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MOISÉS SANTIAGO BERTONI

  ENSAYOS - PREHISTORIA Y PROTOHISTORIA DE LOS PAISES GUARANÍES (Por MOISÉS BERTONI)


ENSAYOS - PREHISTORIA Y PROTOHISTORIA DE LOS PAISES GUARANÍES (Por MOISÉS BERTONI)

PREHISTORIA Y PROTOHISTORIA

DE LOS PAISES GUARANÍES

 

ENSAYOS DE MOISES BERTONI:

I - UNA EXPLICACIÓN NECESARIA – LAS INSCRIPCIONES.

II - LA TRADICIÓN.

III - LAS IDEAS DE FLORENTINO AMEGHINO.

IV - ¿PUEDEN SER LOS MONGOLES ORIGINARIOS DE AMÉRICA?

V - LA ACUSACIÓN DE ANTROPOFAGIA CARECE DE FUNDAMENTO Y VALOR.

VI- OBJECIONES A LA «ARQUINESIA».

VII - OBJECIONES A MI TESIS SOBRE LA EXISTENCIA DE LA ATLÁNTIDA.

VIII - LA «ARQUINESIA» NO HA SIDO PUENTE, SINO CUNA.

IX - EL LADO PSICOLÓGICO.

 

 

I

UNA EXPLICACIÓN NECESARIA – LAS INSCRIPCIONES

Puerto Bertoni, el 9 de Febrero 1915

La forma en que se presenta al público este trabajo, así como el tiempo que ha transcurrido, lo cual ha podido dar lugar a ciertos comentarios erróneos por carencia de texto impreso, o prematuros por falta de exposición documentada, todo esto me obliga a agregar algunos renglones, como advertencia final a los hombres de ciencia y de buena fe, y prevención a los que, no siendo ni esto ni aquello puedan suponer fácil su tarea.

Confieso que, expuesto así como está, el esbozo presentado en estas conferencias, más se parece a un sumario que a una obra verdadera; y que, en su segunda parte, para algunos puede tener más aspecto de esfuerzo educativo de carácter esencialmente nacional, que de indagación estricta y serenamente científica. El mundo científico, hoy día, ya no está acostumbrado a que se afirme sin probar, con buenos documentos, hechos concretos, y una exposición completa, si no minuciosa.

Empero, cualquiera comprende que esto no es posible en conferencias públicas, y mucho menos, en tratándose de un tema tan vasto y de aspectos tan diversos. El tiempo, nuestro peor tirano, impone la mayor concisión. Por otro lado, la claridad de las síntesis oralmente expuestas, exige frecuentemente parsimonia en los análisis, cuyos detalles deben ser completos y muy claramente expuestos, lo que por lo común sólo es posible por escrito.

Las conferencias que yo di, no me permitieron sino exponer una síntesis de los principales capítulos de una obra cuyo sumario el público ya conoce, y de la cual una parte está en prensa, y otra, precisamente la que corresponde a la segunda y tercera conferencia, irá durante este año, salvo fuerza mayor. Es en esta parte que irá toda la documentación necesaria, la exposición completa y los detalles que no podían caber en unas conferencias, y no es posible dar en una rápida exposición verbal. Y en cuanto al valor de las pruebas a que me refiero, yo creo poder asegurar a los buenos paraguayos y a los verdaderos amigos de este calumniado país, que los que se holgaban de saber que sus orígenes no son por ningún lado deprimentes, y los que se felicitaban de ver que este pueblo es aún más digno de sus simpatías, no verán frustrada su esperanza en una exposición todavía más convincente.

No me guió ninguna idea preconcebida; al contrario, al pisar estas playas y emprender mis indagaciones, me hallaba bajo el imperio de las preocupaciones y creencias generales. La conclusión a que he creído poder llegar, no la busqué. A ella he sido llevado por la elocuencia de los hechos, como creo serán llevados todos los que éstos consideren de buena fe y dispuestos a abandonar todo antiguo prejuicio. De haber sido los resultados muy distintos, los hubiera enunciado con igual franqueza, como oportunamente enunciaré otros menos halagüeños. Yo, alejado de todo y de todos, yo, que desde mi adolescencia he perseguido el ideal del máximun de independencia por el mínimum de necesidades, que nunca he buscado sino la soledad, o la sociedad de los humildes, que sólo por condescendencia he salido alguna vez del seno de la naturaleza virgen, al cual he vuelto y en el cual ansío permanecer,... ¿qué interés puedo yo tener sino en buscar la verdad, e instruir a esa generosa juventud, a la cual me felicito haber sacrificado diez años de mi vida, porque he podido conocerla y estimarla?

Y si por esta vez, el resultado de indagaciones imparcialmente profundizadas ha satisfecho al sentimiento nacional, tan frecuente e injustamente ofendido, contribuyendo a levantar los corazones, ¿por qué no hemos de valernos de este resultado, como medio para infundir a la juventud algo de esa bella confianza en sí mismo, sin la cual nunca fue posible acometer grandes empresas, ni hacer patria digna y respetada?

Lo cual consignado, de buen grado reconoceré no haber hecho obra perfecta, y agrego que no pretendo hacerla. Hasta entiendo que no sólo en mí, sino en otros mucho más autorizados, sería necedad el pretenderlo. De no haberlo confiado todo a la memoria, en una exposición exclusivamente oral, hubiera seguramente restringido ciertas partes, con el fin de reforzar otros argumentos, que en la precipitación del decir, a veces no resultaron expuestos con la claridad necesaria.

Verbi gratia, lo referente a las inscripciones amazónicas. Durante mucho tiempo se discutió a cuál de los pueblos había que atribuirlas, y no se puede decir que la discusión esté completamente terminada. Pero se está de acuerdo en atribuirlas a un pueblo cuyo nombre es «goananí», según la ortografía que, de entre varias parecidas, es apoyada por mejor autoridad. Y yo no puedo ver en estas palabras sino una levísima modificación del nombre «guaraní», el cual por otro lado, ha sufrido, en diversos tiempos y lugares alteraciones parecidas, como ser: kuaraní, goaraní, guahaní y tal vez también guanahaní (16); alteraciones que en parte, las últimas especialmente, lo son probablemente sólo en apariencia, debido a imperfecta audición, o a la dificultad de escribir con nuestros alfabetos la sílaba «iâ», que en origen parece haber sido más o menos nasal, volviéndose nasal la consonante igualmente, según la regla guaraní. Si se agrega que la cerámica de Marajó, aunque en general más perfecta, es muy parecida a la de los otros pueblos guaraníes y presenta objetos de hechura, forma y dibujo idénticos y se tiene en cuenta que en la época del descubrimiento sólo había guaraníes en esa región y en las vecinas, en las que, además, todos los nombres geográficos eran puramente guaraníes, debemos reconocer que las probabilidades de que los hombres que nos dejaron esos restos pertenecieran al grupo guaraní, rayan casi en la seguridad completa.

Por otro lado, sería tal vez demasiado arriesgado, pero no absurdo, el suponer que esas inscripciones pudieran indicar una infiltración o influencia cultural egipcia. La suposición ya fue hecha hace mucho, por un autor que conocía bien al Egipto y su escritura, y si bien no prosperó, por parecerse en aquel tiempo a una paradoja, no estaría demás que se realizaran nuevas investigaciones con el fin de esclarecer completamente el punto; pues los recientes hallazgos hechos en los Estados Unidos, de objetos de arte extraordinariamente parecidos a los egipcios, no excluyen en absoluto a esa suposición. En todo caso, el parecido innegable y muy notable de los jeroglíficos de Marajó con los egipcios, es por sí solo un argumento y la prueba de una cultura elevada; mejor aún, si la evolución se ha producido separadamente.

En cuanto al valor de las demás inscripciones lapidarias del Brasil, Paraguay y regiones limítrofes, en lo que toca a la mayor parte de ellas, me adhiero a las conclusiones de la obra del Señor A. de Carvalho; pero insisto en que al respecto de alguna de entre ellas no es posible llegar a una conclusión definitiva sin más completo estudio, y que, además, hablando de éstas y también de algunas de aquéllas, es inverosímil e inadmisible lo que pretendieron algunos, esto es, que no representen sino meros pasatiempos.

Lo que se sabe de los hábitos de los guaraníes antiguos y modernos no hace aceptable, a priori, tal suposición, que tal vez a posteriori tenga que ser abandonada para todos los casos; por otra parte, el hecho aducido de que los indios actuales suelen, de paso, ahondar o refrescar las inscripciones o glifos que amenazan desaparecer, no me parece probar nada en favor de dicha suposición, sino más bien en contra pues no se cuida generalmente sino lo que se aprecia; por fin, el hecho de que los indios actuales no sepan qué significan esas inscripciones, y alguno de entre ellos crea que nada representan, esto prueba únicamente que en estos países pasa lo mismo que entre la gente no instruida de muchos pueblos civilizados de Europa y Asia.


 

II

LA TRADICIÓN

HE ATRIBUIDO MUCHO VALOR A LA TRADICIÓN. Los geólogos modernos no son frecuentemente de este parecer; pero esto no viene de que hayan hecho de las tradiciones algún estudio comparándolas con las conclusiones a que la ciencia ha podido llegar por otras vías, sino, por lo contrario, de que la gran mayoría de entre ellos no se ha preocupado de la tradición, dejándola a los folkloristas e historiadores. La verdad en la ciencia como en lo demás, puede aparecer por vías muy diversas, no pocas veces inverosímiles y sorprendentes. Las ciencias, divorciadas ayer una de otra, celosas y a veces casi hostiles entre ellas, se van ligando hoy día cada vez más íntimamente, se piden y conceden recíprocamente frecuentísimos auxilios, al extremo de que aún las que se consideraban como las más alejadas y sin relación posible entre ellas, comprenden que en la lucha por la verdad ninguna puede prescindir completamente de la otras.

La tradición, no hay para que dudarlo, se presenta como un elemento que no debemos descuidar más. Por supuesto que no lleva siempre al conocimiento de la verdad; tampoco ha de aportar luz provechosa en todos los casos. Pero si comparamos las numerosas y muy variadas hipótesis emitidas durante el último medio siglo sobre la conformación y las modificaciones de los continentes durante la última época geológica, así como las migraciones de pueblos, y recordamos siquiera en parte los innumerables argumentos aducidos por los geólogos y paleontólogos, aquéllas y éstos frecuentemente en abierta contradicción y destinados por tanto a ser en buena parte abandonados, llegaremos seguramente a admitir que el argumento estrictamente científico dista muchísimo de ser siempre infalible.

Aun sin tener en cuenta la tradición hindú que he referido como ejemplo de la antigüedad de las tradiciones o de las épocas a que se pueden remontar, y sobre la cual insistió recientemente un escritor ruso, y manteniéndonos sobre el terreno de los fenómenos cuya realidad ha podido ser comprobada, es preciso reconocer que las memorias humanas pueden remontarse hasta una antigüedad muy remota. Bastaría recordar las tradiciones que varios pueblos conservan al respecto del diluvio, o, mejor dicho, de los varios diluvios que respectivamente interesaron a los países que habitan o en otros tiempos habitaron, así como las que se refieren a fenómenos acaecidos a continuación de la última época glacial. Si la duración de la época terciaria, en vez de ser la que Dana le atribuye (3.000.000), ni la demasiado reducida de Meyer (325.000), ha sido aproximadamente la que le da la mayoría de los autores que he podido consultar, es decir algo así como un millón de años, la duración de la cuaternaria no pasaría de unos cincuenta o cien mil, y sus tiempos medios, excepcionalmente sus comienzos también, serían accesibles a la tradición. Y lo son de hecho.

Para destruir este argumento, se me opuso que la tradición no puede remontarse a épocas tan atrasadas; argumento negativo que pierde todo valor ante este hecho: la geología ha confirmado la veracidad de varios fenómenos acaecidos durante la primera parte del cuaternario y de los cuales los hombres habían conservado el recuerdo. Para no tocar sino algunos ejemplos de entre los que más de cerca interesan a esta cuestión, recordaré que la tradición de los galos referente a una tierra situada a su occidente, en el Atlántico, y la Merópida de Teopompo, se refiere a tierras atlánticas del Norte cuya existencia y hundimiento durante el plioceno la geología tiene por seguro. Otro ejemplo: Uno de los grandes maestros de la geología, después de establecer que las tierras atlánticas se fueron hundiendo «a fines del plioceno y durante la mayor parte del pleistoceno», admite que la tradición haya podido conservar el recuerdo de tan remoto fenómeno (17). Para no repetir lo que ya expongo detalladamente en otra monografía, paso por alto lo referente tierras y tradiciones de la Polinesia, en lo que la ciencia moderna y la memoria humana ofrecen parecido acuerdo (18)


 

III

LAS IDEAS DE FLORENTINO AMEGHINO

En el texto taquigráfico de mis conferencias, alguien ha querido ver, en lo referente a la teoría de Ameghino, alguna frase de crítica algo viva de ciertas ideas del gran paleontólogo. Tengo especial empeño en rectificar y poner bien en claro este punto.

Es cierto que el sabio argentino en la sesión del congreso científico en que yo presentara mi memoria sobre el origen de las razas americanas (19), trató de debatir mi modesto modo de ver con tal precipitación, que sin quererlo resultara injusto; pues sin haber oído la exposición completa de mi tesis, atacó vivamente a una parte muy secundaria (cuestión de la Atlántida), omitiendo casi todo lo esencial. Pero aun sin contar que la escasez y premura del tiempo (20) pudo hasta cierto punto disculparle, eso de ninguna manera podía ser motivo para guardar resentimientos entre provectos caballeros, y mucho menos tratando yo con un hombre de la talla de Ameghino. La discusión científica, por más que sea viva y hasta pueda degenerar un tanto (21) es suficiente que sea de buena fe para que no deje rastros menos nobles en el ánimo de los adversarios del momento. La actitud de mi sabio contrincante era hasta cierto punto explicable. Ameghino era de esos hombres de sincero entusiasmo y buena fe, que se dan con cuerpo y alma a su obra y forman carne con ella. Y lo cierto es, que mi modesto modo de ver era diametralmente opuesto a una parte esencial de su teoría, y en el caso de tener mi opinión algún fundamento y ser siquiera en parte admitida, esa teoría hubiera tenido que sufrir profunda herida.

Por otra parte, las ideas de Ameghino en lo relativo al hombre y su antigüedad en el Río de la Plata, a los varios géneros creados por él como precursores del hombre, a los diversos tipos tenidos por él como géneros y especies, las cuales, desde estas regiones del Plata donde hubieran tenido su primer origen y su evolución, se hubieran esparcido sobre este y los otros continentes, parece que deben de ser abandonadas en buena parte. Podemos decirlo con verdadero sentimiento, pues con ellas tendría que desaparecer una grandiosa y seductora teoría, la cual, si no hubiera resuelto completamente el apasionante problema del origen de la humanidad, hubiera cuando menos disipado lo más oscuro de las tinieblas que lo envuelven.

No pretendo tener una opinión personal en cuestiones que exigen la autoridad que sólo pueden dar los conocimientos más profundamente especializados. Y creo que todos los que nos encontramos lejos de poseer tal autoridad, y no tenemos el tiempo o los medios para adquirirla, debemos inclinarnos ante el fallo de los que la tienen conquistada. Esto no es reconocer el antiguo magister dixit, pues maestros tenemos en ambos campos; es, creo yo, elemental prudencia y cordura.

Sobre buena parte de los puntos aludidos, el mundo científico se inclina a dar por terminado el debate. Von Ihering mismo, el ilustre amigo de Ameghino, su admirador también, francamente lo reconoce: «Amigo personal, compañero de trabajo y sincero admirador del eminente paleontólogo, no puedo dejar de reconocer el error en que Ameghino, por su rica fantasía se había dejado arrastrar»; y recordando la enérgica contestación que Ameghino encontrara por parte de los «más competentes especialistas de Europa y Norte América», agrega: «Es probable que, después de su muerte, esta controversia sea considerada en parte como concluida»

Lo que no impidió a von Ihering decir, en el mismo escrito: «Con Florentino Ameghino desaparece uno de los trabajadores más activos, felices e incansables que registra la historia de la exploración científica de la América del Sur. La América Meridional no es rica de naturalistas de alto mérito y verdaderamente estimados en el mundo científico. El más célebre entre ellos, sin duda el sabio cuyas ideas fueron más aprovechadas y discutidas en los círculos científicos del viejo y nuevo mundo, dejó de existir» (Artículo necrológico en el «Journal do Commercio»).

El juicio de un sabio que ha profundizado cuestiones tan complejas, no puede tener por única base algunas de las ideas emitidas por él, por más importantes que sean. Es sobre el conjunto de la obra, que la historia de la ciencia dará su fallo. Y la obra de Ameghino es de aquellas cuya magnitud asombra, y cuya complejidad puede fácilmente probar la injusticia de los que insistiendo con demasiada severidad sobre un punto débil, dejaran en los más, que no pueden tener una opinión general propia, la impresión de un juicio poco favorable sobre el conjunto. Admiremos la obra en sus monumentales contornos; admiremos cada uno aquellas partes que nuestro modesto entender nos muestra como buenas o la ciencia admite como indiscutibles; dejemos a los especialistas el juzgar de otras, y si por último hay alguna que se presenta como defectuosa y aún completamente errada, considerémosla como el tributo inevitable que todo hombre tiene que pagar a la naturaleza, por más grande que sea su inteligencia.

Es defecto inherente al verdadero genio el dejarse arrastrar algo más allá de lo que fuera prudente. No hay creador que no sea algo soñador. El poder de imaginación es facultad indispensable del genio poderoso, y por más peligroso que sea el entusiasmo, éste no deja de ser producto inevitable de aquél; y si es cierto que en un descuido el entusiasmo puede llevarnos al error, igualmente indiscutible es que sin él los hombres de genio no hubieran producido buena parte de sus obras, y los más grandes acaso no hubiesen existido como tales.

Por otra parte, tengamos siempre presente que nada hay en la ciencia que sea más difícil y peligroso que las grandes síntesis. Se puede decir que entre los grandes maestros que las han ideado, casi ninguno ha logrado esquivar siempre el error y el consecuente parcial fracaso. No obstante eso, el público siempre ansioso de grandes novedades, el mundo de los curiosos de la naturaleza pero ajenos a la especialidad, así como los secuaces de todas las escuelas filosóficas o históricas, todos hombres ávidos de luz, se apoderan de cualquier conclusión sintética a la cual el maestro haya creído poder llegar, y enarbolándola algunos como bandera, atacándola otros con igual vivacidad y empeño, todos concurren a formar en el público la creencia frecuentemente errónea de que en aquella conclusión consiste el mérito y la obra capital del maestro. Estas consideraciones generales se aplican principalmente a las cuestiones que puedan interesar, directa o indirectamente a la historia del hombre. Ninguna teoría pudo interesar más que la de Ameghino al gran problema. Pero, aún cuando resultare forzoso abandonarla por completo en la parte a que me refiero, la inmensa obra del célebre paleontólogo argentino, su obra verdadera y capital, permanecería siempre sobresaliente y grandiosa, y varias generaciones sacarán provecho de ella.

Si para la gloria, como dice Fedro, «de las grandes obras es bastante haberlas esbozado», ¿qué diremos de Ameghino, que no solamente esbozó en sus grandes lineamientos sino que dejó sólidamente fundada, por una serie asombrosa de descubrimientos, la paleontología del Río de la Plata?


 

IV

¿PUEDEN SER LOS MONGOLES ORIGINARIOS DE AMERICA?

Una vez establecida la identidad de raza, o, mejor dicho la unidad del tronco, cabe preguntar si la necesaria migración no puede haberse producido en un sentido contrario al que generalmente hasta hoy se ha supuesto. En cuestión tan oscura y complicada oír debemos todos los pareceres, imponiéndonos el deber de nada rechazar sino a posteriori.

La suposición de que el tronco mogólico pueda ser originario de América, no es insostenible, y si por un supuesto llegare a triunfar, siempre sería la comprobación y el triunfo definitivo de la teoría que atribuye a los mongoles del Asia y a la raza americana dominante un origen común. Y este es un punto capital, cuya comprobación definitiva constituiría un paso enorme en el estudio del origen y grandes migraciones de las razas humanas. Como nadie es infalible, es posible que los sabios norteamericanos, cuyo informe he tenido como fallo definitivo, hayan sido demasiado terminantes sobre la edad de las capas aludidas. A pesar de que su informe haya venido a confirmar la opinión de la generalidad de los especialistas europeos, no es seguramente imposible que éstos y aquéllos se hayan equivocado en algún punto esencial. La cuestión de la edad geológica de las diferentes capas del pampeano seguramente aún dará lugar a discusiones. Las de Monte Hermoso y del pampeano inferior, que para la generalidad de esos autores son cuaternarias, para Lehmann-Nitsche y von Ihering son pliocénicas; y en ellas Ameghino y Lehmann-Nitsche han encontrado restos incontestables del hombre, cuyo origen resultaría terciario.

Pero, en todo caso, lo que parece fuera de toda duda es que los restos y artefactos humanos hallados por Ameghino no tienen la edad que éste les atribuyera. La presencia del hombre en el plioceno argentino es discutible; y de hecho es negada por la mayoría de los especialistas. Ciertamente la mayoría no constituye certeza, aun cuando llega a ser casi unanimidad; pero los que no estamos en condiciones de poder estudiar directa y personalmente la cuestión, daremos prueba de cordura y hasta de honestidad científica acogiéndonos al parecer de aquella.

Por otro lado, es cierto que se han encontrado recientemente en América (Perú, Méjico) restos auténticos de civilizaciones tan remotas, que de ellas ninguna noción se tenía. Puede ser también que tales restos resulten más antiguos que lo que por ahora se tienen de los pueblos mogólicos del Asia. Pero, primeramente, no es posible por ahora fijar edades con la seguridad necesaria para deducir cuál es la antigüedad mayor. En segundo lugar, como se trate de verdaderas civilizaciones, su antigüedad, por más grande que sea desde el punto de vista histórico, no bastará por sí sola para establecer el punto de origen del tronco entero, que puede estar muy alejado en función de espacio, coma lo está en función de tiempo. Por fin, aun cuando resultase confirmada una mayor antigüedad americana de los restos de las civilizaciones mongólicas y americanas, esto nada probaría en contra de mi tesis, pues según ésta, la región de común origen no está en el Asia ni en América.

Establecida la unidad del tronco mogólico, este ocuparía aproximadamente la mitad de la superficie terrestre. Esta inmensidad en el sentido del espacio y las diferenciaciones bastante profundas y numerosas de los tipos obligan a suponer igual inmensidad en el sentido del tiempo. Las primeras migraciones deben haber sido sumamente antiguas y el país del primer origen puede perfectamente haberse hallado en una región de la tierra cuyos contornos actuales sean otros o haya en parte desaparecido. Pues, admitido el género humano como género zoológico verdadero (Homo) y en él varia especies, el tronco mogólico viene necesariamente a tener su origen en una de éstas, y la formación de las especies nos lleva a una época mucho anterior a todos los tiempos que pueden habernos dejado restos que indiquen cierta cultura.

Para que el tronco mogólico tenga su origen en Sudamérica es preciso que la especie aludida se haya formado aquí. Y si la especie se forma por diferenciación del tipo genérico, y este por la de otro tipo de orden más antiguo, estos tipos también debieran de haber existido en Sudamérica, con los caracteres y la antigüedad correspondiente. La teoría antropológica de Ameghino hubiera podido servir de base para semejante suposición; pero esta base nos viene a faltar, gravemente atacada por la argumentación de la gran mayoría de los especialistas. Por lo demás, entre los tipos humanos descubiertos en el Plata por el eminente paleontólogo argentino, no figura el mogólico, ni otro que, según parece, tenga suficiente parecido con dicho tipo y pueda ser considerado como su precursor.

A pesar de que el camino quede abierto para las conjeturas, y más o menos puedan caber hipótesis muy encontradas, hallo más lógico suponer que la cuna del tronco mogólico se encontrara en las proximidades de ese antiguo continente, que fue la cuna de los otros dos troncos, el blanco y el negro. Las tres especies o subespecies actuales más importantes del género humano, así como las especies o subespecies más generalmente admitidas de entre las que han desaparecido, habrían tenido su origen en una sola gran región de la tierra. Y como sea forzoso admitir que todas ellas deben haber tenido un origen común, por más que sea remoto, este origen aparecería claramente, en el hemisferio cuya región central sería, poco más o menos, el actual Sudeste Asiático, lo que estaría, además, en consonancia con la opinión general.

Y a esta gran región que resultaría ser la cuna del género humano, pertenecía, durante la segunda mitad de la época terciaria, el país donde se han encontrado los restos del famoso Pithecanthropus erectus, el precursor del hombre menos discutido. Los indicios serían concordantes, y lo serian en todos los sentidos, de espacio, tiempo y lógica sucesión de los hechos. La geología nada tendría que oponer; más bien apoyaría. La mayor parte de las tradiciones quedaría confirmada. La dispersión de los seres humanos, sus movimientos generales desde la región central aludida y por las regiones adyacentes, en todas las direcciones, resultarían lógicos y claros, confirmando y poniendo de acuerdo la mayoría de las hipótesis ya emitidas.

El elemento dolicocéfalo sudamericano, así como las razas prehistóricas descubiertas en el Plata, pueden muy bien haber venido del Este, de regiones a las cuales habrían arribado viniendo del Norte, es decir, de las regiones que fueron cuna del género Homo y de los precursores del hombre. En ese supuesto trayecto se encuentran precisamente notables elementos dolicocéfalos. Por otra parte, las corrientes marinas lo facilitan, lo que puede explicar la llegada voluntaria a las playas americanas de pueblos inferiores, y hasta la involuntaria de elementos aun más primitivos, así como la continuidad de las tierras hacia el occidente y por el intermedio de las tierras australes, en épocas más remotas y de clima más benigno, pudo permitir la llegada paulatina de los precursores del hombre.

Es cierto que sobre la Oceanía, tropical reinan los vientos del Este, lo cual pudo obstaculizar, como la corriente marina correspondiente, la migración de occidente a oriente con elementos de navegación muy primitivos. Pero en latitudes más astrales pasa lo contrario, y así fue seguramente desde que las playas del Sur adquirieran los contornos actuales. Y en épocas más remotas tales corrientes no hicieron falta; pues durante el plioceno el clima era todavía bastante dulce en las tierras antárticas, las cuales, uniendo las australes con las patagónicas, pudieron dar paso a los precursores o a las especies del género Homo que aparecieron en las antiguas tierras del Plata.

Es de notar que la presencia de tierras hoy desaparecidas, seguramente hizo que las condiciones climatéricas y marinas en la Oceanía tropical fueran otras, sin que pueda decirse si facilitaron las migraciones hacia el oriente, lo cual no obstante es probable, al menos con relación a las condiciones actuales. Estas sirvieron de apoyo a la teoría que Martínez de Zúñiga expuso en su historia de Filipinas, sobre el origen polinesiano de los malayos y malgaches.


 

V

LA ACUSACIÓN DE ANTROPOFAGIA CARECE DE FUNDAMENTO Y VALOR

Algunos han creído encontrar en la supuesta antropofagia de los guaraníes un argumento para negarles una cultura que por tantos hechos resulta evidente. En el capítulo de mi obra descriptiva referente a la civilización guaraní, verá el lector que tal acusación carece de fundamento, y cómo las apariencias, el interés de los acusadores y la confusión de nombres y de pueblos han podido engañar hasta a algunos de los hombres más versados en el conocimiento de los indios de América.

Pero, como que tal acusación ha sido recordada, posteriormente a mis conferencias, por hombres de buena que se preguntaran si, de resultar fundada, no vendría a poner en duda mis conclusiones al respecto de esa civilización, creo oportuno anticiparme en algo, insistiendo de una manera más eficaz sobre esta verdad: que, aun cuando la tal antropofagia resultare comprobada, como cosa sucedida en ciertos casos, tiempos y lugares (que es lo único que podría resultar comprobado, de no haber mediado las circunstancias y los hechos a que arriba aludo), eso no probaría nada en contra de mi decir y de la civilización guaraní. Pues igual acusación se puede hacer nada menos que a la mayoría de los pueblos civilizados del mundo antiguo, con la diferencia de que la acusación está, en el caso de tales pueblos perfectamente fundada en hechos históricos. Sorprenderá tal vez a algunos esta afirmación. No es extraño. Todos los pueblos (22) han tratado de suavizar o eliminar de sus respectivas historias, al menos de las que se enseñan a la juventud, las páginas menos decorosas. Pero quien profundiza un poco, llega pronto a la verdad, tantas veces cubierta por el piadoso velo de las conveniencias nacionales o las mentiras de un criticable orgullo.

«La mayor parte de los pueblos han inmolado víctimas humanas, dice César Cantú; fenicios, egipcios, árabes, cananeos, habitantes de Tiros y de Cartago, persas, atenienses, lacedemonios, iónicos, todos los griegos del continente y de las islas, romanos, antiguos bretones, hispanos, galos; todos han estado sumergidos en esta horrible preocupación» (tomo VIII p. 787). «La antropofagia ha sido crimen común del mundo entero», escribe el ilustre historiador Orozco y Berra (tomo I p. 198 de su Historia de México).

Historiadores muy concienzudos se han ocupado de evidenciar a esta verdad con tantas pruebas, que muy largo sería el enumerarlas. Entre los americanos citaré a Fernando Ramírez, Alberto Carreño, Orozco y Berra, para que se vea que entre nosotros ya hubo quien vulgarizara este conocimiento. Del estudio del primero resulta que fueron antropófagos los escitas (rusos ant.), y lo atestigua Plinio (Hist. Nat. IV, 17) así como P. Mela (De Situ Orbis, II, I); que lo fueron los irlandeses (Strabon, Geographie IV, 139), los escoceses (San Gerónimo, citado por Torquemada, lib. IV cap. 26), los celtas o galos (Diodoro Sículo, Hist. Uuiv. V, 21, y los alemanes (Cluver, German. Ant.), sin contar otros pueblos.

«Que los españoles han sido antropófagos lo refiere César Cantú en su Historia Universal, y estos actos de antropofagia tuvieron lugar, no en épocas antiguas, sino precisamente en aquellas en que se llevó a cabo la conquista de México. Durante la expedición a la Florida, llevada cabo por Alvar Núñez bajo las órdenes de Narvaez, en el año 1528, una violenta tempestad puso en serias dificultades a los españoles que formaban la expedición; pero: «en medio de esto, dice Cesar Cantú, tuvieron la fortuna de que los salvajes se compadecieran de ellos... (sin embargo), con el invierno sobrevino tal hambre, que se vieron reducidos a comerse unos a otros, a cuyo espectáculo los indios cambiaron la compasión en horror, atribuyendo a aquellos feroces extranjeros las desgracias extraordinarias que sufrían.» (Hist. Un. IV, 760) (23).

«Pero no fue este un caso aislado, agrega Alberto M. Carreño (Anales Soc. Cient. «Ant. Alz.» tomo XXX. p. 43); aquí mismo en Méjico tuvieron lugar varios de esos actos reprobables, (como el que cita Herrera en su década III, lib. VIII, cap. I.) Medrano, que formaba parte de la expedición de Hibueras y que fue chirimìa de la iglesia de Toledo «afirmó haber comido de los sesos de Medina Sacabuche, natural de Sevilla, y de la asadura de los sesos de Bernaldo Caldera y de un sobrino suyo, que murieron de hambre y eran menestreles (músicos). «Lo cual, y los otros varios datos expuestos por él justifican plenamente la conclusión a que llega el último autor citado:»... los sacrificios humanos los han realizado aquellos pueblos que han llegado a ser portaestandartes de la civilización, y entre esos pueblos encuentran los que han formado a España (podría agregar: y a Europa), puesto que está comprobado que también fueron sacrificadores y antropófagos.»

¿Quién está libre de pecado, lance la primera piedra?»


 

VI

OBJECIONES A LA «ARQUINESIA»

No puedo naturalmente repetir en este breve apéndice todos los argumentos que he creído poder aducir, en apoyo de mi hipótesis al respecto del origen de las razas americanas. No obstante, habiendo yo tenido que presentar mi tesis manuscrita, y hallarse sumamente atrasada la impresión de los trabajos presentados al congreso científico de 1910 me veo forzado a rebatir aquí, siquiera en una forma muy concisa, las objeciones que mi ilustre contrincante hiciera en ese congreso.

1º. EDAD DE LA CORDILLERA Y UNIÓN DE LAS AMÉRICAS:

Dijo el célebre paleontólogo, al empezar su rapidísima exposición, que «los Andes son tan viejos como la tierra». Sin tomar al pié de la letra tan radical declaración, observé que sólo una parte de los Andes es muy antigua, y que, además, para mi tesis bastaba el solevantamiento tardío de una parte, la que vino a unir ambas Américas.

En efecto: Durante el período carbonífero, ya en la segunda mitad de la era primera, aun no estaba completa esa gran cadena, ni en su parte central y principal, donde el océano cubría todavía grandes trechos que los Andes ahora ocupan (Philippi, Lapparent III 974); no siendo improbable que toda la cadena, desde el 35º hasta el 10º paralelo, estuviese cubierta durante la época uraliana (Lapparent, 951), por el océano que también cubría entonces a todo o gran parte del Paraguay. Pero lo que me interesaba era únicamente el levantamiento del istmo de Panamá y la unión de ambas Américas; y este fenómeno no tuvo lugar sino a fines del mioceno, según Lapparent, y más probablemente durante el plioceno, como explica von Ihering, observando que el paso de los mamíferos de uno a otro continente sucedió durante la serie pliocena. Ahora bien, durante esta última ya podían existir especies del géneroHomo, y de hecho existieron según varios autores, inclusive Ameghino.

2º «EN EL EOCENO EL HOMBRE NO EXISTÍA». Esto declaraba mi sabio adversario del momento. Pero si en mi exposición empecé con el mioceno, es que necesitaba estudiar esta serie para darme cuenta de las condiciones en que pudieran haber vivido los «primeros precursores del hombre»; además, claro está, para establecer las relaciones de los cambios que tuvieron lugar durante la serie sucesiva, en la cual puede haber aparecido alguna especie del verdadero género humano. Tal es la opinión general de los antropólogos. Al contrario, fue Ameghino quién, en esos mismos días, leyó su conferencia cuyo título es: «Vestigios industriales en el eoceno superior de la Patagonia, en la cual pretende que en esa época tan remota haya existido un precursor del hombre, bastante elevado para saber hacer fuego y usar instrumentos.

Lo que yo pienso, no por opinión personal directa basada sobre estudios especiales; sino comparando las razones expuestas, los argumentos y los hechos averiguados por todos los especialistas que he podido consultar, es que un ser parecido al hombre, como quiera que se le llame, pero capaz de hacer fuego o dejar restos industriales, no solamente no pudo haber existido en el eoceno, sino tampoco en el mioceno: pudiéndose sólo admitir la probabilidad de que haya vivido en el plioceno, la última de las series terciarias. Esto nos trae a una época de algunas centenas de miles, tal vez medio millón de años menos remota que la supuesta por Ameghino. Naturalmente, uno o más precursores pueden haber existido en el eoceno, y aun en tiempos anteriores, si debemos aceptar en toda su consecuencia la teoría de la evolución, y si damos a la palabra precursor un sentido cada vez más lato. Pero tales seres, si bien pudieron efectuar grandes migraciones, bajo la presión de las mismas causas que obligaron a mucho otros mamíferos, y muy probablemente en mejores condiciones de inteligencia y lucha por la vida que aquéllos, no pudieron dejarnos vestigios industriales, ni haber hecho fuego, cosas que suponen un grado de evolución que seguramente sólo alcanzaron los verdaderos hombres, por más que primitivos.

Ya deje contestado lo referente a la tradición.

5º LA FAUNA DE LAS ISLAS GALÁPAGOS SE OPONE a que estas tierras hayan estado unidas al continente en una época reciente, convenido. Pero, mi tesis no necesita la unión; bástale la cercanía. Yo no he supuesto un continente unido desde América hasta cerca del Asia, sino un archipiélago de grandes islas: y es para evitar tal interpretación que a riesgo de ser tachado de pretensioso y no reconociéndome autoridad para eso, propuse el nombre de Arquinesia para el conjunto de esas tierras.

6º «ESAS TIERRAS HUBIERAN EXISTIDO EN TIEMPOS DEMASIADO REMOTOS» para haber podido servir a migraciones humanas. Vamos a verlo. El célebre paleontólogo argentino supone que en el eoceno ya existía un ser capaz de hacer fuego y dejarnos vestigios industriales. Para mi tesis basta que las tierras aludidas hayan existido en una época reciente, el plioceno. Ahora bien, el gran maestro que voy siguiendo (24), no solamente admite la posibilidad de que haya existido «al oeste de esa playa (la del Pacífico sudamericano) una tierra resistente, hoy hundida casi completamente», sino que con estas últimas palabras da a entender claramente que el hundimiento se continuó hasta hoy día, tanto que aun no es completo; idea que por lo demás ya había expresado en la misma página, donde dice que la depresión del Pacífico aún tiende n la actualidad a hacerse más profunda, insistiendo en otra parte (pag. 1938) en la lentitud de estos fenómenos.

7º «EN EL LUGAR DONDE VON IHERING UBICABA SU PACILIA NUNCA EXISTIERON TIERRAS» (25). Y mi sabio opositor agregaba que el ilustre paleontólogo citado había renunciado completamente a su hipótesis con referencia a la existencia de dicha tierra. Haré notar que la Pacilia de von Ihering era una inmensa isla, así como un continente, que desde el lugar actual de las Pequeñas Antillas se extendía hasta el medio del actual océano Pacífico.

Antes de todo, pemítome una pregunta: ¿Quién puede hacer con tal seguridad semejante afirmación negativa?... ¿Cómo probar la no existencia de supuestas islas desaparecidas en el Pacífico hace muchos miles de años?... Además ¿no existen acaso todavía, en los lugares que la Pacilia hubiera ocupado, las islas Galápagos y muchísimas más en el medio de ese océano, sin contar un gran número de islotes?

Ahora vamos a ver si he errado tanto al suponer en el Pacifico importantes tierras hoy desaparecidas. Ya hemos visto que Lapparent da como posible la existencia de tales tierras. La supone francamente en otra parte de su magistral tratado (1934-5): «Basta, según nuestra opinión, que hayan existido, en las afueras de las playas actuales del Grande Océano, islas alargadas, hoy día sumergidas bajó sus olas.» Y después de rebatir la hipótesis de que esas islas hubiesen podido constituir un continente todo unido, agrega: «Esto no quiere decir que las aguas del Pacífico no nos oculten hoy día más de una tierra hundida»

Otro geólogo de fama, Haug (26) va más allá, y supone la existencia de un «Continente Pacífico»; lo cual es mucho, y mucho más de lo que pido.

No obstante, le sigue de cerca Dana, el gran geólogo norteamericano, encargado por su gobierno de estudiar la geología de los archipiélagos del Pacífico, el cual tiene a muchas de las numerosas islas de ese océano como las cumbres de grandes tierras hoy desaparecidas. Y Henshaw, en su estudio de las migraciones de las aves desde Alaska hasta la Polinesia, nos deja ver que muchos norteamericanos tienen ideas parecidas (27). Bastan y sobran estos, como ejemplos entre los contemporáneos y los más recientes. Pues largo sería enumerar a todos los sabios que anteriormente emitieran juicios parecidos. Para no recordar sino a colosos, citaré sólo a Wallace, quién admite que en el plioceno debe haber existido una tierra, o una sucesión de tierras no interrumpida entre América y Asia; y Moerenhout, el más célebre de entre los exploradores de la Polinesia, quién sostuvo la creencia en un continente antiguo, cuyos restos serían las actuales islas del Pacífico (28).

El mismo von Ihering admitió la existencia de tierras hoy desaparecidas en el Pacífico. Se me hizo esta otra observación:

8º: Que el ilustre director del museo de Sao Paulo «HABÍA RENUNCIANDO COMPLETAMENTE A SU HIPÓTESIS EN CUANTO A LA EXISTENCIA DE SU PACILIA». Supongo esto exacto sin averiguarlo. Pero a mi vez observo, como ya lo hice en el aludido congreso que la existencia de esa tierra supuesta por von Ihering concordaría hasta cierto punto con mi tesis; pero que su no-existencia no la podría dejar mal parada; pues la Pacilia era una tierra distinta de las que yo supongo; interesaba sólo una parte reducida de la actual Polinesia, no pasaba más allá del medio del Pacifico, y, en cambio, se extendía por el actual Atlántico hasta englobar a las Pequeñas Antillas; era una sola gran tierra todo unida; y por fin, fue miocénica, habiendo dado lugar otras formas continentales en el plioceno, según otra y bien fundada opinión del mismo autor (unión de ambas Américas.) Mi Arquinesia, de haber existido como, dónde y cuando yo supongo, ocupar debía las partes centrales del Pacífico, aproximándose lo suficiente al Asia y América sin tocarlas; era naturalmente un grande archipiélago; tuvo que existir o persistir durante el plioceno, y por último, los restos que de ella tenemos nada tienen que ver con las Antillas.

De no haber sido cosa tan distinta, no le hubiera yo dado otro nombre, niese nombre.

9º: «SÓLO POR BEHRING PUDIERON VENIR ELEMENTOS ASIÁTICOS, Y SÓLO POR AQUÉL PASO HAN VENIDO.» Es que yo sostenía que una gran migración humana por ese glacial estrecho, y recorriendo distancias colosales, debía considerarse como cosa muy poco probable. Confieso que la mayoría de los votos estátodavía en favor de la tesis por mi ilustre opositor defendida; per mayoría no es sinónimo de cierto.

Ya dije entonces que muy limitadas migraciones, tiempos en tiempos relativamente recientes, pudieron haber venido por Behring, y concedí el de los esquimales como caso averiguado. Pero que, aun suponiendo que los americanos haya venido del Asia continental, a su migración por Behring se oponían obstáculos de clima y espacio casi insuperables, Y a tal suposición razones etnológicas de mucho peso. Las voy a indicar brevemente.

Primeramente, si se puede suponer una primera migración durante el plioceno, de una especie de hombre que fuera base del tronco mogólico, directamente desde las tierras del Pacífico hasta América, obedeciendo a fenómenos geológicos comprensibles y a natural expansión, gradualmente, salvando sucesivamente distancias reducidas, y favorecida esa especie por un clima excelente, muy igual y nunca alterado, ni por invierno periódico y crudo, ni por otras causas más perdurables, otra cosa muy diferente será si hablamos de Behring. Por allí la inmigración de una población numerosa, durante miles de años, recorriendo una distancia tres veces mayor, absolutamente no hubiera podido tener lugar sino durante la era cuaternaria, cuando una evolución intelectual mucho más adelantada hubiera permitido intentar un éxodo tan largo y arriesgado, no obstante ser ya Behring un estrecho y no un istmo.

Pero durante esta era tenemos las más duras y largas épocas de frío que jamás la Tierra haya conocido, los llamados períodos glaciales. Y precisamente estos llenaron la primera y mayor parte de la era cuaternaria (pleistoceno), interrumpidas solamente por períodos menos fríos, pero soportables sólo en las zonas templadas. Gran parte de Europa y Norte América, incluyendo la Luisiana, así como casi todo el Norte de Asia, quedaba debajo de los hielos, y en el hemisferio Sur, los glaciales del polo se extendían hasta cubrir buena parte de Argentina, Bolivia y Perú, y según algunos opinan, una parte del Sur del Brasil.

Se dijo, es cierto, que en el Norte, los glaciares no cubrieron a Alaska, y tampoco al NW de la Siberia, haciendo una curiosa excepción, mientras en todas las regiones del mismo hemisferio se extendían hasta mucho más al sur. En esto, aparentemente, parece haber un argumento en favor de la posibilidad de una migración por Behring. Vamos a ver que no hay tal. Se creyó en un principio que la causa de los periodos glaciales fuera esencialmente la disminución de la temperatura; pero ya hace algún tiempo que el célebre meteorólogo suizo Brückner, (29)partiendo de los estudios de Penk sobre la extensión de los hielos cuaternarios, ha comprobado que la causa prima debe ser buscada en un grande aumento de la precipitación (cantidad de nieve). Se comprende ahora como bajo una misma latitud, pudo haber regiones libres de hielos, pues la cantidad de nieve, como la de lluvia, puede ser muy diferente de una región a otra de la misma zona. Y se explica como Alaska no fuera cubierta en esos tiempos por los grandes glaciares, ni la Siberia Oriental, por su clima aun hoy día menos nevoso.

Pero, invocando lo que la meteorología sabey ha observado en muchos tiempos y lugares, yo me permitiré observar que en semejantes casos, falta de hielo no quiere siempre decir falta de grandes fríos; y que si sólo consideramos al invierno, eso quiere más bien decir todo lo contrario. En efecto, es regla casi sin excepción que de las regiones situadas bajo una misma latitud, la más seca es la que presenta una diferencia mayor entre la temperatura del invierno y la del verano, siendo éste notablemente más caliente, pero aquél mucho más frío que en las otras regiones de la misma zona. De manera que si Alaska permaneció libre de grandes glaciares, por la misma razón su invierno tuvo que ser más frío aún. No hay que olvidar que el hielo tiene una temperatura casi constante entre cero y dos grados menos; de manera que los glaciares, más que depresores, son reguladores de la temperatura; por una disminución de aproximadamente cuatro grados en la mediana del año (que fue la que se calculó para las épocas glaciales del hemisferio Norte), se tuvo en cambio, durante esas épocas, un invierno que no debía ser sensiblemente más frío que el actual, y que el de los períodos interglaciales.

Podríase agregar que en la era cuaternaria Behring ya era estrecho. Una dificultad más. Se comprende cómo un pequeño pueblo de atrevidos pescadores, en tiempos muy recientes, haya salvado ese paso. Es menos fácil concebir que durante miles de años se hayan obstinado en acometerle grandes y sucesivas migraciones de pueblos mucho más antiguos y acostumbrados a climas mucho más benignos.

En segundo lugar, el tronco mogólico se distingue por su braquicefalía, y braquicéfalos eran los pueblos migradores de que nos ocupamos. Ahora bien, los cráneos branquicéfalos recién aparecen en América del Norte durante el período post-glacial, a fines del pleistoceno (Brinton), y tal periodo, por más que viniera después de los grandes glaciares, y cuando éstos ya se habían retirado mucho hacia el Norte, era aproximadamente tan frío como los glaciales, al punto que el reno vivía en los Estados Unidos (Ohio), como hoy en el Norte de Siberia; lo cual, por otra parte, confirma mi decir, que retiro de los glaciares no vino a aumentar, sino a disminuir la temperatura de la mitad del año.

Y si en lo que es hoy la zona templada el clima era tan frío, ¿cómo no sería mucho más al Norte, por donde la migración hubiera tenido que pasar?

En tercer lugar, ¿a qué irían, y por qué motivo impulsados, esos pueblos que se hubieran lanzado a cruzar enormes extensiones de países inhospitalarios? Si esa migración fue paulatina, cuál es la causa tan poderosa, que durante siglos y miles de años pudo empujar a esos hombres primitivos hacia latitudes cada vez más adversas, pues durante la mitad del período migratorio, la vida hubiera debido necesariamente serles cada año más difícil? Y si fue rápida, lo cual, dada la inmensa distancia, sólo un pueblo semi-civilizado pudo llevar a cabo, y un pueblo que sabía perfectamente dónde iba, ¿cómo se explica este previo conocimiento, y por qué razón no llevó a América ninguna planta cultivada, ningún animal doméstico de las regiones templadas de Asia, cuyas semillas o representantes vivos hubieran podido en tales condiciones resistir?

Creo que estos argumentos convencerán a los más, de lo poco fundada que es la teoría de una gran migración vía Behring, la cual ya había provocado ciertas dudas que en la «Antropología de los pueblos de América» de Manuel Antón llegaron a ser casi seguridad en contra, reforzadas por el argumento clima. Decía el ilustre director del museo antropológico de Madrid (p.42): «...Los más, desde el descubrimiento del estrecho de Behring miraron hacia el Norte, buscando, bajo su estrella, entre las orillas de aquél, la peregrinación de las tribus de Siberia, resbalando sobre la helada superficie del océano ártico, o navegando de una a otra orilla sobre las frágiles barcas de los esquimales. Antropólogos y lingüistas como Quatrefages, Maury y otros mil, han vulgarizado esta opinión, hoy la más general... Por mi parte, sin negar la posibilidad de poblarse de este modo el Nuevo Mundo, entiendo que presenta muchos y muy fundados inconvenientes, por que en los tiempos históricos no hemos conocido jamás ninguna emigración de esta gente sibérica al través del estrecho de Behring, y claro se ve, apreciando la escasísima densidad de la población actual y la que pudo ser antes, en medio y clima semejante en el extremo nordeste de Asia y noroeste de América, que no se presenta allí condición alguna capaz de producir del uno al otro lado una corriente de emigración bastante poderosa para poblar, en el grado conocido en la época precolombina, el continente americano.»

Creo haber demostrado ya, que condiciones favorables tampoco se presentaron en épocas anteriores.

10º: EL ELEMENTO DOLICÉFALO AMERICANO. Este tuvo evidentemente otro origen. Pero, importante en épocas pasadas, entra hoy por poco en la composición de las razas americanas. Presenta además varios tipos diferentes, lo que permite suponer diversidad de origen. Creo no obstante, que el principal tuvo su punto de partida en el Río de la Plata, en los elementos descubiertos y estudiados por Ameghino y Lehmann-Nitsche. Pero que estos elementos hayan podido ser el principal origen de las razas americanas actuales, esto no es bajo ningún punto de vista concebible.

Los más antiguos de entre ellos se deben considerar por ahora como los primeros pobladores de América. Probable es que desde Argentina se hayan extendido poco a poco sobre casi todo el continente, pues parece que en Norte-América también hayan precedido al elemento braquicéfalo inmigrado, aunque los dolicocéfalos norteamericanos pueden tener otro origen. Pero estos elementos dolicocéfalós antiguos no llegaron, salvo tal vez una excepción, (30) a un grado de evolución algo elevado, ni a una densidad de población que pudiese ofrecer una resistencia verdadera. Así que los elementos braquicéfalos del tronco mogólico fácilmente los dominaron, aniquilando probablemente a buena parte y absorbiendo a otra, como suele suceder.

Llama la atención el hecho de que el hombre haya aparecido tan tarde en el Brasil, no obstante las facilidades de una expansión hacia el norte; lo cual hace suponer que ésta fue muy lenta, y no pudo llegar a Norte-América, dada la antigüedad de los cráneos dolicocéfalos allá descubiertos, cuyo origen tendría entonces que ser buscado en otra parte. En cuanto a los esquimales, su analogía con uno de los tipos descubiertos en el Plata, admitida por el célebre Topinard, vendría a contradecir el origen asiático de ese pueblo, admitido por los más. Pero son cosas discutibles.

Hay que reconocer que el estudio de los dolicocéfalos de América es muy complicado, aumentando la dificultad la discordancia de los diferentes tipos. Los fueguinos, los botocudos, el tipo azteca descrito por Lucien Biart, el grupo lenapé del cual nos habla Morton y los esquimales, parecidos en la largura relativa de su cráneo, presentan tales diferencias en otros caracteres, que la doctrina de la unidad de la raza americana, sostenida por Agassiz  y el mismo Morton, no parece aceptable ni dentro de los límites de la dolicocefalía.

Por otra parte, este carácter, por más importante que sea, pierde mucho de su valor para la distinción o agrupación de los tipos étnicos, si no se definen sus causas. Los diferentes factores de la dolicocefalía, el desarrollo especial de la parte posterior del cráneo, la prominencia de la parte anterior y la falta de desarrollo de las partes laterales, entran en proporciones y combinaciones muy diferentes en la constitución de la resultante, que es frecuentemente la sola que se indica, pero que puede tener significados muy diversos desde el punto de vista psico-fisiológico, y por tanto, etnográfico. Y este sin contar sus relaciones con los otros caracteres del cráneo, que pueden también variar entre límites muy alejados, y complicar el ya serio problema.

11º: ES NECESARIO NO CONFUNDIR LAS MIGRACIONES ANTIGUAS CON CIERTAS INMIGRACIONES POSTERIORES DE POLINESIA O DEL ASIA MOGÓLICA. Las recordaré brevemente, pues su estudio lo ensayo en otra parte.

a): DE LA POLINESIA. SE DIJO QUE ERAN IMPOSIBLES.

Sería largo enumerar a todos los autores que han sido impresionados por la semejanza física de polinesios y americanos: «Ofrecen entre sí tan poca diferencia, que desde los primeros descubrimientos hasta nuestros días, casi nunca se ha dudado de que pertenecen todos a una misma raza (31). Se puede, es cierto, decir, que, admitido el origen común, esto se explica. Pero hay en ciertos casos mucho más que semejanza. Parece además que, no obstante lo que varios autores afirmaron, existen analogías lingüísticas; y esto impondría como única explicación, la admisión de migraciones o estrechas relaciones modernas.

«Esa comunidad de raza se comprueba por medio del lenguaje» (32). Gustave D'Eichthal ya pretendió establecer la afinidades de las lenguas americanas en general con las polinesianas, y especialmente de la caraíbe, en lo cual me parece que anduvo bastante acertado, salvo haber querido probar demasiado (33). Posteriormente, la analogía general de estructura fue sostenida por Gallatin y Richard Garnett, Orozco y Berra. El primero creyó haberla observado especialmente entre el polinesiano y los idiomas del Oregón y el cheroki. Pinochet sostiene que existen entre aquél y el veliche del Sur de Chile (34). No hablo sino de autores serios. Ahora bien, analogía de estructura e índole indican generalmente relaciones u origen común en épocas proto-históricas no muy remotas. Si hay comunidad de cierta proporción de voces comunes, las relaciones deben haber tenido lugar en los tiempos que en términos generales llamamos históricos.

Contrariamente a lo que se dijo generalizando demasiado, hay (35)corrientes marinas que pudieron facilitar la llegada de elementos polinesios. Basta buscarla donde están, en las buenas cartas marinas modernas. «Un bote, arrastrado algunos grados al sur de Pitcairn o de las islas australes, puede ser llevado por la fuerza de las corrientes, tomando el camino directo de las costas de Chile o del Perú» (36), Así pensaba seguramente el célebre antropólogo Virchow, cuando suponía que los peruanos fueran de origen malayo.

No hay que olvidar, por otra parte, quelos polinesianos han tenido en una época que corresponde a nuestros tiempos históricos, una verdadera civilización puesta en evidencia hace mucho por los grandes exploradores de la Polinesia y claramente expuesta desde Dumont d’UrviIle, Ellis Moerenhout y Eichthal. Precisamente uno de los principales asientos de esta civilización fueron las islas de Pascua, las más cercanas de Chile. Y un pueblo civilizado sabe vencer a las corrientes marinas, de cualquier manera que sea. Los tágalos, sin serlo de veras, pasaron a las islas Marianas; son 2000 kilómetros de travesía sin ninguna ayuda natural.

Si los peruanos no fueron de origen malayo, en cambio conservaban tradiciones de viajes realizados por sus jefes a ciertas islas situadas muy lejos en el Occidente, lo cual sería prueba, cuando menos, de que mantenían relaciones con sus habitantes (37).

Los indios araucanos se declaraban inmigrados. Lo cual quedó confirmado por los estudios de Medina, los que pusieron de manifiesto que antes de los araucanos, vivían otras razas en Chile, en ellas una perteneciente a la de Lagoa Santa, dolicocéfala y muy diferente (38). El citado autor del vocabulario de la lengua veliche, o huiliché, insiste en analogías lingüísticas con polinesia; y yo indiqué algunas más. Y no es tal vez fuera de lugar, recordar que Martínez de Zúñiga intentó establecer una analogía toponímica con las islas Filipinas (39).

Parece que los patagones pretenden haber venido del Oeste (Topinard, cap; IX). Su físico difiere muy poco del polinesiano (el mismo). Recientemente Savage Landor ha encontrado enMatto Grosso indios según él absolutamente idénticos a otros que estudiara en Polinesia. De Quatrefages y Cessac quisieron ver mezcla melano-polinesiana en ciertos indios de California, de color muy oscuro, ancha cara y piel untuosa (Stephen Powers).

La analogía lingüística puede faltar completamente en el caso de pequeñas agrupaciones que adopten la lengua del pueblo cerca del cual lleguen, o las domine.

Mi ilustre amigo Ambrosetti me hizo notar la semejanza que hay entre los monumentos de las Islas de Pascua y los similares que nos dejaron los calchaquíes.

Por fin, no puedo creer que sean todas coincidencias las analogías que encontré en ciertas ideas y costumbres religiosas, políticas y civiles, así como en varios usos y prácticas poco comunes o desconocidas en el resto del mundo. Esto, y todo lo arriba referido, sin contar lo que dejé por brevedad o por descuido, constituye un cúmulo tan grande de indicios, que juzgo imposible que las averiguaciones y descubrimientos futuros no vengan a probar lo fundado de algunos puntos.

b) INMIGRACIONES DEL ASIA. La semejanza física demasiado completa de ciertos elementos étnicos americanos con los habitantes del Japón y la China, así como otras analogías no menos notables en cuanto a costumbres, creencias y hasta en la lengua, llevaron a muchos a suponer inmigraciones protohistóricas directas de esos países asiáticos. Las tradiciones, inscripciones y textos parecen confirmarlas, y en parte las confirman seguramente.

Muchos autores ya han supuesto que ciertoselementos mejicanos hayan venido del Japón o de la China. Entre ellos, los otomíes son los solos americanos que hablan una lengua verdaderamente monosilábica como la china, la cual, además, presentaría en los vocablos, numerosas coincidencias de significado con el chino (Reclus). El cráneo otomí parece netamente mogólico (40).

En el año 458 antes de la era cristiana, según la historia china de Li-yan-tcheu, traducida por De Guignes, emigrantes chinos vinieron a fundar una colonia en América, llamada Fusang, nombre que se aplicaba especialmente a Méjico. El jefe de la migración, Hoei-chin, nos ha dejado una relación minuciosa recién descubierta. Y no parece que haya sido aquella la sola inmigración, ni Méjico el solo punto de arribo. Mucho antes, según el Popol-vuh, el gran libro de los quichés, el famoso Votán, fundador de Palenque o Na-chan, habría venido del Occidente, cruzando el Grande Océano (41). En el Sur de Méjico existen tradiciones parecidas (42). Por otra parte, los cuatro Tutul-xiuh, según tradiciones peruanas, habrían tocado tierra, volviendo del Occidente en la parte Norte de la costa del Pacífico sudamericana (43). Y Román Barros escribe: «Es sabido que los pescadores indígenas de la caleta de Etén, en el Perú, se entienden con los chinos que llegan comprados para la explotación de los ingenios de azúcar, con más facilidad que un guaso chileno con un chei argentino» (44).

De Asia o de otra parte del Occidente habrían inmigrado los chontales, que hoy viven en Méjico, pero arribando primeramente a las costas del Perú. Martinez Gracida (45)no repugna aceptarlo como hecho más o menos probable, y cita a Orozco y Berra, quién parece afirmativo. Entre los chontales y los peruanos existen afinidades. Se quiso encontrarlas también entre aquéllos y loscaraíbes, atribuyendo algunos un origen común a estas naciones (46). Esperemos que la antropología pueda resolver estos dos puntos de importancia capital.

c) PLANTAS CULTIVADAS Y ANIMALES DOMÉSTICOS.

Este capítulo importantísimo no es susceptible de resumen, ni puedo aquí repetirlo. Sólo consignaré las conclusiones. He llegado a ellas después de un largo y muy detenido estudio de las plantas cultivadas de la América tropical, y las naturalizadas, comparándolas con las similares de Asia y Polinesia, aprovechando por otro lado los datos más o menos históricos esparcidos en los escritos posteriores al descubrimiento de América. Y allá voy; advirtiendo que naturalmente sólo me refiero a las importaciones precolombinas.

1º DE LA PARTE TEMPLADA O FRÍA DE ASIA NO LLEGÓ A AMÉRICA NINGUNA PLANTA CULTIVADA. Esto es prueba de que en las épocas históricas o protohistóricas no hubo ninguna verdadera migración de aquel continente para el nuestro.

2º AMÉRICA HA RECIBIDO VARIAS PLANTAS CULTIVADAS DEL SUDESTE ASIÁTICO, MALASIA Y POLINESIA, todas tropicales, no pudiendo por tanto haber arribado a nuestras playas sino siguiendo la zona tropical, es decir, directamente. Entre ellas descuellan el banano, el naranjo agrio, el naranjo dulce, la lima ácida, los porotos Kumandá (Vigna unguiculata o sinensis, glabra, etc.) y el kará (Dioscorea alata).

3º DE AMÉRICA FUERON A LA POLINESIA, MALASIA, Y ASIA VARIAS PLANTAS CULTIVADAS, todas tropicales, y siguiendo por tanto la misma vía. Entre éstas el cocotero, la batata dulce (kumara) la yautía, el mbakukú (Pachyrrhizus) y el frejol soperí (Phaseolus lunatus).

NO HUBO INTERCAMBIO DE ANIMALES DOMÉSTICOS ENTRE AMÉRICA Y ESOS PAÍSES. Esto se explica por la dificultad de llevarlos en pequeñas embarcaciones durante tau largas travesías, y es otra prueba de que ninguna migración importante se hizo por tierra. Tal vez sea única excepción la gallina, debido a su pequeñez. Es ésta originaria de Malasia, y los guaraníes aun crían variedades malayas, con exclusión de la que predomina en España.


 

VII

OBJECIONES A MI TESIS SOBRE LA EXISTENCIA DE LA ATLÁNTIDA.

Seguiré en este capítulo el mismo método, y aunque me veré obligado a extenderme algo más, no repetiré aquí todo lo que expongo en la monografía «Orígenes de las razas americanas», pues los detalles y la discusión critica sólo pueden caber en un trabajo especial y acabado. Y rebatiré solamente los argumentos, casi todos de carácter puramente negativo, que se me quisieron oponer; limitándome a ciertas consideraciones que resulten necesarias para explicar mejor las ideas emitidas en el congreso.

Sigo el orden lógico.

1º:«LA ATLÁNTIDA ES UN SUEÑO DE PLATÓN»  Así a secas.

Para empezar, ni Platón fue un soñador ni la Atlántida es de Platón. Aquél sonó como Moisés, como Sócrates, como Colón, como Rousseau, como Kropotkin, como Ameghino mismo, como todos los grandes genios que más honraron a la humanidad. Soñó porque supo ver con miles de años de anticipación los destinos de la humanidad. No vio la realización de sus ideales como ninguno de esos grandes la vio completa, y como todos ellos fue tachado de soñador por los pigmeos de su época. Es el destino de los que planean a una altura extraordinaria. Pero a nosotros, que vivimos veinte y tres siglos después, no es permitido ignorar que el ideal del gran filosofo ha visto su consagración en el ideal cristiano, en la Buena Noticia, en la igualdad de los hombres ante el derecho y la Justicia, admitida hoy como principio fundamental de todas las leyes, prácticamente realizada en parte, en esperas de que lo sea tan completamente como lo permita nuestra fatal miseria humana.

La Atlántida, en todo caso, es de Solón, el celebérrimo legislador y uno de los siete grandes sabios de la Grecia. Fue él quién la describió por vez primera en ese país, en un libro especialmente dedicado a ilustrarla, y desgraciadamente perdido. Es a este libro que Platón hace referencia al hablar de la gran tierra desaparecida y sus habitantes, dos siglos después de la muerte del autor, y ya perdido el libro. Ni Solón y Platón son los únicos sabios de la antigüedad que hablaron de la Atlántida. Recuerdo a Teopompo, a Heródoto, a Aristóteles, a Diodoro, a Séneca, este último español, y paro en contar, temeroso de mezclar algún nombre menor con tales colosos.

Pero Solón mismo trajo del Egipto los datos para su libro. Desde más de medio siglo, la historia de ese gran país es una ciencia, y la egiptología no ha cesado de hacemos estupendas revelaciones. Sabemos ahora que la antigüedad a que remontaban y aun remontan los archivos históricos de los egipcios, es enorme y tal vez mayor que la de cualquier otro pueblo de la Tierra. Sabemos que no obstante lo remoto de las edades a que las memorias escritas o grabadas se refieren, su exactitud, cuando los textos resultan claros para el traductor moderno, es insospechable.

2º: «LA ATLÁNTIDA NO PUEDE HABER EXISTIDO. LA GEOLOGÍA SE OPONE». Semejante afirmación parece incomprensible cuando se compara con estos hechos: la geología admite ahora, y desde mucho tiempo, la existencia de una gran «tierra atlántica» que se extendía entre Europa, África y las Antillas y cuyos restos son las islas Maderas, Azores y cabo Verde (Guéde); admite también la existencia de otra gran «tierra atlántica», que partiendo de la península ibérica, se dirigía hacia el poniente y el norte, hasta tocar o no tocar a las tierras de América, según los tiempos (varios). A esas tierras atlánticas se les creyó desaparecidas en tiempos demasiado antiguos ara que pudiesen interesar en la cuestión de las migraciones humanas; a fines del mioceno la primera (Guéde), en el plioceno la segunda. Pero los estudios posteriores han comprobado que su hundimiento fue paulatino, y que no acabaron de desaparecer sino a fines del pleistoceno. (Lapparent, etc.). Esto las trae a mediados de la actual era cuaternaria, cronológicamente aun más cerca, a los albores ya de la historia, debido a que el pleistoceno duró muchísimo más que el período diluvial y el aluvional, en el que estamos.

Vamos a ver ahora cómo puede explicarse la aparente discordancia entre la protohistoria y la geología, y cómo, en realidad, no hubo sino una insignificante modificación de rótulo.

La Roma imperial, preocupada en amontonar riquezas y gozar de ellas, no tuvo más acuerdo de la Atlántida, ni de otra cosa que no estuviese al alcance de su poder absorbente. La Edad Media, período de general depresión para los pueblos del Sur de Europa, tampoco lo tuvo; la ruina del imperio romano, la corrupción profunda del de oriente, y las sucesivas invasiones de elementos étnicos sanos y fuertes, pero generalmente muy atrasados, no constituían por cierto condiciones favorables para las especulaciones de carácter científico.

Recién, que yo sepa, en la segunda mitad del siglo XVII, el famoso cosmógrafo Alemán Atanasio Kircher se ocupó de nuevo de la desaparecida tierra, e intentando una descripción «ex mente Aegrptiorum et Platonis», la acompañó con un mapa, un verdadero y primer mapa de la Atlántida. En este, la famosa tierra está representada por tres grandes islas, las dos menores cerca de América,y la tercera, muchísino mayor, situada en el justo medio del Atlántico, a igual distancia de América por un lado y Europa y África por el otro. En cuanto a la latitud, punto interesante en la cuestión, el centro de la isla se encuentra exactamente a la altura del estrecho de Gibraltar.

Semejante ubicación es la que produjo la aparente discordancia, aunque, así y todo, tal discordancia no es mayor. Pero algún autor antiguo; ¿ha indicado acaso cuales fueran los grados de latitud entre los cuales la Atlántida debía extenderse? «Más allá... en las afueras...ultra», tales son las expresiones empleadas, con relación a las Columnas de Hércules (Gibraltar). Aun cuando alguno haya dicho «en frente», ¿acaso indicó qué rumbo desde allí tomaba el eje geográfico de esas tierras, si siempre derecho al poniente, o bien inclinando hacia el norte o hacia el sur? No, evidentemente. Pues entonces, ¿por qué hemos de seguir ciegamente el trazado de Atanasio, quién nada supo más que nosotros y sí, mucho menos, pues le faltaron por completo los documentos de varias ciencias que no habían nacido todavía? Es a nosotros, a quienes corresponde ver si no hay acuerdo entre los antiguos documentos y la ciencia moderna, y trazar en lo posible los límites de las tierras atlánticas, a la luz de esta ciencia, sin consideramos muy impedidos por los recuerdos históricos, los que, por lo contrario, por su vaguedad en varios puntos esenciales, facilitan nuestra tarea.

3º: «LA UNIÓN (DEL MUNDO ANTIGUO CON AMÉRICA) EXISTÍA MÁS AL NORTE; ADEMÁS, EN TIEMPOS DEMASIADO ANTIGUOS». Que en tiempos más remotos baya existido una unión entre esas dos partes del mundo, esto no interesa en la cuestión migraciones humanas; pero las tierras atlánticas a que nos referimos, más modernas, no constituía ninguna unión, puesto que eran islas. Y vamos a ver que las a que alude el título de este párrafo, pueden ser consideradas como parte de la Atlántida.

En efecto, estas tierras atlánticas del norte incluían a Islandia, y en tiempos hasta el Groenland, tocando a América; pero formó parte de ellas, en varias épocas, una gran tierra que incluyó en buena parte o casi toda la península ibérica. Y desaparecieron, sí, en el período eogénico, pero reaparecieron en el mioceno, para persistir hasta fines del terciario (Guéde), y no desaparecer del todo sino en el pleistoceno (el mismo), y a fines de este período según otros. Y ¿quién puede decir hasta qué punto se extendían en el occidente?

Dos eminentes escritores españoles y a formularon la hipótesis de queesas tierras constituyeran la Atlántida. Cito a Eduardo Saavedra ( «Tierras Atlánticas», p. II); «El ilustre ingeniero de minas D. Federico de Botella, en una memoria publicada en 1884, observa que desde Aveiro, en la costa de Portugal, hasta Avilés, en la de Asturias, hay un cordón de terrenos primitivos que no han sido nunca sumergidos en agua de ninguna clase, ni salada ni dulce (47), y examinando las condiciones geológicas de la parte interior de España, así como las que corresponden en la parte exterior, cubierta por el mar, deduce que hubo en cierto tiempo una gran tierra fuera de las aguas en dirección al noroeste, sumergida después de la aparición de la raza humana, hacia la mitad de la época cuaternaria. Si existió, aunque con mucha menor extensión que el Sr. Botella le concede, un terreno al occidente que ha estado rodeado de aguas, habitado por los hombres y sumergido, licito nos será aceptar, sino la certidumbre, una fuerte probabilidad de que esta tierra baya sido la Atlántida; y mientras no se encuentre otro terreno habitado por el hombre en el período cuaternario, que se haya sumergido bajo las aguas de Occidente, no aventajará a esta hipótesis otra alguna.

Ahora veremos cómo la ciencia confirma a las memorias históricas antiguas. Saavedra indica también las analogías de la Merópida de Teopompo, con lo que tuvo que ser la tierra cuaternaria arriba señalada, que concordando en un todo con su opinión, gustoso le dejo la palabra:

«La hipótesis del Sr. Botella tiene confirmación en los escritos de la antigüedad. Al mismo tiempo, poco más o menos, que Platón, otro escritor griego, Teopompo de Quío, habló de cierta tierra llamada Merópida, más allá de las Columnas de Hércules, que se sumergió en remotas edades bajo las aguas;... Según se orador, poblaban la isla animales de extraordinaria corpulencia, cuya caza, para alimentarse con ella, ocupaba a hombres valentísimos, que no morían nunca de arma blanca, sino siempre por herida de piedra o golpe de maza, pues no conocían el uso del hierro; pero sí, disfrutaban de abundancia de oro y plata. Al leer la narración de Teopompo parece que quienes se la dictaran habían visitado una isla cuaternaria con sus grandes mamíferos, con sus hombres armados de hacha de piedra y mazas de madera, forjadores del oro y la plata y desconocedores del hierro y del bronce.»

En cada uno de los párrafos de Teopompo hay una pequeña revelación, y merecería un minucioso análisis. Contentémonos aquí con dejar consignado que, a todas luces, la Merópida es una parte de la Atlántida. Veremos cómo hubo otra parte, igualmente interesante. Pero antes voy a permitirme recordar que la existencia de esta parte de la Atlántida viene a dar razón a una tradición que los druídas, o sacerdotes de la Galia, conservaban religiosamente, como se solían conservar las más antiguas tradiciones, en los tiempos en que ninguna otra forma de archivo existía y la literatura se hallaba en su primera infancia. Los druidas contaban a sus iniciados que en tiempos muy remotos, unos hombres de extraña nación habían arribado a la costa occidental de la Galia, buscando refugio, pues eran todo la que restaba de un pueblo que vivía en una gran isla situada no muy lejos en el Atlántico, hundida en un cataclismo bajo las aguas. Y agregaban que esos hombres eran de costumbres más rudas que las de los celtas contemporáneos; lo cual concuerda con los datos de Teopompo, al respecto del hombre de la Merópida.

Recientemente algunos autores han hecho notar la existencia en la población de las islas británicas, Irlanda principalmente, de un elemento ibérico. ¿Cómo se explicaría su presencia contemporánea en la Península y en esa región tan alejada? Un origen común, en las tierras hundidas, que también se extendían al occidente de la Gran Bretaña y muy cerca de ella, resolvería el problema. Veremos que hay otras razones, par las cuales no queda excluída la posibilidad de que los verdaderos iberas sean, siquiera parcialmente, elemento atlántico.

A este respecto conviene recordar que las tradiciones, aludiendo a la existencia de una tierra en el Occidente eran arraigadas en las islas británicas. Eran vagas y multiformes; pero lo esencial para nosotros es que se referían a ciertas islas del Atlántico, más o menos grande y remotas. Tal fue la tradición según la cual el irlandés San Brandón, catequizador de fama, habría llevado su santa misión a más de una isla desconocida del Atlántico, y llegado por fin a una de clima delicioso, que durante mucho tiempo llevó su nombre y figuró en varios mapas de la Edad Media. Es para mí evidente que los cristianos de esos tiempo hicieron lo que Platón en su relación sobre la Atlántida: confundieron y mezclaron la tradición antigua con hechos acaecidos posteriormente, adaptando éstos a aquella. Esto sucede muchas veces con las tradiciones; y nos enseña que el anacronismo, por más que sea grande, no debe ser razón que haga despreciara priori, a ninguna tradición.

En resumen, las tradiciones antiguas de los griegos, galos y habitantes de las isla británicas, la relación de carácter histórico de Teopompo, y por fin, los descubrimientos de los geólogos, concuerdan en la existencia deuna Atlántida, que, para evitar confusión o repeticiones, in permitiré llamardel Norte; la cual estaba constituida, por aquellas de entre las «tierras atlánticas» de lo geólogos, que se hallaban al Norte del paralelo de Gibraltar.

4º:«LA GEOLOGÍA SE OPONE A LA EXISTENCIA DE LA ATLÁNTIDA.» LA ATLÁNTIDA DEL SUR.

Ya hemos visto que al Norte de las Columnas de Hércules, tradición y ciencia están de acuerdo. Pasemos ahora un poco más al Sur. Allí encontraremos a la Atlántida más famosa, la de los archivos egipcios, de Solón y Platón, de Diodoro, y tal vez el Antiporthmon de Aristóteles; tierra en cuya existencia permiten creer, y hasta nos obligan a ello, geólogos y paleontólogos de indudable autoridad, desde casi dos lustros.

Gaffarel ya nos había indicado, que las Antillas, las Canarias y las Azores son los restos de unagrande isla, desaparecidadespués de la era terciaria, habiendo sido las primeras algo así como el vértice, y los dos últimos grupos la base de una inmensa tierra, de forma más o menos triangular. (48)Pero es en 1905 que el Dr. J. Pitard, estudiando la geología de las Canarias, descubre la prueba científica de que la Atlántida no es mera leyenda, y las publica en su «Atlántide». El año después, el Dr. Le Double, en su estudio sobre la evolución de los huesos durante las eras pasadas (49)asegura:«Existió un continente, o por lo menos una serie de grandes islas que unían las Antillas a Marruecos durante los tiempos secundarios; es el primer esbozo de la Atlántida... La prueba segura de la existencia de la Atlántida ha sido dada en la Gran Canaria a mi colega el Dr. Pitard... He allí, por fin, la tan buscada prueba de la existencia de esa vasta tierra de los atlantes». Fue la primera vez, creo, que hombres de ciencia especializados afirmaran decididamente que la Atlántida fue una realidad.

En 1906, Lapparent admite que la tradición de la Atlántida tiene una base científica, y lo dice en una gran obra magistral cuyo carácter didáctico (50), le impone la mayor circunspección: «Hemos ya insistido precedentemente sobre este hecho, que durante la época tortoniana debía todavía existir una línea de playa, o cuando menos una cadena de islas, que permitían la migración de los moluscos entre las Antillas y el mar Mediterráneo.... Así, el fin del plioceno y la mayor parte del pleistoceno fueron señalados por una serie de hundimientos, cuyo resultado definitivo fue el de abrir, entre Europa y América, la hoya del Atlántico septentrional. De allí tal vez el vago recuerdo que se habría conservado en la memoria de los primeros hombres, y habría dado lugar,alterándose, a la leyenda (51)de la Atlántida». Y en otra parte: «El estudio de la era cuaternaria no se hubiera separado del de los fenómenos actuales, si los principios de esta última división de los tiempos (pleistoceno) no hubiesen sido marcados por acontecimientos considerables: ...Primeramente en el Mediterráneo la creación de las hoyas del Adriático y del mar Egeo... y después, el hundimiento definitivo de los restos del continente atlántico.» He subrayado lo esencial, aunque no podía ser más claro: no sólo hubo una Atlántida, sino que en los tiempos pudo ser un continente; se hundió por partes, al fin del plioceno y durante la mayor parte del pleistoceno, es decir, durante épocas en que ya existía el hombre según muchos autores (plioceno), o ya había poblado todos los continentes sin duda alguna (pleistoceno).

En 1911 el geólogo alemán Gagel publicaba su muy interesante estudio geológico de las islas Maderas, Azores, Canarias y Cabo Verde. Entre los resultados de la prolija investigación, anoto la averiguación de que aquellas islas formaron parte de una mesa continental; además: que las diferentes terrazas que presenta la isla de las Palmas, correspondientes a antiguos niveles del mar, confirman plenamente los supuestos hundimientos sucesivos; que el substratum que aparece como resto de un antiguo continente fue descubierto claramente en tres de las islas de Cabo Verde y en tres de las Canarias; que la flora de las mencionadas islas en general, presenta gran número de tipos europeos y una notable analogía con la flora prehistórica del Mediterráneo; que la fauna revela igual analogía.

Estos últimos puntos tienen su importancia especial: revelan para mí que entre la Atlántida del Norte y la del Sur existió una separación notable; además, en los principios de la era cuaternaria, debe haber tenido aquélla más estrechas relaciones de proximidad, florísticas, faunísticas y antropológicas con Europa, mientras la del Sur las tuvo con el Norte Africano. La ausencia (por lo que hasta ahora se sepa) de grandes mamíferos terrestre en esta Atlántida, y la abundancia en la otra (Teopompo), serían hechos elocuente, y tan profunda diferencia no cambiaría mucho, de resultar algún día confirmada la existencia de una especie de cabra con astas parecidas a las de antílope, la cual fuera motivo de que los primeros descubridores dieran el nombre de Capraria a la isla de San Miguel. Y resultaría apoyada, por dicho carácter de la fauna, la noticia que los egipcios nos trasmitieron, referente al régimen alimenticio de los atlantes.

No existe, por tanto, el supuesto divorcio entre la ciencia y la tradición.

5º: Se me quiso oponer que LOS FENÓMENOS RELATADOS POR LOS EGIPCIOS HUBIERAN SIDO DEMASIADO RECIENTES, con relación a la época en que la Atlántida se hubiera hundido.

No necesito decir que los egipcios, como Teopompo y Diodoro, se refieren naturalmente a las últimas tierras hundidas. Ahora bien, vamos a ver en qué tiempo puede haberse producido este hundimiento. Tenemos dos cronologías: la de los archivos egipcios y la que los geólogos han intentado esbozar con respecto a la era cuaternaria. La primera nos dice que la catástrofe definitiva tuvo lugar hace 11500 años. Vamos a ver lo que dice la segunda.

Los cálculos cronológicos relativos a los diferentes fenómenos acaecidos durante el pleistoceno han dado lugar a tan grandes divergencias y contradicciones, que de poca utilidad podrían sernos los resultados a que los diversos autores han creído llegar. Felizmente se trata del fin de ese período y del principio del actual, y ya se puede esperar cierta aproximación. Lapparent, después de insistir sobre la falta de base rigurosa que quita todo valor absoluto a ciertos cálculos que conceptúa muy exagerados, concluye así: «Un solo hecho parece definitivamente establecido; es el que ha sido puesto en evidencia por los geólogos americanos; es decir, que el retiro definitivo de los glaciares laurencianos no data sino de un pequeño número de miles de años.»

Pues bien, el retiro de los glaciares marca el fin de pleistoceno, y es hacia el fin de este periodo que los geólogos citados colocan la desaparición de las últimas tierras atlánticas. «Un pequeño número de miles de años»... serán cinco u ocho mil, diez mil a lo sumo. Y la Atlántida, que debe haber terminado de hundirse antes de terminar el pleistoceno desapareció definitivamente hace 11500, según los registros egipcios. La coincidencia no podía ser más perfecta.

6º: ALGUNAS OBSERVACIONES PARA TERMINAR.

La confusión hecha por Platón, está en haber mezclado la tradición más antigua, con la relación de la guerra llevada a los egipcios, en época posterior, por la confederación libio-sardana, en la que iban los atlantes de la época. Pues es de recordar que, y a sea que los egipcios considerasen a la actual región del Atlas como parte de la Atlántida (en lo cual no hubieran andado descaminados), ya sea que hubiesen tenido noticia de una migración de atlantes en esa región (lo cual tampoco es improbable), confundían a veces el nombre de ésta con el de las tierras desaparecidas, perdurando la confusión hasta la Edad Media. Esto, y el haberse perdido el libro de Solón en el tiempo en que Platón escribía el suyo, sin contar las tradiciones que es de suponer existiesen en el mundo griego al respecto de la gran guerra en que cayeran los antiguos habitantes de la Grecia, bastay sobra para explicar cómo el gran filósofo pudiera confundir hechos y tiempos diferentes en una misma relación. Es, por los demás, lo que ha pasado con muchísimas tradiciones.

No es tampoco improbable que los habitantes de la Atlántida hayan efectuado invasiones, en tiempos anteriores, al Norte Africano, el cual, en gran extensión y durante miles de años, formó parte del mundo colonial egipcio; en cuyo caso los sacerdotes de Sais no habrán descuidado de informar a Solón, aumentándose para Platón las causas de error.

En suma, si es innegable que la confusión, en que Platón involuntariamente cayera, ha perjudicado grandemente a la tradición de la Atlántida, ofreciendo a los opositores un lado muy vulnerable, también debemos reconocer que es fácil indicar el origen del error, con lo cual este queda eliminado, desapareciendo el desacuerdo entre la tradición, la cronología histórica y la geológica. Y la Atlántida de Solón y de los antiguos egipcios, la Atlántida más famosa, resulta ser un hecho tan bien comprobado por la ciencia, que podemos dar por probables varios detalles que los escritores antiguos nos han trasmitido, hasta los esplendores de la capital, de la cual Diodoro nos ha conservado el nombre, Cerne, y la que elevaría «hacia un cielo siempre azul, los frisos armoniosos de los frentes y los pórticos de sus templos, de una blancura relumbrante, cincelados por artistas incomparables.» Todo eso se vuelve posible.

¿Pudieron, los habitantes de ambas Atlántidas, tener influencia étnica sobre América? Limitadamente, sí. Pero esto sale del estrecho cuadro que hoy me he impuesto, no queriendo repetir lo que expongo en «Orígenes Prob. de las Razas Americanas.


 

VIII

LA «ARQUINESIA» NO HA SIDO PUENTE, SINO CUNA.

Contestadas las objeciones a ambas tesis, me permitiré volver un momento a las hipótesis relativas a tierras desaparecidas del Pacífico, en vista de publicaciones hechas posteriormente a la presentación de mi modesto estudio al congreso de 1910, y con el fin de poner bien en claro la idea fundamental que me ha guiado, para que esta no sea confundida con otra, muy parecida desde cierto punto, pero completamente distinta en el punto inicial, que en esto se puede considerar como esencial.

Un escritor muy ventajosamente conocido, R. de Sayas Enriquez, había publicado, en 1906, un interesante libro sobre el Yucatán, en el cual, después de exponer las razones en que se fundaba para sostener que «el continente americano no fue la cuna de la humanidad, cono algunos autores contemporáneos lo pretenden, y los motivos que tiene para creér que el hombre no nació simultáneamente en ambos continentes» exponía lo siguiente (52):

«El Océano Atlántico, así como el Indico, está casi desprovisto de islas. Pero si nos fijamos en un mapa geográfico que comprenda todo el Pacífico con las costas de ambos mundo, veremos que éste contiene más de 700 islas, las que se extienden en una serie desde la costa asiática, a través del trópico de Cáncer, en dirección a Oeste-Sudeste cruzan el ecuador y penetran en el trópico de Capricornio, hasta los 27 grados de latitud Sur, poco más o menos. La serie llega hasta la isla de Sala y Gómez, que se halla a los 103 grados al Oeste del meridiano de Greenvich. Después se ven varios grandes arrecifes, los que van hasta el grado 94, y a los 81 se encuentran las islas de San Félix y San Ambrosio, a unos 9 grados de la costa de la América del Sur.

¿Son restos de un continente destruido? ¿Son la base de un continente en formación? Lo ignoto, y no es este el lugar para considerar un punto tan completo, casi imposible de resolver científicamente. Me concreto a hacer constar el hecho, el que por sí solo es bastante sugestivo. Por otro lado, basta lo dicho para demostrar que existe una especie de puente entre ambos mundos, a través del inmenso Océano Pacifico y que las islas mencionadas se encuentran muy cercanas unas de otras, para que la hipótesis se tenga como aceptable, a falta de otra mejor... Quizás, repito, fuese más racional admitir, como un postulado, la existencia de la «Pacífida», perdóneseme el nombre, pues sería más fácil de fundar y sostener, tomando en consideración lo que expuse un poco antes». (Yo he subrayado).

Y en su artículo de 1913, el mismo autor, después de hablar de los monumentos de la isla de Pascua, agrega: «Los arqueólogos ingleses declaran en estos momentos que «se cree que esa isla es el último pináculo de un continente sumergido, que ocupaba la mayor parte del Pacífico, y que tal vez unía el Asia con la América». A continuación, al hablar de los actuales habitantes de esa isla, dice: «Su emigración del continente asiático debe haberse efectuado en tiempos muy remotos, como lo prueba el hecho de que en su lengua no se encuentra ninguna raíz del sánscrito, o pracrito...»

Como se ve, la idea emitida por Zayas Enríquez, si bien publicada anteriormente, difiere en lo fundamental de la esencial que he expuesto. Vamos a ver que la misma diferencia, poco más o menos, persiste en todo lo que se ha publicado después y haya llegado a mi conocimiento:

En 1911, en una carta publicada por el siguiente autor, el eminente A. Russell Wallace, así se expresa: «Una corriente de emigración de la parte oriental tropical del Asia, donde vivieron los Vedhas de Ceylán, los primitivos constructores de los templos de Cambodje, y los Aínos del Japón, restos de las razas caucásicas, en unión de las tribus malayas, produjeron a los Mahorís de Samoa, Hawaii y Nueva Zelandia, llegó a la América del Sur, y dio origen a los Incas del Perú».

El año después, el conocido viajero y etnólogo C. Reginaldo Enock (53) sostiene que los monumentos de la isla de Pascua son obra del pueblo que más tarde fundó los imperios de los Incas y los Aztecas, habiendo llegado anteriormente a dicha isla, procedente del Asia.

En 1913, Zayas Enríquez, en el referido artículo, estaría de acuerdo en que los Mayas hubiesen arribado a América por la misma vía.

Y el mismo autor cita a Mr. Knock, quién «es más positivo; (pues) en su opinión, las tenazas y las estatuas de las islas de la Pascua, los edificios peruanos de Cajamarca y Titicaca, las ruinas de Angkor-Thom en Cambodia, de Brambanam, Boro-Bodo y Modjopahit en Java, los monolitos de Psumali en Sumatra, la Venecia de Metalanim, o Ponapé, los canales y las murallas ciclópeas de Lele y el druídico Hamonga de Tongatabú, han de ser todas piezas del mismo enigma.»

En 1914, Peter Macqueen (54)escribe que «algunos que se han dedicado a la historia del antiguo Perú creen que, hace millares de años, hubo una corriente migratoria de China hacia el Perú. Algunas de las ruinas y templos exhumados tienen alguna semejanza con los templos budistas de Mongolia, y aún hoy día, algunos de los naturales de la costa del Perú parecen chinos, y pueden comprender la lengua china sin haberse rozado con los inmigrantes chinos actuales».

El mismo año, el etnógrafo japonés Shiga Shigetaka, escribe para el congreso de los americanistas de Washington un estudio en el que da cuenta de las Relaciones Históricas entre la América y el Japón».

Todos estos autores aportan datos y opiniones de peso, en favor de migraciones directas del Asia por la Polinesia a América, o directamente. No les arredran las distancias, ni las corrientes marinas, y por el intermedio de tierras sumergidas o sin ellas, hacen llegar importantes elementos occidentales a este continente. Pero todos ellos hacen venir las civilizaciones americanas de la lejana Asia; la Oceanía no habría sido sino el puente, la ruta más o menos interrumpida, pero ruta en fin, no marcando los monumentos de la isla de Pascua sino una etapa. El desacuerdo es fundamental. Aumenta este por el hecho de que los autores citados se refieren a migraciones, más o menos antiguas, pero no al origen mismo de toda la raza americana hoy dominante. Para ellos tendría origen asiático la civilización; pero sólo la tendría en parte, acaso pequeña, el conjunto de la población americana. Y para puente que permitiera el paso, bastaría para algunos la sucesión actual de muy pequeñas islas, las que habrían servido, como dijo Topinard, como las piedras que uno hecha en la corriente para atravesarla.

Pero esas migraciones, que acaso sean realidades, por más remotas que sean, son demasiado recientes para explicar el origen de la raza americana. La sucesión de pequeñas islas un basta para explicar el avance, necesariamente muy lento, de una gran corriente migratoria al través de una distancia enorme y cruzando el más vasto de los océanos El continente que otros idearon ocupando una gran parte del actual Pacifico, o el puente continental que uniera Asia y América, son hipótesis contra las cuales ya se manifestó, decididamente Lapparent, con razones que parecen inatacables (55).

Para mi modo de ver, la cuna primitiva de la raza americana dominante fue el grande archipiélago de grandes islas que me he permitido llamar «Arquinesia», y esta misma puede haber sido en parte la cuna de la civilización americana, y más tarde la Polinesia que le ha sucedido. Pero grandes obras como las de las islas de la Pascua, que no pueden haber sido aisladas y suponen otra más grandes aún en extensión, no pueden ser sino las de un gran pueblo que habitaba grandes tierras.

La civilización primitiva no se limitó a pasar por la Polinesia, sino que probablemente irradió desde Polinesia, y «quizá desde Arquinesia misma; no a todo el mundo, pero sí, al mundo habitado por las razas descendientes del gran tronco amarillo o mongólico, que tal vez fuera más exacto llamar bronceado. Arquinesia no fue un puente, sino un centro, y la isla de Pascua, con sus plataformas gigantescas e innumerables estatuas colosales, si no formaba parte de él, no debía estar lejos.


 

IX

El LADO PSICOLÓGICO

No existe en la psicología de los pueblos espectáculo más deplorable y menos digno, del que presenta una agrupación humana que intenta ocultar sus orígenes, o se avergüenza de ellos. Felizmente el caso no es común, y sólo lo ofrecieron pueblos degradados o esclavos. El hombre que renegase de su madre por haber sido ésta de condición muy humilde no merecería más severa reprobación que aquéllos.

Por lo común, aun los pueblos que llamamos inferiores se ufanan más o menos visiblemente de su origen. Bastaría recordar las varias tribus y naciones que se titulan sencillamente «Los Hombres», como si los demás lo fueran menos. Los americanos se han distinguido en general por el alto concepto que tenían de sí mismos. Los guaraníes siempre se titularon Avá o Avá-eté [Ava ete], «los verdaderos hombres». Tan autosugestionados andaban los caraíbes con su nombre, que no reconocían iguales ni obstáculos, y acometieron empresas inverosímiles.

Aunque menos marcado, aparece no obstante el fenómeno entre buena parte de los africanos. Los cafres, los fanes, los senegalenses, ghiolofes y guineos, los rivereños del Chad, los wagandas y los somalíes (y no cuento a los abisinios), se conceptúan respectivamente superiores a todos los pueblos de su continente, y algunos no se consideran menos que los blancos. Y todos ellos se distinguen en ser los más fuertes e inteligentes de su raza, siendo los mejores elementos para los futuros inevitables cruzamientos. Liberia y Haití, lejos de considerarse humilladas por su base étnica, se esfuerzan en mantener la preponderancia de la raza principal; y la segunda, no obstante las conmociones políticas, cuya frecuencia no pueden criticar ciertas repúblicas latinoamericanas, y cuyo primer origen no parece estar siempre en el país, proporcionalmente a su territorio y elementos, no figura mal entre sus hermanas políticas. La actitud de estos pueblos es muy plausible, pues si tal no fuera, de merecer algunos de ellos el calificativo de inferior, presentarían una inferioridad más, la psíquica, la peor, la sola muy grave ante el porvenir, la única verdadera e insanable.

Semejante actitud resultará aún más acertada, si se consideran estos dos puntos de capital importancia:

Primeramente, el factor de la inferioridad de la gran mayoría de los que llamamos inferiores, no es el espíritu, mucho menos la materia, sino únicamente el tiempo, factor absolutamente exterior e independiente de la naturaleza de los hombres. No se puede poner en duda que el físico de tales pueblos es generalmente más sano y resistente que el de las poblaciones más civilizadas. Sus ideas morales, cuando se profundiza su estudio y se llega despojarlas del fárrago de apariencias que engañan al vulgar y a los observadores superficiales, son en su mayor parte tan buenas como las de cualquier pueblo civilizado; y si defectos tienen, defectos hay en todas las civilizaciones. En cuanto a inteligencia, los miles de ejemplos que se han tenido y cada día se observan en los institutos superiores de enseñanza, vienen haciendo cada vez menos evidente la pretendida inferioridad, ya puesta en duda, en muchos casos, por los estudios craneométricos. Sólo faltan, para la generalidad de los pueblos atrasados dos elementos de desarrollo: la prolongación, en el individuo, de la gimnasia funcional del cerebro más allá de lo que sea necesario para la adquisición de los conocimientos de práctica inmediata; y la provocación en las generaciones sucesivas, de la totalización de los conocimientos adquiridos, así como el aprovechamiento de la totalización a que llegaron los demás pueblos. En suma, instrucción general y enseñanza intensiva, prolongada, cosas que por circunstancias generalmente independientes de su voluntad no pudieron tener, pero que en mayor número de casos un rechazan, y a veces aceptan con verdadero gusto y entusiasmo. Pues, salvo los caos de regresión, los pueblos inferiores son los niños y los adolescentes, no los brutos de la humanidad.

En segundo lugar, y primero para los intereses de la humanidad, esos pueblos y razas desempeñan y desempeñarán un papel providencial. Las razas y los pueblos, sobre todo los cansados por un largo período de civilización defectuosa, pueden regenerarse por medio del cruzamiento. Y el ser defectuosas, ha sido el caso de todas las civilizaciones habidas hasta ahora, no pareciendo sino que el destino quiera que lo sean todas, cumpliéndose inexorablemente lo que diera a entender la bella y profunda alegoría bíblica del Arbol de la Ciencia del Bien y del Mal, que a la civilización, y no a otra cosa, clara y acertadamente alude.

Lo que sabemos de la importancia de los cruzamientos y naturaleza de sus productos, así como de la influencia que tales fenómenos ejercieron en el desarrollo y renovación, de las agrupaciones humanas y producción de nuevas civilizaciones, autorizan la suposición de que el día en que la humanidad, reducida a una sola mezcla general y civilización uniforme en todas las partes del mundo, no tuviese más ningún otro elemento o raza distinta con la cual cruzarse física y psicológicamente, habrá que considerar como iniciada su última decadencia y próxima su extinción.

A medida que aumenta el conocimiento de las antiguas civilizaciones y se descubren otras más remotas, y se profundiza el estudio de los pueblos actuales que no pertenecen a la raza blanca, se va generalizando el convencimiento de que la cultura no fue ni será nunca el patrimonio de ninguna raza, y se viene por tanto aconsejando mayor modestiaa la blanca. No porque resulten menguados sus triunfos, sino porque tiene que renunciar desde ya al monopolio del que ingenuamente creyóse investida. Por lo pronto, de las grandes civilizaciones pasadas, no está probado que la mayoría le pertenezca.

Si lo dicho es cierto en términos generales, y si lo es con referencia a razas y pueblos que con suficiente razón fueron considerados como inferiores, ¿cómo no ha de serlo, en tratándose de un elemento étnico que ha dado tantas pruebas de inteligencia y valor, y de haber llegado a una mentalidad bajo ciertos puntos de vista tan elevada como la de cualquier pueblo civilizado, habiendo tenido una influencia tan grande en la historia y constitución étnica de medio continente, contribuido de una manera indiscutible para la formación de su índole y costumbres actuales, enriquecido con un aporte tan notable a la agricultura del mundo tropical, e iniciado más de una costumbre hoy día universal?

De allí la importancia especial de su estudio, hacia el cual ansiara yo ver orientada una parte de las jóvenes inteligencias nacionales, en un país que por haber salvado la lengua de sus antepasados americanos, estaría claramente indicado como centro de las investigaciones. A condición de seguir métodos científicos, o sencillamente planes metódicos, que pueden ser completamente personales y escogidos a voluntad, los estudios que aquí se pueden realizar sin mucho esfuerzo, llamarían la atención, no sólo de los especialistas, sino del público estudioso en general, en Europa y Norte América, y seguramente más que las publicaciones sobre la flora y la fauna, pues nunca han despertado tanto interés como hoy día las investigaciones y noticias de todas clases al respecto de los pueblos en general, y muy especialmente de los menos conocidos. Todo interesa ahora vivamente, su índole y naturaleza, sus usos y costumbres, sus creencias, tradiciones y leyendas, su estado social y manera de vivir pasada y presente, su lengua y dialectos, hasta los detalles aparentemente desprovistos de importancia, como sus canciones, proverbios y dichos populares, las diversiones colectivas y los juegos infantiles. La humanidad se va dando cuenta de que, de todos los estudios naturales el más interesante es el que haga de sí misma, y es cosa asombrosa eso de que esta verdad, que hubiera debido ser la de los Pero Grullos de todas las épocas, recién se abre camino desde algunos lustros o decenios entre los pueblos de origen europeo.

Para esto, la juventud debe precaverse contra la tendencia muy curiosa, pero general, a menospreciar sistemáticamente lo propio y ensalzar lo ajeno, atribuyendo menos valor a lo que a su país se refiera y en él se haga, para admirar sin reserva a todo lo que al país llegue con titulo o marca extranjera, y también contra esta otra, igualmente curiosa pero mucho menos general, que lleva el criollo a suponer que los estudios aludidos corresponden a los extranjeros, temiendo con exceso a la crítica, la cual aquí sólo aparece al respecto de un trabajo, cuando este es obra de connacionales.

No falta quién suponga también, que el largo estudio de las cosas guaraníes pueda sugerir ideas egoístas y mezquinas, y despertar tendencias aisladoras, con relación a las naciones que nos rodean. Tamaño error proviene del concepto muy limitado y casi exclusivamente nacional que generalmente aquí se tiene de esas cosas. Una vez bien conocida la amplitud que puede abarcar y la enorme extensión que interesan, se comprenderán que tales estudios, lejos de ahondar fronteras, mostrarán a los paraguayos que están rodeados de hermanos.

Pues se verá que el Noreste Argentino fue en gran parte guaraní, y guaraní fue el litoral en su mayor extensión, desde la confluencia hasta dar con el Atlántico. Se verá en el charrúa un pueblo guaraniano, hablando la lengua general de los Avá. Aparecerá sembrada de pueblos guaraníes, o cubierta de elementos guaranianos, la inmensa extensión de continente, que desde el Río de la Plata y el Paraguay, va hasta el mar de Caraíbes y Antillas, no teniendo otro limite que el Atlántico y buena parte de los Andes. Y por fin, hacia el Occidente, Bolivia se nos presentará con cuatro pueblos guaraníes, ocupando una superficie casi tan grande como la del Paraguay incontestado, y contando con dos de los tipos más genuinos de la raza. Y nuestra juventud, cuando conozca mejor a las poblaciones actuales de todos esos países y vea que su sangre o la de sus connacionales, corre en más o menos fuerte proporción por las venas de aquéllas, lejos de caer en retraídos egoísmos, será más propensa a las generosas expansiones, pues verá muchos hermanos que abrazar, entre los que creía adversarios y extraños.

Los numerosísimos paraguayos por cuyas venas corre la antigua sangre americana, aprenderán a apreciarse mejor a sí mismos, y de este aprecio obtendrán más fuerza y dignidad para todas las empresas nobles de la vida. Ya ninguno intentará ocultar su origen, y cundirá el ejemplo de cordura que dan aquellos pueblos americanos, que como los de Méjico y Centro América y otros del Sur, con la gran República del Brasil, en todas las ciases sociales, no sólo no se avergüenzan, sino que reconocen con placer, cuando no ostentan con orgullo, los estigmas de la raza americana y respectivamente, de la que dominó a medio continente, a países más grandes que Europa, y pudo haber enseñado moral y dignidad a muchos pueblos civilizados del Viejo Mundo. El consejo que Roosevelt, el grande hombre de Estado, diera recientemente a los paraguayos, no habrá caído en el olvido. Y por mi pequeña parte, después de ver mezclada en mis descendientes la sangre helvética con la de los simpáticos hijos de Guarania (56), me felicitaré si podré haber contribuido, siquiera en algo, para fortalecer la idea nacional, con el conocimiento acabado de las virtudes de ambos continentes heredadas; lo cual no implica que se olviden los defectos, a los que debemos combatir tenazmente sin admitir como disculpa el que los haya en toda agrupación humana.

Fortalecer la idea nacional no significa despertar odios, ni siquiera desprecios, sino todo lo contrario. El que se siente fuerte de su derecho y de su valer, puede mirar más allá de su frontera con la serenidad del que confía en lo porvenir; satisfecho de sí mismo y convencido de que no tiene motivo de avergonzarse de ninguna comparación, puede admirar sin mezcla de bajos sentimientos las cualidades y los triunfos del vecino. Sólo el patriotismo mezquino y falseado por el odio necesita ahondar las fronteras. El verdadero, el natural y genuino, el que subsistirá a pesar de todas las reformas sociales, el que es la resultarte de los sentimientos colectivos más nobles, trabajará en rellenarlas, y no dejará de ellas sino el trazo que la naturaleza ha marcado para deslindar las entidades verdaderas.

Pero, que no se olvide que en la afirmación de su ser, franca, enérgica y sin reserva, está la fuerza fundamental de una nación. Entidad que no se afirma de tal modo, no es verdadera; podrá existir durante algún tiempo, con vida azarosa y vacilante, pero su destino inevitable es perecer, envuelta y absorbida por las fuertes entidades que se afirman.

En la naturaleza, todos los organismos, como todos los fenómenos, responden a una razón de ser, la que permite y atribuye a cada uno una función en el conjunto. Sin esta razón, ninguno puede existir, y de aparecer casualmente, no perdura. Y la misma ley preside a los organismos colectivos, a todas las agrupaciones.

La existencia de una agrupación natural sin caracteres propios, es de suyo totalmente inconcebible. Si la agrupación es artificial y no responde a la naturaleza por carecer de tales caracteres, desaparecerá como todas las obras que el hombre intenta prescindiendo de las leyes naturales. Por lo contrario, una agrupación es tanto más elevada en la jerarquía sistemática, cuanto más profunda y original es su caracterización. Su razón de ser aumenta con el valor de los caracteres que la distinguen, y en el esfuerzo por la vida, a una mayor caracterización armónica corresponde mayor resistencia y duración.

Estudiar la naturaleza de su propia colectividad, con el fin de buscar los defectos y remediarlos, será siempre obra de muy sano patriotismo. Mas para la realización del ideal de una patria verdaderamente libre e independiente, esa obra no bastará, si apoyándose en sus orígenes, historia y virtudes, esa colectividad no sabrá afirmar con energía y sin reservas su entidad y su derecho.


 

NOTAS


16-Excluyo la pretendida forma «karani», que no pasa de una mera suposición.

17-Traité de Géologie, 5ª éd., vol. III p. 1726

18-Haug, Lapparent, Henshaw, etc. y d’Urville, Ellisy Moerenhout.

19-Buenos Aires, 1910, congreso científico internacional.

20-La organización de ese congreso, aunque presentara notable progreso sobre la de otros anteriores, no pudo salvar las dificultades que se oponían en cuanto se tratara de la lectura de trabajos de cierta extensión, y aún más de la disensión de los mismos, por falta absoluta de tiempo. Tales dificultades eran aun mayores en el caso de trabajos manuscritos, como lo era el mío.

21- Tan imperfecto es nuestro ser, que los hombres más grandes no saben a veces sobreponerse a las debilidades humanas más comunes. Es en gran parte cuestión de temperamento. Los hombres pacíficos no tienen a veces más mérito en mantener su calma, que culpa los impetuosos en dejarse llevar un tanto más allá de lo que correspondería.

Esto para lo subjetivo. En cuanto a lo objetivo, es casi escusado decir que mientras no se oigan todas las razones en que el adversario funda su decir, y se examinen con él, uno por uno, todos los hechos en que se afirma, será siempre acto precipitado e injusto el rechazar sus opiniones, llevados principalmente por el deseo de no ver estorbadas las nuestras. Si esto es obvio y sensato en general, mucho más lo será en la cuestión de que tratamos de suyo muy difícil y oscura, habiendo dado lugar a seculares discusiones y a la emisión de las más opuestas hipótesis.

Y si hubo quien hubiera podido tener presentes estas verdades más que otro, fue precisamente Ameghino, quién tuvo que sufrir no pocas veces críticas duras e injustas, que sus autores seguramente hubiesen suavizado, de conocer más de cerca completamente los innumerables hechos por el invocados.

22-No conozco sino una sola excepción.

23-En la Historia del Río de la Plata tenemos un caso famoso de antropofagia entre los españoles. Los compañero de don Pedro de Mendoza acusados por el hambre en Buenos Aires, no titubearon en comer carne humana. «Los vivos se sustentaban de la carne de los que morían – dice el verás Ruiz Díaz de Guzmán – y aun de los ahorcados por justicia, sin dejarle más de los huesos, y tal vez hubo hermano que sacó la asadura y entrañas a otro que estaba muerto para sustentarse con ella.» (Nota del Editor.)

24-Lapparent «Traits de Géologie» 5e éd. vol III p. 1918.

25-Rev. do Museu Paulista, vol. III, lámina XIII.

26-Bull. de la Soc. Geol. de France, vol XXVIII, p. 632 (3me 8)

27-H. V. Henshaw: Migration of Pacific plover, 1910.

28-Voyage aux iles du Gran Océan, vol. I, 571.

29-Klima der Eiszeit; Verhandl. der Schweizer. Naturforsch. Ges. in Davos, 1891.

30-Hay un elemento dolicocéfalo entre los aztecas, tanto que Lucien Biart, en su monografía de los aztecas da a éstos como dolicocéfalos; los elementos aztecas branquicéfalos de la época serían en este caso, dominados o absorbidos por el verdadero azteca.

31-Zimmermann: Razas humanas, V, 387 y 393 (Cit. p. el sig.)

32-Orozco y Berra: Hist. Ant. de México, vol. II, 450.

33-Races Océaniennes et Américaines, 258, 268.

34-Cañas Pinochet: Dicc. de la lengua veliche, Santiago 1907.

35-Todos los autores que han tocado este punto y pude consultar, han olvidado por completo que, entre el 10º paralelo norte y el ecuador, corre la Contracorriente Ecuatorial, directamente de oeste a este, desde más al sur de las Carolinas hasta California y Méjico, y que es bastante fuerte: Además los habitantes de las Carolinas son navegantes audaces. La gran corriente fría del Perú, si bien va al norte hasta las islas Galápagos, en la primera parte de su curso viene al oeste.

36-Orozcoy Berra, Martínez Gracida: Hist. de la Chontalpa Oaxaqueña, 32. Pinochet: 1. c., 16.

37-Sobre la antigüedad del hombre en el Perú tenemos ahora los datos más contradictorios. El eminente geólogo francés Prof. Dr. Couty expuso en 1910 (Congreso de Buenos Aires) el notable descubrimiento hecho por él, de una ciudad cuya antigüedad calcula en 8000 años. El año siguiente el Prof. Hiram Bingham, jefe de la expedición científica enviada por los Estados Unidos, declaraba haber encontrado en el Cuzco restos humanos cuya antigüedad sería de 20 a 40.000 años. Pero el Dr. Alesh Hrdlicka, comisionado por el mismo país para estudiar los restos humanos del Perú, parece negar que haya vestigios humanos de 2000 años en ese país cuya primera población, braquicéfala, fornida y uniforme, no sería muy antigua. Esto y el hábito marítimo no harían entonces imposibles ciertas relaciones con el Occidente.

38-J. Engerrand: Raza de Lagoa Santa seg. elDr. Rivet.

39-Historia de las Islas Filipinas, Manila, 1803.

40-Vide en «Note sur un crâne Otomi» del Dr. Al. Schenk (Lausanne) la mensuración de seis cráneos. El profesor suizo no hace deducciones.

41-García Cubas: La Leyenda de Vortán (Méjico, 1910)

42-Henning: Sobre los años Ben, Eznab, etc. (ibid. 1911)

43-P. Henning: Zur Geschichte des Chalchíhuitl, p. 57 (Ibidem, 1910)

44-Boletín d. l. Escuelas Prim., Costa Rica, IV, 685

45-Hist. de la Chontalpa Oaxaqueña, p. 33

46-Orozcoy Berra «Hist. Ant. de Méjico»." l. c. p. 33.

47-Tal vez sea esta una expresión demasiado absoluta; algunas partes seguramente han sido alguna vez cubiertas por las aguas; por ej., en cierta época del mioceno; pero como un lo fueran en mayor extensión, y no de una manera muy prolongada, en nada perjudica esto a la hipótesis del Sr. Botella.

48-Esto, en lo esencial, es confirmado por Lapparent, von Ihering, y otos.

49-Revue Scientif. 1903, vol. V, 552

50-Traité de Geologie, quinta ed., 1725, 1726 y 1655

51-Como se verá en su lugar, la tradición de la Atlántida no se alteró, sino que fue involuntariamente alterada por Platón, mezclando con ella hechos históricos relatados por los egipcios, pero acaecidos mucho después. La lectura atenta de la obra magistral que cito, me convence de que su autor no creyó necesario consultar los escritos de Teopompo y de Diodoro, ni las publicaciones modernas de los egiptólogos al respecto de la guerra que la confederación libio-sardana sostuvo contra el Egipto y sus aliados los fenicios. Por eso Lapparent no comprendió dónde estaba,y cuál era la alteración, que tanto daño hizo a la tradición y a las relaciones antiguas sobre aquellas tierras desaparecidas y sus habitantes.

52-«El Estado de Yucatán, su Pasado, Presente y Porvenir», Nueva York 1906, p. 117. Vide también su art. «La isla de la Pascua» en la revista «América», Nueva York, Enero 1913.

53-«The Secret of the Pacific» ed. por Charles Scribner’s Sons.

54-«National Magazine», Boston, Julio 1914.

55-Traité de Géologie, V ed., vol III, 1935.

56-Me he permitido designar con este nombre a la inmensa región poblada o dominada por los guaranianos, que desde la boca del Río de la Plata iba hasta el mar de Caraíbes y las Antillas,y desde el Atlántico se extendía más o menos hasta los Andes.


 

Fuente :
 
 
Asunción: EDICIÓN A CARGO
 
DE JUAN E O´LEARY, 1914. 180 pp.
 
Ensayos de MOISÉS BERTONI
 
 
 
 


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