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OSCAR PINEDA
  UNA NOCHE EN EL PANTEÓN - Narrativa de OSCAR PINEDA


UNA NOCHE EN EL PANTEÓN - Narrativa de OSCAR PINEDA

UNA NOCHE EN EL PANTEÓN

Narrativa de OSCAR PINEDA

 

Llega la noche, se expanden las sombras. La bahía de Asunción poco a poco se sume en el más completo silencio, en el puerto los estibadores terminan sus tareas y el ruido se traslada unas pocas cuadras más arriba, en los sitios de diversión, en los puntos donde la gente se reúne a celebrar la noche, a hablar de amores y a libar los licores que enturbian la realidad de las cosas. El Palacio de los López adquiere toda su lumínica y las numerosas telas que lo surcan con los colores patrios ejercen un vivo contraste con su pálida silueta neoclásica. Sin embargo de todas las calles la más visitada tal vez sea Palma, con sus pocos pero concurridos lugares de esparcimiento, desde una de sus puntas, sobre Colón donde se ubica la Chopería del Puerto hasta el otro extremo en que, chocando con la Plaza Uruguaya, acoge un recodo de las letras paraguayas en el Café Literario. Pero lo más singular de todo este recorrido es sin lugar a dudas el punto medio donde se encuentran las emblemáticas cuatro plazas que compiten en importancia y preeminencia con la Plaza de Armas que se ubica doscientos metros más abajo. Sobre Palma y Chile está el lugar obligado de todo asunceno que guste de una buena empanada al horno en verano y un rico caldo de surubí en invierno, manjares siempre prontos en el Lido Bar. Sentarse allí a contemplar la noche, o a recordar el día constituye un placer que muchos asuncenos de vez en cuando se suelen dar. Sentir la brisa que acompaña la noche, tratar de percibir la luna y las estrellas tras los faroles que iluminan la plaza, escuchar la perorata de algún loco trasnochado, sentir el rico aroma que viene de la cocina, son cosas que adquieren un tinte particular en ese espacio privilegiado. Y es en ese sitio en que la tertulia suena con sonidos distintos todo el día, mezclándose de forma armónica con el que hacen los vehículos al pasar, que es imposible olvidar al edificio de enfrente, el más emblemático portento arquitectónico de todos los que constituyen el amplio repertorio edilicio de la ciudad de Asunción: el Panteón Nacional de los Héroes y Oratorio de la Virgen Nuestra Señora de la Asunción. Un nombre kilométrico para un mausoleo monumental que aprisiona entre sus muros, como si de ricos tesoros se tratara, la historia trágica y heroica de este país y la inmensa fe de su pueblo en la Virgen, mariscala de sus ejércitos. Diseñado en pleno siglo XIX por el arquitecto Alejandro Ravizza y levantada gracias a las laboriosas manos de Giacomo Colombino y sus ayudantes, está inspirada en su totalidad en cuatro grandes construcciones del viejo mundo. El frente con sus columnatas son netamente una imitación de la Iglesia de Santa Genoveva, el actual Panteón de París; la cúpula es una réplica en pequeño del que ostenta el Colegio de las Cuatro Naciones, actual Instituto de Francia; la imitación del tejado de la cúpula con sus colores terrosos es la misma que la de Santa María Assunta de Carignano; y el interior calca, con su cripta circular subterránea debajo mismo de la cúpula, la formidable estructura de Los Inválidos de la Ciudad Luz, donde reposa envuelto en un sarcófago de pórfido rojo ruso el emperador Napoleón Bonaparte.

Desde el Lido se contempla como las sombras van cubriendo el arcaico edificio que parece salido de alguna estampa europea al igual que el Palacio Alegre al otro lado de la vereda. Sus columnas se visten de sombra y el angosto pasillo frontal se ilumina con el candil de flama eterna que sobresale de su paredón al costado izquierdo de su enorme puerta de acceso. Ya es de noche, las sombras han ganado ya todas las estancias del recinto sagrado, hace rato que han abandonado la gira complacidos la última familia de turistas y la guardia de honor de la Academia Militar luego de arriar la bandera se ha retirado a pernoctar a sus cuarteles. Adentro todo es quietud, todo es silencio, los pocos sonidos que se filtran llegan de afuera, de la calle donde se desplazan los vehículos y del bar donde los parroquianos celebran a Baco.

De pronto, algo se mueve abajo, en la cripta donde reposan los héroes de la nacionalidad. Es de no creerlo, el ambiente adquiere un tono espectral, como de ultratumba. Una figura blancuzca se levanta y pasea por la pared circular hasta la puerta que conduce a la escalera y que lo lleva arriba, al amplio salón desde donde se observan las urnas. Es un hombre gordo, casi rechoncho, camina pesadamente y lleva consigo algunos libros, unos papeles y una pluma. Es Don Carlos. Mira un momento por toda la amplia estancia, se detiene un momento apreciando la corona de laurel depositada por una delegación extranjera en horas de la mañana para honrar a los héroes de la patria y luego con paso seguro se dirige a la oficina de guardia. Traspasa la puerta, olisquea el ambiente con su ceño fruncido e inmediatamente se sienta en el escritorio de la guardia. Medita un momento, poniendo unos dedos sobre la barbilla y luego de sobreponerse de ese pensamiento reconcentrado se pone a escribir en el papel que traía consigo: "Mejor con la pluma que con la espada...". Y luego se pregunta qué parte de la frase será que no entendió su hijo. Vuelve a carraspear el papel: "No la espada, si la pluma", y esta vez parece que está mejor. Hace un tercer intento: "Jamás la espada, siempre la pluma" y siente que por fin está llegando a la expresión plena que todo ser humano entendería perfectamente...

Mientras tanto en la estancia principal ya ha aparecido otro personaje que se pasea con paso parsimonioso por sobre la baldosa que en tupidos arabescos imita formas geométricas. La hebilla de su zapato brilla a cada paso y la capa negra se arrastra llevando consigo el polvo del suelo. Destaca tras su amplia frente, la trenza de pelos que se desprende de la parte trasera de su testa y que cae como una catarata de chorros entrecruzados hasta la mitad de su huesuda espalda. Lleva una copa de plata en su mano y sus ojos parecen brillar en el enmarcado grisáceo de los párpados de insomne. Sus cejas forman finas dagas que apuntan a las lagrimales como si fuera una fiera que colérica respira sangre acorralada.

Policarpo, Policarpo - de pronto grita y nadie le hace caso.

Policarpo, mi "Emilio" de Rousseau para las tres, mi "Antimaquivelo" de Federico para las cinco y las "Vidas Paralelas" de Plutarco para las siete... Así por fin podré descansar cuando después de seis horas de lectura mis párpados pesen más que la mula embarazada del mercado... - habla solo pues Policarpo no se encuentra allí.

Si eso no resulta, dígale a mi médico que me prepare tres jarras de té de tilo y esas hierbas adormideras indias que la vez pasada me recetó, y si aún eso no funciona...

De pronto se escucha claramente cuando un sable es desenvainado y al momento ya brilla la hoja en lo alto de un militar con guerrera azul acribillada en sangre que se abalanza sobre Francia y lo atraviesa repetidamente a la altura del cuello. Francia en principio ni se inmuta y luego prorrumpe en una carcajada violenta y enfermiza.

¡Fulgencio, Fulgencio, todas las noches la misma cosa! Ya sabes de sobra que estamos muertos y que lastimosamente tus estocadas no me pueden matar dos veces...

Mientras prorrumpe esas palabras entre hipos histéricos otro militar más atrás carga apresuradamente su pistola de chispa y dispara a bocajarro contra Francia que resignado hace como si la bala lo ha afectado. Luego simplemente se yergue y le pregunta a su agresor:

¿Ya estás contento Iturbe?

Nunca, nunca, - le contesta furioso el aludido -- si de mí dependiera te mataría mil veces.

Bueno, - contesta Francia, con una frugalidad de gestos digna de un lord inglés - si tus balas me mataran, debes saber que desde 1940 me has disparado siempre con idéntico resultado 25.557 veces y aquí Fulgencio con sus tres docenas de sableadas nocturnas me ha traspasado ya más de 100.000 veces y aún así no consigue el placer que yo tuve cuando esa tarde de 1821 lo he visto fusilado al pie del naranjo frente a la Casa de los Gobernadores...

Maldito, maldito - le grita Fulgencio Yegros mientras lanza furibundo una nueva partida de estocadas con su sable invencible.

De pronto el sonido de sables que chocan se hace más fuerte y los gritos de heridos y los disparos de cañón inundan la sala levantando remolinos de polvo alrededor.

Un ejército de hombres y mujeres andrajosos, armados con espadas rotas y lanzas truncadas aparece en una pared y se dirigen presurosos hacia la otra pared donde simplemente se pierden en la noche, entre sonidos de metralla y gritos lastimeros. Se escucha el retumbar de los caballos cuando circulan al trote por sobre la gramilla dispuestos para la carga de caballería. De la cripta circular como si de un surtidor blanco se tratara rayos de luces inundan la estancia y se proyectan con fuerza rebotando por los ornamentos neoclásicos del interior de la cúpula. Un formidable caballo blanco salta de la cripta a la estancia y en su enorme lomo se sostiene como un adalid la figura ciclópea del Mariscal Francisco Solano López. Otros dos alazanes se acercan presurosos, uno es negro como la noche y el que lo monta es un militar de aspecto feroz en su rostro blanco de barbas y cabellos rubios como los rayos del sol. Es Caballero, el mítico centauro de Ybycuí, el soldado de la fortuna que librara tantas batallas sin morir en ninguna. El otro que viene más atrás es de tez morena, los ojos negros penetrantes, los cabellos lacios, brunos y brillantes como el de los indios guaraníes. El rostro pétreo y terminando en una barba candado para abajo y cubierta con gorro francés de general en lo alto. Es José Eduvigis, el hijo dilecto de Marte, el señor de las batallas, vencedor de Curupayty. Cuando él aparece hasta se escuchan a lo lejos las clarinadas de gloria y una bandita ejecuta la diana mbayá. Tanto Caballero como Eduvigis llevan los sables desenvainados y se presentan ante el mariscal que los arenga.

Francia lo observa con una mirada que lanza puñales... Y pensar que este badulaque destruyó todo lo que yo construí... ¿Cuándo se dejarán de jugar a los soldados y a la guerra? Si hubiera sabido lo que iban a hacer los hubiera matado en su misma cuna-les grita.

El Mariscal lo mira indiferente completamente envuelto en su gloria marcial, y como si una muchedumbre lo contemplase ávida de sus mágicas palabras prorrumpe en su célebre frase con voz grave:

El vencedor no es el que queda con vida en el campo de batalla sino aquel que muere por una causa justa y bella­. Se escuchan vivas al Paraguay inmortal.

De pronto espolea a su caballo sin miedo, Mandiyú heroico y grita a Caballero y Eduvigis.

A la carga, a la carga!

Y los tres salen al galope por la pared del Panteón que da sobre Chile.

Francia, resignado reflexiona.

Ah, ahora ya sé cuál mi castigo-dice para sí totalmente vencido -- No es que Fulgencio trate de matarme con su sable a cada rato, ni que (turbe me dispare por lo menos cada 24 horas, ni que no pueda dormir cuando sale la luna, sino contemplar en su gloria a este Mariscal que no se cansa de hacer la guerra cada vez que las sombras se yerguen sobre el Paraguay... y lo peor de todo es que es mi pariente....

En ese momento se escucha el sonido de unos vehículos que pasan por Palma haciendo sonar su bocina por alguno que otro éxito pelotero mientras que en el interior explota una bomba a dos metros de donde se encuentra Francia, vuelven a sonar la metralla con cada vez más intensidad, se escucha hasta el sonido de aviones, y un grupo de soldados vestidos de verde olivo pasan agazapados mientras disparan con sus fusiles. El sonido es intenso, se libra una feroz batalla. La artillería no deja de tronar en el salón haciendo temblar las paredes donde se observan plaquetas de gobiernos amigos homenajeando a los héroes de la patria. En medio de ese fragor de la lucha donde todos corren y las balas pasan silbando en medio del estruendo de las bombas, de pronto aparece por una de las paredes un hombre más bien pequeño pero completamente sereno, observa a lo lejos, su vista parece perderse en la ribera opuesta del Parapití lejano. La vorágine de la lucha arde a su alrededor pero él no se inmuta en lo más mínimo. Calza altas botas de montar, viste chaqueta militar verde olivo gastada y cuelga de su cuello un largavista. Es Estigarribia, el genio del Chaco, quien una noche más revive la carnicería del desierto esmeralda que fuera escenario de su gloria.

De pronto, en medio del griterío de la guerra y de los sonidos de las armas, se escuchan aplausos y unos ¡bravo! ¡bravo! Vienen de lo alto, del balcón interior que se forma arriba del acceso principal al Panteón y que es lo que está justamente antes de ingresar a la zona de la cúpula.

Son dos hombres los que aplauden, los dos están vestidos con frac negro, chalecos rayados, sombreros de copa y zapatos charolados. Uno es alto, rellenadito y ampuloso, el otro bajo, reconcentrado y constreñido; uno es un bon vivant tipo caballero francés, el otro es austero como la parca; uno habla grandilocuentemente y el otro es todo practicidad; uno gusta de la buena comida, el otro se conforma con cualquier caldo avá; uno es generoso con su dinero, el otro es el más ahorrativo del Paraguay; uno es de sonrisa fácil, el otro es de rostro adusto; uno es de hacer amigos, el otro es de sumar enemigos; uno lleva su traje impecable y el otro tiene rojos manchones a la altura del pecho... Los dos llevan el mismo apellido aunque no son parientes. Son Eusebio y Eligio Ayala, o mejor Ayala Michí y Ayala Guazú. El segundo es el que preparó al país para la Guerra del Chaco y el otro es el que la soportó. Estigarribia se da la vuelta y mira hacia donde están los dos presidentes, y como contestando a las hurras, se cuadra, hace el saludo militar y se retira con la misma tranquilidad con que apareció en el escenario.

La guerra, la guerra, siempre la guerra... - reflexiona Francia recostado en el pedestal donde se yergue su estatua - y para completar mis desventuras todos los días tengo que contemplar esta estatua que no me favorece en nada...

Mientras tanto en lo alto se escuchan vivas discusiones. Son los dos Ayala que no se ponen de acuerdo sobre qué beber. Están sentados cerca de la ventana y miran hacia el Lido Bar. Eusebio le grita a la moza, para que le traiga el mejor vino francés de la bodega y Eligio le dice que solo le traiga agua de la canilla.

Alertada por algo que no entiende la moza de enfrente mira hacia el Panteón, el enorme monumento fúnebre que se yergue pasando la calle, y no ve absolutamente nada, solo los colores que cambian cada tanto dando notoriedad a la cúpula coronada por la cruz. Eusebio no se resigna y le grita:

Un cabernet por favor...!

La moza mira una vez más hacia el Panteón y de vuelta no ve nada, solo siente una brisa que proviniendo del río cubre con su hálito fresco la madrugada asuncena. Entonces se retira al interior del bar porque ya va siendo hora de cegar y los parroquianos ya se van retirando del lugar. Solo quedan dos o tres noctámbulos que envueltos completamente en las brumas del alcohol han escuchado perfectamente que un cliente pedía un cabernet...

Hace más de medio siglo que ese borrachín de Eusebio se pasa pidiendo cabernet para que no le hagan caso - medita Francia mientras mira por las rendijas de la puerta principal desde donde se observa como los mozas del Lido Bar van levantando las mesas y las sillas de las veredas y los últimos vehículos estacionados enfrente se van retirando.

Y ahora para peor, desde hace solo dos meses se le unió el tacaño de Eligio que no se cansa de pedir agua de la canilla para ahorrarse unos pocos pesos. Jamás en mi vida he visto dos personas más disímiles en todo, y eso que llevan el mismo apellido y son de idéntico signo político y los del gobierno actual pusieron las dos urnas una al lado de la otra para que discutan por toda la eternidad - se explaya Francia, mientras que a pocos metros de distancia Fulgencio Yegros conversa con Iturbe maquinando la forma de liquidar de una vez por todas al Supremo.

En la estancia de al lado, la oficina de guardia, Don Carlos continúa enfrascado en sus escritos pero, encima mismo de la computadora, artilugio que no termina por comprender, ya construyó unos barquitos de papel, y la maqueta de una fábrica. Sigue reconcentrado en su tarea y lo único que hasta ese momento y en dos ocasiones lo hizo levantarse del escritorio y aproximarse a la ventana para ver al Lido Bar, fueron los aromas que provenían de las mesas donde habían pedido filete de pescado y lomito al pimentón. Siempre fue de buen comer y en abundancia y su corpachón lo atestigua, y a diferencia de Eusebio nunca le hizo asco a nada en materia gastronómica. Por suerte Dios me dio estómago de rumiante, solía decir, mi aparato digestivo resiste todo tipo de comidas. Lo que no resistían normalmente era los pobres caballos ya que por su enorme peso los reventaba a razón de uno por semana.

En la estancia principal el sonido de un disparo. Es Iturbe que por quinta vez en esa noche ha tratado de hacer daño a Francia, quien hace del gesto como de sacar pelusas de su negra capa. Fulgencio Yegros se resigna por esa noche y por fin enfunda su sable.

Ya era hora - dice Francia más para si que para los otros, mientras saca de entre los pliegos de su chaqueta un reloj de oro.

Fulgencio pierde el interés en Francia. Ha visto una silueta asomarse a la puerta y luego perderse de vuelta. Corre para ver quién es pero sin embargo no puede traspasar la puerta, ese recinto sagrado al cual está limitado. Adentro se está librando nuevamente una gran batalla que ya no sabe si es de la Triple Alianza o de la Guerra del Chaco. Entonces sale corriendo hacia las escaleras, sube hasta el balcón interior donde Eusebio y Eligio están envueltos en una discusión gastronómica, pasa entre ellos y sube hasta la cúpula. Desde allí mira para bajo y consigue divisar al pequeño hombrecito que de vez en cuando se aproxima a alguna de las ventanas del panteón y observa fijamente hacia el interior y luego corre de vuelta hasta uno de los bancos de la plaza, donde tiene un cuaderno en que va anotando todo lo que ve. Es un hombre pequeño pero gran observador, entre los pliegues de su cara sobresale una gran nariz, tal vez el olfato de narrador se encierre allí. Se trata de Roa Bastos, quien estudia a Francia para convencerse de haber captado a la perfección el carácter del dictador en su inmortal obra "Yo el Supremo".

Y vamos a ver cuándo este personaje viene también a hacernos compañía- se dice a sí mismo Fulgencio.

Se da cuenta que desde allí arriba tiene una magnífica vista de la madrugada asuncena. El Lido Bar ya está cerrado y el policía de guardia cabecea su aburrimiento en la esquina del Ministerio de Hacienda. Ya son las cuatro de la madrugada y solo de vez en cuando se ve algún transeúnte pasar por las plazas hacia el río o hacia el Hotel Guaraní que en su forma triangular se yergue embellecida por la enorme bandera tricolor que va desde la terraza hasta la plataforma en la que se halla levantada. A su costado la mole amarillo clara del Banco Nacional de Fomento también muestra en su fachada los colores patrios como desprendiéndose del escudo nacional. Los vehículos, aún más escasos que los transeúntes brillan por su ausencia casi total.

En la escalinata del Banco de la Nación Argentina, un pobre borrachito ha hecho de la vereda su cama, y del primer peldaño de la escalinata su almohada, totalmente resignado ya a no poder trasportar su pesado cuerpo hasta su casa debido a los licores consumidos. Pernocta allí mismo y de vez en cuando entre despertadas y dormidas, entre sueños y realidades le parece ver a un hombre vestido con casaca militar antigua de color azul con tintes de rojo observando todo cuando sucede subido a la cúpula del Panteón.

Ya me dijeron que deje de bebeer - consigue berrear filosófico desde el suelo.

Fulgencio sigue mirando todo sujetado por la baranda de la parte más elevada de la cúpula que sigue iluminada a plenitud tras los festejos del Bicentenario.

Un muchacho está jugando a la pelota sobre la calle Palma en plena madrugada. Fulgencio se queda maravillado por las destrezas que realiza y las piruetas que forman arcos y más arcos encima de su cabeza. De pronto un vehículo aparece a gran velocidad bajando por la calle proveniente de la plaza Uruguaya. Fulgencio se asusta y le grita al infortunado que está en la línea de avance del vehículo. El muchacho le escucha, solo le sonríe y sigue jugando a la pelota. El vehículo llega y le traspasa sin hacerle el más mínimo daño.

Fulgencio allí recién comprende. Está viendo el futuro. En las calles adyacentes están apareciendo varias personas todas ellas muertas, que alguna vez reposarán junto con ellos en el Panteón Nacional de los Héroes. El muchacho que juega a la pelota no es otro que Arsenio Erico, el más grande futbolista que haya dado Paraguay y el mundo.

Fulgencio afina la vista y ve que en la vereda de óptica Cartón, está sentado un hombre enfundado en su capa y con un enorme sombrero de ala ancha mientras que brillantes panambís nocturnas revolotean a su alrededor. Alza la vista, y en sus ojos claros, hermosos, se vislumbra el cielo de poeta. Es Manuel Ortíz Guerrero, quien una vez más alumbra a la luna con su sola presencia. A su lado está otro señor vestido de traje y con la batuta en la mano, como queriendo ya mismo dirigir una orquesta. Los sones saltan como embrujos nostálgicos provenientes del alma misma de la patria. Es José Asunción Flores, inmortal creador de la guaranía. En la esquina un hombre de cara ovalada y amplio mostacho, está sentado en un taburete y tiene en sus manos una guitarra del cual quita acordes cada vez más hechiceros. Es Agustín Pio Barrios.

Y Fulgencio se maravilla.

Por fin vamos a tener un poco de literatura, novela, cuento y poesía, mucha música, y también deportes en este recinto- se dice a sí mismo complacido.

Roa Bastos sigue en el banco de la plaza con sus escritos y de a poco a lo lejos entre los que se distinguen a Eugenio Alejandrino, Moreno González, Juana María de Lara, Ramón Indalecio Cardozo, Celsa y Adela Speratti, Herminio Giménez, Rosa Peña y otros más van llegando a la plaza donde se ubica el Panteón. Pero en el firmamento ya comienzan a vislumbrarse el lucero que en estas latitudes precede al alba, por lo que Fulgencio decide bajar nuevamente a la estancia principal del edificio, donde las discusiones entre los diversos moradores siguen con más y más acaloramiento. Desde el balcón ve que el Mariscal López arremete con fuerza hercúlea por quincuagésima vez hacia la pared donde están los adversarios. Las partes bajas de su caballo parecen chapotear en un mar de sangre. Del otro lado la corona de laureles que se depositó el día anterior se va marchitando al paso del Mariscal Estigarribia que monta triunfante en su caballo blanco como lo hiciera un día de gloria en el Desfile de la Victoria. En un rincón oscuro de la sala Francia, critica vehementemente cuanto ve, mientras que en la mano sostiene amenazador un garrote. De pronto irrumpe en la sala Caballero montando en su caballo sable en mano. Atrás emergen de entre las sombras rostros bellos, hermosos y puros. Son los niños, de cuerpos escuálidos, sostienen en sus manos armas de juguete. En sus rostros están pintados barbas postizas y bigotes inexistentes. En sus ceños fruncidos y sus faces desencajadas se nota la pérdida temprana de la inocencia, de aquellos que han presenciado y vivido los horrores de la guerra, la tragedia de la muerte violenta, pero sin embargo en sus ojos resplandecen los fuegos de la eterna esperanza. Suena un clarín y los niños sin titubear salen corriendo al combate que reverbera en el campo de lucha revestido con flamas incandescentes de rojo fuego. Son los imberbes guerreros de Acosta Ñú, los 3.000 niños mártires que dieron ejemplo de heroísmo y de amor a la patria al mundo entero.

La estancia principal alrededor de la cripta circular se va llenando de gente. Francia está envuelto en una nueva discusión con Iturbe y Fulgencio que ya bajó del balcón y está de nuevo a punto de desenvainar su sable. El Mariscal López sigue pasando y pasando con su alazán envuelto en sangre y seguido de cerca por Eduvigis y Caballero y un mar de soldados harapientos, mientras recita a voz de trueno las inmortales palabras: "Y vendrán otras generaciones y nos harán Justicia...". Los soldados verde olivos siguen apareciendo de todas partes, algunos disparando sus armas por doquier, otros macheteando a cuantos enemigos le aparezcan enfrente, y la artillería sigue rugiendo en el recinto sagrado con precisión auditiva milimétrica. El suelo tiembla a cada cañonazo y el fuerte olor a pólvora lo inunda todo. Estigarribia sigue paseando sereno en medio de la descomunal refriega y Eligio y Eusebio ahora están envueltos en una discusión por la vestimenta y la banda presidencial. Dentro del recinto todo es griterío, batallas, disparos, ruidos de sables y discusiones de todo tipo. Tanto es el tránsito que hay que se traspasan mutuamente, sin inmutarse de lo que está haciendo el otro. Todos hacen lo suyo, o discuten, o guerrean, o discursean sin importar lo que pasa en su entorno. Todos están enfrascados en los afanes que fueron sus vidas. Hasta Don Carlos ha salido por fin de la oficina de guardia y golpea el suelo mientras insulta a los ingenieros imaginarios que deberán completar las obras de infraestructura que estuvo trancando toda la noche.

Mientras sigue el ajetreo interior, en los ventanales nuevos matices claros se hacen ver. Es el día que se acerca. Las figuras del interior que siguen cada uno en su rol parecen aclararse ante los primeros reflejos de la mañana. Afuera ya ha llegado un pelotón de cadetes de la Academia Militar y al toque de trompeta están procediendo a izar el pabellón patrio. Al sonido de esos sones de pronto toda la turbamulta del interior del Panteón cesa inmediatamente y absolutamente todos miran hacia la cripta formando una muchedumbre que contempla embelesada lo que se ha formado en el suelo al pie mismo del altar de la Virgen. En los ojos brillan las lágrimas y en los rostros se hace difícil el contener los rastros de una intensa emoción que los embarga vivamente en sus muertes. Algunos caen rodilla en tierra, mientras otros se aprietan el pecho. Los oficiales desenfundan sus sables y rinden honores y los fusileros hacen el "presenten armas". La poderosa artillería truena a festejo. La cúpula que todavía se mantiene oscura se llena de los colores de los fuegos artificiales. La Diana de afuera se vuelve un sonido mágico. Los rayos del sol han penetrado por los vitrales laterales y han formado en el suelo los colores patrios rojo, blanco y azul.

Los próceres de Mayo, Francia, Don Carlos, Francisco Solano, Caballero, Eduvigis, Estigarribia, Eusebio, Eligio, los Soldados del Setenta, los Soldados del Chaco, los Niños Mártires de Acosta Ñú, las Residentas y Karaí... todos allí han amado a su modo al Paraguay. Todos allí murieron con esos colores marcados a sangre y fuego en el alma. Todos allí en su momento se sintieron la Patria...

Los cadetes al fin han terminado de izar el pabellón y ya circulan los primeros transeúntes del día y la calle y el Lido Bar ya han cobrado nueva vida. Los autos y los bocinazos están comenzando a abrumar las tempranas horas de la mañana. Los hombres de armas pasan por entre las columnas abajo del frontis donde se lee en dorado "Fidel el Patria" o sea "Mi Fe y Mi Patria" y abren las puertas del sagrado perímetro y al contacto pleno con la luz del día los múltiples espectros que los inundaban desaparecen con sus sonidos y sus humores como por arte de magia...

Los cadetes forman la guardia de honor y reciben a los turistas tempraneros mientras que el encargado del recinto realiza su inspección rutinaria, limpia el suelo de las hojas de laurel y coloca en su sitio la espada de Estigarribia que pareciera que durante la noche se había movido unos milímetros de su lugar... En lo alto, coronando el magnífico altar la hermosa imagen de la Virgen María pareciera sonreír al recibir los rayos del sol.

Ya comienzan a sonar los flashes de las fotografías de los turistas y una nueva corona de laurel está presta a sustituir a la anterior que se ha marchitado con los avatares nocturnos...

Ha comenzado un nuevo día y se ha ido una noche más en el Panteón...



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REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY

POETAS – ENSAYISTAS – NARRADORES

IV ÉPOCA Nº 20 – MAYO, 2011

 

Editorial SERVILIBRO

Tel.: 595 21 444.770

www.servilibro.com

Asunción – Paraguay

Mayo, 2011 (299 páginas)



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