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OSCAR PINEDA
  ELVIRA - Cuento de OSCAR PINEDA


ELVIRA - Cuento de OSCAR PINEDA

ELVIRA (*)

Cuento de OSCAR PINEDA

 


(*) Elvira ha sido publicada en el año 2008

forma parte de la colección presentada en el libro "Camille y otros cuentos".


Hermoso, rutilante, dorado, de formas perfectas, el cáliz era portado con ambas manos y-con toda ceremonia por el rechoncho cura párroco, que se esforzaba por dar un poco de brillo a la terrible ceremonia de administrar el sacramento postrero al agonizante ciudadano que se aprestaba a dar los últimos respiros en este valle de lágrimas. Atrás de él iban unas veinte personas, una más devota que la otra, principalmente las mujeres mayores que, con sus rosarios de filigranas y las ricamente ornamentadas mantillas españolas, daban una imagen de gran devoción hacia el copón sagrado que las precedía.

 

Eran como las cinco de la tarde y el sol lentamente comenzaba a declinar. Apolo, con su carro de fuego, se acercaba al fin de su camino un día más. Entre las personas devotas, destacaba una preciosa niña-mujer, Elvira, quien con sus 15 volátiles años, y su pollera rosa nueva, acompañaba a Ña Robustiana, su abuela, que a la avanzada edad de 76 años y su vestido de un negro purísimo, sólo estaba ya para vestir santos y bañar velas.

Todos iban con la cabeza gacha y rezando, primero la enunciación del misterio, luego el Padrenuestro y las Avemarías, después venía el Ángelus completo, todo repetido sin cesar con voz monótona y monocorde por la concurrencia que rápidamente se movía por las calles asuncenas, ricamente pobladas de caserones coloniales de una sola planta y a dos aguas, algunos de ellos provistos de vistoso y ventilado corredor yeré. De vez en cuando se cruzaban con algún piadoso feligrés, quien al ver el elemento que contenía el precioso cuerpo y sangre de Cristo, abandonaba momentáneamente su marcha y su quehacer para hincar rodilla en tierra y santiguarse reverentemente.

Elvira, a diferencia de los otros, no era todo rezo y devoción; su juventud inquieta le hacía levantar de vez en cuando la cabeza y su mirada perderse en busca de los apuestos vecinos del sexo opuesto. Al pasar por el Cuartel de la Plaza, se perdió del misterio en el que iba. Allí estaba de guardia, con su casaca que no bastaba para cubrirle el ombligo, y el fusil que parecía más largo que él, el guapo mocetón Rudecindo Morales, su más reciente pretendiente. El soldado ni se inmutó ante la ardiente mirada y la pícara sonrisa de la niña, o si lo hizo no dejó entrever nada, a pesar de que el pulso aumentó su ritmo. A poco más de dos metros se encontraba el comandante de guardia, y no estaba dispuesto a visitar el calabozo del cuartel por un desliz como el que parecía estar al alance de ser realizado. Con todo, las miradas no dejaron de ser lanzadas de uno como del otro lado, hasta que por fin el padre y su comitiva doblaron la esquina y se alejaron del centro.

A Elvira le causaba gracia casi cualquier cosa, y más todavía la atracción que desde hacía dos años atrás comenzó a ejercer sobre los hombres; justamente cuando, de pronto sus partes hasta entonces planas como campos llanos adquirieron esas curvas rotundas de cerros suculentos que encandilaban o volvían bizco a más de uno. Y por lo visto no bastaban los grandes vestidos que usaba ni las polleras que le cubrían hasta el tobillo para esconderlas. Mejor así, pensó, en su temeraria inocencia. De un tiempo a esta parte, su naturaleza podía más que los preceptos morales que le querían imponer sus preceptores y sus mayores y las constantes retadillas de su madre y su abuela sobre su comportamiento un poco ligero no surtían efecto. Y es que estaba en la flor de la vida, la edad de las rosas olorosas, de los sueños sin cuento, de los pecados sin culpa y de cuando se cree que la primavera será eterna. La vida le saltaba por los poros y por el aire que respiraba...

La pequeña procesión seguía su monótono movimiento. Ya estaban a más de doscientos metros del cuartel y se acercaban rápidamente a la calle del mercado guazú, donde estaban los comercios de alimentos y donde en uno de ellos trabajaba Juan Carlos Galeano, el otro agraciado pretendiente de la niña Elvira. Ésta ya había olvidado a Rudecindo y su vista se fijaba hacia delante, en busca de su otro Romeo. En realidad, todavía no había aceptado a ninguno de los dos y la decisión de elegir se le presentaba harto difícil. El Rudecindo era hosco, rudo y su comportamiento, a veces, hasta de espontánea brutalidad, lo que lo hacía absolutamente encantador, mientras que Juan Carlos venía de una distinguida familia, era educado, caballero y sabía recitarle poesías al oído, lo que lo volvía un ser casi divino.

Mientras pensaba en estas cosas, Elvira hacía rato había perdido el número de misterio que seguía y se limitaba a recitar las avemarías como una autómata, teniendo mente, corazón y vista completamente en otras cosas no tan santas.

Ya estaban frente al negocio familiar de Juan Carlos y el susodicho no aparecía. El padre seguía con su marcha y los feligreses detrás. Entonces, Elvira miró una vez más a la derecha, hacia la puerta del negocio y de pronto su rostro se iluminó. Allí estaba él, el candidato de sus sueños de niña y de mujer, el hombre casi ideal. El rostro de Juan Carlos era todo sonrisa ante la hermosa niña que pasaba enfrente como haciéndole la venia. Todo era hermoso en ese preciso momento, incluso parecía percibirse con más fuerza el olor de los naranjos en flor. Al candidato le sobraba aire del pecho para inflarse como un pavo real. De pronto, su rostro se contrajo, su tez se sonrojó y sus ojos se agrandaron en demasía como revelando un tremendo susto. Elvira se preguntó si era ella la que causaba semejante reacción en su enamorado. De ningún modo quería encantar su corazón como para darle un ataque cardíaco, sino todo lo contrario. Las personas que estaban en la vereda salieron corriendo, el rezo y la marcha procesional cesaron completamente. Todos los de la procesión se escondieron en los comercios aledaños o atrás de los pilares. Elvira no sabía qué pasaba. Miró hacia delante y vio que el padre hincaba las rodillas en el pavimento, sosteniendo todavía arriba el copón eucarístico, mientras parecía invocar en silencio auxilio al cielo. Miró una vez más a su amado y éste parecía hundir la vista en el suelo mientras quedaba inmovilizado. El tiempo parecía detenido en ese instante y por toda la calle se escuchaba como una metralla cuando las puertas y ventanas se cerraban con violencia y se ponían a toda prisa las trancas y seguros correspondientes. El viento dejó de soplar y el sol pareció quedarse quieto en el horizonte. Elvira bajó la vista y observó una sombra obscura que se prolongaba a lo largo de la calle. Instintivamente comenzó a moverse. Quiso correr hacia la izquierda y sin mirar qué tenía adelante, chocó con la bestia y cayó en la arena. El zaino, ni se inmutó por la colisión, al igual que el jinete, que permaneció impasible en la cima.

Elvira, desde el suelo, algo atontada por el golpe, miró a contraluz y vio la silueta del montador y del montado. Veinte metros más atrás se distinguían otros hombres de a caballo, húsares con sus sables corvos al desnudo, y en la vereda tomaron posición soldados de infantería con tercerolas colgadas del cuello. Pasaron todavía unos segundos hasta que por fin se dio cuenta de lo que sucedía. Tenía enfrente a ella, en lo alto de su cabalgadura con tachonados de plata, el personaje más siniestro del siglo XIX, el mismo Satanás en la tierra, según su abuela, el déspota ilustrado por excelencia según algunos, la Parca en persona según otros, el carnicero del Paraguay, el Karaí guazú Supremo Dictador de la República, Don José Gaspar Rodríguez de Francia. El miedo se apoderó inmediatamente de ella. Era fama que por cualquier zoncera uno iba a parar con sus huesos engrillados a la prisión por largos e interminables años. El sólo verlo era delito o, por lo menos, producía orzuelo, según Don Leú.

Elvira, desde el suelo, no se animaba a levantarse, el temblor se apoderaba de ella, y comenzó a transpirar profusamente. Tan rápido, en un solo instante, había pasado de un estado de alegría general a uno de pánico total. El Dictador permanecía impasible como si fuera una estatua ecuestre de hielo, más parecido a uno de los jinetes del Apocalipsis que a un ser humano. Cualquiera hubiera agregado que era al mismo tiempo la Guerra, el Hambre, la Peste y la Enfermedad. Un tricornio negro con escarapela tricolor no podía cubrir el abundante cabello que le brotaba por los lados, algunos pocos todavía negros, la mayoría gris o blanco; en general, a cierta distancia se veía como plateado. El resto colgaba por la espalda en una larga trenza desordenada. Ya estaba por los setenta y tantos años de edad y la ancianidad se hacía sentir. Calzaba botas de montar con gruesos hebillones y espuelas doradas, pantalón de paño azul marino y una enorme capa negra que envolvía todo el cuerpo y que no conseguía ocultar que estaba algo encorvado hacia delante. La huesuda mano que se veía -la otra estaba bajo la capa- sujetaba fuertemente las riendas del alazán, así como sujetaba los destinos de toda la nación. La tez algo obscura, el rostro pétreo e imperturbable, la nariz aguileña, la boca noble, la comisura de los labios formando arco hacia abajo, los pómulos salientes, las ojeras prominentes, las cejas como dos cuernos invertidos, el ceño fruncido, el porte grave. Los ojos negros brillantes competían con el sol en su ocaso, muchos pensaban en su ignorancia que podía ver a través de las paredes y que todo lo que pensaban se revelaba como un libro abierto en su presencia. Otros tantos pensaban que era eterno y que el mismo Lucifer le temía. A pesar de la edad, seguía conservando en plenitud todas sus facultades y con su natural perspicacia inmediatamente se dio cuenta de todo lo que sucedía.

Elvira se sintió desnuda. Cuando nació ya hacía muchos años que el Supremo gobernaba con mano de hierro y gatillo fácil toda la república. En su credo personal después de la Santísima Trinidad y de la Virgen María iba el Dr. Francia, quien era capaz de saber hasta el más intrincado de los secretos, de escudriñar hasta la intimidad de las personas. En todos esos años sólo lo había visto en tres ocasiones. Dos veces por la rendija de la puerta de su casa, cuando el Supremo iba de su quinta de Ibiray al cuartel del Hospital, donde solía pasar largas temporadas. Y una vez, un 15 de agosto, cuando lo vio a la distancia en la enorme Casa de los Gobernadores, donde vivía como un monje de clausura, cuando se asomó a uno de los ventanales para ver la procesión en honor de Nuestra Señora de la Asunción.

El raro cuadro formado en el medio de una calle asunceña entre las dos personas, despertaba la curiosidad de los mudos testigos de este encuentro. El Supremo se mantenía en lo alto de su solípedo y la niña tumbada a los pies de la bestia. El Supremo observaba a Elvira fijamente sin saberse qué pasaba en realidad por su mente. A pesar del cuerpo decrépito y ya decadente, el interior de Francia era un mar de crueldad, fuerza, control, carácter e intelecto en eterna erupción. Elvira se encontraba en el principio casi de la vida, mientras que el Supremo estaba ya al final de la suya. Elvira era una flor y el otro un guardián carcelero. La niña, algo parecido a un ángel; el otro, el diablo en persona. Ella todo pasión, él todo cerebro; ella toda caliente espontaneidad, él todo cálculo frío; ella toda indefensión y humildad, él todo soberbia y poder; ella toda blanca inocencia, él todo negra malicia; ella todo amor para dar, él todo odio reconcentrado..., y así seguía la antítesis el uno del otro.

De pronto, la capa del supremo cayó de un lado y dejó ver la otra mano, sostenía una fusta con incrustaciones de plata y en su cintura una pistolera con el arma cargada. Ña Robustiana, que se encontraba detrás de un pilar, al ver esto y creyendo que eran los últimos momentos de su nieta, salió corriendo de su abrigo para proteger a Elvira. Mas bastó un ligero arquear de cejas del Supremo para que la anciana quedara una vez más inmovilizada presa de un silencioso terror. El Supremo una vez más miró a la niña y por primera vez los alrededores, luego espoleó su caballo y éste avanzó lentamente por la calle sin hacer más caso a Elvira que aún yacía toda temerosa en el suelo. Al ver esto, todos suspiraron de alivio al pensar que el Supremo había dejado pasar el terrible momento.

La procesión se rehizo al instante y todos dieron gracias al cielo de que ese no fuera su último día en la tierra o, por lo menos, su último día de libertad. El Supremo se alejaba por la calle, custodiado a cierta distancia por su escolta montada y de a pie. Por su interior pasaba una tormenta, los pensamientos se agolpaban acerca de lo sucedido. La niña estaba en la edad de los flirteos y de la vida color de rosa. Era enamoradiza y, sin lugar a dudas, el zopenco que estaba más allá era su pretendido pretendiente. El amor, el amor, pensó. Un pequeño tirón en el entramado laberinto de su mente le llevó medio siglo atrás cuando alguna vez su corazón había latido con intensidad por una jovencita de nombre Petrona, que después se casó con su archienemigo, un hombre de la familia Machaín, a quien por tan grave delito hizo encarcelar 14 largos años y luego lo hizo ajusticiar con cinco tiros a la cara, para que sus hijos no lo reconocieran. El recuerdo del viejo amor, de la felicidad perdida, le dolía. Hacía rato había aprendido a no sentir amor, pero no había aprendido a evitar el dolor. El caparazón que lo protegía de vez en cuando recibía fuertes ataques. Apretó enérgicamente sus mandíbulas hasta hacer rechinar los dientes. Esto funcionaba siempre que quería olvidar de forma concluyente algo. Automáticamente, cerró con llave en su interior ese terrible recuerdo y ya seguro de tenerlo bien aprisionado y casi muerto, una vez más se preguntó si alguna vez había querido de igual forma, si tenía un corazón capaz de amar, capaz de soñar. Caviló filosóficamente un momento, sintiéndose extremadamente viejo y luego en su tremenda y desdichada soledad de poder absoluto, como olvidando o ignorando todo lo que tenía que ver con el más hermoso de los sentimientos, se contestó amargamente, mientras proseguía lentamente el camino hacia su lúgubre caserón: no, nunca...


Fuente:

REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY

IV ÉPOCA – Nº 19 – NOVIEMBRE 2010

POETAS – ENSAYISTAS – NARRADORES

© Arandurã Editorial,

Telefax: (595 21) 214.295

Asunción – Paraguay

Noviembre 2010 (197 páginas)


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ENLACE INTERNO RECOMENDADO: CAMILLE Y OTROS CUENTOS

Por OSCAR PINEDA

Editorial Servilibro, Asunción-Paraguay 2009


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