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Historia Política


Expulsión de los Padres Jesuitas, Sucesos del año 1640 - Por Blas Garay / Colección de Documentos relativos a la Expulsión de los Jesuitas - Por Francisco Javier Brabo
(29/05/2012)

EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS (SUCESOS DEL AÑO 1640)


Nº. 1 Expulsión de los PP. Jesuitas según su relación latina del P. Juan Bautista Ferrufino, Provincial de La Paz.

Nº. 2 La expulsión de los PP. Jesuitas de su colegio.

Nº. 3 Cómo dispuso el Obispo gobernador sobre los bienes del Colegio de S. Ignacio.

Nº. 4 Las gestiones de los expulsados. Sebastián de León.

Nº. 5 Causas de la resistencia contra Sebastián de León.

Nº. 6 Preocupaciones de su Ilma.

1) Calidad canónica de las Reducciones jesuíticas

2) Encomiendas y las Misiones jesuíticas

3) Las supuestas minas jesuíticas y el Ilmo. Cárdenas

4) Catecismo guaraní y el Ilmo. Cárdenas

5) El Ilmo. Cárdenas y los Diezmos o Veintenos de las Doctrinas


1. EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS


Según la relación latina que hace el P. Juan Bautista Ferrufino, Provincial de la Compañía (1645 - 1651) sobre los sucesos del Paraguay desde 1647 a 1649, al R. P. Vicente Caraffa, Propósito General de los Jesuitas (Pastells III - 210 - 225 nota).

(Contiene varios errores, muy buen latín, mucha sorna, diversas inexactitudes y abultamientos).

A fin de las honras fúnebres celebradas por el finado Gobernador Osorio (1 de marzo) quería el pueblo, es citado por Cárdenas que expulsasen a los PP. impidiendo la oportuna intervención de los dos alcaldes la invasión del Colegio.

Queriendo salvar los PP. en vista de tan inminente peligro, los vasos sagrados, ornamentos, etc., pusieron en dos carros, acompañados de dos sacerdotes, para enviar todo a las Reducciones del Paraná; pero apresados por los satélites del obispo gobernador, cerca de la ciudad, tuvieron los PP. despojados, que volverse a su Colegio, llevándose el cargamento a la catedral, donde, alegre, lo exhibió Cárdenas a la multitud.

Fija comedia la tumultuaria elección de Cárdenas:

7 de marzo (nonas martias), asegurando que los quería expulsar en el mismo día, si sus amigos por decencia no le hubieran detenido, pero que enseguida les envió un notario, acompañado de muchos soldados, invitándoles para que espontáneamente abandonasen el Colegio, para evitar que por fuerza los expulsara. Encontró el notario al P. Rector con algunos domésticos. Pero éste, al oír la intimación, pedía un ejemplar auténtico de la nota, lo que el notario, conforme a las órdenes recibidas, la negó.

Sin escuchar más, encerróse el P. Rector en un cuarto, leyendo el Notario de afuera, sin que ningun religioso le oyese, sumariamente la notificación, lo que enseguida leyó detalladamente y, en alta voz, delante de los testigos que había traído.

Sabido esto por el Obispo, pidió que los PP. dejasen abiertas las puertas de su templo y colegio. Negarónse los Jesuitas, llamando entonces el Obispo a las armas haciendo presente al pueblo las ventajas de la expulsión, las causas, que opinaba justificativas, añadiendo que los que se opusieran, serían culpables de lesa majestad, y que por eso les multaría con 1.000 pesos y excomunión perpetua.

Reunióse contra el asalto la plebe más baja y unos pocos ciudadanos honrados, ora por miedo a Cárdenas, ora para favorecer a los PP. y a su propiedad. El núcleo, empero, formaban los sacerdotes. Dividiólos a todos en tres secciones, a órdenes de dos jóvenes, nombrado el uno capitán general, ("archistsategus") y teniente ("legatus") al otro.

Vista la turba, lleva el P. Rector a los suyos a la capilla del colegio, amonestándolos a resignarse.

No respondiendo a los gritos de la multitud, rompe ésta con hachas y vigas las puertas, invade el colegio, fuerza las celdas cerradas y toca las campanas en son de triunfo.

Hallan por fin a los tan buscados PP. en el oratorio, arrodillados ante la estatua de la Virgen y con ojos hacia el cielo. Intimóles el capitán general que saliesen espontáneamente, siendo en caso contrario responsables de las consecuencias y futuros tumultos. Dícele el P. Rector que hombres encerrados no perturban el orden público; que ni el rey, ni su Consejo ordena tal expulsión, que su colegio, fundado 50 años atrás, tiene permiso regio; que el Obispo, aun dado el caso de su legitimidad, no tiene el derecho de desterrarles. Por tanto, cederían sólo a la fuerza bruta.

Ofrécele también los documentos en que el rey encarga que los magistrados les protejan. Pero el capitán sacerdote responde que no ha venido a leer papeles sino a expelerles.

Enseguida se echa sobre el P. Rector y le sacan a empujones, otros más benignos, agarran a los demás religiosos de los pies y manos y los llevan afuera, entre éstos se hallaba el ex provincial Diego de Boroa. Al P. Manquiano, procurador, aplicáronse buenos empellones y dicterios hostiles, lleváronse también fuera del colegio al P. Bernardino Ticlo, ciego, y al Hno. Antonio Rodríguez, enfermo y en cama.

Al ver todo esto prorrumpió el Cap. Domingo Ruiz, capitán de la milicia urbana en amargas quejas y reproches, valiéndole esto, de parte del airado Cárdenas, prisión con grillos.

Los expulsados fueron llevados al puerto, donde aún no estaban listas las balsas. Como ardía tanto el sol, pedía en vano uno de los sacerdotes al Obispo que se le permitiese refugiarse hasta el arreglo de las balsas y pudiesen estar los PP. en su colegio, permitiendo, empero, que gozasen del abrigo que en su casa vecina al puerto les ofreció D. Martín Suárez de Toledo, donde les visitaron llenos de compasión los pocos amigos que en la ciudad les habían quedado.

Durante esta demora fue el colegio preso del latrocinio. Requisáronse también las casas de los amigos del Colegio, vejándolas, en busca de objetos depositados, tal vez por los PP. Mostróse el Obispo como el más celoso, hasta meter en la busca su septuagenia cabeza bajo las camas, retirándola llena de telas de arañas (1).

Al mismo tiempo fue otro encargado con gente a la hacienda del colegio, en la cercanía de la ciudad, inventariando todo, aunque inútilmente, por robárselo todo: trigo, miel, vino, etc. Hallaron allá a un Padre viejo, enfermo en cama y a un hermano, los que fueron luego añadidos a los que estaban aún en la casa de D. Martín Suárez, llevándose al enfermo, sacudido por fiebre, en hamaca.

La tercera comisión fue a la estancia principal del colegio, sin dejar ni una res de las 5.000 de ganado que allá había. Apoderóse el Obispo de la parte principal, dando el resto a sus partidarios y a los pobres.

Arregladas por fin las balsas, con poco avío emprendieron los PP. su incomodísimo viaje a Corrientes, gozando en la hacienda del noble Manuel Cabral de Alprin, donde se hallaba un oratorio, seis millas lejos de la ciudad, hasta su vuelta a Asunción, de una hospitalidad generosísima, yendo sólo el P. Rector a Córdoba para informar al P. Provincial de lo ocurrido.

Omito varios detalles sobre la traslación del altar mayor sobre las transformaciones de algunas imágenes que presentaban Santos y de la Compañía, refiriéndome a la relación original ya citada. Describe el P. Ferrufino todo ello con mucha sorna y retintín.

Después de ponderar la hermosura de dicho retablo, hecho en Europa y recortado para poder ser colocado en la catedral, relata el P. Provincial que tanto era la tirria del Obispo que quería extinguir hasta la memoria de sus santos, transformando en la catedral la dorada estatua de San Francisco Borja en la de San Pedro, la de San Francisco Javier en la de San Blas, titular de la ciudad, no pudiendo empero conseguir tal cosa con la estatua de San Ignacio de Loyola. Trasladó también el Obispo a la catedral la hermosa imagen de la Inmaculada, que se veneraba en la capilla de su cofradía, desistiendo según el Provincial de desfigurarla a instancias de los devotos, por cuanto el Obispo no gustaba que el rostro se dirigiera al cielo, queriendo mirarse hacia la tierra.

Aún el cuadro –continúa– colocado en el Colegio, que presentaba al Salvador, vestido de Jesuita, según se decía, había aparecido a la venerable María Escobar, no halló gracia ante el resentido prelado. Hizo éste, por un pintor, separar la cabeza del cuadro, formando de él el rostro santo, llamado vulgarmente Verónica.

Otros objetos piadosos fueron arrinconados en la catedral y despedazado una preciosa lámpara de plata. Hasta el reloj de la torre, el único que existía en la ciudad, fue arrancado y llevado al gallinero episcopal (2).

El informe evita todo lo que había dado lugar o pretexto a la agresión contra el colegio, quedando en cambio toda la odiosidad sobre el ofendido Obispo.

Sin negar que el informe contenga verdades, advierto sin embargo que los datos suministrados al P. Provincial no son exactos. Es de presumir, por tanto, que los superiores mayores de la Compañía, quienes aparecen coligados durante años en defensa de sus súbditos, no hayan dado cuenta precisa de las demasías, cometidas por sus súbditos contra la dignidad y jurisdicción de Mons. Cárdenas. Sostenían, en lo demás, que aun culpables, no hubiera podido expulsarles el Obispo por falta de jurisdicción y de inobservancia de un modo judicial.

La aversión, como consta en capítulos anteriores contra los PP., tenía profundas raíces entre los españoles de Asunción, por creerse éstos perjudicados en sus pretendidos derechos sobre los indios, causa de pleitos y reclamos de muchos años (3).

El informe, dirigido por el Cabildo seglar (26 de marzo de 1649) a la Real Audiencia, al cual acompañan algunos centenares de firmas (4), demuestra que en la expulsión de los PP. concurrieron los sentimientos de la mayoría de los vecinos de la ciudad con los del Obispo, quien, fuera de las ofensas y perjuicios inferidas a su persona y dignidad, creíase en el deber de proteger el patronazgo real y los derechos de la corona.

No es factible definir si en esta obra de tanta resonancia y audacia, el Obispo haya sido actor principal o sólo instrumento principal de los encomenderos y sus partidarios.


Notas:

(1) "... quinimmo eo dignitatem suam abjecit, ut se sub lectio prono corpore investigando sterneret et septuagenarium caput aranearum telio in infulse vicem innexteret". Se ve que no se podía escribir cosa más patética a Roma para mostrar la abyección y el odio del anciano Obispo. "Ubi autem ut cumque navigiola parta sunt Patres tenerissimo viatico instructi... incommodissime devecti sunt". El Memorial del P. Peralta al que siguen Charlevoix, Henrión y otros, aumentando los horrores de este destierro al decir: "Los arrojaron a unas barcas por donde a elección de las aguas los dejaron correr a su precisa muerte, si la Divina Providencia, que permitió lo uno, no previniera lo otro por sus altos fines, en mudanza tan grande, como es de su casa y habitación en un páramo y desierto, sólo habitado de fieras y animales nocivos" de donde pudieron salvarse a Corrientes.

Al respecto nos dice fray Villalón, en su Memorial al Rey: "La verdad del caso, es, Señor, que el Obispo, sin salir de su iglesia, mandó notificar a los dichos Religiosos y prevenir dos balsas con todo el sustento necesario (y aun con muchos regalos) e indios que les bogasen y llevasen a los dichos Religiosos el río abajo. Y yo los encontré, en marzo de 1649 yendo el río arriba (a Asunción) con el P. fray Antonio Mantilla, de la Orden de N.P.S. Francisco, Comisario (Visitador) de aquellas Provincias, y les ví comer con tanto regalo, como si estuvieran en su casa, y esto en un paraje, 30 leguas de la Asunción, de donde se fueron con la misma comodidad a la Ciudad de las Siete Corrientes (Colecc. Gl. Tom. I. 276).

(2) Pastells: II, pág. 217

(3) Parte del clero aspiraba poseer en clase de beneficios las doctrinas, habitadas por los Jesuitas. Tras de ellos estaban sus familias y parientes. Todos consideraban, pues, la expulsión como la abertura de una puerta para descubrir un nuevo mundo de riquezas.

(4) Véase Colec. Cl. I. págs. 97-107.


2. LA EXPULSIÓN DE LOS PP. JESUITAS DE SU COLEGIO (ABRIL DE 1649). INTERVENCIÓN DE LAS COMUNIDADES RELIGIOSAS.

Entramos ahora en un episodio extraño y de difícil ponderación. Los siete meses de la gobernación del Ilmo. Cárdenas, son, según unos pocos, en que "gustó por entero el placer de la venganza" (1) y según los Memoriales exhibidos por el Obispo y sus defensores, tiempo en que se hacían grandes justicias y muchos proyectos, cuya realización debería dar mucho bienestar al Paraguay.

El segundo día del mando (6 de marzo), se ocupó el nuevo Gobernador de la suerte de los Jesuitas del Colegio de Asunción, deliberando con el Cabildo sobre su expulsión, asunto que duró más de un mes.

Desde tiempo ya barruntaban los Padres, insultandos a veces en las calles, su expulsión y la supresión de su Colegio.

Las granjerías que tenían de pulperías, carnicerías, chácaras, estancias, viñas, mercancías traídas de España, las ventas de azúcar, tabaco, yerba mate y otros tratos, provocaban la envidia, aumentada por su calidad de extranjeros, insultándoles que chupaban la sustancia de aquellas Provincias, empobreciendo a los descendientes de los conquistadores.

Esta aversión logró nuevos estímulos por la constante y generosa defensa que hacían los PP. de los naturales, oponiéndose a que sus misiones o doctrinas fuesen convertidas en encomiendas, impidiendo hasta el ingreso de los españoles. Aumentaron esta aversión los recursos victoriosos de los mismos ante el Rey y los tribunales, la aversión y la codicia despachada que se vio, privada de los brazos o trabajadores indios, ya tan disminuidos por los mismos encomenderos.

El mismo diocesano estaba hondamente ofendido por los PP. quienes, fuera de querer cortar el árbol de cuajo, es decir, la acción y jurisdicción del Ilmo. Cárdenas, llegaban hasta a negarle la dignidad episcopal, declarándole intruso y promoviéndole a la vez dificultades con el Gobernador, con la Audiencia y con el Virrey de Lima, acusándole de perturbador de la quietud pública (2).

La conducta observada por los Padres contra el Obispo, cuyas prendas y virtudes admiraba el pueblo, a excepción de unos pocos, dio nuevo pábulo al sordo rencor de las muchedumbres. La elección de Cárdenas dio motivo a la inmediata fuga del Deán y noble Cabildo, establecido en la iglesia del Colegio.

Procuraron los religiosos salvar de la tormenta lo que podían, sacando de noche, sin ser impedidos, en carretas, lo que querían sustraer, enviando todo delante con balsas, para el temido trance. "Pero las dos carretas, refiere el Obispo a la R. Audiencia, en que llevaban los ornamentos, cálices y otros adornos, y entre ellos la custodia rica que tenían, quitado a esta iglesia catedral, vinieron a apartar a ella, sin que tal cosa me hubiere pasado por el pensamiento" (3) y la iglesia que había sido tan empobrecida por haberse llevado los cismáticos canónigos de ella lo que querían al templo jesuítico, y despreciada por los PP. hasta decir que era catedral su iglesia, vióse adornada, enriquecida y desagraviada de conformidad con el derecho canónigo (conf. "Si quis de poenis, in Clement.), que mando que los bienes de los expulsores del Obispo se apliquen a su iglesia (4).

La carreta que de noche llevaba los libros de la librería del Colegio diseminó los mismos en el camino, sin poder ser recogidos por el obispo, viniendo a parar en manos de los indios, muchachos y en muladares.

Para la expulsión de los Religiosos despachó el Obispo, sin salir de su iglesia, con un auto de notificación (5) con varios Clérigos.

Hallaron los PP. encerrados en la iglesia de su Colegio, edificio extenso y según fray Villalón, hecha como para resistir a asaltos, munida con troneras.

"Se procedió –refiere Mons. Cárdenas a la R. Audiencia– en la expulsión con modo tan suave, que sin poner mano violenta en ninguno de los PP., sino tan solamente que levantaron del suelo a los que se tendieron en él y eso hicieron sacerdotes, con orden y mandato justo de su Obispo, quien usó muchas cortesías en el buen despacho de los PP., sin debérselo, porque ellos en mi expulsión hicieron tremendas crueldades y tiranías, y las querían hacer resistiéndose para no salir" (6) si no hubiesen sido tomados algo desprevenidos.

Verificada la expulsión, fueron inventariados los bienes restantes del colegio.

Ya hemos visto que el Cabildo seglar de Asunción, ya en tiempo del Gobernador Osorio, había decidido promover el destierro de los Jesuitas.

Sin embargo, no faltan quienes repiten las calumnias proferidas en el Memorial, presentado en Madrid (1652) por el P. Julián de Pedraza, Procurador de la Compañía y entonces victoriosamente rebatidas por fray Villalón.

"Para dar el Obispo un nuevo impulso a su proyecto de destructor –escribe D. Greg. Funes (7)–, celebra de pontifical en su iglesia y teniendo el sacramento en sus manos, habla al pueblo de esta manera: ¿Creéis que en esta hostia consagrada está el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo? Respondieron todos hallarse aparejados a defender con sus vidas esa verdad. Con sacrílega impiedad añade entonces: Con igual prontitud debéis creer, que yo tengo cédula del rey nuestro señor, para expeler de toda esta Provincia a los Jesuitas. Dispuestos así los ánimos y alentados con la esperanza de recibir en premio de sus servicios grandes despojos de los expulsos, hizo tronar el prelado la muerte y la excomunión contra todo aquel que rehusase tomar las armas en la mano".

Ya indiqué que una de las razones que alegaron Alcaldes, Regidores y Obispo para la expulsión de los PP. fue el alegato del patronazgo real, que expresamente ponía pena de extrañez del reino y privación de las temporalidades a los que no lo guardasen y obedeciesen (cosa que se atribuyeron a los Padres), y otras penas a los que no lo hicieren guardar, y que, tanto el Cabildo por diversos años habían pedido inúltilmente su remedio ante la audiencia y el virrey, y que ya en el año 1644 el Cabildo había intimado tal patronazgo al Obispo, al emprender éste su visita de las Reducciones Jesuíticas. En cambio, alegaban los PP. privilegios que al respecto habían obtenido, pero cuyo tenor, según parece, no fue suficiente para convencer a los contrarios de su exención del patronazgo real.

En la sentencia, dada en 24 de diciembre de 1650, dice el oidor Garabito de León, que el Obispo encaminó "la elección de gobierno, por muerte de D. Diego de Escobar Osorio en su persona, tan lejos de haberse podido pensar, cuanto y más habiéndolo llevado hasta el cabo, pidiendo (a la R. Audiencia) aprobación, y que se disimule por la dicha expulsión por última prueba de su mayor desconcierto" (8).

De consiguiente, no tenía el Obispo la cédula, que le hace afirmar el Sr. Funes al Obispo con la sagrada hostia en la mano. Y habiendo tantos circunstantes, es decir, tantos testigos, el pretendido acto de fe sobre la existencia de la cédula, ¿cómo es que el Cabildo, los Memoriales del Obispo y la referida sentencia declaran, que pedían aprobación post factum, desmintiéndose así públicamente el Obispo, que a nadie hubiese ocurrido pedir al Prelado la inspección de dicha cédula, tan prácticamente manifestada, que les libraba de una vez a todos de toda responsabilidad, concediéndoles libre acción? Lo absurdo de esta inculpación está a la vista y mucho más teniendo presente lo que asegura fray Villalón, que aquel humilde prelado tenía suma veneración y respeto al Smo. Sacramento, y que era refractario a hacer juramentos y temerosísimo aun de los pecados veniales.

Pero la pasión ciega trataba de realzar a la Compañía que se había mancomunado con los PP. del Paraguay en frente de un Obispo anciano, pobre y ya desacreditado en la Corte como irascible de temperamento y poco menos que loco y dementado.

Fijada la distribución de los bienes de la Compañía y escritos los informes y justificaciones que el Obispo quiso exhibir ante los estrados de la Real Audiencia y ante el trono, despachó los papeles respectivos con fray Juan de S. Diego Villalón, Procurador de la Provincia franciscana de la Asunta, y quien ya desde el año 1646 corría con las diligencias en pro del Obispo.

Salió fray Juan el 15 de abril de 1649 de Yuti, reducción franciscana con los PP. Antonio Mantilla, Comisario Visitador de la Provincia del Paraguay y Buenos Aires, y Salvador Jiménez, Presidente del Convento Franciscano de las Corrientes. Embarcáronse los viajeros en dos barcas (balsas) en el Tebicuari a la gobernación del Río de la Plata con Indios bogadores sacados de la Reducción franciscana.

El cuarto día, llegando a un paraje donde iba el camino de Asunción a la Reducción jesuítica de San Ignacio, fueron los viajeros sorprendidos por numerosos indios armados con mosquetes, alfanjes, etc., quienes tirando arcabuzazos obligaron a los balseros a llegar a tierra.

"Y después –dice fray Villalón en su informe al rey (1652)– de habernos quitado y desnudado en carnes a los indios que bogaban nuestras barcas, entraron en ellas con mucho estrépito de guerra y las deshicieron, desbarataron y robaron cuanto en ellas había, y las limosnas que llevábamos, que valían más de 500 pesos, quitándonos todos los papeles hasta revisamos las mangas y hábito del dicho P. Visitador (Mantilla), alzando unos indios, por tres veces, sus alforjas para cortarle la cabeza por alguna resistencia que hacía. Yo sólo reservé unos pocos papeles que tenía muy escondidos y he presentado en el Real Consejo, con otro que por diversas vías han venido a mis manos, remitidos del Sr. Obispo Cárdenas y de otras personas celosas del servicio de Dios y de V.M.

"Nos prohibieron –continúa fray Juan– que pasásemos adelante, yendo y viniendo los indios principales al monte vecino en la orilla del río donde estaban escondidos, según dijo el Cacique de la Reducción de San Ignacio, un Padre de la Compañía con Sebastián de León, grande amigo y comensal de dichos religiosos, y Francisco de Vega, volvían los indios diciendo: «Vengan los papeles del Obispo; que faltan más», mirando y reconociendo hasta los mismos hábitos y desnudándonos de ellos y amenazándonos con sus alfanjes, que nos habían de matar si no les dábamos todos los papeles del Obispo y los que hallaban volvían a llevar al dicho monte con mucho ruido y algazara.

"Ultimamente les devolvió el referido Cacique, cuya intervención parece impedir mayores males, ocho de los 24 remos robados encargándoles a los bogadores no pasasen río abajo.

"Y así desnudos y robados, con los pocos remos que teníamos, sin comida y sustento, con grande trabajo, hambre y necesidad, navegamos ocho días, río arriba, sin comer otra cosa que cogollos de palma; y volvimos a la ciudad de la Asunción, donde se hizo información de todo el suceso, tomando relación jurada de todos los que vinieron conmigo, la cual presenté a vuestro R. Consejo con los demás papeles" (9).

Durante su penosa travesía a Asunción habían tenido los citados viajeros una nueva sorpresa.

A 30 leguas de la capital encontraron a los expulsados Jesuitas, con sus dos balsas, Indios bogadores y provisiones, que llamaban sin duda la atención de los hambrientos navegantes. "Y les vi –refiere fray Villalón al Rey– comer con tanto regalo, como si estuvieran en su casa, y se fueron con la misma comodidad a la ciudad de las siete Corrientes" (10).

El susto sufrido por el P. Visitador Antonio Mantilla motivó otro acontecimiento escandaloso y sin duda alguna objeto de muchos comentarios y de varias lesiones de caridad cristiana en aquellas dilatadas Provincias sudamericanas.

Pudiendo llegar con el P. Jiménez sin novedad de Asunción a Corrientes, publicó allá, con fecha 25 de mayo de 1649 una patente, dirigida "a todos los guardianes y presidentes de los conventos, tocantes a mi comisión (es decir de la Provincia franciscana de la Asunción de Nuestra Sra. de Tucumán, Paraguay y Buenos Aires), sus religiosos moradores, huéspedes y demás doctrinas de su jurisdicción". Refería el P. Visitador el cisma sustentado por los Jesuitas del Paraguay, entablado antes por el Provincial Francisco Lupercio de Zurbano y actualmente sostenido por el Provincial Juan Bautista Ferrufino: la descomunión fulminada contra ellos por el perseguido Ilmo. Obispo Cárdenas, el aplauso y favor, dado a los tres descomulgados Prebendados en el Colegio de Asunción, sufriendo por el desprecio de las censuras episcopales males la iglesia "a cuya defensa ha salido nuestra religión en esta Provincia, previniendo y reparando muchos daños espirituales; pues aunque muchos en este error han muerto descomulgados, no fueron pocos los fieles reducidos por los franciscanos, unos arrepentidos de su yerro, y otros, que con nuestras amonestaciones han estado firmes". Afirma enseguida que por el parecer de los Jesuitas fueron despreciadas las censuras, publicadas por el ultraje inferido al Convento de San Francisco en Asunción al sacarse por el Gobernador y sus secuaces a fray Pedro de Cárdenas y Mendoza, "siendo una cosa tan ofensiva a los privilegios de las Religiones y finalmente por el atropello cometido en el río por manos de sus indios "sin dejarnos más que los hábitos que llevábamos puestos", manda el P. Visitador, "por santa obediencia, en virtud del Espíritu Santo, y pena de excomunión latae sententiae ipso facto incurrenda, y privación de sus oficios y de los actos legítimos durante un año a todos sus súbditos: no se comuniquen con dichos relgiosos de la Compañía, ni los reciban en los Conventos y doctrinas, ni los conviden a fiesta ninguna, ni les dejen decir misas en los Conventos y Doctrinas por ser inobedientes a la Iglesia y muy contrarios a nuestra sagrada religión" (11).

No he podido averiguar la duración de este rompimiento doloroso entre dos Provincias, de tan esclarecidas religiones. Pero tengo por seguro que la protección y libertad que en los años siguientes se dieron los superiores franciscanos al Hno. Gaspar de Arteaga, para hacer sus viajes a diversas ciudades, las Provincias del Río de la Plata y Tucumán y los pasquines publicados por él contra los Jesuitas del Paraguay y la infinidad de quejas de los ofendidos Padres se debían aún al abismo que se había abierto entre dichos religiosos, defensores los unos del Ilmo. Cárdenas, adversarios temibles los otros (12). El P. Mercedario Pedro Nolasco funcionaba, por el mes de octubre del mismo año, como "Juez Conservador" de los expulsados PP., fijó en Asunción por descomulgados a tres Religiosos franciscanos, entre ellos al P. predicador Alonso Ortiz, más tarde guardián en Asunción, allegados al Obispo en quienes habían fomentado la resistencia contra la entrada armada de Sebastián León como Gobernador, sin oír y sin citarlos, abriendo así también antipatías entre Mercedarios y Franciscanos, engrandeciendo así los males existentes y el desprecio hacia las censuras.

El oidor y gobernador Andrés Garabito de León procuró, por los años 1650, poner paces entre Jesuitas y Franciscanos, conferenciando en Asunción con el P. Leonardo Gribeo, Ministro de la Provincia Franciscana de la Asunta, como los Jesuitas habían pedido satisfacción por escrito, dando al mismo tiempo un papel y quejas contra 23 religiosos de San Francisco, entre los que figuraban los ex-Provinciales PP. Pedro Jiménez y Pedro de Cabrera, sea por informes dados a los tribunales, sea por haber hablado y predicado contra la Compañía, se quedaron las cosas como antes, por cuanto el Provincial quería que el litigio fuese decidido por jueces (13).

El fuego entre las comunidades religiosas que produjo la lucha entre el Obispo y la Compañía tomó más incremento al colocarse el P. Jacinto Jorquera, Provincial de la Provincia dominicana de Chile, Tucumán, Paraguay y Río de la Plata, al lado del Obispo y de los Franciscanos, presentando en su favor un Memorial y testimonio en la R. Audiencia de Chile contra los P. de la Compañía del Paraguay (14).

Pero dejemos estos recuerdos y volvamos a los expulsados PP. del Colegio de San Ignacio.

Al llegar los PP. a Corrientes proponían al Cabildo seglar, que querían tomar allá casa. Negóse el Cabildo diciendo: que primero despoblarían la ciudad y se irían a los montes que admitirles. Fuéronse los pobres relgiosos, aceptando la invitación que les hacía su amigo d. Ml. de Cabral, maestre de campo y portugués de nación, a su chácara, distante una legua más allá de la ciudad (15).

De allí salieron algunos a Córdoba, sede de su Provincial, preparándose enseguida Jesuitas y Obispo para la defensa de sus causas, las que deberían conmover tantas discusiones en América, España y Roma y dar, desgraciadamente, dando pábulo al rencor de los Jansenistas contra la ínclita Compañía.

En cuanto a la expulsión, digo con el Lic. Carrillo: "No calificamos esta acción por buena. Pero advertidas las causas que el Obispo representa en un informe dirigido a Su Majestad y las que también propone la ciudad en otro informe, que hizo al mismo intento, se embaraza el discurso sobre qué juicio debe hacer de lo obrado por el Obispo (tan ofendido, vilipendiado y ultrajado y quien podía considerarse como legado apostólico añadimos nosotros), a instancias de un pueblo ofendido, y que aborrecía sumamente a los Religiosos del Colegio (16).


NOTAS:

(1) Funes: Tom. II, pág. 12.

(2) El mismo Clero, tan numeroso en Asunción, veía en los Padres, generalmente extranjeros, una especie de rivales, que a los criollos, descendientes de los que, con tanta fatiga y sangre habían conquistado aquellas tierras, privaban de los beneficios y doctrinas que reputaban como correspondientes a ellos.

(3) Colección Gl. Tom. I. pág. 83 ss.

(4) Ibíd.

(5) Colecc. Gl. pág. 276 del Tom. I

(6) Colecc. Gl. Tom. I. pág. 84, ss.

(7) Ensayo, etc.: Tom. II. págs. 12 y 13.

(8) Colecc. Gl. Tom. I. pág. 270.

(9) Colecc. Gl. Tom. I. pág. 2-5.

(10) Col. Gl. Toml I. pag. 276. El P, Julián Hedraz, a quien siguen Charlevoix y otros escritores, pinta el viaje de los expulsados Religiosos lleno de aventuras. Los deja embarcados en Asunción en unas barcas, sin remos, a merced de las corrientes, abandonados, por fin, en una isla desierta, habitada de fieras y animales nocivos, de donde no se indica como pudieran llegar a Corrientes.

(11) Todo el auto puede verse en el Tom. I. de la Col. G. de documentos, etc., págs. 230-232.

(12) En febrero de 1656 refiere el gobernador Baigorria de Bs. Aires, que por la escandalosa enemistad de fray Antonio Piñeira y del lego Gaspar de Arteaga, religiosos franciscanos y autores de unos libelos contra la Compañía por las dependencias de Cárdenas, había publicado un bando, lamentando de que no eran de su jurisdicción para poder darles escarmiento público.

(13) Colecc. Gl. Tom. II págs. 61-52.

(14) Colecc. Gl. Tom. I. pág. 189.

(15) Colecc. Gl. Tom. I. pág. 276.

(16) Colecc. Gl. Tom. II pág. 44 de la Defensa del Lic. Carrillo.


3. CÓMO DISPUSO EL OBISPO GOBERNADOR SOBRE LOS BIENES DEL COLEGIO DE SAN IGNACIO. OTROS ACTOS DE SU GOBIERNO

Al expulsar los PP. hizo el Obispo colocar guardas en el Colegio, temeroso de que éste fuese echado por tierra como quería la multitud. Los dos alcaldes inventariaron luego los bienes que quedaron. Mientras los unos se ocupaban de la hacienda de los despojados PP., pensaba el Cabildo seglar en justificar y excusar lo obrado.

En la exposición en la que, en parte, aduce argumentos parecidos a los de Cárdenas, fecha 26 de marzo de 1649, al Presidente de la Real Audiencia, por la expulsión de los PP. concluye: "En atención de lo cual suplicamos humildemente a V. A. disimule con lo hecho, y se dé por bien servido. Y no nos mande los volvamos a recibir, porque será nuestra total ruina y destrucción. Tendremos por mejor y demás comodidad mudar nuestra población a otro sitio que recibirles en ésta; porque como gente tan poderosa nos pondrán en mil ocasiones de volverlos a expeler o que sucedan otras cosas que la contingencia del tiempo suele ofrecer" (1). Firma D. Fray Bernardino de Cárdenas en primer lugar. Los cabildantes y demás firmantes querían, por lo visto, impresionar. Pero el momento del entusiasmo pasó y con él los propósitos enunciados al volver los PP. de nuevo.

Según juicio del Ilmo. Cárdenas no eran ya estos bienes de la Compañía sino de sus cuatro acreedores.

Hallábase entre éstos en primer lugar S. Majestad, a quien se había violado el patronazgo, contrayendo, por ende, la pena de pérdida de las temporalidades.

Opinaba el Obispo que los PP. habían usurpado y robado mil veces más de lo que dejaron. Sin defender, ni aprobar éstas y las siguientes opiniones del Obispo, cumplo el deber de historiador, refiriendo y anotando las exageraciones de los cálculos episcopales. Sirva de excusa de que el Ilmo. Cárdenas no conocía de vista sino sólo de oído las Reducciones Jesuíticas, a excepción de las dos más próximas a Asunción, visitadas en el año 1643. Y en Asunción corrían voces muy abultadas sobre el número de los indios y la riqueza de los PP. Como segundo acreedor fue reputada la iglesia catedral, por deberle los PP. los diezmos o por lo menos veintena de los tributos de los indios, nunca pagados, montando gran suma de pesos. Además, habiendo sido los PP. causa de la expulsión de obispos, pertenecen a éstos sus bienes según el capítulo: "Si quis de Poenit. in Clem.".

El tercer acreedor es, según el Prelado, "esta República pobrísima por haberle quitado los dichos PP. sus encomiendas y tributos, que monta esta deuda gran suma de pesos".

"El cuarto acreedor, añade su Ilma. en su informe al rey (abril 5 de 1649) (2) soy yo, porque me deben restituir y pagar los grandes gastos que me han causado con tan injustos pleitos y lo que robaron de mi casa sus indios (en Yaguarón), cuando los trajeron para prenderme y expelerme y me deben satisfacer las grandes injurias que me han hecho".

"Y así, me parece, según Dios, que de estos bienes se deben hacer cuatro partes, salvo siempre el derecho de V.M., cuya parte aplico, yo lo sé, me debo y dedico para esto lo mejor parado y seguro que son 20.000 pesos de principal que tenía este Colegio puestos a renta en Sevilla (3).

Más el importe de 12 cajones traídos por el P. Procurador Juan Pastor, que se suponía, valdrían como 15.000 pesos desembarcados en S. Fe, a la cual ciudad –continúa el obispo–, he enviado requisitorias, así al juez eclesiástico como seglar para que embarguen y depositen dichos; pues, aunque estuvieran llenos de oro, entiendo eran debidas a V.M. y quizá aún no le pagaban lo mucho que le deben".

Del ganado del Colegio dedica el prelado 600 reses estragados al oficial real, 600 ovejas y 12 piezas de negros esclavos, entre chicos y grandes, lamentando ser tan pocos, pero se consuela de los futuros ahorros para la caja real por no tener que gastar ya el rey en las reducciones convertidas en curatos, en sínodos y viáticos de los religiosos sustituidos por clérigos del país, hijos de los conquistadores, ni por el clero, recibiendo en cambio el rey tributos y los quintos de oro de los minerales aún por descubrir.

Al segundo acreedor, a la iglesia de Asunción, pobrísima por las causas dichas, "se le han aplicado ornamentos y algunas cosas de plata, y cálices y un retablo dorado para el altar mayor, dos campanas, un palio rico para el Smo. Sacramento, y otras cosas menudas. Hago esta aplicación en justicia verdadera, restitución y satisfacción aún no íntegra".

Al tercer acreedor, que es la República y el bien común, sigue el informe episcopal, le apliqué lo restante para tres obras pias: para hospital, porque hay muchos enfermos sin socorro; para un colegio o seminario real, que no había a pesar del encargo del Concilio de Trento, y para un monasterio de Monjas, nunca fundado, a permiso de Carlos V, y que por de pronto será casa de recogimiento para las muchas doncellas nobles y pobrísimas que hay en esta ciudad. Opina el Obispo que por los manejos de los PP. han quedado perjudicados los encomenderos por 220.000 pesos. Aunque es poca hacienda –añade– para tres obras tan costosas, procuraré disponerla que alcance para todo con darles algunos indios de servicio y otros arbitrios, pidiendo, además, el socorro muy valedero que es el amparo y favor del rey, que van debajo de su nombre.

"Y he aplicado para esto las cosas siguientes: una estancia, una chácara y una viña que valdrá 1.400 pesos con seis piezas de esclavos y otra chácara y viña cerca del pueblo con cinco esclavos y tres tiendas de alquiler y dos casas que rentan 60 pesos cada una; otra estancia de ovejas con 1.000 y tantas cabezas; que la estancia de vacas se despobló, porque llevaron los PP., según se decía al obispo, tres mil con otras 600 vacas, de las mismas destinó el obispo para fundar una estancia para el Hospital y casa de recogidas, obras ambas acomodadas en el colegio de S. Ignacio; otras 500 vacas hizo enviar para los indios, refugiados del Itatín, cuya despoblación, tan sin fundamento, obispo y Cabildo, según parece por falsos informes, atribuyeron a los Jesuitas. El resto del ganado de aquella gran estancia desapareció por repartos a los pobres y por robos.

De estas sus haciendas habían sostenido los PP. Jesuitas las Reducciones del Itatín, no subvencionadas por las cajas reales.

Los proyectos respecto de reemplazo y de los bienes de los Jesuitas eran aún más vastos, aunque con algún recelo, cree el Ilmo. Cárdenas, ser factible la recuperación de las Reducciones, no obstante, la mucha fuerza que habían dado los 3.000 arcabuces, concedidos a los Indios, habiendo sólo 200 en la ciudad (4).

Pero una vez realizado esto, continúa su Ilma. en su informe, que consta de tres piezas, con fundar dentro de un año, sin costa de la real hacienda, y con la real licencia, una ciudad sobre el Paraná, estará seguro el reino por esta parte contra los portugueses y a las naciones extranjeras a las que pudieren dar entrada los PP. por la laguna de los patos, "que es muy de temer por la codicia del oro, que también espero descubrir con la ayuda de Dios y del Smo. Sacramento" (5).

En todo caso, empero, insinúa su señoría, si estorbada por su dignidad, no pudiese realizar tan grandes empresas, sabe mandar S. Majestad que salgan los PP. de las doctrinas del Paraná, Uruguay y Tapé, dejando sus ornamentos y adherentes, por ser hechos con emolumentos de la hacienda real.

Como justificación de su proceder, tan a prisa, aduce el obispo: lo incongnoscible de la tardanza, la inutilidad de los ruegos e informes y gastos de esta ciudad pobrísima ante la Real Audiencia durante 20 años, siempre contrarrestados por los PP. – el peligro de la tardanza, logrando por ella los PP. nuevos medios de hacerse fuertes, – la merma continuada de la hacienda real y de la República (que según el Obispo importaría por cada año un millón de pesos y otro tanto número de pecados para los usufructuarios) y finalmente el mismo bien de los indios, aún muy bárbaros por no saber bien los PP. la lengua de los naturales, lo que pueden hacer con toda perfección los clérigos del país, "porque los sacerdotes criollos de esta tierra, aunque no sepan teología y aun caso negado, que no supiesen latín, son más idóneos que los muy letrados extranjeros, por saber perfectamente la lengua y no los dichos PP. aun con la estadía por muchos años". (Colec. G. Tom. I pag. 60). Urgía, pues, breve remedio, sin esperar cédulas y provisiones reales. Además. según presumo, se quería impedir con estos despojos la vuelta de los aborrecidos padres. "Por lo cual, según entiendo, me dio Dios el gobierno y para esto lo acepté yo y le he de continuar y favorecer a V.M. como con humildad y buen celo del servicio de ambas Majestades pido y suplico con toda esta ciudad y ciudadanos en ella".

Esperaba, pues, el obispo, con sus partidarios, no sólo la aprobación por lo hecho, por tantos proyectos y más la confirmación en el mando. La fecha de esta tercera pieza del larguísimo informe-justificación es del 25 de abril de 1649. Mandáronse copias al rey y Audiencia. Acompaña el oficio del Obispo con 232 (234) firmas con fecha 10 de abril de 1649 (6).

Para la mejor ejecución de sus planes puso el obispo–gobernador en parte nuevos oficiales reales. Nombró como teniente suyo y Justicia mayor al Gl. D. Juan de Vallejo Villasante, quitando también el estandarte real al Alférez anterior por ser portugués, nombrando otro en su lugar.

Por lo demás no se mencionan ninguna de las hazañas anunciadas, ocupando la atención pública las gestiones con el rey, virrey y Audiencia y no poco el recelo de la vecindad de los guaraníes, los que, según fama estaban reuniendo los PP. Jesuitas en la Reducción de San Ignacio Guazú.


NOTAS:

(1) Col. Gl. Tom. I. pág. 103.

(2) Col. Gl. Tom. I. págs. 83-93.

(3) En prueba incluyó una carta del P. Juan Camacho, dirigida al P. Rector Laureano Sobrino, fecha en Sevilla y agosto 15 de 1646.

(4) El obispo quería aprestar para dicha "conquista" 500 hombres.

(5) Col. Gl. Tom. I. pág. 88.

(6) Col. Gl. Tom. I. pág. 94 y ss., entre ellas se halla la de Gabriel Cuellar y Mosquera.


4. LAS GESTIONES DE LOS EXPULSOS - SEBASTIÁN DE LEÓN, GOBERNADOR INTERINO.

El P. Laureano Sobrino, como ya quedó dicho, pasó de Corrientes a Córdoba para informar al P. Provincial Ferrufino de lo sucedido. Enfermizo éste mandó inmediatamente al P. Simón Ojeda, Rector del colegio cordobés, ante la Audiencia de Charcas para hacer las oportunas reclamaciones e informaciones.

Obtuvo el comisionado la destitución del nuevo gobernador, cuya elección fue declarada temeraria, tumultuaria e ilegal.

Usando de su derecho el presidente Marín, desde Potosí nombró Gobernador interino, hasta que él previese, a Sebastián de León y Zárate, ordenándole que restituyese lo más pronto a los PP. la posesión de su colegio y bienes.

Habíasele ya prevenido de la posible oposición del Gobernador depuesto, por lo cual añadió el presidente pena de lesa majestad y privación de bienes contra los que desconociesen la autoridad del nombrado, librándolo, según el P. Ferrufino, de la obligación de presentar su nombramiento al Cabildo de Asunción (1).

Pidió el presidente al mismo tiempo, aprobación del virrey al nombramiento hecho, informándole de la elección del Gobernador Cárdenas y de la expulsión ordenada por éste de los PP. (2).

Enojóse el virrey al oír tales sucesos, por no haberse cumplido sus órdenes anteriores, mandando inmediatamente al oidor visitador D. Andrés Garabito de León que reuniese tropas del Río de la Plata para suprimir la oposición que se temía del Obispo (3).

Ignórase con precisión los poderes dados a D. Sebastián.

Tanto el Presidente de la Audiencia como el virrey mandaron, según el P. Andrés de Rada, a Sebastián de León, un tanto refractario a la nueva dignidad, para que admitiese el gobierno y que llevase gente india para su defensa. Hay harta razón para dudar de esta aserción, pues que el mismo P. Rada está indirectamente descendiendo al añadir a su primera aserción absoluta, "al menos recibió D. Sebastián carta del Sr. Presidente de Chuquisaca acerca de esto, que he entreoido la tuvo y en especial habla de nuestros indios y de que nosotros le ayudemos" (4). A la vista está el empeño del P. Rada en debilitar su primera aserción y, aun dado el caso que efectivamente el Presidente Nestares Marín hubiese dado tal licencia, nos cabría aquí la pregunta: ¿quién le ha impulsado a órdenes tan previsoras?

Lo cierto es, como veremos, que fue reprobada oficialmente la invasión india de Asunción, practicada bajo el mando del Gobernador interino León y que el mismo que lo comisionó (D. Andrés Garabito), condenó por ello a dicho León y a otros partidarios suyos a la privación de oficios públicos, pena de la que, según ha entendido el P. Rada, revocó dichos autos.


Notas:

(1) Se ve que también los PP. de la Compañía prefierieron, como su Señoría, el camino expeditivo al de la moratoria ante los tribunales, dejando esto para después. Muy distinto fue el proceder al expulsarse al Obispo, oponiéndose a su regreso.

(2) Según relación del P. Ferrufino, (Pastells: II-218).

(3) Relatio latina del P. Ferrufino, como casi todo lo anterior. Pastells: II pág. 218 (nota)

(4) Pastells: II - 162; Colec. Gl. Tom. II.


5. CAUSAS DE LA RESISTENCIA CONTRA SEBASTIÁN DE LEÓN - Octubre de 1649

a) Estuvo aún descomulgado por el obispo por el atropello cometido contra el Convento de San Francisco y por la guerra despiadada que hacía al obispo. Por la excomunión no podía funcionar de gobernador. Sin embargo estaba dispuesto el Obispo con el Cabildo a no oponerse a una pacífica entrada de León.

b) Su nombramiento era irregular, porque no venía inserta en Real Provisión como se acostumbraba (1).

c) Otro gravísimo obstáculo contra su recepción era su venida con los indios. Era una ofensa a la lealtad de los de Asunción, puesto que de antemano se les trataba de rebeldes. Estos preparativos de guerra fueron considerados injuriosos a la lealtad que la ciudad profesaba a su soberano, pues a más de atacarse por este medio su crédito y reputación, se exponían los vecinos a ser tratados con violencia a la que siempre cree tener derecho un conquistador.

"La intención de oponerse a la entrada de indios fue, quisiese dejarles Sebastián de León íntegro el mérito de la obediencia, sin equivocarlo con la sumisión forzada del que se rinde a vista de un ejército".

d) Era, además, dar un pésimo antecedente, fomentando la soberbia e insolencia de los indios contra los españoles, descendientes de los antiguos conquistadores, pudiéndose temer graves males y desmanes de aquellas tropas mal disciplinadas.

e) Cárdenas tenía un asunto pendiente ante el rey y podía, por tanto, apelar a su resolución. El nombramiento, además de ser muy ofensivo contra el obispo, se hacía en la persona de un declarado enemigo suyo. Podía rechazar su jurisdicción en causa suya como sospechosa e ilegal.

f) El Gobernador tenía que ser recibido ante el Capítulo. La dispensa que el Presidente Nestares Marín había dado, según asegura D. Sebastián de León, de esta formalidad, era ilegal, aunque tal vez excusable por las circunstancias extraordinarias que atravesaba el país.

g) El Cabildo, de acuerdo con Cárdenas, eligió, además, medios de transacción, notificándole: "que si venía de Gobernador, que entrase a la ciudad con el acompañamiento debido a su persona y presentase sus papeles, retirando primero el ejército; que aquella ciudad era muy obediente a órdenes y mandatos reales; y que si los tenía, era muy sospechoso entrar con un ejército de indios, enemigos notables y declarados de los españoles, no pudiendo hacer sin cierta y manifiesta destrucción de la ciudad y sus vecinos. Y por tanto, si no quería entrar pacífico y con seguridad de la República, sino que perseveraba en su propósito de venir con la fuerza, con armas y ejército, se defenderían de tal manifiesto peligro, y se saldrían a la oposición" (3).

Fue portador de esta carta el valeroso D. Sebastián Escobar. La firma de este comisionado, como testigo en el informe que meses atrás (21 de mayo de 1649) había dirigido, por orden y comisión del Ilmo. Cárdenas, el cap. D. Cristóbal de Ramírez, alcalde ordinario con otros a S.M. y a su R. Consejo, virrey y Audiencia de La Plata, había sido contra un Memorial del P. Juan Pastor, en el que éste, por muy entendibles razones, pedía al virrey Manresa se dejase a los indios de sus Reducciones las 700 bocas de fuego que tenían y la exención de tributo, favor que el virrey había concedido.

Los firmantes habían tachado aquel Memorial como falso, alegando "de cómo aquellas armas eran manejadas contra la ciudad y que los doctrineros son extranjeros de las provincias que hoy mueven guerra a su real corona" teniendo además los recursos de tantas minas de oro a su disposición" (4).

La segunda tentativa del Cabildo y para dar mayor énfasis a la comisión fue el envío de los superiores de los Conventos de S. Francisco y de S. Domingo.


Notas:

(1) Colecc. Gl.Tom. I-111. La venida de D. Seb. de León tomó desprevenido al Obispo, pues la supo sólo el 28 de septiembre de 1649, estando ya a siete leguas de la ciudad el Gobernador interino con los indios, etc., aunque había recibido cartas de Santa Fe y Corrientes, en que se avisaba al Obispo de los preparativos de los Padres y Sebastián de León.

(2) D. Bruno de Zabala - 1725: Como enemigos de la fortuna de los vecinos.

(3) Colecc. Gl. Tom. I. pág. 112.

(4) Pastells: Tom. II. pág. 201.


6. PREOCUPACIONES DE SU ILMA.

Con los acontecimientos de Yaguarón en que tomaron parte los indios de las Reducciones, sin que conste una sola reclamación contra las exigencias del Gobernador, de parte de los Jesuitas ante los tribunales y los pareceres dados con palabras y escritos, las tentativas eran de arrancar el árbol de cuajo, diciéndose que era un Obispo intruso y tal vez de dudosa consagración.

La honra, la convicción íntima, la dignidad episcopal quedaban gravemente lesionadas, debiéndose estas heridas enconarse más con la resistencia a su autoridad, los pleitos movidos, los pasquines y los hechos que demostraron profundo desprecio hacia su persona y autoridad.

Añádase a ésto que el primer golpe y la hostilidad no habían salido del Ilmo. Cárdenas.

Los mismos PP. Jesuitas alegaban que deseaban las visitas del obispo. ¿Por qué entonces la resistencia disimulada contra la entrada de Cárdenas? ¿Por qué, durante el tiempo de su destierro no le apoyaban en sus demandas contra el Gobernador Hinestrosa y Sebastián de León?

¿Por qué, si les facilitaban tropas, aún dado el caso de órdenes estrictas del Gobernador sin acudir a los tribunales, pedían fuesen desobligados de dar gente contra el Diocesano, proceder que aun en los indios debía minar el respeto a la autoridad y dignidad episcopal y debilitar la persuasión en las doctrinas de los que predicaban la paz y el perdón?

El ofendido, el agredido fue, pues, el obispo. No debe, por tanto, sorprender si éste se mostraba crédulo y aún apasionado en la lucha que ahora con tanto escándalo se abrió entre el diocesano y los superiores de la Compañía en el Paraguay, abriéndose así cada vez más el abismo que separaba los ánimos.

Añádase que el siglo de Felipe IV fue tal vez el de más pleitos que conoce la historia española. Esto de luchar por nimiedades de derecho, estaba, por decir así, a flor de piel.

Herido continua y profundamente Cárdenas en su carácter episcopal, se explica, por qué daba oídos a los enemigos de los Padres, haciéndose eco y portavoz de las calumnias o exageraciones de los mismos, dándoles por su prestigio cierta probabilidad.

Anciano de años retenía con la tenacidad y terquedad que la vejez da a muchos hombres, las impresiones malas que había recibido sin modificarlas, como se podía esperar de él.

Por más, empero, que se hubiese mostrado nuestro Obispo adversario de aquellos Padres, por más que haya prestado su asentimiento a las calumnias que contra ellos se propagaban, no se le puede negar la buena fe en esta lucha, la convicción de la justicia de su causa y de la verdad de sus aserciones. Esto es lo que prueban las cartas dirigidas por Cárdenas al Virrey de Lima y Arzobispo de la Plata, que nos ha conservado Charlevoix. También la declaración que más tarde hace por libertar a sus parciales del furor de Sebastián de León, manifiesta en el fondo la idea de haber tenido la razón y la justicia de su lado.

Puede ser aventurada nuestra opinión; pero no podemos repeler la sospecha de que las citadas cartas pueden haber llegado alteradas a manos de Charlevoix. El contenido de esos escritos confirman la buena fe del Obispo, quien apela jurando a su consagración y haciendo recurso al tribunal de Dios; pero manifiesta, en parte, una credulidad extremada, unos cálculos fantásticos y exagerados, una ignorancia supina sobre la historia de las fundaciones hechas por los PP., que desdicen totalmente de la prudencia y de los conocimientos de tiempos, personas y lugares, que debía haber adquirido Cárdenas en su larga experiencia y durante sus estudios.

Explicado, pues, el estado psicológico de nuestro protagonista y excusado lo que no podemos aprobar, entremos en la materia, la cual hemos dado en llamar "Preocupaciones de su Ilma", aunque no todas fueron tales y que él utilizó como armas de ataque, de denuncias y agresiones contra los PP. Jesuitas de su diócesis, haciendo caso omiso, olvido voluntario de los elogios extraordinarios, los testimonios espléndidos, que llenos de entusiasmo por las Misiones y por los Misioneros, había expresado hasta el mes de marzo de 1644, pero sin rebajarse a acusaciones personales. Cárdenas, desde el año 1644 ataca el sistema, los principios, los defectos, que, como práctica juzga él en las Reducciones y sus rectores en frente de los intereses religiosos de la jurisdicción episcopal, del rey, de los españoles o criollos de su diócesis.

Las graves preocupaciones, consideradas por sus émulos, se refieren a la calidad canónica y civil de las Reducciones, su relación al patronazgo real, a la enseñanza religiosa de los indios, a las pretendidas riquezas y minas de los Padres Jesuitas, cuyos abusos perjudicaban los intereses reales y episcopales.


1. CALIDAD CANÓNICA DE LAS REDUCCIONES JESUÍTICAS

Los reyes de España tenían desde el Papa Alejandro VI (Constitución: "Inter caetera", 4 de mayo de 1493) el encargo de enviar a sus dominios varones aptos para la predicación evangélica. La jurisdicción espiritual en este nucleo, que poco a poco iba cristianizándose, de estas misiones vivas, como se decía, provenía directamente del Papa, la nueva cristiandad no pertenecía a ninguna diócesis, no dependía de la autoridad diocesana, sino inmediatamente de la de sus evangelizadores.

La reducción, empero, como se llamaba el nuevo pueblo formado por los indios convertidos, tenía que convertirse, teniendo ya consistencia con el tiempo, en un pueblo sujeto a la jurisdicción, tenía que dejar este estado anómalo, y ser doctrina, parroquia de indios ya establecida.

La cuestión estaba en determinar en qué tiempo debía hacerse esta transformación. El Ilmo. Cárdenas afirmaba que las Reducciones ya no eran misiones vivas, sino, in jure, verdaderas doctrinas. Los PP. Jesuitas lo negaban.

El Concilio de Trento (ses. 25, cap. 11), publicado por Felipe II en todos sus dominios, (12 de julio de 1564) sujetaba los párrocos regulares a la provisión, corrección, visita y remoción de parte de los obispos. En la práctica pues las doctrinas eran parroquias.

A los religiosos fundadores de Reducciones quedaba, pues, la elección de dejar estas doctrinas a pesar de faltar Clérigos seculares o bien continuar, sujetándose al obispo, con perjuicio de la exención que les daban los privilegios pontificios.

Felipe II, haciéndose cargo de estas dificultades, había obtenido de Pío V. el Breve: "Exponi Nobis" (24 de marzo de 1567), en que el Papa permitía que los tales religiosos podían continuar, como hasta ahora, administrando las parroquias amovibles ad nutum de sus Superiores, confiriéndose los sacramentos como si fueran párrocos verdaderos, dependientes sólo de sus superiores, pero Gregorio XIII, con la Bula "In tanta rerum", revocó en el año 1572 los privilegios dados por S. Pío V. que se apartasen de la norma del Tridentino, cayendo así, según unos, el privilegio mencionado de los Religiosos, y no, según otros, por ser dado a petición del príncipe. A pesar de esta disputa intentaron ya los obispos del Perú, excluir a los Religiosos de sus Doctrinas hasta que el Papa Gregorio XIV (16 de septiembre de 1591) nuevamente confirmó el citado Breve de S. Pío V.

Aunque la Bula de Gregorio XV, Inscrutabili –5 de febrero de 1622–, sujetaba absolutamente a la jurisdicción diocesana a los regulares que tuviesen cura de almas, dudábase aún si revocaba la concesión piana, tanto más en cuanto que Urbano VIII ("Alias" –17 de febrero de 1625) mandó suspender en los reinos de España la Bula de Gregorio XV. Seguíanse los pleitos entre Regulares y Obispos y preguntada la Santa Congregación del Concilio, respondió el 14 de mayo de 1648: "Ha de tratar con S.S. sobre si quiere declarar que el Privilegio no ha sido revocado, pero en todo caso no aprovecha sino donde hay falta de párrocos". El privilegio era de consiguiente dudoso, pero valía, como en el Paraguay, falto de clero secular.

La cuestión canónica estaba determinada. Surgió después la del Patronato real. El Rey consideraba las doctrinas y curatos, a los cuales daban subsidios sus cajas, como beneficio eclesiástico y de consiguiente tocaba la presentación de los beneficiados ante el obispo a la autoridad real como patrono o vicepatrono (Virrey, Presidentes, Gobernadores). Varias Cédulas (4 de abril de 1609; 6 de abril de 1629) encargaban el patronato real en las Doctrinas sin exceptuar ninguna. En virtud de estas Cédulas acudieron el Obispo Aresti y el Gobernador de Asunción de la Real Audiencia, pidiendo la ejecución del real patronato contra los Jesuitas, también recurrentes.

La Audiencia, con el fin de favorecer a los de la Compañía y en consideración de sus méritos y sacrificios para fundar y sostener aquellas Reducciones y aun de la presunta voluntad contraria del rey, quien a expensas de su R. Hacienda enviaba aquellos Misioneros, expidió Provisión dando por legítima e intangible la posesión de los PP. Jesuitas. Al saberse la existencia de las nuevas Cédulas R. (10 de junio y 14 de setiembre de 1634) sobre provisiones conforme al patronato con las que nuevamente pretendían desde Asunción, despojar a los Jesuitas de sus doctrinas, la Audiencia rechazó en 1636 esta pretensión, habiendo expuesto su fiscal que el Rey tenía patronato pero también existía el privilegio de Pío V, convenciéndole el uso del último para el Paraguay sin perjuicio de su real jurisdicción y ordenó como antes que mientras tanto el Rey no ordenase otra cosa, no hiciese novedad el Obispo, pudiendo recurrir las partes al Consejo de Indias.

Igual respuesta fue dada el año 1645 por la Audiencia a las pretensiones del Ilmo. Cárdenas. Acudió ante el Consejo y obtuvo la Cédula Real del 18 de junio de 1650, en cuya virtud pidió Provisión para obligar a los Jesuitas al Patronato. Dejóse vencer esta vez la Audiencia y dio la Provisión solicitada. Mas los de la Compañía alegaban que esta Cédula no se refería al caso de su litigio con el Ilmo. Cárdenas. Como consecuencia mandó la Audiencia los autos al tribunal superior del Virrey. Éste, como más tarde veremos, ordenó no se innovase nada hasta la definitiva resolución del Consejo de Indias. Esta respuesta envió la Real Audiencia con su Provisión, fechada el 28 de enero de 1653 a Cárdenas y a Asunción.

El Real Consejo de Indias, queriendo cortar de una vez la cuestión, que agitaba durante tanto tiempo la Provincia del Paraguay, ocasionando tantos disturbios, ordenó mediante Cédula Real de 15 de junio de 1654: a) que las misiones o reducciones jesuíticas del Paraguay debían tener nombre y calidad de doctrinas o parroquias, sujetas al patronato real; b) que de consiguiente el Prelado regular (Provincial) debía presentar para cada una al Gobernador tres Religiosos examinados y aprobados por el Obispo. El Gobernador había que presentar, en nombre del Rey a uno de ellos, al Ordinario, dándole –sin concurso– la institución canónica no inamovible, como eran los curas colados, sino ad nutum Superioris, o como se decía en encomienda; c) debiéndose renovar el procedimiento al quitar el Prelado regular, sin obligación de manifestar las causas, alguno de estos doctrineros; d) el Padre doctrinero religioso quedaba sujeto a la jurisdicción y visita del Obispo en cuanto al oficio de Cura, y en lo demás al Prelado regular.

Sujetáronse los Jesuitas, quedándoles asignadas a las Misiones como Doctrinas desde la intimación de aquella Cédula (hecha en 1655), después de tan largas resistencias, fundadas en órdenes de su P. General y en sus exenciones.

La causa defendida por el Ilmo. Cárdenas había triunfado.

Mirando el decreto del Tridentino y las dudas producidas por los posteriores privilegios pontificios y la Regla y Constituciones de la Compañía, no estaban sus pretensiones provistas de buenas razones. La obligación impuesta por el Concilio era cierta, mas la exención dudosa. Considerando las Cédulas reales de antes, que no concedían excepción a ninguna Orden, estaba el Obispo en pleno derecho de quejarse de que no se observaba el patronato real.

Consideramos, empero, no del todo fundados los lamentos del Obispo sobre la nulidad de los sacramentos administrados en las misiones jesuíticas.


2. ENCOMIENDAS Y LAS MISIONES JESUÍTICAS

Para satisfacer y premiar los servicios de los conquistadores cedió el Rey del tributo del vasallaje impuesto a los indios, el tributo de cierto número de indios (encomienda), descargando al mismo tiempo en el favorecido (encomendero) su cuidado de conciencia, obligándole a que, mediante un sacerdote procurase la instrucción religiosa de los "encomendados", debiendo a cambio mantener armas y caballos para su defensa y de la Provincia. El encomendero tenía, pues, la obligación de cuidar del bien espiritual y temporal del indio. La encomienda no se perpetuaba. Duraba para el primer poseedor y su primer heredero, volviendo después los indios a tributar sólo al Rey, quedando vaca la Encomienda.

Pero los Gobernadores tenían facultad, por no disponer casi de otras mercedes, de dar a otros por dos vidas aquella encomienda, el encomendero, al tomarla en posesión, debía jurar que cuidaría del buen tratamiento de los Indios. Estaba obligado, además: a residir en la misma Provincia de sus encomendados. Pero no podía vivir en el pueblo de los mismos, ni poner allá poblero o escudero administrador para evitar las opresiones de los Indios, ni ejercer jurisdicción civil o criminal, tocando ésta a los Alcaldes, por recurso, al Gobernador ni podía ocuparles, por razón de dicho tributo, en servicio personal como criado en faenas domésticas o agrícolas.

Así fueron en esencia las disposiciones de las Cédulas reales que, bien observadas, no eran injustas, ni ilegítimas, ni gravosas para el indio.

Pero las encomiendas así manejadas, no daban gran provecho y prevaleció pronto, a pesar de las Cédulas, la costumbre de cobrar el tributo que debía ser en dinero o frutos de tierra, en jornales a precio bajísimo durante dos meses al año, sin atenerse muchas veces a este término. El encomendado "se convirtió en mitayo o mitario, haciendo turno o la mita" cada dos meses entre los varones de 18 y 50 años, quedando legalmente excluidos los niños, mujeres y viejos.

Como "encomendadas" se consideraban también en el Paraguay las piezas; es decir, los indios captados en expedición por rebeldes u hostiles, a los cuales se añadía en el Paraguay los indios cautivos, comprados a los indios bárbaros vencedores. Estos infelices eran todos puestos al servicio personal del encomendero, hombres, mujeres, niños y descendientes sin retribución alguna durante toda su vida. Eran siervos vitalicios, o como se decía: indios originarios o yanaconas (1).

El servicio personal obligatorio, como se practicaba en las Provincias del Paraguay y Río de la Plata, era contra el derecho positivo y natural, pues impedía al indio disponer libremente de su persona, obligándole muchas veces, contra las Cédulas – a salir de su pueblo. Fomentaba las excursiones contra los indios bárbaros, aún pacíficos, para hacerles "yanaconas", separábanse las familias, comprábanse a los mismos indios, niños y mujeres, constituyendo aquella chusma otras tantas "piezas", etc., y había una multitud de abusos e infracciones de las Cédulas, maltratamientos que acarrearon la muerte de los indios, y descuido de la instrucción religiosa y civil, y en cambio, agravios, opresiones de la infeliz raza indígena, causando este sistema vejatorio el rebajamiento del carácter del indio, a veces sublevaciones, despoblamiento y la resistencia de los bárbaros al Evangelio hasta que el Monarca español empeñó su palabra real a los Indios del Paraná y Uruguay, de que no serían encomendados en cabeza de particulares, sólo en la de la Corona como vasallos inmediatos (2).

Inútilmente tentaron los reyes, repetidas veces, quitar las encomiendas y servicios personales, sólo en los primeros años del siglo XIX pudieron conseguirlo. (Cédula Real de 17 de mayo de 1803).

Al llegar Cárdenas a su Obispado, encontró Doctrinas franciscanas en Itá, Yuty y Caazapá, pero en encomienda.

Aun la indicada Misión de S. Ignacio Guazú era en su mayor parte encomienda.

Sobre las Reducciones de los Itatines reinaban dudas, si eran encomiendas o Doctrinas, que gozaban de las exenciones de las demás Misiones jesuíticas y no estaban en poder de encomiendas.

La Provisión de la Real Audiencia de 1636 había causado en Asunción pésima impresión. Sostenía que se les hacían agravios por haberse conquistado aquellos indios de las Doctrinas jesuitas por armas.

Invitaron los indios a los encomenderos, recoger en especie los tributos vencidos, pero éstos declararon en su Cabildo secular, que de ninguna manera se avenían a recibir el tributo de sus encomiendas conforme a las tasas hechas y ordenanzas y Cédula posterior de 1636, sino que se les había de pagar en servicio personal.

Poco después de estos pleitos llegó Cárdenas a Asunción. Sus contrarios le acusan de que quería expulsar a los Jesuitas, sustituyéndoles con Clérigos seglares, buscando el apoyo de los encomenderos, restituyendo así a la iglesia aquellas parroquias y a los encomenderos aquellos indios detentados y procurando a la vez muchos miles de pesos de tributo adeudados aún, por culpa de los Jesuitas, al Rey. Refieren que por sí y sus Procuradores pintaba el cuadro desolador del Paraguay, en que tantas doncellas nobles, descendientes de los conquistadores, tenían que irse al río en busca del agua o por leña, por falta de un indiecito, olvidando no sólo que él, por su estado era el defensor nato del indio, prefiriendo, a pesar de tantas Cédulas y Provisiones, favorecer el servicio personal, sin jornal ni recompensa alguna, sino también que aquellos pocos vecinos de Asunción, desde la conquista de Irala, habían destruido algunos centenares de miles de Indios, queriendo sacrificar ahora el resto que quedaba en las Misiones, desoyendo el privilegio, otorgado al Evangelio en favor de la codicia.

Añade Hernández (1. c. Tom. II - pág. 159): "El Ilmo. Cárdenas ciertamente no fue el primero que pretendió sujetar las Doctrinas a los encomenderos, como tampoco fue el primero que quiso sacar de allá a los Jesuitas. Otros le habían precedido en ambos intentos y él halló preparado el terreno. Pero ciertamente excedió a cuantos había habido antes de él por la fogosidad de su empeño y el arrojo en los medios que usó, los cuales mantuvieron en estas regiones la inquietud y descontento durante un cuarto de siglo".

Esta acusación es tal vez la más grave de todas las se han levantado contra aquel Prelado, por sus consecuencias.

Sentimos no poder desmentirlo, existiendo sólo la acusación pero no la defensa.

Comprendemos que la resistencia que notaremos en el Paraguay, de parte de los PP. Jesuitas, los ataques que hacían a su consagración y jurisdicción, la ayuda que prestaron a los Gobernadores, a pesar de sus censuras, hayan indispuesto a Cárdenas contra aquellos Padres, quienes fomentaron la desobediencia hacia el diocesano y aun al cisma, de forma que no quería ya saber nada de la ulterior permanencia de los mismos en su diócesis. Comprendemos que, celoso del cumplimiento de la Regla y Constituciones del Instituto de San Ignacio, haya querido sólo misioneros y no doctrineros de aquella Orden.

Pero no comprendemos por qué el Obispo, quien antes, estando de fraile, era defensor tan celoso de los intereses espirituales de los indios, que después de su expulsión del Paraguay emplea años y fatigas casi increíbles a su edad avanzada, estuviese empeñado en destruir aquellas Doctrinas florecientes y esclavizar, moralmente, al indio; dejándole preso de la avaricia y desgracia, impidiendo la propagación de la fe, y cooperando a la infracción de la promesa garantizada por él.

Opinamos por tanto, si dichas acusaciones contra el Ilmo. Cárdenas de que quería convertir las Doctrinas en encomiendas tienen fundamento, no deben entenderse de las Doctrinas de las cuales pretendieron derecho los de Asunción por la pretendida conquista de armas como Corpus, Itapúa, los Itatines, etc. Tampoco podemos creer que aquel Prelado tan adicto a la raza indígena haya querido apoyar ni la infracción de las Cédulas reales, ni tampoco los abusos practicados por los encomenderos al exigir el servicio personal en lugar del tributo.

Alegamos también como excusa las mitas, practicadas en el Alto Perú, de donde venía el Obispo, habituado desde su niñez a ello, la opinión que se había formado de que los PP. obraban contra el espíritu de su instituto y sacaban muchas riquezas de las supuestas minas y de las industrias de los indios Guaraníes. Pudiera por esto haber preferido que Asunción, cuyos habitantes y diócesis estaban sumamente pobres, en gran parte por la dejadez de los españoles, disfrutase algo más de ello.

No pudiendo desmentir lo contrario, por no disponer de datos y razones dadas por Cárdenas, tenemos que dejar la sombra sobre este "padre de los pobres", de haber sido instrumento o haberse dejado guiar por los encomenderos de Asunción, aunque pruebas del orden moral hablan altamente de él, demostrando que Cárdenas personalmente nada podía buscar de las encomiendas y no podía querer un mal verdadero para los indios.

Queda, empero, a los PP. Jesuitas la gloria de haber defendido, a pesar de tantas enemistades, al infeliz indio, cargando ellos con mil odiosidades en favor de los míseros indígenas por haberlos protegido tan generosamente.


3. LAS SUPUESTAS MINAS JESUÍTICAS Y EL ILMO. CÁRDENAS

Españoles y portugueses indagaban por todas partes la existencia de minas de oro y plata. No causó poca alegría al oirse contar que los Jesuitas, en un rincón apartado del Uruguay habían encontrado minas de oro, beneficiándose en secreto, defraudando el quinto al Rey y oponiéndose por ello a las encomiendas para utilizarlos ellos mismos en sus minas (3).

El Gobernador Esteban Dávila (1632 a 1638) participó al Consejo de Indias la existencia de estas minas como cierto y empleó diversos medios para descubrirlas, pero desengañado y corrida su ligereza, tuvo la hidalguía de retractar ante el Consejo sus informes.

Persistían, sin embargo rumores vagos e insistentes.

Bernardino de Cárdenas, al saberlo de los vecinos de Asunción con su genio fogoso les dio inmediatamente asentimiento, estando de Gobernador interino, dio la versión como un hecho, denunciándolo ante la Audiencia de Charcas (25 de abril de 1649). Pero antes corrían díceres hasta Bs. Aires, que también el Obispo del Paraguay creía en tales minas.

Lo supo también el Gobernador Jac. Solís de Buenos Aires (1646 a 1653), quien tuvo el encargo de visitar las Misiones. Habiendo encontrado un tal indio Buenaventura, quien aseguraba conocer aquellas minas, fue con entusiasmo a la visita y a la busca de las minas, emprendiendo un viaje de 600 leguas entre ida y vuelta (1647). No encontrando nada sin embargo.

No estaba entonces Cárdenas, tan atribulado por el Gobernador Osorio y siempre en peligro de ser expulsado de la diócesis, para semejantes exploraciones. Escribió al Sr. Láriz que la boca de las minas estaba tapada por piedras (por los Padres). No sacando, pues, las piedras (Padres Jesuitas) no se descubrirían las minas. Despechado volvió el pobre Gobernador con su comitiva a Buenos Aires, no sin haber antes aplicado una buena azotaína al embustero Buenaventura. Compuso luego una laudatoria al Rey sobre las Reducciones visitadas, lamentándose del empeño realizado y el fracaso sufrido en el real servicio, buscando minas no existentes. Añadía melancólicamente que, al ver lo inútil de su pesquisa se había dirigido al Ilmo. Cárdenas "quien daba lo publicado por cierto", recibiendo la respuesta arriba señalada.

Los vecinos de Asunción, empero, no se acobardaron del fracaso del Gobernador Láriz. Pidieron inmediatamente a su Gobernador Escobar permiso para entrar en las Doctrinas en busca de las minas que sabían existían. Ofrecieron en sus informes al Virrey y a la Audiencia de Charcas "a descubrir a S. M. un nuevo Potosí y más rico, de que goza la Real Corona" publicando a la vez libelos contra los PP. por ocultar tan importantes tesoros.

El éxito de las indagaciones del Oidor y Gobernador Garabito narraremos a su tiempo.

Concluimos este punto con decir que el Ilmo. Cárdenas creyó aquellas calumnias, revestidas con tantos informes de los vecinos, corroboradas por actas del Cabildo, apasionado por la continua oposición de los PP. del Paraguay y desgraciadamente se hizo eco de las mismas (4).

Pero preguntamos, ¿no daba la obstinada resistencia de los Padres, en 1644, contra la visita canónica del Obispo, suficiente motivo para creer en la verdad de tantos díceres insistentes? ¿No podía el Ilmo. Cárdenas, resentido ya con los PP. persuadirse de que algo se le quería ocultar y que, temiendo su perspicacia, no se quería su entrada en las Misiones?

Es pues, la conducta de los mismos Padres que ha fomentado un error tan grande de parte de nuestro protagonista, quien al entrar en las doctrinas, escribía que su principal motivo de venir al Paraná fue "en orden a desmentir calumnias y testimonios falsísimos levantados contra la Compañía, viendo y oyendo lo bueno en las Reducciones e informándolo después ante las autoridades competentes.


4. CATECISMO GUARANÍ Y EL ILMO. CÁRDENAS

El Concilio III de Lima Art. II, cap. IV, aprobado por Sixto V ordenaba: "Cada uno sea enseñado del modo que entienda, en castellano el español, y en indio el indio".

Ordenó, además, que para las traducciones sirviese como modelo y base el catecismo castellano, publicado por orden del mismo, aprobando las traducciones el diocesano.

El franciscano P. Luis de Bolaños había traducido el catecismo limense al guaraní. Fue aprobado y prescripto por los sínodos diocesanos de Asunción en los años 1603 y 1631.

Al mover el Ilmo. Cárdenas la cuestión de que este Catecismo expresaba herejías, o cosas indignas, fue rechazado, (5) condenado el dictamen del "calumniador" en juicio contradictorio y declarado, según Charlevoix (6) el catecismo y sus expresiones sobre los misterios como muy propias y católicas (1656).

Si no nos equivocamos escribió entonces el P. R. Díaz Taño un tratado largo en defensa del Catecismo guaraní, que fue impreso en Argentina (Bs. Aires) en los últimos decenios del siglo XIX.

No pudiendo hacer confrontaciones entre el catecismo usual en las Misiones y la traducción de Bolaños (7), ni del catecismo publicado a nombre de un Cacique guaraní, poco podemos decir en defensa de Cárdenas.

Los primeros Misioneros, en su afán de hacerse entender bien de los indios, evitaban el uso de las palabras castellanas, empleando solo términos del idioma indígena, pobre en ideas y de ninguna manera adaptados para expresar las ideas cristianas, por la falta de terminología teológica. Y donde no hay concepto no puede haber palabra adecuada. Los términos, pues, de los indígenas podían dar lugar a malas y erróneas inteligencias.

Las acusaciones principales, levantadas por Cárdenas, fueron contra el uso de las siguientes palabras:

a) memby: literalmente, hijo, habido por varón. Frase usada por la mujer, para decir hijo o hija. La palabra no corresponde al misterio católico de la Encarnación.

b) tayra (taira): hijo habido carnalmente en mujer, palabra que usa el guaraní para decir hijo propio. No podía, pues, expresar la generación eterna del hijo de Dios.

c) Tupa: palabra que no expresa en guaraní la idea de Dios, sino vagamente la de un ser grande, temible. No indicaba el sentido cristiano de la palabra de Dios. Cárdenas dejándose enseñar por su apasionamiento contra los Jesuitas, habiendo leido que algunos herejes invocaban un demonio, llamado por ellos Tuba o Tupa, consideraba la palabra guaranítica idéntica a la palabra usada por aquellos herejes europeos, escandalizándose de que al demonio (Tubá) se le atribuían en el Credo, etc., atributos divinos.

Supone que Tupá (narigal) venga del griego: "To pan" = el todo, el universal.

Concluye el P. Taño el certificado dado por Cárdenas en S. Ignacio (al visitar) encargado a los PP. Adrián Crespo y Luis Cobo: "que son y han sido bonísimos, utilísimos, apostólicos, ejemplares, celosos, caritativos, prudentes, etc". y que fuera de los Jesuitas, usaban el catecismo de Bolaños los demás religiosos que tienen reducciones y los caros clérigos.

* * *

Aún en La Paz preocupó al Sr. Cárdenas la cuestión del Catecismo guaraní. Le habían llegado noticias de que los dictámenes de los doctos eran en contra de su parecer.

El Arzobispo Ocón había sometido el examen que le había encargado el Rey, al Oidor y Juez de pesquisa Dr. Juan Blásquez de Valverde que residía en la Provincia del Paraguay. Éste pidió dictámenes. La defensa de los PP. Jesuitas, especialmente la del P. Francisco Taño, persuadieron al Sr. Oidor de la corrección del catecismo.

En estas circunstancias escribió Cárdenas, según Charlevoix, a quien debemos esta noticia, al Sr. Arzobispo Ocón.

Por fray Villalón mandaba también dar cuenta a S.M. que el Catecismo enseñado por los Jesuitas, contenía errores y herejías. El Rey, por Cédula en Buen Retiro de 1 de junio de 1664, encomendó el examen al Metropolitano de Charcas, Ilmo. Alonso de Ocón, quien comisionó a su vez, como se ha dicho arriba, al Oidor Dr. Blásquez.

* * *

El P. Charlevoix expone en el tomo III de su obra "Historia del Paraguay" (Madrid 1913) los documentos relativos a la Junta Convocada para examinar la Doctrina contenida en el Catecismo Guaraní.

En el fondo, ateniéndose al sentido literal, al origen primitivo de esos términos, tenía Cárdenas, sin duda, alguna razón de reprobar su uso en el catecismo, queriendo palabras castellanas en su lugar como también algunos otros, v.g. canqui – aplicado al vino, no teniendo los indios palabra apropiada, desconociendo, antes de la venida de los españoles, este líquido. Pero los defensores del catecismo alegaban que gracias al largo uso de esas palabras y la verdadera aplicación que se daba a ellos en el catecismo; ya no había peligro de mala inteligencia de parte de los indios y finalmente que también en el idioma latino, había palabras derivadas del paganismo, pero ya entendidas y explicadas en el sentido cristiano. Lo cual, empero, no quitaba que el Ilmo. Cárdenas tenía en parte razón, que hubiera sido más prudente usar para ciertos misterios palabras castellanas, por más que había desaparecido ahora el sentido herético de la primera significación de las referidas palabras guaraníes.

Puede tildarse, en vista de lo expuesto, un celo por la fe exagerado, apasionado y deshonroso, y aun injusto contra los Misioneros el que atribuye el Obispo en su carta al Arzobispo Ocón.

Si la copia que de la referida carta nos ha guardado Charlevoix (8), corresponde exactamente al original, deploramos el profundo encono del Prelado, las odiosas imputaciones, hechas gratuitamente a aquellos beneméritos Misioneros, como tampoco se hace creíble el paradero de este negocio y desprecio con que le trató el Arzobispo de La Plata, comisionando al Pesquisador Blásquez en asunto de tanta importancia religiosa. Tal vez no hubiese ido el autor de esta carta tan lejos, si hubiese podido calcular la inmerecida e innecesaria publicidad que de ella habían de hacer.


5. EL ILMO. CÁRDENAS Y LOS DIEZMOS O VEINTENOS DE LAS DOCTRINAS

Persistente en su idea sobre las riquezas de las Reducciones jesuíticas, se quejaba Cárdenas con poca o ninguna razón de la omisión de este impuesto de Diezmos o Veintenos. Al venirse los PP. Jesuitas no regía tal costumbre ni aun en las reducciones franciscanas ni por las de los Clérigos, siendo los indios míseros, pobres de solemnidad, exceptuados también de consiguiente del impuesto de la Cruzada, no teniendo de qué, y tomándose además en cuenta los males de los encomenderos y los desastres y persecuciones de las que habían sido víctimas las Reducciones jesuíticas.

No era por tanto extraño que fuese rechazada la denuncia del Prelado, justa en sí, pero impracticable por las circunstancias, sirviendo el mismo tributo, pagado por los indios, para el sustento de los ministros del culto, ordenando, además, Cédulas reales que no se impusiese diezmos donde no había costumbre.

Más tarde volvió el Obispo D. Antonio de Azcona (1694) a las mismas pretensiones, pero sólo por Cédula Real de 26 de agosto de 1748 se pudo introducir suavemente el pago de los diezmos en las Doctrinas del Paraguay, ahora ya más prósperas.

Habiendo pasado revista de lo que pudiéramos llamar excesos, desgraciadamente no siempre excusables del Ilmo. Cárdenas, en que la fogosa víctima se hacía agresor apasionado y aún, a veces bien injusto, infligiéndose así los adversarios mutuamente graves heridas, sigamos el curso de la biografía, concluyendo este párrafo con disgusto y recelo, siendo para unos objeto de encomios y para otros de mayores vituperios. In medio virtus.


Notas:

(1) Ordenanzas de Irala, Abreu etc.

(2) Esta palabra real confirmó el Oidor y Visitador Alfaro, la Audiencia de Chuquisaca (agosto de 1628). Pero instaron los del Paraguay ante su Gobernador Luis Céspedes Jeria, pidiendo la distribución de los Indios. Céspedes era muy inclinado a la súplica, teniendo tratos con los Mamelucos del Brasil, quienes a cambio de su condescendencia le daban parte de sus ganancias. El Virrey de Lima, Conde de Chinchón, a instancias de los PP. ordenó (Provisión R. de 28 de mayo de 1631) que se guardase la palabra real dada a los indios. El Consejo de Indias aprobó también aquella Provisión (23 de febrero de 1633). Esta Cédula y Real ejecutoria, fue inserta en Provisión posterior del mismo Virrey del 13 de julio de 1634. Pero ninguno de estos reproches redundaba para defender la causa de los indios contra la tenacidad y codicia insaciable de los encomenderos. Al depuesto Céspedes siguió el Gl. Martín de Ledesma Valderrama, otro fuerte apoyo de los encomenderos. Empadronando, por orden de la R. Audiencia a los indios en las Doctrinas, casi provocó con sus atropellos una sublevación de los mismos. La Audiencia y el Virrey ordenaron que no encomendase los Indios que no lo estuvieren, pero él respondió que los vecinos de Asunción tenían por el Rey varias mercedes, o sea encomiendas de noticia y que –por abuso– acostumbraban dar los Gobernadores, señalando al encomendero un territorio de tantas leguas con los indios comprendidos en aquella demarcación, aunque no estuviesen sujetos, ni de paz, encomiendas que por sus injusticias ya había declarados nulas el Visitador Alfaro.

Reprendido el Gobernador por la Audiencia como inobediente, previó él con los encomenderos enviar un Procurador a Charcas instando, y alegando falsamente la conquista por armas que se declarasen de encomienda los guaraníes, reducidos en Itapúa y Corpus. El P. Provincial Diego de Boroa, viniendo de toda prisa de Córdoba demostró en un Memorial, dirigido al Obispo Aresti (1635), ya en Bs. Aires, la falsedad de los asertos. Sentenció sin embargo la R. Audiencia (16 de septiembre de 1636) que los indios de las dos citadas Doctrinas fuesen dado a los vecinos del Paraguay en encomienda, pero sin servicio personal, "si es que alguno tenía título legítimo para ello". Esta condición prohibitoria, declarada por instancias del P. Francisco Taño era suficiente para que ninguno de Asunción pretendiera encomienda en Itapúa y Corpus, con extrañeza del Consejo de Indias, manifestada, años después en su carta al oidor Valverde (22 de octubre de 1658).

(3) Este filón de oro, según la fama, había descubierto el P. Montoya, según él mismo refiere en su Memorial de 1643.

(4) Del que se considera enemigo, se cree fácilmente cosas que no le honran. Y de varias de estas denuncias, atribuidas a Cárdenas, parecen ser verdad parcial, lo que dice Cretineau Joly de Cárdenas: "El Colegio de Palafox en el Obispado, su amigo, se dejó engañar por aquellas inculpaciones que halagaban su odio, y se apoyó en ellas, sin indagar su origen".

(5) Por la comisión instituida ad hoc y presidida por el Gobernador Blásquez de Valverde, comisionado ad hoc por el Arzobispo Ocón de Charcas.

(6) Historia del Paraguay: (libr. XII).

(7) Luis Bolaños, (1539-1629) teólogo y religioso franciscano, compañero por algún tiempo de S. Francisco Solano, fundó los pueblos y mencionados en esta obra de Yuti, Caasapa e Itatí, del que fue primer doctrinero. Sus notas y apuntes se han perdido. Vivió como 50 años entre los guaraníes. Murió con fama de santidad. Sus restos descansan en la Basílica de San Francisco en Buenos Aires.

(8) Trascrita en el II. Tom. de la Col. Gl. pag. 82-84, bajo la rúbrica: "Apéndice segundo de documentos tocantes a las controversias del Obispo Cárdenas", Madrid: 1768.

Fuente: EL ILMO. DON FRAY BERNARDINO DE CARDENAS. Por WOLFGANG PRIEWASSER. Asunción: ACADEMIA PARAGUAYA DE LA HISTORIA, 2002. 715 pp.. Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY



EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS

Autor: BLAS GARAY

 
 
SUMARIO: Tratado de límites de 1750 entre España y Portugal.– Manejos de los doctrineros para impedir su ejecución.– Rebelión de los guaraníes que provocaron.– Complicidad del confesor de S. M. con los jesuitas.– Campaña emprendida contra los rebeldes por los ejércitos combinados de España y Portugal.– Derrota de los guaraníes.– Desgracia en que cae la Compañía por estos sucesos.– Circunstancias adversas que a ellos se agregan.– Expulsión de la Orden de Portugal y Francia.– Decreto de extrañamiento de los dominios españoles.– Su pacífica ejecución.– Nuevo régimen á que fueron sometidas las doctrinas.– Su decadencia y causas de ella.– Originalidad del gobierno establecido en sus Misiones por los jesuitas: error de MM. Raynal y Laveleye.
 
 
EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS
 
El 13 de Enero de 1750 los plenipotenciarios de España y Portugal subscribieron en Madrid un tratado que definía los dominios de ambas coronas en América y Asia. Firmólo por parte de España un honradísimo Ministro, D. José de Carvajal y Lancastre; mas fuera por ignorancia, fuera por ceder a la presión de la Reina, española de adopción, portuguesa de corazón tanto como de origen, que favoreció en cuanto pudo las pretensiones de su casa, es lo cierto que el nuevo tratado era mucho más lesivo para la integridad de las posesiones españolas en América que lo había sido ninguno de los anteriores, con haberlos engendrado a todos el olvido más completo ó el más completo abandono de los derechos de S. M. C.
Ejercía entonces el cargo de confesor del Rey un ilustre jesuita, el P. Rábago, con quien, como los más arduos negocios de Estado, se consultó el nuevo ajuste de límites, que también mereció su aprobación. Acaso una sola persona que formaba parte del Gobierno de Madrid, el ilustre Marqués de la Ensenada, supo y quiso oponerse al inaudito despojo en el tratado envuelto: presúmese que fue quien lo comunicó a Carlos III, a la sazón Rey de Nápoles, que se apresuró a protestar contra él por medio de su embajador en Madrid, invocando el menoscabo que experimentaba un imperio del cual era presunto heredero. El descubrimiento de esta infidelidad originó tal vez la caída del Marqués de la Ensenada. (112)
Pero si el tratado fue visto en la Metrópoli con indiferencia, no pasó lo mismo en América. Estipulábase en él que, a cambio de la colonia del Sacramento, situada en la margen septentrional del Río de la Plata, renunciada por Portugal, que la tenía usurpada, en favor de España, ésta cedería a aquél un vasto territorio en el Uruguay, y en él comprendidos siete pueblos de las Misiones, situados en la banda oriental del río de este mismo nombre, cuyos habitantes, con sus bienes y doctrineros, transportaríanse a tierras del dominio castellano. (113)
Mas tan pronto como se percataron los jesuitas del cambio convenido, pusieron el grito en el cielo, clamando contra la inicua crueldad que implicaba la obligatoria transmigración de los guaraníes, condenados a perecer de dolor al abandonar la tierra en que nacieran. (114) Justo era el reparo, mas no para hecho por quienes en varias ocasiones habían obligado a otros pobres indios a trasladarse, mal de su grado, a sitios distantes ciento ó más leguas del lugar en que vieron por primera vez la luz del sol. (115)
Apresuráronse los jesuitas a oponer todos los obstáculos que estaban a su alcance a la ejecución del tratado: movieron contra él a todos los obispos, gobernadores, cabildos y aun a la Audiencia de Charcas, y abrumaron con sus extensas representaciones al Virrey del Perú y a S. M. (116).
A principios de 1752 arribó a Buenos Aires el Marqués de Valdelirios, Comisario real de parte de España, para llevar a cabo el señalamiento de límites. El Padre General de la Compañía envió también, con plenos poderes suyos para reducir a los curas a ejecutar pacíficamente la entrega, al Padre Luis Altamirano, Comisario de las tres provincias del Perú, Paraguay y Quito. Mas no por eso cejaron los doctrineros, alentados en su resistencia por su Provincial el Padre Barreda. Apenas llegado Valdelirios a Buenos Aires vióse también cubierto de papeles contra el tratado, y hubo de resignarse a perezosas negociaciones con el Provincial, que deseaba dar largas al asunto, confiado en que, gracias al valimiento que gozaba la Orden en la Corte, obtendríase pronto la anulación del leonino pacto. Al mismo propósito respondió la suspensión de la entrega de los pueblos, conseguida de ambos Monarcas, con pretexto de necesitar los neófitos tiempo para coger sus cosechas y hacer con más espacio su traslación.
Cansado de estos manejos el Marqués de Valdelirios, dio principio a la demarcación por Castillos, en la Banda Oriental, y requirió al P. Altamirano a que hiciera uso de su autoridad para traer a razón a los Padres, cuya rebeldía claramente iba descubriéndose. Hízolo así Altamirano; mas luego tuvo que huir precipitadamente de Santo Tomé, a donde se trasladara, a Buenos Aires, amenazado de muerte por seiscientos indígenas que se levantaron en armas al mando del cacique Sepé; y los demarcadores fueron también forzados a suspender su trabajo y regresar de Santa Tecla, ante la resuelta oposición armada que encontraron.
Ya entonces no quedó duda de que fuesen los Padres quienes los instigaban, siquiera siguiesen aparentando el más decidido propósito de respetar la voluntad del Rey y el sentimiento más hondo de ver cómo habían perdido todo prestigio sobre los indios por aconsejarles la obediencia, y cómo sus consejos y ruegos eran ineficaces para disuadirlos de apelar, si fuese necesario, al empleo de las armas para impedir la ejecución del tratado. A tal punto ha llegado, decían, la indignación de los neófitos, que aún sus curas tienen amenazadas las vidas por haber incurrido en su desconfianza, a fuer de leales vasallos de S. M. C.
El espíritu de cuerpo había, mientras tanto, ganado para la causa de los que comenzaban a ser rebeldes a su Rey, al Padre Rábago, quien al remitir en 1752 al Ministro Carvajal un Memorial del Obispo de Buenos Aires y otros documentos contra el tratado, le decía: «... He estado sobre este negocio muy atribulado por aquella pequeña parte que pude tener en aprobar lo que no entendía. Agrávase mi pena con esa carta que tuve, algunos dias há, de aquel Obispo, de que no dí cuenta. No obstante, yo siento mucho recelo deste tratado, porque las razones que contra él alegan los que están á la vista me hacen fuerza, y mucho más el que ninguno de tantos, que yo sepa, de los que están allá deja de reprobarle como pernicioso al Rey. Y aquí entra el buen nombre de V. E., aventurado a la posteridad. La materia es obscura; los efectos inciertos, y Dios sobre todo... V. E. abra la boca, que el Amo abrirá la mano, y no tema» (117).
No podía el confesor de S. M. ser más explícito dirigiéndose al Ministro signatario del tratado, en que tenía, con efecto, estrechísimamente comprometida su honra (118). El fuera suficiente para que sin remisión le condenara la historia, si por ese único dato hubiera de juzgársele. Pero lo que no era dable decirlo al plenipotenciario español, podía decirse sin recelo ninguno al hermano, y no quiso el P. Rábago guardarse las palabras en el pecho. Escribió, pues, al Padre Barreda algo que, por desgracia, solamente conocemos por referencias, pero referencias autorizadísimas (119); algo que era la más franca excitación a la rebeldía. Contestándolo a 2 de Agosto de 1753, decía el P. Barreda al P, Rábago: «Con singular providencia de Dios nuestro Señor acabo de recivir una carta de V. R., pues ha llegado en circunstancia de hallarse el negocio de la entrega de los siete Pueblos de Missiones en el vltimo termino de la ruina, que desde el principio teniamos como probable, y ya la estamos tocando como cierta; lo que reconocerá V. R. por el tanto que remito con esta de vn Memorial, que havia remitido a Buenos Ayres, para que se presentase al Comissario Marqués de Valdelyrios (120), en que constan todas las verdaderas diligencias que han ejecutado los Padres Missioneros en prueba de su obediencia y lealtad al Rey nuestro Señor, y no menos de su desinterés, haviendo ya renunciado ante el Vice Patron y Señor Obispo los pueblos rebeldes, y determinado saliessen de ellos los Padres para satisfacer a Su Magestad; pero como para la ejecucion de este doloroso medio se han atravesado otros no menores riesgos, y sobre todo la gloria de Dios, por la que debiamos embarazar en el modo posible a nuestras fuerzas la perdicion ya cierta de tantas almas, que con la salida de los Padres, y aun sin ella con solo la violencia de las armas sin duda apostatarán de la Fé..., me pareció, que... debia apelar de la determinacion de la guerra que se estaba aprontando, a la piedad de nuestro soberano, y no menos a la del Fidelissimo de Portugal..., determinacion, a que solo me movió el zelo de aquellas pobres almas, y el justo temor, de que estando a cargo de esta Provincia, me pediria Dios cuenta de ellas, si en tan cierto riesgo no ponia todos los medios que no podia prohibir la obediencia, para su reposo; pues como V. R. me enseña con mucho consuelo de mi temor, en semejantes peligros no estamos obligados ni aun podemos cooperar licitamente, aunque lluevan Ordenes, preceptos, y aun Excomuniones... ». (121)
Tan poderoso apoyo afirmó a los jesuitas en su resolución de resistir. De nada sirvieron las exhortaciones a la obediencia que les dirigía el P. Luis Altamirano, quien se quejaba en estos términos al P. Rábago de la soberbia de sus hermanos:
«Estos Padres especialmente los estrangeros, no acaban de persuadirse, ni quieren por sus intereses particulares, que el tratado tenga efecto. Fiados en la piedad del Rey, quieren obligarle con ella, a que no haga su voluntad, y a que falte a su palabra.
«Se lisongean que será assi por la eficaz mediacion de Vuestra Reverencia por las muchas representaciones que han hecho; y porque al mismo fin han conmovido a toda esta America, para que las Ciudades y Obispos escrivan y levanten el grito contra el Tratado, que dichos Padres califican de notoriamente injusto, y contrario a todas las leyes divinas y humanas.
«..... De este errado sentir son todos: como tambien que no obligan (y es consiguiente necesario) los preceptos de N. P. G. y mucho menos los mios...
«.... Yo como que son mis Hermanos trabajo sin cesar por taparlos para con el Rey, y estos sus comisarios; pero en vano; porque no dan paso aqui que no sea para nuestra deshonra y mia...». (122)
No fueron más eficaces las enérgicas disposiciones por el P. Altamirano adoptadas para reducir a los jesuitas; y convencidos los dos comisarios, el Marqués de Valdelirios y Gómez Freire, que era inevitable el empleo de las armas para hacer cumplir la voluntad de SS. MM., pusieron e de acuerdo para proceder contra los rebelados. Los comienzos de la campaña no fueron felices: el general portugués, constantemente hostilizado desde que entró en el territorio de las Misiones, hubo de aceptar en 16 de Noviembre de 1754 una tregua mientras llegaba nueva determinación del Rey de España, comprometiéndose a guardar entre tanto sus posiciones sin intentar avanzar. (123) El ejército español, mandado por el gobernador de Buenos Aires, Andonaegui, había retrocedido el primero, abrumado por la gran superioridad numérica del enemigo.
Ya se deja presumir lo que el Gobierno de Madrid contestaría. Valdelirios decía a Freire en 9 de Febrero de 1756: «En la carta de oficio que escribo a V. Excellencia verá que Su Magestad ha descubierto, y asseguradose que los Jesuitas de esta Provincia son la causa total de la rebeldía de los Indios. Y a mas de las providencias, que digo en ella haber tomado, dispidiendo a su confesor (124), y mandando que se embien mil hombres; me ha escripto una carta (propia de un Soberano) para que yó exhorte al Provincial hechandole en cara el delito de infidelidad; y diciendole, que si luego no entrega los pueblos pacíficamente sin que se derrame una gota de sangre, tendrá Su Magestad esta prueba mas relevante; procederá contra el y los demas Padres por todas las Leyes de los derechos, Canonico y Civil; los tratará como Reos de lesa Magestad; y los hará responsables a Dios de todas las vidas inocentes que se sacrificassen...». (125) En parecidos términos se produjo la corte de Lisboa. (126)
Antes de recibir estas órdenes habían ya acordado los Comisarios reanudar las operaciones de guerra. Reunidos ambos ejércitos en San Antonio el 16 de Enero de 1756, emprendieron nuevamente la marcha contra los guaraníes el 1º de Febrero. Breve y de pocas dificultades fue esta segunda campaña: muerto el cacique Sepe, jefe de los rebeldes, en una sorpresa en la noche del 7 del citado mes, reemplazóle el célebre Nicolás Nenguiru (127), que sufrió en Kaybate [7] una primera derrota, dejando ciento cincuenta prisioneros y en el campo seiscientos muertos, seis banderas, ocho cañones y armas de todas clases. El 10 de Mayo, cerca ya de San Miguel, experimentó nuevo contraste, con el cual puede decirse que terminó la campaña, pues si bien continuaron los guaraníes oponiendo alguna resistencia, no se llegó a empeñar ninguna acción. Con esta guerra se inicia la decadencia de las Misiones.
Gran trabajo hanse impuesto los jesuitas para descargarse de la responsabilidad gravísima que por ella les toca; pero el éxito no ha correspondido a la magnitud del esfuerzo. La corte de Madrid no se llamó por un solo momento a engaño en punto a discernir la responsabilidad que los curas y los indios tenían en tan deplorables acaecimientos: sabíase perfectamente bien que éstos nunca pensaron ni ejecutaron lo que aquéllos no les enseñasen, y que si los Padres hubieran querido que la cesión se efectuase sin resistencia, habríase sin resistencia efectuado. La rebelión de los dóciles guaraníes sólo de un modo podía ser explicada: como fruto de las instigaciones de sus doctrineros, quienes no veían con gusto pacto tan oneroso, no por lo que a España afectaba, por lo que perjudicaba a sus propios intereses. Los mismos jesuitas, como sucede con la correspondencia de Rábago y Barreda y de Altamirano y Rábago, confiesan tácitamente que ellos movieron a los indios: así se deduce de los diarios de otros dos personajes de la Orden, Henis y Escandón; así lo dijeron también los indios tomados prisioneros (128), y así lo declararon judicialmente, cuando se vieron libres de la presión de los Padres, quienes tuvieron parte principalísima en estos sucesos (129). Tal es igualmente la opinión de muchos contemporáneos que ejercían autoridad (130), y de personas imparciales y muy versadas en este punto de la historia del Paraguay (131).
El gabinete español vio aquella mano que tanto afanoso empeño ponía en esconderse. En 28 de Diciembre de 1754 escribía a Valdelirios el nuevo Ministro, D. Ricardo Wal, que no era difícil creer que los indios fuesen a los asaltos conducidos por sus misioneros, como ellos mismos confesaban (132); y esta convicción se tradujo en las instrucciones que dio a D. Pedro de Cevallos, nombrado Gobernador de Buenos Aires, con especial encargo de someter a los sublevados.
«..... La guerra, dice, es inevitable y precisa, porque apercibido el Padre Provincial con espresiones tan graves y eficaces como las del exorto que a este fin le despachó el marqués de Valdelirios, dió una respuesta impertinente y afirmó que no podía hacer nada, sin tomar en boca a los subditos suios que estan con los Indios pareciendole sin duda que era bastante la anticipada satisfaccion de que los indios no los dexaban salir como decian cuando se les hizo cargo de que no desamparaban las Misiones.
«Aun es mucho mas notable que el Padre General haia prorrogado en su oficio a ese Provincial Josef de Barreda, sin duda porque ha observado como todos la gallarda defensa que hace de sus Misiones en paz y en guerra. Ello es cierto que semejantes prorrogas se hacen muy pocas veces y solamente quando hai algun negocio tan grave como ese del Paraguay y no se halla otra mano que pueda fenecer la labor empezada con igual constancia y artificio.
«Pero aunque la tal prorroga del Provincial no se considere necesidad sino premio, es constante que es el acto mas señalado de gratitud y aprobacion de su conducta que le pudo dar el superior gobierno de Roma y de qualquier modo ha de inferir V. E. que esa resistencia se executa con aprobacion y consejo de toda la Compañia como se lo dijo antes el Sr. D. Joseph de Carvajal al Padre Luis Altamirano.
«Bajo de este concepto comprehenderá. V. E. que el remedio consiste unicamente en el manejo del hierro y del fuego sin que sean bastantes las amenazas; ni hai que esperar el cumplimiento de ninguna promesa, ni se deben admitir nuevas proposiciones, ya sea con pretexto de persuadir otra vez a los Indios ó con otro qualquiera... No se fiara V. E. de palabras, aun afianzadas con juramentos porque se saldran de la obligacion con pretexto de la inconstancia de los Indios como lo hicieron antes...»
«Es mui notable la complicacion de manifestarse sabidores de quanto pasaba alla dentro, conducente a excusar a sus hermanos, y suponer al mismo tiempo que los Indios tenian estrechamente cerrada la comunicacion para que no supiesen nada conveniente al servicio del Rey». (133)
A la lesión irreparable que al favor de la Compañía causó la conducta de los misioneros del Paraguay, sumóse el efecto de quejas en Europa mismo y ante sus Cortes y sus pueblos formuladas por los vejados de la soberbia Sociedad, quien, con ser para ella tan críticos los momentos, continuaba imaginándose árbitra y soberana de todas las voluntades, y ya que no fuera capaz de perdonar a sus enemigos, no se contentaba con esperar sus ataques para responderlos, sino que solicitaba ella misma el combate con ardor inusitado, y harta de reñirlos con las personas, dirigíase contra los más respetables institutos.
Era de antiguo abolengo la ojeriza con que los jesuitas miraban a las otras Ordenes religiosas que, siquiera en desigual proporción, compartían con ellos el favor de los Gobiernos y de las personas piadosas. De ahí las agrias cuestiones con que a menudo escandalizó al mundo de los creyentes. En estos últimos años a que me refiero, habían provocado otra ruidosísima a propósito de la inclusión de las discutidas obras del Cardenal Noris en el Index, violando los trámites establecidos, y lo que es peor, atropellando el fallo de varios Pontífices y desconociendo la autoridad del que reclamó de este acto arbitrario. (134)
La combinación de todas estas circunstancias había causado tanto daño a la Compañía, que no pudo escapar a la penetración de muchos su cercana ruina, y costó trabajo grande hacer aceptar del P. Ricci el Generalato, vacante por fallecimiento del Padre Retz. Los tiempos cambiaban, y trocábanse de dichosos y bonancibles en momentos de dura prueba, secuela obligada de toda arbitraria dominación: en Francia, la indignación pública por el atentado de Damiens, provocada no contenida aún, y en gran predicamento las ideas de los enciclopedistas; en Portugal, la ira popular, también desbordada contra los jesuitas, entre otros motivos por los sucesos del Paraguay, y participando de ella los Ministros; en España, alejados del real confesionario; el Rey hipocondríaco relegado en Villaviciosa por la perturbación de sus facultades; todo el poder en manos de sus Secretarios, y Carlos III, con un pie en el estribo para ir a tomar posesión de la herencia de su hermano, animado también de la prevención que contra la Sociedad le inspiró su Secretario Tanucci. (135)
El primer estallido de la tempestad fue el nombramiento del Cardenal Saldanha como Visitador apostólico y Reformador en los reinos portugueses, medida contra la que ruidosamente protestaron los jesuitas. Poco después veíanse expulsados de los dominios de esta Corona y de los de Francia; y cuanto a España, lejos de mejorar su posición en ella, iba cada vez empeorándose más, a tal punto, que el P. Ricci pensó en renunciar al Generalato, a fin de que no ocurriese bajo su gobierno el terrible derrumbamiento total. (136)
Sin embargo, éste hízose esperar en España. Todavía en 1766 otorgaba S. M. permiso para que una misión de ochenta religiosos, inclusos los correspondientes coadjutores, pasase a América a costa del Real Tesoro. (137) Acaso esto reanimó algún tanto a los alarmados discípulos de Loyola, viendo en la concesión significativa merced; pero sus poderosos enemigos no cejaron en su porfía. Pronto circuló en América el rumor de que se tramaba contra la orgullosa Orden un golpe formidable; pero como coincidiese con halagüeñas noticias llegadas de España (138), fue segunda vez desechado, y descansaban los jesuitas de Buenos Aires en la confianza de que su por tanto tiempo inconmovible influjo estaba próximo a restablecerse por completo, cuando les sorprendió la orden de extrañamiento.
Habíase decidido al cabo el Rey a adoptar esta extrema medida, y el 27 de Febrero de 1767 dictó un decreto expulsando a los religiosos de la Compañía de Jesús de todos sus dominios, y ocupando sus temporalidades, archivos, papeles y libros. El más impenetrable secreto cubrió todas las providencias del extrañamiento, y el Conde de Aranda, a quien fue la ejecución cometida, comunicó la orden con minuciosas instrucciones, en pliego reservado, con encargo estrechísimo de no abrirle hasta día fijo, ni siquiera dejar traslucir que había sido recibido.
Era entonces Gobernador de Buenos Aires D. Francisco Bucareli y Ursúa, quien, no obstante lo arduo del empeño y la escasez en que se halló de fuerzas y de recursos y de personas en quien fiar (139), supo llevarle a feliz remate sin tropiezo alguno, y sacar, de Buenos Aires primero, y luego de las Misiones del Paraná y del Uruguay, a donde fue personalmente, a todos los jesuitas que en ellas existían. (140)
No procedió con el mismo celo D. Carlos Morphi, Gobernador del Paraguay, protegido de la Compañía y fiel servidor suyo. (141) Lejos de apoderarse, como especialmente se le recomendó, de sus papeles, la permitió y aun ayudó a hacer desaparecer los que no la convenía que se conociesen, por lo cual fue procesado y después separado del mando y llamado a España (142). Con todo, tampoco ofreció en el Paraguay dificultades la expulsión, aunque al comunicar que la había ejecutado, dijese Morphi que fue menester que adoptara grandes precauciones, por el amor y sumisión que los indios tenían a sus doctrineros. (143)
Los temores de que los Padres hiciesen armas contra el decreto de extrañamiento, no se realizaron, tal vez por la habilidad con que fueron tomadas todas las disposiciones y la energía con que se cumplieron; tal vez porque la experiencia de la reciente guerra los convenciera de la imposibilidad de que saliesen con bien en tan expuesta aventura, ó tal vez porque estuvieran persuadidos de que los indios, que antes combatieron porque algo suyo defendían, no querrían, en la ocasión presente, marchar contra los que venían a libertarlos de una pesadísima tutela, más que tutela, esclavitud. Que ya habían empezado a comprender los guaraníes la realidad de su estado y a murmurar de él, bien se ve por las cartas de los Provinciales en la parte en que las hemos conocido; y lo demuestran aún más claramente las manifestaciones de gratitud de los misionistas por el extrañamiento (144), aunque no ganasen mucho en libertad con el nuevo régimen.
Con efecto, poco cambió el de las reducciones: el poder, concentrado antes en manos de sus curas, dividióse entre los distintos funcionarios que se establecieron, quedando a cargo de los religiosos únicamente lo espiritual. Continuaron los guaraníes sujetos al régimen comunal (145), siquiera pudiesen emplear mejor en su provecho los días que se les asignaban; pero distaban siempre de trabajar sólo para sí mismos. El mal subsistió, bien que atenuado, y de igual modo subsistieron las reglas fundamentales del gobierno jesuítico durante muchísimos años, durante tres cuartos de siglo. Ni mejoró la suerte de los indígenas ni aumentaron las rentas de la Corona, para la cual siguieron estos pueblos siendo tan improductivos como antes (146). Y es que los jesuitas los administraban con el celo y con el cariño, si vale la palabra, con que se explota una posesión valiosa eternamente vinculada en la familia, destinada a ser transmitida a los sucesores, y más importante cada día, porque cada día mejoraba. Dueños únicos del rendimiento que las reducciones daban; consagrados todos sus sentidos a fomentarlas; instruidos por la experiencia de tantos y tantos años como llevaban rigiéndolas; inteligentes y hábiles en el trato del indio; enseñado éste a respetarlos, a mirarlos como a soberanos infalibles y a cumplir sin hesitación todas sus órdenes, el resultado de los desvelos de los curas correspondía siempre a la dichosa combinación de tan favorables circunstancias. No así los administradores seculares y los gobernadores, que, nombrados por tiempo limitado y corto, procuraban sacar en él todo el provecho que pudiesen para sí mismos, y dirigían sus esfuerzos a fomentar su riqueza propia, aun en detrimento, como acontecía siempre, de la prosperidad de los pueblos confiados a su celo y a su honradez. Miraban el empleo como medio de hacer fortuna, no como ocasión de servir a su patria y a su Rey, y la hacían, ó cuando menos ponían todo lo que se puede poner para hacerla. Y como además de defraudar a los pueblos no desplegaban en administrarlos el mismo celo porque produjeran mucho, que tenían los doctrineros; como carecían del estímulo del interés personal, en los jesuitas identificado con el de las reducciones, y en sus sucesores distinto, y hasta puede decirse que contrario; como no tenían ni la secular experiencia de aquéllos, ni su actividad y su acierto, ni el tradicional respeto, casi devoción, de los indios, y además habían éstos, con el trato y el conocimiento de lo que en los pueblos no misioneros ocurría, comprendido la esclavitud en que eran tenidos y no los constreñía ya al trabajo el temor del ineludible y severo castigo, que antes era acicate poderoso a su voluntad, las antiguas misiones decayeron rapidísimamente, con gran contentamiento de los secuaces de la Compañía, que hallaban argumento tan fuerte en favor de sus ideas, achacando a lo irreemplazable del gobierno de los Padres lo que nacía del poco celo y de la mucha y muy criminal codicia de los nuevos administradores. Paralelo con esta decadencia fue el decrecimiento de la población.
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¿El sistema por los jesuitas desarrollado en sus Misiones del Paraguay era creación suya original, ó una adaptación inteligente del que antes de la conquista tenían los guaraníes y los chiquitos, ó imitación del que establecieron los incas en el imperio peruano?
Un escritor insigne, en quien el talento no se dio unido con la imparcialidad, Monsieur Raynal, escribe a propósito de esta cuestión esto que sigue:
«Hacía un siglo que la América era presa de la devastación, cuando llevaron a ella los jesuitas la infatigable actividad que los ha hecho tan singularmente notables desde los comienzos de la Orden. No podían estos hombres emprendedores hacer que se levantasen de sus tumbas las víctimas numerosas que una ciega ferocidad había desgraciadamente arrojado en ellas; no podían arrancar de las entrañas de la tierra los tímidos indios, que la avaricia de los conquistadores les entregaba todos los días. Su tierna solicitud se dirigió hacia los salvajes, cuya vida errante los había sustraído hasta entonces al azote, a la tiranía. Su plan consistía en sacarlos de sus bosques y juntarlos en cuerpo de nación, pero lejos de los lugares habitados por los opresores del nuevo hemisferio. Un éxito más ó menos grande coronó sus propósitos en la California, entre los moxos, entre los Chiquitos, en el Amazonas y en algunas otras comarcas. Sin embargo, ninguna de estas instituciones alcanzó tanto esplendor como la que fue formada en el Paraguay, porque se la dió por base las máximas que siguieron los incas en el gobierno de su imperio y en sus conquistas» (147).
Funda M. Raynal ésta su aseveración en analogías en que, como dijo acertadamente un historiador, tiene mayor parte la fantasía que no la realidad de los hechos. Véanse si no los argumentos de M. Raynal condensados en este paralelo que de ambos regímenes hace en demostración de su tesis: los incas, dice, sólo apelaban a las armas para someter a los pueblos extraños, cuando habían agotado todos los medios de la persuasión; los jesuitas no contaban para nada con los ejércitos, y todos sus progresos los hicieron mediante sus predicaciones. Los incas imponían su culto por la impresión que en los sentidos causaba; a los sentidos se dirigieron también principalmente los jesuitas. «La división de las tierras en tres porciones, destinadas a los templos, a la comunidad y a los particulares; el trabajo para los huérfanos, los ancianos y los soldados; la recompensa de las buenas acciones; la inspección ó la censura de las costumbres; el ejercicio de la beneficencia; las fiestas alternadas con el trabajo; los ejercicios militares, la subordinación, las precauciones contra la ociosidad, el respeto de la religión y de las virtudes: todo lo que se admira en la legislación de los incas, se vuelve a encontrar en el Paraguay todavía llevado a mayor perfección.» Pero ni los jesuitas, por razón de su ministerio y por las que determinaron su llamamiento, podían apelar a otro medio de propaganda que el de la predicación de las ideas cristianas y de las excelencias de la vida civilizada; ni hay religión alguna que no trate de impresionar el ánimo por conducto de los sentidos y de realzar su magnificencia con la suntuosidad de las ceremonias; ni la división de las tierras y la educación militar fue obra de un momento, sino progresiva, y, por consiguiente, resultado de la experiencia ó de la necesidad, y no fruto de la asimilación de un sistema completo de gobierno; ni hay sociedad alguna en donde la beneficencia no trate de mejorar la suerte de los infortunados, que han de sus socorros menester para vivir, y en donde las costumbres no sean objeto de la vigilancia de la autoridad; ni culto que no exija el respeto de los que le profesan, ni se concibe sociedad colectiva que pueda subsistir, si todos sus individuos no son igualmente compelidos al trabajo. La semejanza, pues, que la organización incásica y la jesuítica presentan, parecida a la coincidencia de ideas y costumbres y tradiciones que se observa con frecuencia entre pueblos completamente distintos, sin relación ninguna mediata ni inmediata entre sí, puede probar únicamente que ambas se ajustaron en ciertas de sus determinaciones a los dictados eternos de la razón, de la justicia, y aun del sentido común y de la experiencia de la vida; pero no en manera alguna que entre ambas existiese la estrecha conexión del original y la copia.
M. de Laveleye, adoptando términos más razonables y más verosímiles desde ciertos puntos de vista, opina que la Compañía no hizo otra cosa que perfeccionar el sistema político-social que halló implantado entre los indios guaraníes y chiquitos. «Los libros de geografía que consideran, dice, las creaciones de los jesuitas como experiencias sociales, y las afirmaciones de los escritores católicos que quieren demostrar «el poder de la religión por su influencia sobre las tribus más groseras,» y que atribuyen al catolicismo el comunismo de los guaraníes y de los chiquitos, son poco dignos de fe. Los jesuitas, gracias a su perspicacia, comprendieron muy pronto cuán fácil les sería transformar en socialismo católico y cristiano la constitución agraria de los indios, y sus instituciones de las reducciones no son en realidad otra cosa que el desenvolvimiento de costumbres preexistentes». (148)
En qué fundamentos esté basada esta opinión, no lo dice; pero se sabe con toda la certeza compatible con la deplorada escasez de materiales y datos que a la historia precolonial de los guaraníes y chiquitos se refieren, que éstos no la abonan en manera alguna. Hay entre las costumbres originarias de aquellos indios y la organización de las reducciones, diferencias tan salientes que deponen de manera irrecusable contra el aserto de M. de Laveleye. La constitución agraria de que habla el ilustre sabio, no la hubo, porque si bien los guaraníes (y cuanto de ellos se diga es igualmente aplicable a los chiquitos), se dedicaron a la agricultura, el derecho exclusivo de propiedad sobre la tierra no era conocido, y cada cual podía cultivar la que quisiera. Esto aparte, los guaraníes vivían bajo un individualismo grande, radicalmente distinto de la organización exageradamente socialista de las Misiones. Lejos de ser la comunidad propietaria de cuanto en la tribu se producía y de proveer al sustento y a las demás necesidades de sus miembros, cada cual trabajaba para sí, era dueño de emplear el fruto de su fatiga como mejor lo quisiera, y no tenía derecho a esperar que le socorriesen, cuando no bastaba a satisfacer sus necesidades lo que con el esfuerzo propio adquiría. Hasta los hijos, una vez casados, se separaban de la familia paterna para constituir un núcleo aparte y distinto, cuya subsistencia corría a cargo del marido.
Cuanto al gobierno de los guaraníes primitivos, tampoco se puede pedir nada más opuesto al de los jesuitas: cada tribu constituía un organismo político independiente del resto de la nación y se regía por sí mismo. A su cabeza colocaba un cacique, investido de limitadas facultades, electivo y amovible, porque si bien el cacicado se transmitía con frecuencia de padres a hijos, cuando éstos por su valor, por su elocuencia ó por otros méritos se hacían dignos de él, se perdía también y pasaba a otra persona, cuando aquellas condiciones faltaban y la tribu acordaba la destitución en sus plebiscitos; de autoridad restringida, porque ni era por derecho propio el jefe militar de la tribu, el director de sus empresas guerreras, por ser este cargo también de elección popular para cada caso, ni podía disponer por sí en los asuntos de mayor entidad, reservados a una Asamblea compuesta de todos los jefes de familia, que diariamente celebraban sus acuerdos; funcionario que no se distinguía de los simples particulares por ningún atributo externo, ni tenía prerrogativas especiales, ni facultad de imponer contribuciones, limitándose la superioridad que sobre sus súbditos ejercía a poder hacerse rozar y sembrar sus campos y recoger la cosecha por ellos.
No existiendo, pues, razones para creer que los jesuitas hayan adaptado al gobierno de las doctrinas las leyes ó costumbres de los peruanos ó de los guaraníes y chiquitos, debemos pensar que la organización que he bosquejado fue invención deliberada y exclusiva de la Compañía, que no la desarrolló de una vez con toda la amplitud y relativa perfección que tenía en la época del extrañamiento, sino a medida que se lo aconsejaban la necesidad y la experiencia ó se lo consentían las circunstancias históricas.
 
NOTAS
 
112- Recopilacion de noticias... tanto en orden á los sucessos del Paraguay, quanto á la persecucion de los Padres de la Compañia de Jesus, de PortugaI. (MS. del Arch. Nac. de Madrid, KK- 11. Anónimo, pero muy favorable a los jesuitas.) Miguélez, Jansenismo y Regalismo, dice que éste fue un triunfo de la política inglesa.
113- Puede consultarse el tratado de 1750 en Angelis (Colección de obras y documentos relativos á la historia antigua y moderna de las provincias del Río de la Plata, IV), y Calvo, Colección histórica completa de Tratados, II, 242.
114- El P. Juan de Escandón refiere lo que sigue en su Relación de cómo los indios guaraníes de los pueblos de San Juan, San Miguel, San Lorenzo, San Luis, San Nicolás, El Angel y San Borja fueron expulsados de éstos á consecuencia del tratado que sobre límites de sus dominios en América celebraron las Cortes de Madrid y Lisboa en el año 1750 (MS. de la Bibl. Nac. de Madrid, P-253, en parte publicado en Calvo, Col. cit., XI, 349 y siguientes): «..... Seis ó ocho días antes que en Madrid se firmase el tratado, escribió de Roma, á insinuacion sin duda de nuestra corte de España, N. M. R. P. General Francisco Retz al Padre Provincial del Paraguay Manuel Quirini (cuyo secretario yo era, como lo fuí del Provincial siguiente), encargándole, en primer lugar, un inviolable secreto en lo que en aquella carta le comunicaba, y era que en Madrid, entre las dos consabidas Cortes de España y Portugal se trataba con el mayor ardor de que la de España cediese á la de Portugal los siete pueblos de Guaranis ó Tapes orientales, al río Uruguay con todas sus tierras y jurisdicciones hasta el Brasil, con que confinaban, y que esto sólo se lo comunicaba para que allá con los otros jesuitas misioneros viese cómo desde luego se les había de suavizar á los indios este terrible golpe que les amenazaba, y ya muy de cerca, y cómo allá se les podría inclinar los ánimos á que sin la menor resistencia se mudasen...»
Bravo (Atlas cit., 46) menciona otra carta fechada en Roma a 21 de Julio de 1751 y dirigida por el Padre General Ignacio Visconti al mismo Provincial, participándole con el mayor secreto la celebración del tratado y ordenándole que interponga su autoridad para que la entrega de los pueblos cedidos se lleve pacíficamente a cabo y no se realicen las predicciones de los enemigos de la Compañía, quienes aseguran que hay en ellos tan considerables tesoros acumulados, que únicamente habrán de entregarlos por fuerza de armas.
115- Los mismos historiadores de la Compañía no niegan «el imperio, conque obligaban á transmigrar á los indios de unas á otras tierras, quando les acomodaba. Sólo para obedecer en tiempo de Fernando VI, pintaron en Europa la transmigracion como el acto más inhumano é imposible; de cuyas especies llenaron á todas las Indias, y al mundo en sus Manifiestos los jesuitas, burlándose de la credulidad y falta de noticias de aquellos parages, que padecen los más.» (CoI. gral. doc. Cárdenas, I, XLVII.)
116- Omitiré también, acerca de estos sucesos, las citas que no sean indispensables, por ser pocos los que los historiaron y convenir todos en sus noticias. Quien las desee más amplias puede consultar la Relaçáo abreviada, ya citada; Fonseca, Relaçao do que aconteceo aos demarcadores portugueses e castelhanos no certão das terras da colonia (Rev. Inst. Hist. Br., XXIII, 407-11); Rodrigues da Cunha, Diario da expediçáo de Gomes Freire de Andrada as missões do Uruguay (Rev. cit., XVI, 137-321); Henis, Diario histórico de la rebelión y guerra de los Indios guaranís (Col. Angelis, V), y las obras ya aludidas de Escandón, Funes, Moussy, Gay y Bravo (Atlas).
117- Miguélez, ob. cit., 453.
118- Los jesuitas achacaban al soborno transacción tan beneficiosa para Portugal.
119- Angelis habla también de esta carta (Discurso preliminar del Diario de Henis, II), y William Coxe, aludido por Miguélez (ob. cit., 225), «afirmó la existencia de varios documentos donde el Confesor del Rey Fernando «habia animado á los jesuitas en las Indias Occidentales para que se opusiesen á la ejecucion del tratado...»
120- Memorial en que le suplica suspenda las disposiciones de guerra contra los indios de las Misiones, publ. en Fernández (Relación historial, II, 255-81).
121- Miguélez, ob. cit., 454. Otras noticias de la correspondencia entre el P. Rábago y e l P. Barreda, véanse en Bravo, Atlas, 41 - 48.
122- Carta del 22 de Julio de 1753), en Miguélez, 461. Cítala Bravo, Atlas, 45, aunque refiriéndose a una copia sin firma.
123- Entre otras obras, está publicada esta Suspensión de armas en Calvo (Col. trat., II, 348).
124- Acerca de las causas de la destitución del P. Rábago, no todos piensan como Valdelirios, que sea debida únicamente a su culpa en la actitud de los jesuitas del Paraguay; mas es indudable que ella debió de influir en determinarla.
125- Relaçáo abrev., 16.
126- Relaçáo abrev., 18.
127- Es el famoso Nicolás I, héroe de una novela que tuvo gran resonancia en Europa, atribuída por algunos a los enemigos de los jesuitas, y por otros a los jesuitas mismos. (Histoire de Nicolas I, Roi du Paraguay et empereur des Mamelus. A Saint Paul, 1756. La primera traducción castellana ha sido publicada en la Revista del Paraguay, número extraordinario, año I.)
128- Rel. abrev., 13.
129- Declaraciones prestadas en Buenos Aires a 12 de Enero de 1776, ante el Teniente General y Auditor de guerra, por Nenguirú, Alberto Caracará, corregidor de San Lorenzo, y Antonio Tupayú, secretario del Cabildo de la Cruz (Bravo, Expuls. Jes., 279-89).
130- Como el Obispo de Tucumán y el gobernador Bucareli (Bravo, Expuls. Jes., 141 y 30).
131- Gay, Angelis, Bravo.
132- Bravo, Atlas, 48.
133- Instrucciones del 15 de Noviembre de 1756. Arch. Gen. de Ind., 125, 4, 9.
134- Miguélez, ob. cit.
135- Miguélez, ob. cit.
136- Miguélez, ob. cit.
137- Para vestuario, viático, matalotaje y entretenimiento de cada religioso sacerdote, se asignaban 293.854 maravedises, y 73.500 para cada coadjutor. Por acuerdo del Consejo, de fecha de 5 de Abril de 1639, por cada ocho religiosos se contaba un lego.
138- Una de estas noticias era que D. Pedro de Cevallos iba a ser nombrado Ministro de Indias y Marina.
139- Dice Bucareli al Conde de Aranda a 4 de Septiembre de 1767: «Como el sistema anterior fué destruir á todo aquel que no prestaba una servil sumisión y obediencia á los Padres, cuantos se empleaban habían sentado plaza en su Compañía, de modo que, sin que me haya quedado otro arbitrio, ha sido forzoso valerme de éstos, aunque tomando las más extraordinarias precauciones para ceñirlos y contenerlos en los límites justos y debidos.» (Bravo, Expuls. de los jes., 29.) De otras dificultades con que hubo de luchar informan sus demás cartas y las de los Obispos de Buenos Aires y Tucumán, publicadas también en la ohra citada.
140- El único jesuita que en las Misiones escapó a la expulsión fué el P. Segismundo Asperger, a quien se dejó en el pueblo de los Apóstoles «por incapaz de removerlo, respecto de hallarse postrado en cama, con cerca de noventa años, tullido, ulcerado y muribundo.» (Oficio de Bucareli á Aranda, fechado a 14 de Octubre de 1768, en Bravo, ExpuIs. de los jes., 191.) Sin embargo, mucho después corrieron en la corte rumores de que existía otro rezagado. Por Real orden de 1º de Agosto de 1792 se encargó al Virrey del Río de la Plata averiguar si era cierto que «en el Paraguay y Pueblo de San Carlos se halla en sus espesas Montañas, un Sacerdote, que se dice ser Jesuita prófugo, llamado Enrique Estoct ó Estroc, de Nacion Aleman, y Profesor de Botanica viviendo solo con diez ó doce Indias de la Nacion Payaguaces de quienes tiene dilatada prole.» Hechas las necesarias averiguaciones, resultó la noticia completamente falsa; pues el único que quedó fué el Padre Asperger, que obtuvo tal gracia en obsequio á su avanzada edad, de más de ochenta y dos años, y falleció, después de algún tiempo, en el misrno pueblo de Apóstoles, en que vivía. (Oficio del Gobernador de las Misiones al del Paraguay, fecha 4 de Febrero de 1793. Arch. Gen. de Ind., 124, 2, 1.)
141- Véase el dictamen fiscal y los oficios publicados en Bravo, Expuls. de Los jes., 43, 94, 100 y 251. De cómo envió al Gobernador del Paraguay el decreto de expulsión, dice Bucareli lo que sigue, en su oficio al Conde de Aranda, de fecha 6 de Septiembre de 1767: «Le acompañé con dos vecinos seguros, de caudal y satisfaccion en la propia ciudad, cerrando y sellando en un pliego el Real decreto é Instrucciones, y sin advertirle su contenido, le mandé que llamando á los dos nombrados y al escribano de cabildo, y precediendo el recibirles juramento de guardar secreto y fidelidad, lo abriese en presencia de ellos y procediesen luego á su ejecucion.» (Bravo, ob. cit., 43.)
142- «En los papeles manuscritos de los jesuitas, que quedan á disposición de V. S., no se incluyen los del Colegio de la Asunción, provincia del Paraguay, porque su gobernador, el teniente coronel D. Carlos Morphi, distante de cumplir las ordenes que le recomendaron su colección y remesa á esta capital, arbitró con los expulsos el atentado de confundirlos, y antes y después del Real decreto, otras indulgencias contrarias á su observancia y la instrucción á que debía arreglar sus operaciones.
«Estos excesos... dieron justo motivo á procesarlo y consultar á S. M. por el señor Conde de Aranda...» (Memoria del Gobernador Bucareli á su sucesor Vertiz, en Trelles, Rev. Bibl., II, 300, y Bravo, Expuls. de los jes., 292.)
143- Oficio de Morphi, fecha 9 de Abril de 1768. (Arch. Gen. de Ind., 123, 3, 4.)
144- Véanse la carta de Bucareli al Conde de Aranda (14 de Octubre de 1768), en Bravo, 189 y 192; las declaraciones de Nenguirú y los demás caciques ya citados (id., 288), y la representación dirigida á S. M. por treinta caciques y treinta corregidores a 10 de Marzo de 1768 (id., 102). Es de advertir, sin embargo, que antes de abandonar los jesuitas sus pueblos, consiguieron que el Cabildo de uno de ellos, San Luis Gonzaga, implorase en su favor. (Moussy, ob. cit., 23.)
145- La comunidad sólo fué extinguida en el Paraguay muchos años después de su independencia. El Congreso, en ley de 26 de Noviembre de 1842 (Repertorio Nacional, 1842, núm. 27), autorizó al Gobierno para suprimirla; mas no se hizo hasta el 7 de Octubre de 1848. (Véase el decreto respectivo en El Paraguayo Independiente, II, 119.)
146- La organización posterior de los pueblos de Misiones puede estudiarse en los autores citados que se ocupan en el gobierno jesuítico; pero especialmente en Bravo, Expulsión de los jesuitas, en donde se encontrarán los reglamentos dictados por Bucareli.
147- Ob. cit., II, 286.
148- De la propriété et de ses formes primitives, 323.
 
NOTAS DE LA EDICION DIGITAL
 
7] Sepe, Nenguiru, Kaybate En el original Sepé, Nenguirú, Kaybaté.
 
Fuente: EL COMUNISMO DE LAS MISIONES - LA COMPAÑÍA DE JESÚS EN EL PARAGUAY. Autor: BLAS GARAY. BIBLIOTECA PARAGUAYA DEL CENTRO E. DE DERECHO - Vol. 10. ASUNCIÓN DEL PARAGUAY. Año 1921.
 
 
 
 
 

COLECCIÓN DE DOCUMENTOS RELATIVOS A LA EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS

DE LA REPÚBLICA ARGENTINA Y DEL PARAGUAY EN EL REINADO DE CARLOS III.

Introducción y notas por D. FRANCISCO JAVIER BRABO.

Comendador de número de la Real Orden Americana de Isabel la Católica

Madrid, 1872.

Establecimiento Tipográfico de San Pablo

 

 

 

 

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