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TOMÁS L. MICÓ (+)

  ROQUE GONZÁLEZ DE SANTA CRUZ - Por TOMÁS L. MICO


ROQUE GONZÁLEZ DE SANTA CRUZ - Por TOMÁS L. MICO

ROQUE GONZÁLEZ DE SANTA CRUZ

Por TOMÁS L. MICO

Artes Gráficas Zamphiropolos

Asunción – Paraguay

2ª Edición, 182 (115 páginas)

 

 

ROQUE GONZALEZ DE SANTA CRUZ

BIOGRAFÍAS PARAGUAYAS

considera un honor ocuparse de la relevante personalidad del Beato Roque González, haciendo suya la reseña biográfica de Tomás L. Mico, cuya edición primera, escrita en Encarnación, fue tirada por Editorial EMASA en el año 1977, logrando la distinción de ser incluida en la Colección Cultura Paraguaya con tricolor ribete. La edición original traía la curiosidad de llevar en la carátula el ilustre apellido del beato escrito con S final, tal como se usara en España en el Siglo XII donde el nombre significó según la onomástica clásica: luchador o defensor, siendo la raíz patronímica Gonzalo, que al ser llevada a la heráldica clásica se registró con Z significando a partir de allí: hijo de Gonzalo, honrosísimo nombre en la civilidad heroica peninsular que llegó al Paraguay con el progenitor del beato, logrando distinción y notabilidad por su desempeño civil y notarial como en lo religioso sus inmediatos descendientes, habiendo también quien se destacara en la milicia.

Hoy, que se aguarda le canonización de tan ilustre ciudadano paraguayo autor, editor e impresores hacen el esfuerzo de traer nuevamente a la luz pública este documento biográfico que señala los alcances de la piedad cristiana, la diligencia fundacional y evangelizadora de este varón que Dios nacido en el corazón de la tierra Guaraní –Asunción- para modelo de sus coterráneos.

Biografías Paraguayas y Artes Gráficas Zamphiropolos creen aportar su grano de arte comunicador a la información y conocimiento de un destacado hombre que fue luz y bendición de la ciudadanía contemporánea, honra de la historia paraguaya y rioplatense donde treinta millones de almas aclaman al Beato Roque González de Santa Cruz, en la vasta región que hermana cuatro países, donde Roque fundara doce pueblos de Dios.

 

 

PROLOGO

(A LA PRIMERA EDICIÓN)

La fecha cuatricentenaria del nacimiento del Beato Roque González —gloria paraguaya— cuya canonización, meta piadosa y plausible, se demora quizá ya mucho, ha suscitado como es más que natural, iniciativas de diverso orden, pero que responden todas a un oportuno propósito de conmemoración de aquella vida y obra excepcionales. Es lógico también que esas iniciativas surjan con especial fervor en los lugares donde el Beato dejó más honda y duradera huella de su apostólica acción. Nuestra Señora de la Encarnación de Itapúa, que del Beato recibió asiento, nombre y espíritu, no podía estar ausente en este coro conmemorativo. Y se adhiere a la fausta recordación publicando este trabajo de Tomás L. Micó.

El autor, encarnaceno de nacimiento, ha sentido como tantos el hechizo de figura del fundador paraguayo. Ha procurado documentarse —cosa no muy fácil en ciertos aspectos de la vida del Beato como en otros de la historia colonial— y sobre el esqueleto documental poner la carne y el nervio de la interpretación: allí donde empieza la porción auténtica, pero también la más espinosa y ardua, del historiador.

El trabajo está distribuido en varios enfoques cuyo hilo vector lo constituye lógicamente el fluir biográfico: y que responden también por tanto a un método y a un plan definido.

Se divide pues en dos partes esenciales: personalidad de Roque González la primera; obra del Beato, la segunda. Cada una se divide a su vez en capítulos correspondientes a distintos aspectos previstos ya en el título. En la primera parte se nos ofrece la ascendencia y prosapia del Beato; su niñez, sus estudios, sus maestros (sin olvidar los hechos históricos contemporáneos del Beato y que contribuyeron a crear la atmósfera en que esa niñez y adolescencia se desenvolvieron). La segunda parte se distribuye igualmente en las diversas actividades del Beato desde su iniciación como fundador, hasta su muerte: y dedica espacio preferente a sus interesantes cartas.

Encarnaceno, repetimos, y piadoso, Tomás L. Micó pone de relieve en el trabajo su entusiasmo y su admiración por esta figura vinculada entrañablemente a nuestra historia y en la cual se pone de relieve con singular prestancia la universalidad del pensamiento de la Compañía de Jesús y su espíritu fundacional.

El autor manifiesta en la motivación que abre su trabajo: “Pluguiese a Dios darme fuerzas y medios para realizar sobre el tema una labor más completa, posteriormente”. Así también se lo deseamos, sinceramente.

JOSEFINA PLA

 

 

LÍNEAS PROLOGALES

PROLOGO A LA 2A. EDICIÓN

El solo hecho de haberse dispuesto una segunda edición de esta obra que ayer mismo, dijerase, se ponía en manos del mundo lector, indica que la primera tirada se ha agotado y que desde muy diferentes y distantes lugares del mundo se la reclama. Se trata de un minucioso, depurado, honrado trabajo de investigación sobre la admirable vida, obra y martirio de un santo, cuya canonización se pide con elementos demasiado valiosos de comprobación para que pueda ser denegada por la sede papal romana.

Este trabajo histórico tiene la virtud de envolvernos de entrada en la atmósfera de un tiempo de heroísmos y grandes empresas conquistadoras. En ellas, lo que no pueden las armas, lo alcanza esta piadosa legión de seráficos varones que transformaron un mundo de raros fanatismos a la clara y serena doctrina de Jesús.

El autor de este trabajo, Tomás L. Mico, ha logrado lo que pocos en un ambiente americano en que los documentos vuelan y las pruebas testimoniales se esfuman o es preciso ir a buscarlos al Archivo de Indias en España. El autor sigue al héroe paso a paso desde su nacimiento en el Paraguay y lo ofrece acompañado por otras personalidades no menos gloriosas, de suerte que el trabajo se arquitectura como en un gigantesco paraninfo dedicado a figuras de la Historia; que se nos presentan agigantadas en su ejecutoria, embellecidas por un idealismo creador que es herencia hispánica y dotados todos ellos de una gran visión de futuro en punto a lo que sería la conquista americana si en vez de perseguir y esclavizar al aborigen se lo educaba y hermanaba en la obra común de la civilización.

Este libro de Micó comprende en síntesis, las motivaciones que inspiraron al autor para escribirlo, la honrosa genealogía del beato, su nacimiento en el año 1576, su educación en dos escuelas igualmente admirables en historial y características, si bien tan distintas en su originalidad respectiva; la franciscana piadosa y la jesuítica sapientísima, los maestros que tomaron a su cargo el desarrollo de este temperamento místico y luchador, su influencia en los sucesos de su época, y, en fin, todo lo que una bibliografía bien compulsada le ha permitido al autor nutrirse de informaciones que completan el perfil de este soldado de la fe que para no desmentir su vocación la cumplió hasta el martirio final.

Precisamente de este final del beato para el cual se pide la canonización que entendemos ha de acordársele desde Roma, el mismo autor nos hablará en el tercer tomo de este libro, que esperamos con verdadero interés. El fuego del martirio de tan ilustre sacerdote se encargará de iluminar hasta la gloria a quien ya había alcanzado vislumbres de ella desde la tierra.


 

MOTIVACIÓN

Asunción fue desde sus orígenes el punto más apto del Río la Plata para lanzarse a la codicia, a la aventura incurable de buscar El Dorado famoso; esfuerzo que ha consumido energías, segado vidas y sobre todo, demorado la ambientación cristiana de la comarca. Estos soñadores, que en cualquier tierra del mundo siguen buscando aquellas minas del rey Salomón, hacen suyo todos los caminos y todos los trabajos y pesares. Entre los cien amantes del oro que armaron expediciones y desarmaron la ciudad de Asunción en aras de la particular empresa, se encuentra Domingo Martínez de Irala en cuya cabeza se agitaba la aguja magnetizada por el Paitití, el Dorado; tenía fijo el pensamiento en esta empresa, y si afianzaba la ciudadela en horas de sol, consumía sus horas de reposo en soñar con el metal que traería de aquella montaña rica, escondida mucho más allá de toda previsión y de todo esfuerzo. El Dorado estaba en el mapa de los sueños irredentos, en los abismos en que lindan mitos y realidades cuyos contornos se hallan jalonados por las sepulturas —y también las insepultas— de los buscadores de oro y plata.

Los reflejos de aquella soñada montaña desviaban con su espejuelo los mejores derroteros postergando las obras, planes, cultivos y guarnecimientos de la ciudad madre de ciudades. Era necesaria la presencia de hombres que dieran valor a la riqueza humana de los pueblos, como Roque González, para quien tenía profunda significación aquellas palabras del Maestro: “El cielo se regocijará por un justo”. Estos objetivos antagónicos, esta contraposición de empresas dio a cada uno su página en la historia, su misión en la vida, realizándola cada uno con los talentos con que fue dotado. Unos tratan de aprovechar lo poco que tiene la ciudad sirviéndose de ello para buscar riquezas, armando caravanas que enflaquecen sus despensas, otros tratan de radicar hombres y promoverlos para una vida condigna en los marcos propicios del vivir cristiano. ¡Qué poco hubiera quedado de la Asunción si todos hubieran corrido detrás del oro!. Indudablemente, cada empresa tuvo su motivación y su mérito, su momento y sus hombres y sus lógicas consecuencias. Podemos ver hoy, que quien se desvió de las riquezas personales, enriqueció a la nación guaraní, a este rico sector del Río de la Plata —La Cuenca del Plata en el decir de hoy— con doce fundaciones de pueblos y un intento civilizador de subido mérito que ha afirmado el valor humano en lo que hoy constituye cuatro países hermanos; fundar y poblar para integrar pueblos y naciones, coincidiendo con los afanes de Hernandarias de organizar ciudades.

Los pueblos nuevos de América necesitan conocer a sus hombres, especialmente a quienes han hecho algo significativo, educarla y unirla, civilizarla para convertirla, como lo hecho Roque González, en un continente digno de ser habitado. Los pueblos y fundaciones que jalonaron su camino de su alto espíritu civilizador, de su esclarecida vocación de llevar luz a las almas que se hallan en la oscura vida de la selva y mostrarles el verdadero camino en el sentido cristiano de la existencia; en la intención divina de una existencia destinada en primacía; más allá de estas estrechas fronteras que nos contienen. Por ello nos atrevemos a presentarlo con una visión nueva, lo más documentadamente posible para que nuestras gentes, los hombres de estos cuatro países, conozcan a Roque González e imiten su resolución de llevar adelante su labor, su obra, sin temor a las dificultades, como un bote surcando el río bravo de la vida, con una carga preciosa, un objetivo de redención humana, una preocupación fraterna, un anhelo de promoción y una vida modelada en la superación italiana. Así como otras figuras de América, nacidas en el dominio de la cultura guaraní, como Hernando Arias de Saavedra, San Martín, Trejo y Sanabria, Carlos Antonio López, Félix Bogado, y muchos otros que jalonan con su ejemplo el camino de la vida y alientan a cumplirla, y han hecho, después del sacrificio pragmático de las obras, la labor suprema del ejemplo, luz imperecedera en el sendero de las generaciones.

Es apasionante el estudio de la vida de Roque González; a través de la búsqueda constante y de la compulsa de datos tullíamos una figura firme, serena, consciente de su misión, de tu cometido en la vida, de sus limitaciones humanas y de la permanente ayuda del Altísimo, sin la cual ninguna obra es emprendedora. El ejemplo, la vida, el amor, el sacrificio de Hoque González de Santa Cruz, riega y perfuma el huerto de la amistad de estos nuestros países hermanos de América, desde este rincón de milenaria selva guaraní, cuna del heroísmo, de la música, la confraternidad y la fe inquebrantable en el Divino Maestro.

 

 

LOS GONZALEZ DE SANTA CRUZ

Don Bartolomé González, padre de Roque, llegó al Paraguay luego de muchas peripecias, integrando la expedición de don Pedro de Mendoza, siendo su segundo apellido el de Villaverde, nacido en León. Su arribo a la Asunción fue una verdadera odisea con la que podría escribirse una cumplida novela. Ejerció durante muchos años el cargo de escribano, figurando unas veces como testigo en los acontecimientos apresurados en aquellos pesarosos tiempos iniciales de la Asunción, y otras como fiel relator de sucesos notables de aquella convulsionada capital. Contrajo matrimonio con doña María de Santa Cruz, nacida en Toledo, que también había partido con la gran expedición de Mendoza hacia el Río de Plata en compañía de su hermano Pedro de Santa Cruz.

Los González de Santa Cruz, poseían una casa en Asunción y una viña en Tacumbú. El hogar era modelo de piedad de heroísmo, habían hecho una consigna de la recomendación de San Pablo a los Corintios: “Hacedlo todo con decoro y con orden”; gran escuela donde forjaron el carácter todos le retoños del hogar.

 

 

LOS HERMANOS  DEL BEATO

Los hijos nacidos de este matrimonio, según datos recogidos por la historia fueron: Francisco, Pedro, Mateo, Francisca, Gabriel, Juan, Roque y Mariana. Francisca contrajo matrimonio con Juan de Rosas Aranda y Alarcón, capitán de milicias, que llegó al cargo de Tesorero Real de la Asunción; Pedro, sacerdote diocesano, fue canónigo de la Asunción y cura de Buenos Aires. Mateo fue Procurador General de San Juan de las Siete Corrientes; Francisco fue Capitán General y ente de Gobernador de la Asunción, contrajo matrimonio con la hija de Hernando Arias de Saavedra (Hernandarias); Gabriel, religioso, hizo estudios eclesiásticos en el Perú. Por su parte Juan acompañó a Garay a fundar Santa Fe; Mariana fue desposada por el capitán Francisco García Romero, en Asunción, en el año 1589. Todos ellos tuvieron relevante memoria, hallándose enraizados con la historia y la biografía de las grandes figuras rioplatenses, prestando éstos y sus descendientes señalados servicios. Los más descollantes apellidos —véase Lafuente Machaín— les estaban emparentados. Puédase afirmar, dice este autor, que la descendencia del escribano Bartolomé González y doña María de Santa Cruz, se ha extendido por todas las ciudades del Río de la Plata y ha pasado a Chile y posiblemente al Alto Perú. Hay aquí vena abierta para explotar amenas y edificantes vidas; nosotros nos ocuparemos de biografiar a Roque, el mártir rioplatense.

 

NOTA

1) Algunas reseñas no incluyen a Mariana; pero nos guiamos por los estudios de R. Lafuente Machaín, que tiene realizado el trabajo más completo sobre el tema.

 

Relicario que contiene el corazón disecado del Beato Roque González

 

ROQUE GONZALEZ

Nació, Roque, el mártir rioplatense, en un hogar religioso y cumplidor de sus deberes; no podía esperarse entonces sino piedad y virtud en este niño que hacía su primera, valiosa escuela en el hogar de sus honrados mayores; había en él, desde muy pequeño señales indiscutibles de que la Providencia le tenía reservado un destino superior. Gustaba de retirarse dicen sus biógrafos, en compañía de sus amigos, niños como él, a hacer oración, como ha oído decir que hacían los hombres de Dios antes de acometer la empresa que había de serle propia, según lo decía en los sermones el orador de los domingos en la primera iglesia del Paraguay. No había con qué hacer más breves las noches asuncenas sino leyendo viejos libros de los pocos que se había logrado introducir en la aventurada expedición al Paraguay. En casa de Roque se leía la Vida de los Santos, donde hallaban fortaleza y serenidad para afrontar con valor cristiano el trozo de vida que tocaba a cada uno. Había escuchado Roque González la historia deslumbrante que se venía haciendo del “Patrón de las Misiones”, Francisco Javier que hizo conocer a Dios en las tierras del imperio amarillo; cómo había sabido retirarse a buscar fuerzas en la oración, orientación en sus dudas y consuelo en sus dolores, y sobre todo, fortaleza para bien morir con el dulce nombre de Jesús en los labios. Todo lo recordaba Roque; que había andado y sufrido mucho, pero que también había logrado el anhelado premio a sus afanes al llevar la fe tan lejos.

Cuando se acercaba ese tiempo litúrgico se preparaba íntimamente Roque para celebrar una Navidad propia, que adquiría brillo y fuego en lo recóndito de su alma; una fiesta de Navidad como la que había enseñado a hacer el pobrecito de Asís, nacido en Umbría hacia muchísimos años, que fue quien llenó de los llamados “pesebres” las campiñas, los portales de las ciudades y aún las alcobas de los esposos cristianos. Memorando estos nacimientos y entonando bellísimos glorias enseñaba Roque González a sus amiguitos, lo que significaba aquello de: “Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad...”. En sus infantiles fugas a los bosquecillos cercanos repetía a sus compañeros de juego —que jugaban a conquistadores y capitanes— los bellos sermones del último domingo donde la palabra encendida parecía quemar los labios del predicador, que llegaba a momentos de exaltación, con fuerza y velocidad, enseñando un pasaje destacado, magistral e inolvidable; Roque, cuya memoria joven lo llevaba íntegro a réprisarlo en sus juegos, lo imitaba.

Roque era un niño que prometía destacadas empresas espirituales, hablaba y leía fluidamente, cantaba con voz bien timbrada y modulando como lo hacían en el coro al que concurría a prestar su concurso, donde hacía de tiple, acompañando la voz célica de los violines y el dramático y vivo son de las flautas, en los domingos festivos, en los que el oficio divino adquiría con el incienso, el boato y las voces, una cualidad propicia a la elevación humana, a un acercamiento con Dios. Los neumas que contenía el tetragrama y las denominaciones que impusiera cinco siglos antes Guido de Arezzo, estaban en uso en toda la cristiandad, incluso con el poco vocalizable Ut, que iniciaba el himno de las salmodias.

Roque González, vistiendo ropa monacal menor -monaguillo decimos hoy- leía en ruedo en el gran libro del coro, donde lo hacían todos los de la misma voz, dando expresión a los signos pirograbados en cuero, indelebles, de una página perenne como los versos que cantaban las glorias del Hacedor, o entonaban el Paternóster después de iniciarlo el misacantano. Roque González participaba de estas formas embellecedoras del culto y lo hacía con pureza y exactitud; reclamaba como lo haría un instrumento “ben atemperato” como exclamaba la partitura pulida en sus detalles para que el arte también sirviera como un cirio luminoso y vivo a honrar a Dios.

Roque González, niño, en sus horas libres jugaba; jugaba a ser misionero, pacificador de hombres, fundador de pueblos; su vocación ya se manifestaba, por eso intuía que era hora de ensayar su futura actuación en esos juegos con sus compañeritos; que eran para él, positivos ensayos de firmes pasos en lo futuro, un futuro no lejano, por cierto. Cuando cortaba palillos para hacer torres y cercas y capillas con suave techo de pasto, delineaba ya futuras reducciones.

 

 

FECHA DE NACIMIENTO  DE ROQUE GONZALEZ

Los libros biográficos de Roque González no muestran claridad en cuanto a la fecha precisa de su nacimiento. De este gran Paraguayo solo sabemos que vino al mundo en el año de 1576, pero concretamente no tenemos una data cierta. Este detalle no puede dejarse pasar sin hacer algunas consideraciones que nos permitan acercarnos a la fecha probable y quizá, podamos llenar esa laguna, que indudablemente habrá preocupado a cuantos se ocuparan de estudiar a este gran hombre de nuestra historia.

En el caso generalizado de imposición de nombres en el cristianismo se busca un modelo en cuya vida y obras pueda hallar inspiración y norma de vida su homónimo. Por lo general se busca una personalidad descollante de la historia religiosa, perpetuar en el nombre esa imagen y en el caso de los hombres de Dios, tenerlo por modelo y protector.

Roque, tenido por santo, era francés; se lo invocaba abogado contra las pestes. Vivió de 1295 a 1327, fue un muy popular; su fiesta se celebra el 16 de agosto. Es probable —casi diría es certeza— que esta sea también la fecha de nacimiento de Roque González, dado que estaba, en los tiempos de que nos ocupamos, muy extendida la costumbre de imponer al recién nacido el nombre que figuraba en el santoral; es decir, en el catálogo en el cual, después de su muerte, la iglesia incluye en su canon —canoniza— por haber practicado en grado heroico, dice el Cardenal Lercaro, las virtudes cristianas, entrando en la felicidad divina, siendo propuesto como modelo a los fieles y les son dados como intercesores. Teniendo San Roque fecha memorativa, no era de esperar por no estilarse en aquellos días tomar e imponer un nombre al azar, sino que en justa coincidencia con el día del natalicio, que era lo generalmente practicado, se tuviera el día onomástico

Séanos permitido insistir en esta probabilidad con estos antecedentes a mano, y reforzarla con el argumento de que no es de imposibilidad absoluta que Roque González haya nacido, precisamente, en el día que la iglesia dedica a honrar a San Roque, el 16 de agosto. Si bien, el padre Testore consigna que “el día no fue anotado”, creemos fundada la sugerencia de fecha planteada aquí, Roque González pudo haber nacido el 16 de agosto del año de la Gracia de 1576, y todo parece indicarlo así.

 

 

FRANCISCANOS Y JESUITAS

La primera influencia que recibió en religión Roque González, fue de los franciscanos, aunque había también en la ciudad dominicos y mercedarios, arribados con los primeros expedicionarios. Estos formaron en las proximidades de Asunción las primeras “doctrinas” o pueblos, (1) dándoles nombres nativos en la gran mayoría de los casos. La hermandad franciscana trajo al Paraguay hombres ilustres, como fray Alonso de Buenaventura y fray Luis Bolaños, que conoció de chico a Roque González y fue su maestro, citando solamente dos entre tantos que merecen recuerdo.

Grande influencia recibió Roque, de Bolaños, que fue su mentor en algunos momentos, Roque ya en la vida religiosa más tarde, pudo visitar a este santo varón que fue el primero que comprendió cabalmente el idioma guaraní, llegando en año 1603 a ver aprobado en el Sínodo de Lima el catecismo que había escrito para facilitar la evangelización de los aborígenes Roque González había leído este trabajo en sus estudios, estaba escrito en un guaraní fluido y elegante, claro, preciso en sus acepciones; tomado directamente del uso y significado que le daban los guaraníes, aquella raza predispuesta a la civilización que los españoles hallaron, casi diríamos “aguardándolos” en la bahía de los Carios.

 

NOTA

1) Al hablar de “doctrinas” nos referimos exclusivamente a las fundaciones franciscanas; los jesuitas, más tarde instituyeron las llamadas “reducciones”, en cuya delineación tuvo mucho que ver Roque González.

 


 

ROQUE GONZALEZ EN LA TUMULTUOSA ASUNCIÓN

En la Asunción de 1590, Roque González cumple 14 años. Los franciscanos se dedicaban a la enseñanza, a la cura de almas y también, fundamentalmente, dentro de los métodos que le imponían sus seráficas reglas, a misionar. Fueron ellos quienes establecieron los primeros pueblos, llamados doctrinas, donde al servicio de castellanos, encomenderos casi todos ellos, según los favores que supieron ganar, o que les ha tocado en suerte, aumentaba el número de indios guaraníes que trabajaban en sus chácaras, como en diversas tareas, donde el “tovajá” proporcionaba con la ayuda de la tierra fecunda y generosa lo que los españoles llamaban “bastimento”; es decir, lo necesario para la alimentación, que con algo de caza y pesca, daban las chácaras para holgarse con cuanto el medio proporcionaba, puesto que las cosechas eran limitadas solamente por el clima, regalándose el paladar asunceno con la abundancia de los frutos de la tierra; era prodigiosa la cantidad de ello, incluso de naranjos, cuyas semillas habían sido traídas con otras simientes, por los españoles. Los franciscanos en sus casas, o conventos, tenían huertos de asombrosa producción trabajados por los guaraníes, cuyo afán en estos cultivos permitían un decoroso “vivere parvo” en esos conventos. El fiel guaraní que se había recogido a servir en casas franciscanas trabajaba con agrado; las chácaras estaban protegidas a altos empalizados que aseguraban la propiedad y la oportuna disponibilidad de fruta fresca, granos y tubérculos. Las leguminosas: lentejas, arvejas y similares llegaban a dar dos —y en ciertos casos hasta tres— cosechas al año, ya que no demoraba más que cincuenta o sesenta días para entregar su envainado fruto; en ocasiones de invierno propicio se lograba una tercera cosecha con la ayuda del “veranillo de San Juan”, cuyo aire cálido permitía cuajar las mieses, dorar las vainas y madurar bananos.

Era tanta y tan buena la producción, que ya en 1546, favorecía el Emperador Carlos V, a los peninsulares, mediante una cédula que permitía regresar a la Madre Patria a los que habían residido por mucho tiempo en la Asunción, pudiendo llevar consigo frutos de la tierra. En el barco fletado a la capital del virreinato, mandaba este Emperador, una partida de armas, pertrechos, plomo azufre y otros efectos —según lo documenta Julio César Chávez—. La flota de Orué no puede llegar a la Asunción, debiendo Domingo Martínez de Irala mandar los barcos para transportar lo que llegaba y al mismo tiempo, embarcar por ese medio a los españoles que quisiera regresar. Portaban estos entre los frutos de la tierra con destino a la Casa de Contratación: trementina, panes de azúcar, cueros crudos y adobados, cueros de tigre y venado y otros efectos de estimable valor. Era —dice Zubizarreta en “Historia de mi ciudad”— prodigiosa la abundancia de frutos de la tierra. Pero mientras los “tovayás” (parientes) de los españoles se ocupaban en trabajar la tierra, cuidar ganado y aves de corral, los hidalgos se ocupaban en gobernar, reñir y pleitear, para mal de los escribientes de la época que tenían el deber de tomar nota de cuanto pleito hubiere, para los menesteres de la justicia. Pleitos han habido con un legajo de 1.600 páginas que quitaban el sueño a los intervinientes, ya sea de la justicia o de las partes. La pleitomanía, fue pues, el más usado y abusado entretenimiento (!) de aquellos tiempos. Pero había también guerra; no tan sólo una que otra guerra— que sería normal al final de cuentas, sino que había una tras otra guerra en esta celebre capital de la conquista, enredándose en ellas, ya obispos, gobernadores, tenientes de gobernadores, regidores y toda suerte de gente principal ocupados en embrollos de todo tipo y naturaleza. Eran de armas tomar los pobladores de la Asunción; eran levantiscos, y la pólvora dé los rencores estaba aquí o allá continuamente, tirios y troyanos han habido, como en todo el mundo, tarde y mañana. Estás escenas ambientaban la Asunción del tiempo de Roque; una Asunción siempre necesitada de paz.

 

 

ASUNCIÓN AMENAZADA

Era constante la amenaza de los indios guaicurúes a la entonces capital de la conquista. Ciertamente, era el peligro mayor que amenazaba a la ciudad. Torres Navarrete tuvo ese gran problema, no pudo dominarlos a pesar de haber salido, como dijo: “a hacer conquista”, pretendió aniquilarlos, ya que apaciguarlos no era posible. Se habían ensayado todos los medios, ganarse su cooperación por medio de regalos, que los españoles llamaban “rescate”; tampoco les sirvió ver cómo habían mejorado su modo y nivel de vida los guaraníes que se habían emparentado con los españoles. Tampoco los trabajos de catequización, o alguna forma de influencia espiritual dio resultado. Tan sólo se podía apelar al recurso de las armas para mantenerlos alejados; así lo hizo Navarrete; salió a guerrear contra ellos. En una ocasión, teniendo a los guaicures muy cerca, casi a las puertas de la ciudad madre de ciudades, salió a detener su avance, trabando combate en Campo Grande, logrando desbaratarlos en duro batallar que duró seis días según refieren las crónicas. “Hasta echarlos a lugar remoto”. Con lo cual, “estuvo la ciudad en sosiego”... por poco tiempo; su acechanza era constante, tenían la loca obsesión de acabar con esos raros hombres avecinados cerca de sus dominios, y procuraron molestarlos por todas las vías posibles, con furia ciega, con flecha y fuego, con acecho y guerra, y hasta con ingenio, copiando el modo de batallar de los españoles. Entre los guaicurúes, la principalísima consigna era la guerra.

Esta triste suerte de enfrentamiento y sangre vieron de cerca todos los gobernadores. También el emprendedor y justo Hernandarias, a su regreso de un viaje a Concepción del Bermejo, tuvo que salir a enfrentarlos, para seguridad de la población que le había sido confiada. Nada menos que en el día de Nuestra Señora de la Asunción, había logrado introducirse en la ciudad gran número de ellos, con conjura incendiaria; ese 15 de agosto de 1593, informado el gobernador del movimiento de indios que habían engañado mostrando cierta sumisión mandó tocar a rebato las campanas —con los toques de guerra que era la señal de tomar las armas para la defensa— logrando apresar a numerosos indios, quienes confesaron la conjuración, siendo ajusticiados al día siguiente, según consta en el estudio biográfico de este gobernador, hecho por el Dr. Molina, y extractado en la documentación general de J. César Chávez.

En medio de estos y otros sobresaltos vivía la ciudad de Asunción, participando todos de la preocupación general. Roque González, también hacía suyo este crucial problema que mantenía desvelada a la población y en ascuas a los habitantes de las chácaras, que resultaban ser siempre las primeras víctimas de estas incursiones. Hacer buenos a los malos, hablarles del bien y de la civilización cristiana, era una de las ideas que alentaba el aprovechado estudiante, cuando concluidos sus estudios tuviera libertad de acción. No temía al bosque, donde moraban estos feroces indios; muchas veces con sus amigos, allá en los años infantiles, había hecho jornadas de oración en el silencio propicio del bosque que circundaba a la Asunción. Si bien, entonces había recibido más de una vez algunas palmadas y una buena reprimenda, siempre aleteaba en su pecho ese intento de regresar al bosque invitador para encontrarse a sí mismo, y buscar a Dios en el murmurio de las letanias, o el llamado directo y positivo contenido en lo que Tertuliano llamaba la oración legítima y ordinaria de los fieles. El Padre Nuestro, tomada directamente de los labios del Maestro. Roque González en su juventud se retiraba a meditar acerca de los grandes problemas y los grandes llamados de este mundo, buscando a tientas en sí mismo el camino que le aguardaba, tratando de comprobar la profundidad de esa vocación, de esa fuerza que tiraba de él y lo apartaba de las gentes para buscar a Dios. Roque González no fue impulsado por la brisa, llevado por el viento, sino que fue caminando y meditando, comparando el mundo de los hombres y el de Dios, hasta arribar al puerto de sus ideales, a medida que venían los años, cambiaban las cosas y crecía su capacidad de razonar y discernir; como el navegante, tiraba la sonda adelante, para no encallar en los bajíos. La luz serena de su vocación lo impulsaba, pero Roque concurría con los pies tocando el suelo; las realidades de la tierra estaban cerca, y él las compartía, especialmente las penas e injusticias de los desposeídos. Había prometido entregar su juventud a redimir de la barbarie y de la ignorancia a esos hombres morenos, que defendían lo suyo a luego y flecha, sin saber que la civilización los cercaba con cambios que trastornaban la tranquilidad de su viejo territorio jamás hollado antes por extraño alguno. El salvaje, el indio de los bosques paraguayos, el terrible y temido guaicurú, también creía defender sus fueros y luchaba rabiosamente con cambios desiguales. Roque González quería mostrarles su error.

Si los guaraníes habían valorado la agricultura, la producción de los frutos necesarios para la supervivencia, y habían a través de ello logrado comerciar con los españoles, incluso concertar una alianza que los llevara hasta convertirlos en “tovayá”, parientes políticos de los advenedizos peninsulares y habían sido aceptados en las proximidades recibir los beneficios de esa alianza e introducirse con abiertos a aprender formas de vida nuevas demarcadas para uso del cristiano, los guaicurúes, pensaba Roque, también podrían recibir esos beneficios, lograr una vida mejor, con seguridad de alimentación en los poblados, desechando la nómade e insegura de la selva, y al fin dar término a acechanzas, a esos ataques en los que moría tanta gente de y otro bando y tantas casas y bienes resultaban destruid tantas madres y niños hallaban horrorosa muerte a cada instante. Faltaba, se decía, alguien que les llevara el mensaje de Cristo; ¡No matarás...! Y algo le decía a su corazón joven, desde arriba unos ojos lo miraban como eligiéndolo; era pues tiempo de prepararse. Si Dios necesitaba un enviado, él presentaría su candidatura, y quizás le cupiera la dicha de ser elegido por el Padre. Resonaba en sus oídos el soplo leve que parecía susurrar su nombre. Debía pues estar pronto. Y sí Francisco de Asís había amanzado a las fieras, quizá Roque, el jovenzuelo de las oraciones en el bosque, pudiese acercarse a hablarles en nombre de tan altísima persona.

 

 

EL IDIOMA

El gran vehículo usado por Roque González para llegar al indio fue el idioma. Usaron de él con éxito Juan de Garay y Hernandarias; por eso pudieron hacer tanto como lo acredita la historia; también supieron usar de este feliz vínculo, Luis Bolaños y más tarde Ruiz de Montoya.

Fray Luis Bolaños comenzó su contacto con los guaraníes usando de intérpretes, pero fue aumentando su conocimiento de la lengua guaraní hasta posesionarse completamente de ella. En 1603 tenía traducido al guaraní el Catecismo Límense destinándolo al uso y provecho de misioneros y párrocos de indios. Este trabajo lleva más tarde la salve y los artículos de la fe traducidos por Roque González éste fue en su época el mejor hablaba y traducía el guaraní entre los jesuitas, al punto de encargársele copias y traducciones; a pesar de consumir en ello sus horas de descanso, lo hace con gusto para cuantos se lo piden. Esto llega a oídos del padre General de la Compañía, en Roma —cita el padre Bartomeu Meliá— quien ordena al padre Roque enseñar este idioma a sus compañeros. Es en la traducción —anota el mismo— donde su nombre debe ser retenido; el Sínodo de Asunción (1632) —ya muerto Roque González- lo consagra por este trabajo lingüístico, a nivel —dice- alcanzado por Bolaños en el Sínodo de 1603. El trabajo Roque se ve incluso elogiado, y recomendada su inclusión en la tercera edición del catecismo referido, por el propio fray Martín Ignacio de Loyola, que fue Obispo del Paraguay de 1603 a 1606.

 

 

EL PADRE NUESTRO

Uno de los puntos culminantes de su apostolado de la palabra consistía en la explicación del Padre nuestro y sus artículos para que el pueblo comprendiera lo más cabalmente posible ese diálogo con el Padre Eterno. Por ello vemos algunas imágenes y pinturas del beato, ya con un cuadro de la Virgen en sus manos, ya con un libro en el que campea el Padre nuestro en guaraní. Esta es la primerísima invocación del cristiano, en cualquier lengua del mundo, por haber sido escogida de labios del Divino Maestro por los evangelistas, esta oración adquiría nuevo sabor, un sentido superior, cada vez que Roque González lo explicaba y proponía como modelo de oración; era en sus labios una súplica al Padre; profunda como la de Job; sentida como los salmos de David.

Esta oración dominical contó con el favor o predilección de Tertuliano, quien la calificó de oración legítima y ordinaria de los fieles. Sin embargo, no se enseñaba a los catecúmenos de antiguo, sino al comprobarse su perseverancia y ya próximo al bautismo. Tanto respeto se tenía a esta Oración del Señor —por feliz coincidencia conocida en guaraní— como “Carai ñembo-é, que además de otras lógicas acepciones, significa “oración del bautizado” en su concepto más íntegro y cabal —que hay momento en que es de tal profundidad en que los fieles la hacen oración personal y en cierto modo secreta recitándola en voz baja. El mismo celebrante lo recita en posición orante, es decir, litúrgica; brazos ligeramente abiertos y palmas vueltas unas a otras. Tenía rango de oración trascendente. Algunos años más tarde —1588-— la Pontificia Congregación de los Ritos destaca la fe y reverencia pía con que debe ser invocado el Padre nuestro y determina un riguroso celo para el rito en el momento de esta oración previa a la parte culminante del Oficio Divino; pareciera que a partir de esta oración Dios está más cerca de los hombres y divinamente presente en la Asamblea. Esta fue siempre oración exclusiva de los cristianos, habiendo recomendado San Ambrosio no ponerla en boca de los paganos. Así pues, fuera de la Santa Misa se reza a media voz, personalísimamente. San Pío V, en 1570, al reformar el misal le reserva lugar destacado, cercano al momento eucarístico. Esta oración tan especial era la favorita de Roque González, constituyendo con el Ave María y la señal de la cruz, sus plegarias y actitudes fundamentales que supo transmitir como valioso legado a su pueblo creyente blanco moreno; es decir, español, criollo o nativo, que había logrado integrar al cristianismo, al género humano, homologándolo; todos al exclamar “Padre nuestro” se hacen homogéneos, los cristianos de cuna y los venidos de la gentilidad, que finalmente hacen una misma genealogía, una hermandad cristocentrica.

Tanto el español como el aborigen comprende que a través del Padre nuestro habla al Altísimo, casi de igual a igual, el hijo habla al padre con suprema confianza, con elevada ternura. ¡Padre!, exclama; ¿puede haber algo más cercano?. Roque González hallaba especial alegría y predilección en la enseñanza de este medio de unión con el Creador, y ya en castellano, ya en guaraní, hacía de él una pura y refinada cátedra de Fe, Esperanza y Caridad. La enriquecía con ejemplos conocidos por el indio, la realzaba con razonamientos tímidos por el español; era en sus labios el Padre nuestro un instrumento pacificador, y sobre todo un texto sacro de contenido comunitario, de forma y sabor fraternal que dice: “Padre nuestro; venga a nos; danos hoy; perdónanos; no nos dejes; líbranos..” de modo que un solo individuo puede pedir por todos, y de hecho lo hace. Bella hermandad, completa enseñanza; por ello decía aquella cuasi-contemporánea de Roque, Teresa de Jesús, que terminaba su labor en este mundo (1688) cuando él llegaba (1576): “Padre nuestro... no ha menester otro libro para sus obras el alma”.

 

 

EL PADRE NUESTRO

Ore Ru, Yvagape reiméva,

toñemboyeroviákena nde réra,

ta ore añuamba ne mborayhu,

tojejapo ne rembipota ko yvy ari,

yvagapeguaixa.

Eme’emo oreve ko ára kóvape,

ore rembi’ura opa ára roikoteveva;

eheja reíkena oreve ore mba’e vaikue,

roheja rei haixa ore rapixape

hembiapovaikue;

anikena ore mongetei rojepy’a-ra-á vai

haguame, ha ore pe’ákena mba’e poxy

poguygui, (1).

 

 

1)      Versión actualizada, usada en las misas en guaraní (Traducción oficial de la Conf. Episcopal Paraguaya). Gentileza del señor cura párroco de Caaguazú. Pbro. Luis María Otazúa.


 

CARTAS DEL PADRE ROQUE

Las cartas, felizmente conservadas, de Roque González, nos permite comprender mejor su personalidad al tener acceso a su pensamiento y móviles de acción en su labor misional y fundación de pueblos, como también en su lucha, o defensa del aborigen; si no fuera por estas cartas no conoceríamos aspectos importantes de su vida, e incluso de sus pesados trabajos. Podernos esbozar un mejor lineamiento de su conducta con estos elementos: sus palabras, sus obras y sus escritos; tres dimensiones documentales que corroboran las circunstancias en que debió moverse y actuar en su vida. Roque no escribió mucho, no llegó a conformar un diario donde pudiéramos seguir paso a paso su largo y fecundo itinerario civilizador , y los sinsabores que ha pasado, como también las parlerías de quienes se han sentido molestos porque Roque inicia esta obra, toma aquella defensa o se ve precisado a abandonar algún proyecto. La murmuración de algunos con motivo de haberse ubicado del lado de los indios, fue una de las primeras píldoras amargas de su vida, fue para Roque mucho más amargo esto que el rechazo de los guaicurúes que tenían motivos para recelar de extraños, puesto que habían sobrevivido defendiéndose constantemente; luchar era su norma, siéndoles desconocido confianza y descanso bélico.  

En San Ignacio tuvo Roque sus primeras responsabilidades ante la Compañía de Jesús; fueron sus trabajos planear, reconstruir, organizar; tuvo la necesidad de dejar constancia de lo actuado, de hacer una rendición de cuenta, algo así como el cuaderno de bitácora del marino, anotando los sucesos de cada día; tuvo el cuidado de hacer inventario, poniendo a un lado lo que salía y en otro lo que no salía; como un contable disciplinado. También allí en San Ignacio, se inició en cierto ejercicio de las letras al hacer las traducciones al guaraní, necesarias a sus compañeros en religión; y pensamos que no habrá bastado hacer un par de ellas, sino que la demanda habrá sido mucha, como parece que fue, cuando el mismo general de la Compañía, desde Roma ordena ocuparse de ello, como si faltase a Roque un pasatiempo en sus apremiantes ocupaciones, sabiendo nosotros, que él lo hacía todo solo, como señalan sus compañeros de reducción; quizá porque fuera necesario abstenerse de pedir ayuda, quizá fuera inoportuno aún pedir al indio que iniciaba su vida en reducción que devolviera favores trabajando, había que abocarse al trabajo y callar. Esto lo sabemos mediante las referencias epistolares de sus compañeros, Roque sabía hacer lo suyo y dar el gran ejemplo del trabajo.

¿Cómo se inició la reducción de San Ignacio de Loyola, la llamada San Ignacio Guazú?. Corría el año de 1611; el padre Lorenzana, encargado de erigir esta primera reducción, es llamado a ocuparse del colegio en la Asunción; como para el jesuita la primera virtud es la obediencia, no cabe el pretexto de señalar que la construcción está a menos de la mitad... Parte Lorenizana regresando por el paso de Santa María en el Tebicuary asumiendo su responsabilidad en la Asunción con la presteza de un miliciano de Cristo; el apoyo, consejo y prudencia que Roque hallaba en este experimentado jesuita debe ser reemplazado en adelante por su propio saber y entender, queda reducido a sus propias fuerzas, paciencia y criterio; la labor era pesada, máxime, teniendo en cuenta que una nueva forma de catequesis se ensayaba, y todo ensayo trae sus dudas, sudores y escalofríos. A la primera falla podría producirse la general escapada de los indios iniciados apenas dos años antes a esta suerte de vida colectiva. ¿Cuál fue entonces el modus operandi?, nos lo dice Roque en su carta que dirige al Provincial del Paraguay, que lo era también de Chile y Tucumán, padre Diego de Torres, en el año 1613; “se les predicó nuestra fe , como lo predicaban los apóstoles, y no con la espada”; es decir; obrando como lo pide Jesús, tomando la cruz con paciencia y misericordia, tomándola con ambas manos; ¿de qué otra manera puede un religioso seguir al Maestro?.

Otra de sus cartas nos deja ver cómo se ha debido asumir el papel de padre y curador de esos indios de las proximidades del Paraná: “En lo que toca a lo espiritual, por más ocupaciones que hemos tenido nunca hemos faltado a nuestros ejercicios espirituales y modo de proceder, y en lo que toca a lo espiritual de nuestros hijos, hemos ejercitado con ellos todas las obras de caridad que podemos; porque sin falta entre estos pobres indios se ejercitan todas, y los que estuvieren entre ellos han de ser padres no sólo del alma sino también de cuerpo, no esperando por ello retorno humano sino celestial y de gloria, que es lo que dura y venimos a buscar. Predicóles todos los domingos y fiestas que ellos guardan, haciéndoles la doctrina primero antes de oír misa; enterramos y decimos misa por sus difuntos, visitamos y curamos los enfermos, partimos con los necesitados nuestra pobreza, enseñamos a los niños y las niñas, y son los niños de escuela ciento cincuenta y otras tantas niñas, si no son más, todos los cuales están todas las tardes en la iglesia, apartados los unos de los otros, dos horas rezando; y así saben muy bien las oraciones y catecismo y muchos ayudas misa, y ahora, con la venida de Vuestra Reverencia comenzaremos a enseñarles a leer, escribir y contar”. (P. Blanco, Págs., 661-662).

La quebrantosa lucha por la defensa del indio, debiendo enfrentar a españoles y criollos y deshacer la trama de las cien y una intrigas para impedir que el indio guaraní escapara tu bajo la sombra de la cruz a la disimulada forma de esclavitud de la encomienda, vemos en esta carta que dirige Roque a general Francisco González de Santa Cruz —su hermano— en descargo de las quejas y acusaciones promovidas por el encomendero que no quería, no podía, perder tanto brazo trabajador, llegando la apelación a los más altos niveles por ambas partes: “La gracia de Nuestro Señor sea siempre con usted cuya carta recibí, y de ella y de las demás entendí el mucho sentimiento y quejas de ese campo contra los indios y principalmente contra nosotros. La cual en parte no se me hizo nuevo, por saber que no es de ayer, sino muy antiguo a esos señores encomenderos y soldados el quejarse, pasando muy adelante en esto, y aun levantando grandes contradicciones contra la Compañía, con mucha honra y gloria de los que las han padecido, por su causa tan justa, como volver por los indios, y por la justicia que tenía y tienen de ser libres de la dura esclavitud y servidumbre del servicio personal en que estaban, siendo por ley natural, divina y humana, exentos; y estos debates crecieron más después que los de la Compañía, haciendo en esto su obligación como fieles ministros de Dios Nuestro Señor y vasallos de Su Majestad, apoyaron lo que justísimamente mandó por el Visitador, que los indios fuesen libres de servidumbre en que estaban, y como esto lo confirmase la Real Audiencia —no obstante la apelación— y los Indios fuesen entendiendo la libertad en que el Rey Nuestro Señor les ponía pagando su tributo, temiéndose los encomenderos que por esta causa le habíamos de ser de graves daños”. Esta carta lleva fecha 13 de diciembre de 1614; citada por el Padre Blanco. Vemos aquí el temple batallador del padre Roque, en defensa de la colectividad que le fuera confiada, sus hijos espirituales, que no sólo necesitaban buenas palabras sino por sobre todo buenas acciones y firme resolución.

No es batalla de un día, esta de los encomenderos, sino una larga y estirada guerra con todas las armas y la influencia que cada bando tenía a su favor; caben aquí las recomendaciones del Visitador Alfaro, cuya labor, ayudó a dar forma a esta anhelada libertad del indio, que se aprestaba a adquirir ciudadanía, que se vislumbraba venir adecuadamente dentro de las reducciones. Estas ciudades de Dios necesitaban un gobernador con potestad en todos los campos, incluso en los divinos, para dar garantía suficiente a la ciudad misma —la reducción— como a sus moradores que se amparaban en ella. Ciertamente que no solo se necesitó, como nos lo muestra la historia, una ciudadela organizada, sino que también en su tiempo fue necesario —debió haber sido así— convertirlo en fortaleza, para evitar la depredación lusitana traída por los mamelucos, no ya interesados en obtener obreros gratis, sino concretamente esclavos para la venta.

El fuego bajo las cenizas, motivado por esta cuestión de las encomiendas se fue extendiendo, llegando en su momento a una guerra plenamente declarada, la que mezclada a otros intereses, azotó como la peste a la Compañía de Jesús, que fue combatida, y en su momento, desprovista del favor pontificio, fue expatriada y disuelta. No tuvo parte en esto Roque, pues la acción fue registrada mucho tiempo después que Roque fuera martirizado. Pero la batalla que dio en el caso de las encomiendas muestra su ánimo batallador, y su conciencia justa, aún, para con el indio, cuyo único título visible era su libertad. No es héroe el que quiere sino el que tiene pasta para ello; sirve de báculo una vara que dobla el viento ni el peso de carga; solo sirve para ello la buena madera. Las diversas pruebas que dio Roque de su fortaleza de carácter se refleja en esta carta, escrita en Encarnación, con destino al para Oñate, en 1615. Vemos que el frío y el ayuno andaban juntos Roque y el padre Boroa, debieron tiritar como una hoja en las rigurosas noches de la ribera itapuense; dice un pasaje: “ En esta casita estuvimos con no pequeña necesidad de todo, porque el frío, como no tenía defensa, era tanto que quitaba sueño. La comida, unas veces un poco de maíz cocido, otras harina de mandioca que comen los indios”.

Pasando por alto algunas, tomamos la última carta, escrita para el padre Romero; vemos que a pesar de tantos peligros y acechanzas, Roque González trabaja con fe, sin medir riesgos, sin pensar en volver para buscar caminos más fáciles. Como buen navegante, hace su derrotero sin amilanarse de las tormentas, sin pensar en que pueda romperse la barca. No le di el Maestro: ¡Hombres de poca fe... has dudado!, sino que antes bien: ¡ Siervo bueno y fiel, ven a recibir el premio del obrero la mies!. Las cartas del padre Roque tienen el valor de las cartas de navegar, y el mérito de llevar a las almas a buen puerto, donde aguardan las promesas del Señor.

 

 

LA PRIMERA FUNDACIÓN

Roque González organiza, da orden y estructura urbana a la población de San Ignacio, recibida de sus fundadores, religiosos jesuitas, en las misiones del Paraguay. Resulta interesante señalar cuál ha sido la primera fundación realizada por el beato, que según seria documentación, ha sido la de Itapúa, hoy ciudad de Encarnación. Esta fundación tuvo origen legal en la licencia concedida a Roque, por su hermano el Teniente de Gobernador de la Asunción, Francisco González de Santa Cruz, autorizándolo a fundar reducciones; este documento tiene fecha 23 de febrero de 1615, Roque González llegó a Itapúa el 24 de marzo —día de San Gabriel Arcángel— para establecer la fundación, el día siguiente, 25 de marzo, día de “La Encarnación de Nuestra Señora”, lo que realiza mi sitio de la ribera del Paraná en el cual había plantado una cruz en viaje de reconocimiento efectuado a fines de 1614. en este lugar Roque conoció al cacique Itapúa, con quien tuvo gran amistad 1), imponiendo su nombre a la comarca. Este cacique que moraba en las colinas de Pacú-cuá, mostró a Roque el itacuá-mí, cueva natural ubicada en la falda de una de esas colinas; junto al Paraná, la cual aún hoy puede verse, entre los puertos de Pacu-cuá y Encarnación

Los indios de este lugar —señala Nicolás del Techo- tenían embarcaciones y hacían buen uso de ellas, constituyendo su principal medio de comunicación y movilidad. En éste lugar Roque González concretó su primera fundación 2). De allí pasó el padre Roque hasta la laguna de Santa Ana donde reuniendo trescientos indios hablándoles en su idioma logra fundar la reducción de ese nombre, en el mismo año de 1615; la tercera fundación fue la de Yaguapóa, más abajo de Itapúa, en la ribera del Paraná; lugar hoy denominado Ayolas donde tuvo su anterior asiento San José. Roque González fundó más tarde ocho pueblos más. De ellos nos ocuparemos en el libro segundo concretamente.

 

 

1) Ver: “Itapúa”, de Isidoro Calzada.

2) “Antecedentes Históricos de Encarnación de Itapúa”; del autor.

 

 

ITAPUA

Esta fundación no sólo tiene importancia histórica por ser la primera concresión propia de Roque González, sino también por haber hecho de ella este gran misionero, su puerta de entrada, su primera etapa hacia las tierras del Alto Paraná y el Uruguay.

Al fundarse Encarnación de Itapúa —cuyo nombre in extenso es: Nuestra Señora de la Encarnación de Itapúa— era Jeneral de la Compañía de Jesús el Padre Mucio Vitelleschi, cargo que ocupó durante treinta años, de 1615 a 1645, es decir, durante la etapa fundacional de Roque González. En Encarnación Roque hace solemne profesión religiosa en la Compañía. 1) Dada la estratégica ubicación Roque González convierte a esta población en la avanzada de su conquista, planeando aquí sus entradas a tierras de gentiles; Itapúa pronto se consolidó, al punto de contar ya en 1616 con un maestro de pintura en los talleres, desempeño que cupo al padre Verger, que también regenteaba los talleres y las obras. Sin embargo los comienzos no fueron fáciles: “En esta casita —dice Roque— (no era más que una choza de paja) estuvimos con pequeña necesidad de todo... la comida, unas veces, un poco de maíz cocido, otros harina de mandioca, que comen los indios...”; el sitio escogido para esta primera —principal- fundación, fue un promontorio; parecía, dicen las referencias, un mojón rutero marcando el camino hacia el alto Uruguay, Itapúa fue para Roque González la capital de su conquista. Mucho después lo fue Candelaria. 4) En Itapúa recibe Gobernador Hernando Arias de Saavedra; aquí más tarde recibe a varios religiosos —ya en calidad de Superior de las misiones— distribuyéndolos en varias fundaciones. Esta Población de Itapúa había pasado a ser la reducción clave y central de las Misiones Jesuíticas del Paraguay, y finalmente, en Itapúa, encuentra Roque en el año 1628 a su futuro compañero de martirio, el padre Alonso Rodríguez, llevándolo consigo a la región del Uruguay, cercana a la tierra en la que ambos, en compañía del padre Juan del Castillo entregarían en calidad de mártires sus preciosas vidas al Señor, coronando a todos sus trabajos.

 

1) Estos religiosos gustaban llamarse “compañeros de Cristo”, de allí el nombre de “Compañía de Jesús”, que le diera el fundador.

4) Candelaria aún no había sido fundada en tiempos de Roque González.

 

El Beato Roque González y sus compañeros en el martirio:

PP Alonso Rodríguez, y Juan de Castillo, mártires de Caaró 

 

PERSONALIDAD DE ROQUE GONZALEZ

Roque González es parte de nuestra epopeya, comparte con Hernandarias una emprendedora, ejemplar época en la cual se programaba una civilización y se proponía como meta el progreso y la luz de la fe; ambas conformando las estructuras físicas y espirituales necesarias para ambientar al hombre sobre la tierra. La obra de Roque González en el antiguo Paraguay —hoy confraternidad de cuatro países— es comparable a las misionales de India, China y Japón donde es preponderante la figura de San Francisco Javier, patrono de misiones. El padre José María Blanco en su monumental obra, dice de Roque: “Es el más grande de los misioneros de aquella raza”. Fue en verdad un obrero de Dios; perfecto en todas las virtudes; estaba cerca de la santidad. El Dr. Gerónimo Irala Burgos, en su reciente ensayo, que integra el volumen conmemorativo del IV Centenario, expresa esta síntesis de su mística motivación: “Sus tres grandes amores fueron Cristo en la Eucaristía, la Santa Cruz y la Santísima Virgen”. Roque González era un místico, en verdad, de allí que vemos en él una fisonomía superior; se insinúa en él cierta sobrenaturalidad; trasciende su personalidad una excelencia de virtudes teologales, que arrancando del camino de la ascética accede a lo místico. Roque González era un místico paraguayo, lo cual en propiedad es decir un místico rioplatense, cuyo destello ejemplar honra a estos cuatro países que lo comprenden; es una estrella en nuestro firmamento. La Gloria de Roque González —dice A. Rolón Medina— es otro de los timbres que el Paraguay exhibe en mérito de los nacidos en su tierra y en prestigio de la estirpe creadora que acuna el corazón de América (1).

Roque González, ha logrado mucho para la mies del Señor y para el bien de nuestros pueblos, es por encima de nuestras fronteras el número integracional; un faro que ilumina el camino y el progreso de nuestra confraternidad americana; pues Roque, como Moisés, es amado de Dios, de los hombres y de los pueblos del nuevo mundo. Roque González amanza, civiliza, vincula, al decir de Justo Pastor Benítez, “y como todo apóstol recorre las tres clásicas estaciones. Vocación, dedicación y martirio”.

La personalidad de Roque González es de tal categoría —dice el presbítero Antonio González Dorado— que se le puede presentar como símbolo vivo y acabado, la síntesis de las virtudes y cualidades más señeras de la generación que le correspondió vivir”; es decir, es una antorcha viva en la trayectoria de los pueblos de América, capaz de iluminar la senda prístina de su descollante destino.

1) “Arquetipos de la Raza”.

 


 

INDICE

PRÓLOCO

Líneas prológales

Motivación

Los González de Santa Cruz

Los hermanos del Beato

Roque González

Fecha de nacimiento

Franciscanos y Jesuitas

Maestros de Roque

Sucesos asunceños

La tumultuosa Asunción

Asunción amenazada

La Edad Nueva

Roque González y el Indio

El Idioma

Sermones y oración

El Padre Nuestro

Cartas de Roque González

La caridad del Beato

Honores y dignidades

Experiencias

La primera fundación

Itapúa

Personalidad de Roque González

 

 

 






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