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OSCAR PINEDA
  AMANIYÁ - Cuento de OSCAR PINEDA


AMANIYÁ - Cuento de OSCAR PINEDA

AMANIYÁ

Cuento de OSCAR PINEDA



Cuento que forma parte del libro “15 CUENTOS OCURRENTES, RECURRENTES Y OCURRIDOS”, publicado por la editorial Servilibro con el apoyo del FONDEC (Fondo Nacional de la Cultura y las Artes)

La anciana avanzaba rengueante, poco a poco, casi como arrastrándose, más cerca del suelo que de su altura natural, apoyada con las dos manos en su cayado de ramas retorcidas. Las múltiples arrugas que surcaban su rostro, los ojos hundidos aunque brillosos, los pómulos prominentes y huesudos, el pelo completamente blanco como las nieves eternas, los pocos dientes amarillentos y muy salientes, la comisura de los finos labios apuntando hacia abajo y el mentón temblando a cada movimiento, daban a la mujer un matusalénico aspecto, como de haber vivido más de cien años o de haber vivido siempre.

Siguió avanzando, traqueteando, tropezando a cada tanto con un brazo o una pierna, o con el torso blindado de algún conquistador moribundo, en cuyo caso, lo pasaba por encima apoyándose en el pecho o en la barriga del ya casi cadáver. Poco a poco fue llegando al centro mismo del campo donde estaban tendidos más de cien españoles y un número casi igual de indígenas, todos muertos de manera terrible en medio de una batalla campal donde ninguno de los dos bandos dio ni pidió cuartel. El paso a la otra vida de manera brava y valiente era uno de los modos aceptados por las reglas caballerescas de los aventureros y guerreros de ambas orillas del océano. En lo alto, ya los buitres, los urubúes, comenzaban a revolotear su conocida danza circular de carroñeros, convencidos que debajo de esas humaredas y fuerte olor a pólvora quemada, un buen menú de carne y sangre humana los esperaba tentador.

Amaniyá, que así se llamaba la valetudinaria, llegó hasta el punto que estaba buscando y no se impresionó en lo más mínimo, como sabiendo ya lo que iba a encontrar. Allí yacía con la vista perdida pero presa de un gran terror, que fue lo último que sintió en la vida, y con manchones de sangre que salían de la frente,don Juan de Ayolas, capitán español, lugarteniente de don Pedro de Mendoza, Primer Adelantado del Río de la Plata, y fiel súbdito de la Corona de España. El cuerpo, de buena complexión física, con su peto guarnecido, las espadas y el arcabuz que tomó para defenderse se hallaban tendidos en el centro mismo del campamento, con la pierna derecha completamente extendida y la izquierda vuelta hacia un costado de modo antinatural. La mano izquierda abierta, retenía a medias una buena espada toledana, con pomo trabajado, recuerdo de su bravía tierra, pero era en la diestra que, aún muerto, tenía cerrada con formidable fuerza, la que sujetaba aquello que la anciana venía a buscar.

Tan diferente había sido todo sólo tres días antes…

—¡Avancen! ¡Por España! —gritaba un jovial don Juan de Ayolas, mientras con su ejemplo inspiraba a la tropa que lo seguía en ese confín calcinante del mundo que era el extenso y semidesértico Chaco Boreal. Los árboles, bajos y espinosos, las alimañas por montones, y las serpientes no muy grandes pero de las más venenosas que se puedan encontrar en toda la creación, conjuntamente con una temperatura que parecía no bajar de los 40 grados, y los mosquitos de todo tipo, diminutos torturadores de la paciencia humana, eran capaces de desinflar hasta al más animado de los conquistadores. Los petos y los cascos metálicos se calentaban al sol mientras achicharraban tanto cerebro como corazón que eran supuestamente lo que tenían que proteger. Solo la tremenda codicia de los hombres venidos de allende los mares, los ojos brillosos de tanto querer ver oro y a montones, los hacía perseverar en la dificultosa y por momentos imposible empresa. Más de uno pensó que la situación era ideal para volverse loco, para que el quicio se tome unas merecidas vacaciones. Cuando armaban los campamentos por la noche, las sabandijas no los dejaban dormir y apenas se levantaban en la mañana tenían que cuidar cuando se calzaban las botas porque casi siempre era el lugar elegido por alguna escurridiza viborita o una peluda araña para pasar la noche. ¡Solo los fuertes pueden aguantar esto!, se jactaban, mientras que sus espíritus eran aniquilados un poco más cada día que pasaban en ese infierno en la tierra. Algunos hasta comenzaron a alucinar y en sus sueños febriles diurnos y despiertos comenzaron a ver el campo rodeado de oro, árboles que daban frutos de oro, hermosas doncellas que servían en copas de oro, ríos de oro líquido, granizadas de oro en hielo, semillas que daban cosechas de oro, montañas de cimas de oro, nubes de oro gaseoso… La fiebre ilusoria del conquistador no tenía límites en su fantasía enfermiza, enfermante, delirante... codicia delirante, delirio codiciante…

Eran unos cien, y todos estaban armados hasta los dientes. Sofisticados arcabuces, ballestas suizas, puñales venecianos, espadas toledanas, sables de caballería, petos de hierro y cascos del más duro metal, y hasta dos pesadas culebrinas, con abundante pólvora y balines, acompañados de cien indios conocedores de la región, los hacían sentirse seguros al formar una perfecta compañía de infantería pesada, envidia de cualquier ejército europeo de la época. Como los indígenas de la región no conocían las armas de fuego, la superioridad en combate de los europeos era casi absoluta. Hacía solo unos pocos días que habían dejado a los barcos en el puerto de Candelaria, sobre el río Paraguay, donde había quedado Domingo Martínez de Irala al mando de una fuerte dotación de marinos y cañones prestos a responder a cualquier llamado de auxilio, cosa que de momento imaginaban completamente innecesaria.

Buscaban las tierras del mítico rey blanco, el que en unas sierras ciclópeas que se extendían de sur a norte, en dirección al poniente de su posición actual, tenía cúmulos de oro y piedras preciosas.

Fue en la zona de Tataré, un punto del que sólo se tenía el nombre y nada más, donde el bravo capitán español, fue informado por Kalatú, su guía principal, que no debían continuar por ese sendero que tenían adelante, ese que se internaba por un monte al que llamaban Mamoreí – Candú, que tan refrescante se veía a eso del mediodía. Las razones esgrimidas, eran que estaba embrujado, que casi todos los que entraban en él ya nunca salían, que los pocos que salían se habían vuelto locos, que se contaban historias fantásticas del lugar, que era cien veces mejor dar un rodeo de pocos kilómetros.

—¡Bah! —dijo sonriente y jactancioso un bravo don Juan de Ayolas—. Más locos de lo que estamos, ya no podremos estar, y ¡Ay! de quién se atreva a desafiarnos, con las armas que llevamos y los fuertes y valientes hijos de España que las cargan.

—Pero, mi señor —Kalatú, intentaba como sea convencerlo de que desviando sólo un poco se podía continuar el camino sin mayores problemas—, todo allí está hechizado, uno cae allí cautivado, por fuerzas de Añá, que nadie puede entender…

—¡Basta infiel! —tronó Ayolas—. ¿Cuándo se dijo que los bravos de España, se amilanan ante unos pocos arbustos bajos y espinosos? ¡Nunca!, Y hoy, ¡por el Cantábrico y Briviesca te aseguro, que no será ese día! —luego dirigiéndose a sus lugartenientes gritó con voz de mando—: ¡García! ¡Mendoza!

—Ordene, señor capitán —formularon los interpelados, quienes se aproximaron corriendo para presentarse ante su superior.

—Proseguiremos por el sendero de la derecha sin interrupciones.

—Pero, señor Capitán, los indios se inquietan mucho por tener que pasar por allí —objetó García.

—No me importa. ¿Acaso Cortés se sintió intimidado ante Tenochtitlán? Pues no, así que ordena a la mesnada que prosigamos y a los indios que se rehúsen que los obliguen a punta de arcabuz, que para algo somos aquí los dueños y señores y cuanto hacemos y decimos no es para otra cosa que para mejor provecho nuestro y para mayor gloria de España, nuestro Rey y nuestro Dios.

—A su orden, señor capitán —Y ante tan imperativo mandato, y como soldados que eran García y Mendoza, no tuvieron otra salida más que obedecer y hacerlo con presteza como se estila entre hombres de armas.

El grupo continuó camino por el estrecho sendero que se habría a sus pies. Los árboles por momentos parecían más grandes de lo que al principio se veían y el sol adquiría raros matices nunca antes vistos. Nadie decía nada porque no querían importunar al hijodalgo de España y porque casi todos pensaban que era parte de las alucinaciones que a veces se presentaban en esos desolados rincones, bajo las temperaturas extremas que experimentaban. Eran todos hombres tan curtidos, que la media docena de ampollas que cada uno tenía en los pies y las ronchas que algunos aguantaban bajo sus petos, eran parte integral de la vida cotidiana.

La caminata continuó por horas y horas y hasta don Juan de Ayolas se preguntó si cómo es que tan pequeño bosque, que sólo parecía tener, no más de trescientos metros de largo, en la realidad no terminase nunca. Se preguntó si es que no se habían desorientado y si es que estaban caminando en círculos. El sol no ayudaba mucho porque parecía encontrarse siempre en el mismo lugar. Y el hijodalgo tampoco quería preguntar porque siempre se sintió un buen oficial de infantería y el perderse en algo poco más de un yuyal sería la burla de todos sus camaradas desde Gibraltar hasta los Pirineos, y desde Gran Canaria hasta Formentera, y no pensaba convertirse en un hazmerreír, ni que su alto nombre circule como prostituta barata en cuanta taberna de baja estofa haya por Europa.

De pronto el sol se comenzó a mover, rápidamente y en pocas horas, mientras continuaban la marcha se hizo la noche. Armaron las carpas y quedaron a pernoctar. Todos tuvieron sueños insólitos, de muerte violenta, y de una hermosa mujer vestida de negro que echaba agua de un cántaro, pero extrañamente, en el lugar parecía no haber alimañas de ningún tipo, ni arañas, ni moscas, ni mosquitos, ni siquiera hormigas. Solo había vegetación abundante y ningún animal. La brisa de la noche nunca vino y el cielo se mantuvo sin luna, ni estrellas, por lo que la oscuridad era muy acentuada. Al amanecer levantaron el campamento y se dispusieron a seguir camino. A eso del mediodía, sin salir aún del bosque y cuando el calor arreciaba una vez más a la mesnada, vieron una choza a la vera del sendero, poco más allá una roca oscura de poca altura que tenía el acceso a una cueva que iba hacia abajo, hacia un punto subterráneo.

Ayolas se aproximó a la choza y en el interior vio a una anciana que parecía estar en trance o muerta. No le hicieron caso y se fijaron en la cueva que estaba al lado. En el interior de la misma parecía correr un pequeño arroyo subterráneo que formaba en su punto más bajo un estanque tenuemente iluminado. El agua era fresca y parecía bastante buena por lo que la tropa llenó sus cantimploras y demás recipientes del vital líquido. El estanque que se formaba en un lugar de la roca, siempre parecía estar como iluminado, a pesar de hallarse rodeado de piedra sólida. Ayolas pensó que en alguna parte de la cúpula se formaría alguna abertura o grieta que permitiría entrar a la luz. Como el bosque no terminaba, ordenó varías patrullas para que hiciesen una inspección detallada de la zona, mientras mandaba al resto armar el campamento y disponía el baño general de la tropa en el agua encontrada. Con el baño y el agua refrescante, la modorra se apoderó de los soldados y los oficiales y hasta don Juan de Ayolas, seducido por la situación, ordenó pasar allí la noche y continuar camino al día siguiente. Cuando cayeron las sombras, los españoles se dieron cuenta asombrados que el estanque seguía como encendido a pesar de la noche que ya se cernía. Ayolas pensó que algo raro había allí y ordenó que se investigara el origen de la misteriosa luz. Pronto, varios soldados marinos muy buenos en el nado, encontraron una pequeña gruta en el interior del estanque y dentro de ella una piedra que parecía despedir luz propia. Ayolas ordenó que la quitaran del lugar y se la trajeran. Los soldados cumplieron la orden y el capitán al poco tiempo tuvo ante sí el más extraordinario diamante natural con partes de oro que haya visto mortal alguno. Era tan grande que ocupaba una buena porción de la palma de la mano y su peso también era el equivalente a tres piedras del mismo tamaño.

—¡Por la gloria de España! ¡Que joya! ¡Debe valer millones! —dijo un sorprendido Juan de Ayolas, a quien le brillaban los ojos, mientras se le hacía agua la boca como a un hambriento frente al manjar más extraordinario de su vida—. Por fin nuestro largo y arduo viaje está comenzando a darnos dividendos. Lo llevaremos y se lo presentaremos personalmente a nuestro Rey, don Carlos V. Aunque no encontremos nada más, esto ha de valer tanto como toda una flota de bergantines con sus bagajes de viaje.

Estaba en esto cuando de pronto la choza de al lado se abrió y una voz gutural, como de ultratumba pero que provenía de la anciana se dejó oír con absoluta claridad.

—No deben llevar el corazón de Candú, la diosa del estanque. Beban su agua y márchense, pero no lleven el corazón. La malaventura caerá sobre ustedes si es que llevan el corazón de Candú.

Don Juan de Ayolas se aproximó a la choza y alumbró, con un farol a la anciana a quien aún en la oscuridad parecían brillarle los ojos.

—Anciana, no molestes, no te das cuenta que esto es para mayor gloria de España.

—No dejen que la codicia les ciegue, eso tiene otro valor diferente al que creen ustedes.

—¡Basta mujer! No quiero escuchar más —dijo llevando la piedra a su mano derecha.

—¡No! —dijo la anciana mientras se incorporaba con sorprendente agilidad y se abalanzaba sobre el conquistador intentando todavía, aún con la fuerza, que el mismo no llevara la preciada joya.

A Ayolas, soldado acostumbrado al combate cuerpo a cuerpo, no le costó mucho deshacerse de la anciana que fue a parar al suelo semimuerta, luego de recibir un buen golpe con los guanteletes de hierro del capitán. Desde allí con la voz entrecortada y la boca llena de sangre se oyó todavía, como en un murmullo quedo, la profecía siniestra.

—La muerte caerá sobre ti y los tuyos… —Y luego se desvaneció.

—¡Bah! Vieja bruja, no sabes que todo aquí es nuestro y podemos disponer de ello como mejor nos plazca — respondió Ayolas, más para sí mismo y para sus soldados mientras se retiraba.

Luego dirigiéndose a la mesnada continuó.

—Soldados, hoy por fin, luego de tantos días de infortunios, la suerte está comenzando a cambiar. Riquezas y glorias les prometo. Con un poco más de esfuerzo volveremos a España cargados de oro y respeto. Yo mismo me prometo una quinta frente al Mediterráneo en Miraven. Pasaremos la noche aquí y mañana nos iremos.

Una gran bulla se dejó escuchar en ese paraje escondido. Todos estaban felices y medianamente convencidos de que la diosa fortuna por fin empezaba a sonreírles. Lo que no sabían es que la fortuna es una caprichosa divinidad bicéfala y que a veces muestra una cara llena de presentes y otras veces la otra que trae la muerte.

Al día siguiente levantaron el campamento, y a pesar de los sueños raros que turbaron una vez más las horas de sombra, todos se levantaron con mucho espíritu y animados para las más difíciles empresas. Casi todos tenían el convencimiento de que ese día encontrarían la salida del bosque y más tarde o más temprano todos volverían ricos, prósperos y famosos a sus tierras. Nadie se percató de la anciana que había desaparecido de la tienda, como si fuera que la tierra se la había tragado.

Continuaron camino y durante toda la jornada nuevamente no hallaron la salida del bosque, a veces parecía verse una tenue luz al final del sendero que era seguido con avidez por los conquistadores, para de vuelta encontrarse con que sólo era un claro más en medio o en un costado de esos matorrales encantados.

La noche fue cayendo, y con bastante desesperación tuvieron que hacer el campamento en uno de esos claros. En pocas horas, el denuedo de los soldados fue mermando paulatinamente, hasta el punto en que al llegar las primeras sombras, la desesperación se podía percibir claramente en el campamento. No había corriente de aire, pero en cambio la luna irradiaba una suave claridad sobre el campo. Fue hacia la medianoche, cuando se escucharon chillidos de entre la maleza, que despertaron a todos. Los retenes de guardia no supieron contestar de qué se trataba. El que cuidaba la entrada del sendero, en medio de tremendo grito, cayó dramáticamente atravesado por una flecha. Ayolas ordenó a sus hombres ubicarse en posición de combate porque parecía que se trataría de un ataque. En ese momento cayeron en cuenta de que los indios, sus animales de carga, los habían abandonado. Es una trampa, pensó, se pusieron los petos, cargaron las pesadas culebrinas en las pequeñas cureñas móviles, y esperaron el ataque. Pasó un momento hasta que de pronto cayó un fuerte viento que apagó la fogata. Todos se asustaron. De pronto un griterío infernal y se produjo un ataque de cientos de indios que salían de todos lados. Los españoles respondieron con fuego de sus arcabuces y culebrinas, y flechas de sus ballestas y arcos. Las alabardas colocadas como parapetos protegían medianamente el perímetro.

E l combate fue feroz, las balas parecían traspasar a los indígenas sin producirles absolutamente nada. Los mismos atacaban con los ojos en blanco, como en trance, con una rara espuma que les salía de la boca y no terminaban de venir nunca. La muerte estaba por todos lados. Don Juan de Ayolas se hizo fuerte en el medio del campamento rodeado de sus valerosos oficiales españoles que poco a poco fueron cayendo todos. Agarró un arcabuz y disparó sobre una sombra. El disparo atravesó limpiamente al atacante y fue a incrustarse en un árbol que estaba más allá. De pronto los pocos que quedaban se dieron cuenta que las armas de fuego parecían no hacer nada en los atacantes. Don Juan de Ayolas se fue quedando solo. A su costado, García fue alcanzado por una flecha que le atravesó la sien, y un poco más adelante Mendoza, fue rebanado de vientre, de un lanzazo. Ya no quedaba nadie. Ayolas se aferró a la piedra preciosa con su derecha, mientras que en la otra mano sostenía su toledana del más fino acero. De pronto vio que una sombra avanzaba. Era un indio de estatura enorme, le lanzó una estocada y fue como tratar de cortar el aire, sin embargo, un segundo después parecía que el mismo sintió el golpe. En eso, un español que estaba moribundo en el suelo, disparó sobre la humanidad del indígena, tratando una vez más de proteger a su comandante, la bala traspasó el cuerpo del salvaje como cuando un dardo traspasa una tela y fue a alojarse en la frente del aguerrido capitán español, quién en ese momento, con la vista dolorosamente perdida, se dio cuenta que la profecía de la anciana se había cumplido. Se desmoronó sobre su pierna izquierda, que hizo un giro antinatural y terminó rompiéndose con el sobrepeso del hijodalgo de España que antes de llegar al suelo ya estaba muerto.

La anciana, por fin consiguió llevarse el corazón de Candú, la diosa del estanque. Mientras se dirigía a su antigua choza cargaba con ella la mano que aún aferraba con fuerza la piedra preciosa de gran tamaño. La muñeca cortada seguía goteando la roja sangre del bravo oficial ibérico. Ayolas y los demás compañeros, o lo que quedaba de ellos, fueron encontrados, por indios amigos de los españoles, en 1539, un año después de estos hechos, en un campo lejos del bosquecito encantado, cerca del puerto de Candelaria. Al cuerpo que había pertenecido al capitán español parecía faltarle su mano derecha. Todos aseguraron en ese momento que Ayolas había vuelto a Candelaria, que ya no encontró a los suyos y que cerca de allí, él y sus hombres fueron emboscados y muertos por indios enemigos, y así esta versión pasó a ser la historia oficial. El Mamoreí – Candú , el bosquecito encantado, su gruta y la anciana Amaniyá ya nunca fueron encontrados y hasta hoy en día, aquellos que recorren el Chaco, al mediodía, cuando el sol es más fuerte, creen ver un monte de arbustos que aparece y desaparece con solo un pestañeo… Casi todos aseguran que son alucinaciones visuales causadas por el calor del impertinente sol… unos pocos, todos ellos disparatados, afirman que Mamoreí – Candú, y su custodia de siglos, Amaniyá, siguen escondidos en algún lugar del Chaco que nadie sabe, guardando eternamente el corazón de la diosa del estanque…



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Documento Fuente: SEP DIGITAL - NÚMERO 9 - AÑO 2 - SETIEMBRE 2015

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