Cuando Carlos Miguel Jiménez (nacido el 5 de julio de 1914 y fallecido el 29 de agosto de 1970 en Asunción) y Agustín Barboza le escucharon cantar, con la orquesta cubana de Ernesto Lecuona, a Esther Borja, los dos amigos quedaron vivamente impresionados. Su voz del Caribe traía el imán de su tierra convertido en canto.
—Jajapóna chupe pete música (hagámosle uña música)—, le sugirió Agustín a su compañero luego de saludar y felicitar a la artista que acababa de actuar en el auditorio de radio El mundo en Buenos Aires en 1936. Ya juntos habían hecho Sobre el corazón de mi guitarra y Flor de Pilar.
—E’a, jasoróna hese. (Cómo no, lo vamos a hacer de inmediato.)—, le replicó Carlos Miguel, entusiasmado por la idea de crear una obra que pudiera hallar una intérprete del talento de Esther Borja.
A los pocos días, el joven poeta pilarense, concluyó el poema. Partía de la mujer paraguaya. Si bien la inspiradora fue la cubana, el poeta tomó la figura de una hija de su tierra. Cantando sus particularidades la elevó al rango de lo universal.
—Aguerúma aína ndéve (aqui te traigo)—, le anunció Carlos Miguel a Barboza. Eran los versos de Alma vibrante. Agustín, de manera inmediata, compuso la guarania. Para entonces, el muchacho que había “bajado” a la capital argentina y había sido “rescatado” del puerto donde trabajaba como estibador por José Asunción Flores, Aniceto Vera Ibarrola y otros amigos, componía ya música con fluidez.
Agustín Barboza (1) cuenta que la obra le gustó sobremanera al maestro Francisco Alvarenga, quien, todos los días, “con un violín de estuche raído”, llegaba hasta el lugar donde vivía con sus amigos músicos para instarlos a estudiar y a progresar en sus conocimientos teóricos.
Esther Borja quedó atrás. Había producido un fogonazo en el corazón de los jóvenes artistas, generando una canción. Al poco tiempo, ella era solo el recuerdo del inicio de una inspiración. La obra que brotó del manantial de su encanto, en cambio, empezaba a fortalecer- se y a ganar espacios en el gusto de quienes lo escuchaban. A tanto llegó su prestigio que por esa canción el sello discográfico Odeón le invitó a Barboza a grabar como solista, con la orquesta de Juan Escobar.
Surgió, sin embargo, un inconveniente. El productor observó que la composición debió ser cantada por una mujer —Yo soy la sencilla mujer paraguaya dice el primer verso—, y no por un hombre. Jiménez estaba en el estudio de grabación. E improvisó una glosa que salvó la situación.
“Vagando por todos los espacios luminosos de este oasis de la paz y cuna de la libertad llamada América, lleve este canto producido para la mujer paraguaya la voz del amor de las hijas de mi patria a sus hermanas del continente, de acuerdo con el sueño artístico de que en una hora venturosa de las naciones, los hombres y las mujeres nos pasemos las manos, a la sombra de nuestras hermosas y gloriosas banderas entrelazadas”, glosó el poeta.
El productor quedó plenamente satisfecho. Y lanzó el disco a través de la BBC de Londres.
(1) Barboza, Agustín. Ruego y camino, Asunción, 1996.