JULIÁN DE LA HERRERÍA
RECUENTO DE ARTE
EXPLICACIÓN FINAL DE
JOSEFINA PLÁ
DIALOGO, Ediciones de Artes y Letras
Cuadernos de Piririta,
Directores:
MIGUEL ÁNGEL FERNÁNDEZ/ RAÚL SAPENA BRUGADA.
Asunción - Paraguay (1957)
Carátula de A. Sanchez Felipe – Madrid, 1921.
BIOGRAFÍA
VIDA: Asunción, 1888/ Muerte: Valencia, España, 1937.
ESTUDIOS
ARTES PLASTICAS: Madrid, 1910-1912. Roma y Florencia, 1912. París, 1913-1919. CERAMICA: Valencia, 1920-1924.
EXPOSICIONES
COLECTIVAS: Los Independientes, París, 1913-1919. Salón de Humoristas Valencianos, Valencia, 1923. Exposición Internacional del Grabado, 1912. Salón de Otoño de Madrid, 1931. Conjunta con Josefina Plá, Madrid,
1931. Fundador del Salón de Primavera, Asunción, 1933. Primer Salón de Artistas Paraguayos, Buenos Aires, 1933. Conjunta con Jaime Bestard, Buenos Aires, 1934.
POSTUMAS: Exposición de Homenaje, Asunción, 1949. Cerámica Paraguaya, San Pablo y Río de Janeiro, 1953. Artes Plásticas Paraguayas, Buenos Aires, 1945.
INDIVIDUALES: Asunción, 1919, primera en el país; 1925, 1928, 1929. Madrid, 1924. POSTUMAS: Asunción, 1939, 1943, 1948, 1957.
OBRAS PRIVADAS
PANELES: Residencia de Don Rigoberto Caballero, Asunción, 1928. ILUSTRACIONES: "A mi hija", libro de poemas por Juan E. O'Leary, París, 1918.
MUSEOS
*. Museo de Arte Moderno de Madrid, 1924.
*. Museo Municipal de Asunción, 1932.
*. Museo Nacional de Bellas Artes, Asunción, 1934.
*. International Business Machines Corporation, 1941.
*. Museo Nacional de Cerámica, Valencia, España, 1957.
ESCULTURA/ CERÁMICA/ GRABADO/ ACUARELA
OFRECEN ESTE CUADERNO : MIGUEL ÁNGEL FERNÁNDEZ/ FLORENCIO MÉNDEZ CASARIEGO/ LILI DEL MÓNICO/ JOSÉ L. PARODI/ ALBINO PEIXOTO/ JOSEFINA PLÁ/ RAÚL SAPENA BRUGADA/ OLGA BLINDER SCHVARTZMAN/ JUAN B. VILLA CABAÑAS.
ÑANDUTI, 1930
ETIGUARA, 1930.
AL YCUA, 1934.
CASAMIENTO OCARA, 1937
CALLEJA, GRABADO, 1935.
PEÑISCOLA, ACUARELA, 1936.
EXPLICACIÓN (Por JOSEFINA PLÁ)
En su metamorfosis cara al porvenir, presentida por Malraux, el arte habrá de encarar una cosmovisión común a la humanidad, no patrimonio o elaboración de una porción determinada de ésta. Será la visión que según el propio Malraux, hará perceptible el parentesco de los acentos, y sea la síntesis de lo humano reconocible en cada uno de ellos, destruyendo acaso la herencia humanista de cada cultura sólo para alcanzar el humanismo mundial. El arte, en suma, de la civilización coherente en que han de hallar su encuentro armónico las inquietudes radicalmente ecuménicas.
Así, los sucesivos avatares: primitivo, clásico, barroco, con que el hombre estético de Worringer realiza su itinerario a través de la historia del arte, cerrarán un día su ciclo para desembocar en el humanista universal, confluencia y vértice de ese ciclo, y cuya dote expresiva quizá sea el paganismo actualizado de Lawrence, tal vez el neocristianismo trascendente de Maritain; quien sabe si otra síntesis no intuida todavía.
En la personería que desde el punto de vista del arte actual se concede ya a América o al menos a sus áreas de mayor densidad artística frente a Europa, ¿habríamos de ver un principio de vigencia del mencionado acento propio para la integración de ese aun lejano arte humanista?... La reacción que hace lustros preconiza en América el retorno a lo terrígeno, la reconquista de lo americano en el arte, en frase de Alfredo Guido, no representaría en modo alguno un hecho contradictorio; como lo son las sucesivas interpenetraciones de las culturas artísticas a los largo de la historia –arte griego en Asia, arte oriental y africano en Europa, arte de Occidente en América-; como no lo es tampoco la exaltación temporal del arte propio de otros ámbitos artísticos no europeos. Esa exaltación temporal no representaría sino el margen abierto a la experiencia que ha de dar a esas culturas oportunidad y materia para justipreciación y cotejo de sus valores integrables. Algo así como la organización de nuevos Estados en una época que ha demostrado ya prácticamente la caducidad del término nacionalidad.
Si algún día –Dios no lo quiera- América hubieses de ser, como lo imaginaba Valéry, la salvadora del arte europeo, no lo sería en el sentido que parece haberle dado el escritor francés desde la altura de su pensamiento hegemónico del arte occidental. Lo será por que en terreno americano, donde todas las razas y comunidades humanas se dan cita en ansiedad compensatoria, las condiciones para cualquier síntesis espiritual son ideales. Los grandes éxodos de este siglo allanan el camino. América no recibirá el arte europeo para salvarlo, prolongado en la suma absoluta de sus valores, sino para integrarlo en nuevas expresiones vitales, y rumbo a su vez hacia esa confluencia de constantes humanas inclusas en el arte de las distintas áreas históricas y culturales.
Ya América recibió hace siglos el impacto del arte europeo, y trabajosa pero efectivamente trató desde tiempo atrás de realizar una renacida voluntad de forma en la obra de los artistas del barroco colonial: lo que constituyo el medievalismo indoamericano, con Condori y Guamán: con el Aleijadinho y los escultores de Zacatecas y del Sagrario de México; con Orozco y Siqueiros, con Alfaro y Tamayo; con Guayasamín, con Portinari. Pero América no había aportado nada aún a la elaboración de la plástica moderna en ámbito occidental. Precisamente acaso por haber recibido temprano su impacto. Un ensayo de contribución americana al arte europeo en su propio terreno lo intenta en 1920-24 un artista paraguayo: Andrés Campos Cervera, que adoptó el seudónimo de Julián de la Herrería.
Andrés Campos Cervera llega al París de las vísperas de la primera gran guerra tras breves sendas etapas en Madrid y Roma.
Su autodidaccia heroica en tierra natal había carecido hasta de los puntos de referencias elementales pero indispensables de una tradición y de un ambiente. No los había en esa Asunción del 900. El adolescente se inició con la caricatura, que tomaba su predicamento de la efervescencia política. Pero su bagaje artístico era casi nulo.
No se ha hecho aún el recuento de los obstáculos con que tropezó el desenvolvimiento de las generaciones paraguayas surgidas al arte después de 1870. Cerrado violentamente el periodo constructivo que inicio Don Carlos Antonio López, mucho tardo en organizarse luego la conciencia de los intereses y actividades artísticos. El caso de Saturio Ríos, quemando, furioso o desalentado, sus bocetos y dibujos, podría ser un símbolo. (Becado a Europa junto con Aurelio García, en las postrimerías del gobierno de Don Carlos Antonio López. Ha dejado algunos retratos estimables.)
Las vocaciones jóvenes hubieron de reunirse para estimulo y aprendizaje precarios, al ejemplo de artistas transeúntes, como Guido Boggiani o Guillermo da Ré, y sobre todo al magisterio de pintores llegados al medio con un equipaje en el que predominaba el entusiasmo docente sobre la capacidad artística.
La pintura pues se inicia secularmente bajo el signo de un pintoresquismo costumbrista, con delicuescencias románticas, que se traducían en lo convencional y bucólico de paisaje y figura. En la forma, un academismo preimpresionista. Era la pintura que en Europa se batía en retirada ante el tribunal avance de las formas modernas, y que se hallaba su último refugio en las academias, especialmente en Italia, donde la tradición oponía mayor resistencia.
Cuando los primeros becados de la nueva época fueron a Europa, a principios de siglo, eligieron casi todos como centro de sus estudios a Italia, continuando así su impregnación tradicional, sobre la cual fue escaso el avance realizado.
A través de ellos la mencionada corriente se prolonga, favorecida por la mediterraneidad y se hace evidente en el predominio de lo pintoresco sobre lo pictórico, que caracteriza la producción plástica local hasta 1940, fecha en que el pintor polaco Wolf Bandurek, renueva esta pintura, por lo menos en el contenido, ya que en la forma no aportara adelantos mayores, pues que no rebasó el posimpresionismo.
Sólo escapan a este gráfico general los artistas que como Andrés Guevara, el más logrado entre los pintores paraguayos, pudieron formarse tempranamente en medios extranjeros y continuar allí. Desgraciadamente estos artistas, ausentes del país, no ejercieron influencia alguna en el desarrollo de nuestra plástica.
Andrés Campos Cervera sufrió, como sus compañeros de esa ausencia inicial de un aprendizaje encauzado en método y continuidad, de esa falta de una temprana y ordenada frecuentación de las disciplinas básicas. Tampoco pudo fraguar una conciencia generacional, que no conocieron esos artistas sino bajo la forma larvada, indiscernible de un malestar ambiental pronto acallado en el conformismo circundante.
Sin embargo, su obra revela que supo compensar, en parte siquiera, ese déficit originario, y le da una fisonomía enteramente peculiar entre los de su generación y aun comparada con la de sus sucesores hasta 1940.
Su residencia en Francia, en el punto de confluencia de todas las corrientes que modificaban sin cesar la faz de la pintura, fue desde luego decisiva: pero nada habría significado sin la presencia del rico temperamento del artista. Andrés Campos Cervera llevaba en si los gérmenes fecundos de la curiosidad y la rebeldía, cimbras de una personalidad original. Estas cualidades le hicieron destacarse desde el comienzo ya, en San Fernando y se revelaron en hechos como la invención del linograbado. Sus iluminaciones estéticas tenían como apoyo una perseverancia en la búsqueda, un equilibrio y una honradez a toda prueba, ejemplares en nuestras artes plásticas. Ellas explican su independencia critica, su repugnancia a seguir escuela, en su asimilación de lo exógeno en la exacta medida reclamada por su autentica expresión, su fidelidad a las propias intuiciones, que le permitieron llegar a cristalizar a pesar de la enorme desventaja de principio.
Su primer contacto con la pintura moderna lo realiza a través de su maestro Sorolla, en San Fernando, donde también estudió la acuarela y principalmente el grabado. Pero no se detuvo en el sorollismo: remontó conscientemente la corriente hasta los impresionistas, de los que le apartó su instintivo peninsular rechazo de toda desintegración formal. En Cézanne halló la conciliación a sus íntimos antagonismos: su hispánico apego a las formas concretas, su pasión por la luz. Porque si Campos Cervera era descendiente directo de españoles, era también alguien que había abierto por vez primera los ojos en el corazón de América y había bautizado su retina en la explosión solar del trópico. Por eso amo y admiro a Gauguin, el pintor de la exuberancia de las tierras cálidas. En los fauves confirma su ingenito sentido decorativo; en los cubistas su ansia de descansar en un esquema. Lo que de todos ellos recibió lo asimiló tan a conciencia que es difícil reconocer esos elementos infusos. Rasgos de Derain y Vlaminck en sus óleos, de Van Dongen en sus acuarelas, aunque reacios al análisis por su original integración, representan otras tantas respuestas a secretas afinidades.
En sus cuadros al óleo se distribuye en amplios toques de generoso empaste –a menudo usó la espátula- construyendo la forma con una sensibilidad sorprendente sin desmedro de la expresión. Ese color aparece recreado, instrumentado en una clave personal, poética, en la que los azules son la tónica. En algunos cuadros suyos, el evidente esquema cezanniano organiza el color en superficies tan amplias que su juego adquiere valor por sí mismo y da al cuadro sugestión abstracta. Sus paisajes son lo mejor que en este género ha producido nuestra pintura, los únicos que rebasan la definición bucólica y convencional para adquirir categoría pictórica. Comparados con el resto de nuestra paisajística, aparecen sorprendentemente jóvenes y actuales. La anécdota le mereció un desdén enteramente moderno. Los escasos retratos que pintó revelan una aguda sensibilidad que no se dejo nunca mediatizar por el encargo. No fue un artista complaciente: su ética era rigurosa. Sólo pintó modelos que le interesaran como tales, y lo hizo preferentemente a la acuarela, en pinceladas de amplia y suave transparencia y sobria construcción, en que el color adquiere nacaradas calidades.
Falta en su galería el tipo humano de la tierra. No lo sintió, y prefirió eludirlo a tratarlo convencional o arbitrariamente. Esta renuncia a interpretar lo terrígeno se acentúa en lo que al grabado se refiere. Su severa disciplina clásica en este aspecto lo inhibió, ligando definitivamente su elección de temas al ámbito europeo.
¿Habría despertado alguna vez el pintor Campos Cervera al acento de la tierra?... Su sensualidad de la línea, su amor al color por sí mismo, ¿habrían buscado conjunción en el tema nativo?... Nunca lo sabremos; porque en 1920 se dedica enteramente a la cerámica y no llegan a una docena los cuadros por él pintados después de esa fecha.
La cerámica, al principio, no represento para él quizá sino un medio de diversificar sus experiencias estéticas, de manejar materias inéditas. Al franquear las fronteras técnicas, sin embargo, se le plantea la elección de temas.
No ha dejado el artista un diario que nos ilumine sobre el origen y gestación de esta decisión electiva. Sólo tenemos sus obras. La impregnación americana es total y evidente desde un principio. Oleo, acuarela, grabado, hasta sus incursiones en la escultura se no revelan a la inversa que en Renoir y en Rouault, en quienes la cerámica o el vitral representaron la iniciación –simples etapas preparatorias en un aprendizaje cuyo término es la cerámica. Y esta a su vez se nos muestra como el camino a su autenticidad americana, cerrando al parecer para él a través de las anteriores técnicas.
El, que ha rehuido instintivo su aproximación a lo autóctono a través de la pintura y el grabado, se lanza ahora con paso convicto en busca del ritmo terrígeno. Lo que en él hay de latente pasión decorativa, de sensual en las calidades, de poético acento en el color, de ansia de aventura estética, encuentra expansión plena en la decoración cerámica, en el juego con la materia, en la conjugación de técnico rigor y de sorpresa, en el tratamiento de la forma en que el barro, a la vez concreto y dócil, permite al ritmo deleitarse en sí mismo, allí donde el objeto es un mínimo pretexto para el vuelo de la fantasía.
Su trayectoria lectiva de temas perfila una versatilidad solo aparente, porque es en rigor función fiel de una insobornable ansiedad de aproximación a lo que de americano encierra el área propia. El artista parece girar como un espiral, como inversamente; regresa, insatisfecho siempre, en curvas cada vez más cerradas, hacia el motivo del ámbito propio, en el que se realiza el final encuentro con el esquema intuitivo.
Su muestra de 1924 en Madrid despertó un entusiasmo explicable. Por primera vez un arte inmensamente rico en forma y combinaciones se ofrecía a los ojos del viejo mundo: animaban la cerámica occidental ritmos de una cultura apenas sospechada o solo de oídas, conocida. Hasta en el oficio aparecía renovada esa plástica, demostrando la verdad de que no solo cada materia sino cada motivo, llevan en cerámica aparejada su propia técnica.
Sin embargo, durante mucho tiempo, y exceptuando la escultura, en la que desde el comienzo apuntan chispeantes atisbos, anticipaciones notables de extrema modernidad -y en las que realiza a menudo el equilibrio entre lo estático autóctono y lo dinámico occidental, que hoy hace en pintura el éxito de un Guayasamín- sus creaciones cerámicas no rebasan la etapa creativa que Read llama abstracta. Los motivos, aunque adquieren, organizados en arreglo a inéditos ritmos, plasticidad singular, no alcanzan la necesaria autonomía vital.
Y así le vemos emigrar, en afanosa búsqueda, del tema del Altiplano al de México y el istmo, del calchaquí al maya, y de ellos todo, periódicamente, al del ámbito tupi-guaraní, en el que no existía un acervo orgánico, en el cual era preciso crear de raíz, modelar desde el comienzo y sin precedentes los propios símbolos. Lo intenta en el terreno del motivo precolombino y en la corporación de los mitos indígenas, pero no da con el secreto sino al tocar el motivo circundante, al encarnar los ritmos populares. Entonces un artista completamente distinto, henchido de gracia y de intención, imbuido de la difícil facilidad, surge como en un conjuro del dintorno de sus discos y en el gálibo de sus figuras campesinas. Es el genio de la tierra por fin, el genio nativo que realiza en sus cerámicas síntesis de línea y color, en alas de una autentica voluntad de expresión. Esas figuras de hombres y de animales son de un primitivismo mágico quizá más que lirico: se diría una destilación encantada de los raros momentos felices de estas gentes. Poesía e ironía a un tiempo, sobre la línea ideal que separa la verdad del hechizo. Esas figuras de inspiración popular, inequívocamente tropicales, innegablemente criollas, participan del espíritu común al arte homologo europeo. El parentesco de los acentos late en estas melodías ingenuas de azules y ocres, de ritmos a un tiempo simples y viejos de sabiduría. La cerámica es arte representativo americano. Has tenido que ver en cerámica la nota primera de la expresión vital de nuestro ámbito en arte.
¿Adónde habría llegado el artista por el camino emprendido con tanta gracia y fervor? La muerte le visita junto con el auroral deslumbramiento en 1937, interrumpiendo el despliegue de sus diseños ingenuos y socarrones.
Julián de la herrería no ha sido aún americanamente reconocido en su alcance precursor. Aún espera su lugar entre los gestores dinámicos del arte continental este artista sencillo y puro, volcado ejemplarmente en la creación, y en cuya obra lo americano-paraguayo adquiere plenitud orgánica, dispuesto a incorporar su acento propio al arte universal.