Buenos Aires. Un día cualquiera de un tiempo cualquiera. Década del 50' quizás. Del 60' tal vez. Pudo haber sido antes también. El tráfico afiebraba la urbe ya nerviosa de la mañana. Cumpliendo con su rutina, Sixto Cano, natural de Quyquyhó,
-Departamento de Paraguarí-, artificial de esa ciudad inmensa, conducía un colectivo. De pronto, en una de las paradas bonaerenses, subió un hombre de mediana edad, pulcro, de saco y corbata, con un portafolios en la mano. Le pasó el dinero del pasaje al chofer como quien cumplía un rito diario.
-Ehejánte maestro. Ndéko nderepagái (No maestro. Ud. no paga)-, fue la respuesta que el gesto del recién subido recibió.
-E’a, nde piko chekuaa (Ud. me conoce?)-, atinó a preguntarle el intelectual asunceno al que la intolerancia política había desterrado.
-Mba’égui piko ndoroikuaa mo’âi. Nde hína el famoso poeta Antonio Ortiz Mayans (Cómo no lo voy a conocer. Ud. es famoso)-.
El escritor ya no dudó: ese compatriota lo ubicaba por lo visto. Apenas quedó libre un lugar, se sentó. Desfilaban los semáforos. Cabalgaban los edificios. Pronto llegó a destino.
-Aguejytama che ra’y. Muchas gracias. Acá está mi tarjeta y mi dirección. Andá un día a visitarme (Voy a bajar, mi hijo)-.
-Cómo no maestro; iré un feriado a verlo-.
El domingo no terminaba de levantarse aún. Eran como las diez de la mañana. Sixto Cano, chofer de colectivo, con su asado, su mandioca y sus dos botellas de vino tinto, tocó el timbre en la dirección del autor de uno de los más completos diccionarios bilingües, cuya primera edición data de 1951, en Buenos Aires. El maestro Ortiz Mayans le abrió la puerta. Recordó en el acto al conductor (fue le había conocido y reconocido.
-Eike katu. Esta es mi casa y tu casa también (Pase, por favor)-, le dijo.
La casa del poeta era limpia, ordenada. Su familia vivía con él. La pobreza no habitaba allí. El había llevado su "avío" porque reconstruyó en su cabeza el estereotipo del artista viviendo en una buhardilla, solo, con sus libros, desamparado, casi muerto de hambre. Sus ojos constataron que allí, sin lujos, había un buen pasar. Medio avergonzado, bajó en una esquina lo que trajo.
-Tañongatúna ndéve la nde bulto (Permítame guardarle su bulto)-, se ofreció el anfitrión.
-Kóa ko aru ndéve hína (Esto le traje)-, se liberó al fin. Mientras la parrilla, sin apuros, vestía su traje candente de fuego y chisporroteos, con la carne que empezaba a llenar con su aroma todo el recinto, los dos exiliados -económico uno, político el otro-, dieron rienda suelta al techaga’u que les carcomía. Recordaron lo que la memoria, con la distancia, no había podido convertir en cenizas.
Después de haber comido y bebido, con los recuerdos a flor de labios todavía, ya en la mitad de la tarde, Sixto se calló de pronto. Y como a los dos minutos reaccionó.
-Ajeruresemíngo ndéve peteî favor, maestro (Quiero pedirle un favor, maestro)-.
-Cómo no, mi hijo; ikatútama guive, no hay problema (Si puedo, cómo no)-.
-Chéngo maestro Quyquyhogua ha ndorojopyvaimo’âirô niko aipota rescrivimi chéve peteî poesía la che puéblope guarâ. Techaga’u ko che jukátama (Soy de Quyquyhó. Si no le voy a poner en aprietos, me gustaría que Ud. me escribiese una letra para mi pueblo. La nostalgia me está por matar)-.
-E’a. Ni un náko nda’iro mo’âi chéve. Ñandyry katu hese (Cómo no. No va a ser difícil. Pongamos manos a la obra)-.
Antonio Ortiz Mayans le pidió algunos datos de su pueblo, ya provisto de lápiz y papel. Le solicitó algunas señas de identidad de su valle añorado. Desde la memoria, renacieron allí Loma Chica, Ciudad Nueva, los arroyos Tupâsy Paso y Escuelero, las infaltables serenatas.
A la media hora, el poema estuvo listo. En castellano y en guarani, como él quería. Sixto Cano, feliz de la vida, escuchó los versos. Las lágrimas le quemaron la cara y el espíritu. Gozoso, tomó la copia, se despidió y se fue.
Cuando iba a cruzar la primera calle, para volver a su casa, releyendo su precioso texto, se dio cuenta de dos detalles: él no figuraba por ningún lado y no sabía quién le iba a poner música a tan espléndida obra. Regresó. Tocó otra vez el timbre. Le expresó al maestro sus inquietudes. El las solucionó de un tiro: le agregó una estrofa, incluyendo en ella el nombre del que hizo el pedido y le escribió una esquela nada menos que a FRANCISCO ALVARENGA rogándole que le pusiera una melodía a sus versos. Así nació la polca QUYQUYHÓ.
La versión cantada es una y la que incluye el Gran Diccionario Castellano- Guarani, Guarani-Castellano (1) del poeta es otra (Las dos acompañan este texto). Aquélla tiene nueve estrofas compuestas cada una por cuatro versos. La otra, en cambio, hecha bajo la supervisión del autor, tiene diez. Las grabaciones omiten el fragmento donde se menciona el barrio Chacarita, de Quyquyhó, obviamente. Otro detalle es que la última estrofa ya no menciona explícitamente a Sixto Cano.