto duró aquello ni cuánto más me dijeron, lo cierto es que apenas terminaron, les grité: nunca más lo prometo, les juro por lo que más quieran, y me disolví en las tinieblas.

*  *  *

Había mucho silencio cuando volví. Parecía una misa donde sólo estuviera faltando el cura, porque habían puesto las caras igual que en la Iglesia. La lluvia era la única que no perdía el entusiasmo y tampoco daba señales de perderlo todavía.

Casi por contagio nos empezamos a aburrir todos y todos de distinta manera. Mi abuelita bostezando todo el tiempo, cada vez con más boca. Por momentos sólo boca era su cara y hacia arriba, los ojos en blanco. Mi papá comía el humo de un cigarrillo tras otro, masticándolo largo rato, para soltarlo luego por las narices. A mis pitadas se enredaba siempre una tosecita seca que mi mamá miraba con mala cara:

-Últimamente fumas demasiado. Un día de estos...

Hay gente que sólo fumando puede pensar y mi papá era uno de tantos. Con el cigarrillo en la boca ya había escrito tres libros. Debe ser difícil abarcar todo al mismo tiempo y ser un escritor, un político, un profesor de abogacía y un padre de seis hijos. Pero a mi papá no parecía costarle ningún trabajo.

-No me eches las cenizas en el suelo que para eso hay cenicero -le recomendaba mamá de vez en cuando, mientras sus incansables agujas le daban fuerte al tejido: un punto, derecho, el siguiente, torcido. Ni siquiera para hablarme sacó la vista de allí:

-No pongas esa cara que no es para tanto. Hay que mirar también el lado bueno de la lluvia, lo bien que le hace a las plantas...

¡Qué disparate tan grande! Tendría que haber dicho: lo mal que les está haciendo. Si no había más que verlas para comprender su tristeza. Ramas y hojas chorreando llanto, y los árboles de más lejos hechos una lástima. Tan cargados de agua que no podían siquiera levantar cabeza. Torcidos. Casi tocando tierra.

Lo que pasa es que últimamente mi mamá anda con la mirada corta, y apenas si le alcanza para ver aquí cerquita. El resto, forzosamente, tiene que adivinarlo.

Después, cruzados de brazos y la lluvia de por medio, nos quedamos como esperando que alguna solución llegase pronto, pero lo único que llegó fue el mediodía. Y después también se acabó la tarde, sin pena ni gloria, sin que hubiera ninguna variación entre una hora y otra. En todas llovió con gotas tan iguales, que apenas se pudo distinguir las tres de las siete. Un día que se escurrió hasta la última gota, como el agua que va cayendo de la canaleta.

Poco a poco, una oscuridad cargada de sombras fue entrando en la casa. Primero borroneó las cosas, un rato después, las personas y al final, ni yo misma podía verme. En seguida de encenderse las luces, las sombras eligieron pareja y se pusieron a bailar sobre las paredes, ni más ni menos que si hubieran sido pistas de baile.

Resulta que uno está apenado, como nosotros ahora, y ellas, métale bailando. Bailando. Bailando. Dentro de un instante apagarán la luz y tendrán que irse solamente. Quieran o no quieran. Lo mismo que estos bichos tan pegajosos y tontos que creen que la luz eléctrica es el sol. Ni la peor de mi clase creería eso.

-Ya es hora. A la camita todos.

Había que dormir siempre y siempre era un fastidio. Aunque a lo mejor era también el fin del mundo y lo más prudente sería que me agarrara en la cama. Hay que desvestirse, quitarse la ropa, los zapatos.

-Los zapatos trancan la sangre del cuerpo -dice Rita-. Y es de mal augurio dormirse vestido. Sólo los muertos lo hacen.

Habrá que rezar, cerrar los ojitos y tratar de dormir, contando quién sabe cuántas ovejitas. Mañana será otro día. Pero apenas me acostaba, la lluvia me crecía en las orejas. Gotea. Me inunda. No la aguanto más. La detesto. La aplasto contra la almohada. Estoy tan intoxicada de lluvia como aquella vez con las guayabas. Estoy por vomitarla. Ojalá esté bien lejos de aquí antes de que amanezca. Ojalá se muera esta noche misma.

Mucho tiempo estuve buscando el sueño, boca arriba, boca abajo. Pero, ¡qué altos los párpados!, ¡qué difícil cerrarlos! ¿Se me habrán vuelto panzones de tanto escuchar a los sapos? El cuarto se repleta de humedad y de ronquidos. Mientras tanto yo no duermo. Yo continuo escuchando. Cada vez que la lluvia venía, yo me iba alejando; un poco primero, después más lejos. Subo dos escalones y entro a una oscuridad distinta a la que mis ojos acaban de dejar. Hay mucha neblina o humo o no sé qué. ¿Habrá estado mi papá por aquí fumando? No. No era él sino otro señor que en vez de pelos tenía rayos en la cabeza. ¡Era el sol de mi libro de lectura!

-No debes despertar de noche porque seguirá lloviendo -me previno y su voz pareció abarcarlo todo.

-Volverás a dormirte y a despertar de noche y seguirá lloviendo. Nunca encontrarás manera de atajar la lluvia. Tienes que darme un poco de tiempo. Debes dormir de un tirón para que yo pueda trabajar tranquilo. Cuando el cielo se haya vaciado de nubes. Cuando ya no quede ninguna, sólo entonces empezaré a brillar.

Y fue como si dentro de aquella lluvia encontrara por fin un lugarcito seco.

Supe que había dormido porque algo me despertó. Primero esa canción tan gastada que cantaba Rita las veces que barría el patio. Y después... ¡EL SOL!

¡Qué maravilla despertar con el sol sobre la cara, recorriéndome la piel en angostas cosquillitas! Sí, está ahí, chapoteando entre la tierra inundada. Un poco languiducho todavía, un poco pálido, pero procurando hacerse un sol entero. Y la lluvia ya no era lluvia sino distancia.

Con el sol he nacido de nuevo esta mañana. Todo se me iluminó de pronto. Y también hablan vuelto los pájaros...

 
VERSIÓN PDF - GENTILEZA: BIBLIOTECA "AUGUSTO ROA BASTOS" DEL CENTRO CULTURAL DE LA REPÚBLICA "EL CABILDO"
 
 


La Nina Que Perdi en El Circo, De RAQUEL SAGUIER by portalguarani

 

 

 

 

 

 

 







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