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Juan Moreno

  ANGOLA Y OTROS CUENTOS - HELIO VERA - Ilustración de portada: JUAN MORENO


ANGOLA Y OTROS CUENTOS - HELIO VERA - Ilustración de portada: JUAN MORENO

ANGOLA Y OTROS CUENTOS

Cuentos de  HELIO VERA

(BIBLIOTECA POPULAR DE AUTORES PARAGUAYOS Nº 3)

© de esta edición Editorial El Lector/

© de la introducción Francisco Pérez-Maricevich

Director editorial: Pablo León Burrián

Coordinador editorial: Bernardo Neri Farina

Ilustración de portada: JUAN MORENO.

ABC COLOR y Editorial El Lector, Asunción-Paraguay 2006

(108 páginas)

 

 

 


 

INTRODUCCIÓN

 

EL IMAGINARIO PARAGUAYO EN HELIO VERA

1

Como muchos otros notables escritores paraguayos, Helio Vera nació en Villarrica, en 1946, año memorable por la "primavera democrática" moriniguista que deflagró en la guerra civil de 1947. Venido (o traído) a Asunción, siguió la carrera de abogado. Pero antes se incorporó al periodismo con apenas 21 años de edad. Con obligadas deserciones de ABC Color, Hoy y Noticias (ahora desaparecido) y reintegrado a las columnas de opinión del primero, fue construyendo, con humor y aplaudido ingenio, un todavía inexhausto TRATADO DE PARAGUAYOLOGÍA, a partir de su multieditado EN BUSCA DEL HUESO PERDIDO (primera edición en 1990).

Asistido por su carnal "Chivé Mendieta", el experto payesero politólogo que no ha dejado de asesorarle en sus meditados diagnósticos de las prácticas consuetudinarias del lomitacismo kachiäi, Helio Vera ha seguido sus instrucciones con fidelidad en libros tales como el DICCIONARIO CONTRERA (1995), un indispensable repertorio de las habilidades nativas; ANTIPLOMO. MANUAL DE LUCHA CONTRA PESADOS (1997), no menos servicial que el anterior y (hasta el momento) CARTA POLÍTICA PARA LA REPÚBLICA DEL PARAGUAY, DE LOMBORIO I, EL BREVE (2002), que no precisa de comentarios excedentes.

Despojándose de su humor e ironía, escribió también ensayos en coautoría. Lo hizo con julio César Frutos, PACTOS POLÍTICOS (1993) y DEMOCRACIA Y TRANSICIÓN (1999). Y con José Casañas Levi y Gustavo Gorostiaga contribuyó con un texto-guía usado en varias universidades paraguayas titulado LECCIONES PRELIMINARES DE DERECHO PENAL. Publicó además el libro de relatos LA PACIENCIA DE CELESTINO LEIVA (2004) y TROFEOS DE LA GUERRA Y OTROS CUENTOS PICARESCOS (2005).

 

2

El plural talento de Helio Vera es en la narración breve donde despliega su robusta capacidad de invención imaginativa. Capaz de elaborar vivaces descripciones de eventos sórdidos (como en ANGOLA, KAMBÁ RA'ANGÁ y otros), es también hábil creador de atmósferas que capturan experiencias genuinamente populares, en el sentido de propias de la cultura paraguaya (como, entre otros, REGINO, LA CONSIGNA).

Buscador de las claves que puedan sugerir verosímiles explicaciones de la realidad profunda de la vida colectiva, explora en el confuso mundo de la fábula, el mito y la historia, las causas (o las motivaciones) secretas que dan razón y sentido a las múltiples y repetidas experiencias de frustración sufridas por las generaciones paraguayas.

Y lo hace recurriendo con destreza a la reelaboración, casi mágica, de personajes y sucesos que pueblan la memoria popular. Esto le permite capturarlos con su peculiar modo de ser y estar en el mundo, revelando significado ancestral.

La estrategia narrativa frecuentemente empleada en estos cuentos, es similar al compuesto, una historia trágica desarrollada conforme a los códigos del imaginario colectivo. Es similar, pero no idéntico, pues la riqueza constructiva de las narraciones se refleja en un resonador lingüístico idóneo, igualmente rico y muy eficaz. El autor exhibe en esto notable capacidad para hacer de su estilo expresivo un instrumento esencial que cautiva, no sólo el interés, sino la complicidad del lector, introduciéndolo en su particular mundo de creencias y visiones de lo real.

Como ocurre con cualquier otro autor contemporáneo, es fácil encontrarle parecidos y atribuirle in-fluencias. Lo bueno de esto es que los grandes nombres de la literatura universal le han dejado aprovechadas huellas y, en lo inmediato, también los libros y autores canónicos del "boom" y descendencia latinoamericanos. De todos ellos a absorbido con inteligencia y delicada discreción muy buenas lecciones y advertencias, como consecuencia de los cuales se ha hecho de un sitio claro y propio, además de importante, en el proceso de crecimiento y maduración de la narrativa paraguaya, en la que ya no se toleran ingenuidades debidas a la torpeza en el trato con lo imaginario y su lenguaje.

Todo esto quiere indicar que Helio Vera ya es una figura indispensable en todo recuento de la literatura paraguaya. En un país de narradores (y poetas) exiliados, él comenzó a desarrollar su obra en el enclaustramiento local y en un tiempo inhóspito para la disidencia y el rigor intelectuales. Su creación transmite, por ello, sor-dos ecos de la intrahistoria vivida entonces y diseña el destino de sus búsquedas mediante calas alucinantes en la memoria popular y sus símbolos.

Las tres colecciones de cuentos publicadas hasta ahora -ANGOLA Y OTROS CUENTOS (1984), LA PACIENCIA DE CELESTINO Leiva (2004) y TROFEOS DE LA GUERRA Y OTROS CUENTOS PICARESCOS (2005)- contienen algunas de las ficciones ejemplares de este autor, equiparables a los de narradores de la literatura latinoamericana. En esas ficciones es fácilmente apreciable el dominio técnico del cuento, manifiesto en la distribución de los tiempos y la construcción experta del argumento en función de su centro de interés significativo. Los distintos puntos de vista desde los que se narra la acción, enriquecen muchos de los cuentos, concediéndoles originalidad y fuerza. El diseño estructural al que se ajustan hace de estos cuentos mecanismos de precisión bajo un aparente juego espacio-temporal manejado con los hábiles recursos técnicos de la ficción contemporánea.

Muchos de los personajes que discurren por estos cuentos, son casi simbólicos de una realidad histórica o social que muchos quisieran ocultar o marginar. La mulata Angola, Regino Vigo, el abogado corroído por la pasión de la usura, entre otros, son representativos de esa realidad que la magia de la literatura ha rescatado de la fugacidad del tiempo para conducirlos, gracias al talento de Helio Vera, a la condición de criaturas de arte, densas de significado universal.

FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH

Asunción, junio de 2006

 

 

//

 

KAMBÁ RA'ANGÁ

 

   La capa es colorada y latiguean sobre la tela leves estrellas amarillas y una creciente luna. Envuelta en rojo camina, derecha y muda, Mercedes Barquinero. Alta la caperuza, como bonete de inquisidor o toca de bruja. Bajo la máscara, la mirada febril, llameantes los ojos azules. Blanca la piel y suaves los gestos. El andar pausado, como de tigre viejo, de perezosas cadencias. Seda y sombra en los presentidos recodos, fragantes y tibios bajo la indumentaria.

     El ardid es simple y osado. La arriesgada engañifa fue elaborada, con laboriosa pericia, por la comadre Catalina. Confidente y alcahueta, diestra en brebajes para el ojeo; de buscados pronósticos sibilinos con la artera baraja española. Antigua sapiencia en menesteres de hechicería, maleficios de bruja, copiosa farmacopea de yuyos y talismanes. Diligencia ratonil al servicio de quien pague mejor.

     Hubo que esperar, con agotadora paciencia, esta ocasión irrenunciable: la fiesta del Kambá Ra'angá, el homenaje al día de la Inmaculada, celebración popular de obligado disfraz y trajinada bulla. En el valle del Kuruñai, mosaico de traicioneros esterales, bruscos caseríos y lentas llanuras ganaderas, el aniversario ocupa toda una jornada. Esta vez, la parte profana tendrá su centro en la estancia Mitá Porã, del poderoso don Tomás Orrego. Es él quien correrá con todos los gastos y hará méritos ante la Patrona de la comarca.

     Todo está dispuesto para el momento elegido. Varios hechos lo preceden y conducen las pisadas de Mercedes: la decadencia de su esposo, Antenor Torales, cuya virilidad se ha ido apagando lentamente hasta reducirse a una nostálgica memoria de tiempos mejores; los años de entibiar inútilmente la pesada cama matrimonial con cabeceras de bronce y colchón de plumas; el estallido de los treinta años, con la abundosa distribución de las carnes y el furioso hervor de los sentidos; las idas y venidas de la comadre Catalina con los mensajes de amor de Jacinto López, moreno y lucido, veinticinco años de armoniosa musculatura y una comentada fama de macho infalible y voraz.

     Un cuarto de siglo separa a ambos esposos. Nadería e intrascendencia cuando la distancia se abre entre los 45 y los 20; abismo traidor y pernicioso entre los 60 y los 35. Los rescoldos cenicientos, avaros en chispas de negada combustión, contrastan cruelmente con el ondular restallante de una firme fogata.

     Antenor, que está llegando, no adivina la red de complicidades que lo está cercando. No percibe los signos ominosos que se están juntando inexorablemente bajo sus narices. La portezuela del automóvil se cierra con un suave chasquido y él sigue a su esposa. El caminar vacilante, los ojosborroneados por una manifiesta senilidad. Del brazo de Mercedes se dirige, por una breve avenida de eucaliptos, hacia la amplia casona  instalada en el centro de la estancia. Sólida fábrica de material cocido erguida sobre una joroba inusual en la pradera, casi escondida por el eucaliptal. Construcción de dos plantas, exclusiva de la gente de mayor fortuna. Abajo, cómodos salones y vastos depósitos; arriba, los vedados dormitorios y una larga balconada de balaustres.

     El ritual profano está por comenzar. El propio don Tomás recibe cortésmente a los invitados. Ubica a la pareja con los demás, en torno de una larga mesa, bajo una tupida enredadera de jazmines y santarritas. Antenor se instala junto a los hombres, saludando desganadamente a derecha e izquierda. Mercedes llega al grupo de las mujeres, donde Catalina se incorpora para recibirla con un alborotado abrazo.

     Crece la noche sobre las vagas islerías de Kurunal, cabalga sobre los potreros de Cangó y llega, a paso de carreta, a la estancia de don Tomás. Obedientes peones cuelgan de unos árboles pendulares lámparas de gas. Los colores se afantasman bajo la luz de cambiante intensidad.

     Denso vaho de chumusquina hiere a los comensales con cada ráfaga de viento. Una hoguera de estiércol circular ahuyenta a los mosquitos. Crepita la leña en un foso llameante, flanqueado de estacas clavadas en gruesos costillares vacunos. Chisporrotea la grasa que cae sobre el fuego. Revientan los petardos y una banda de música llena el aire con una polca estrepitosa.

     Ya están encendidos los montones de paja seca. Comienza la rúa de los "jugadores" con las antorchas. Hay gritos, carreras y carcajadas. Las llamas buscan los pies de quienes se acercan demasiado. Chuscos y atrevidos, ingresan quienes postulan ser negros: los kambá ra'angá. Vienen enfundados en capas oscuras, el rostro cubierto por una impenetrable máscara. Embisten contra las fogatas y tratan de apagarlas con golpes de capa o con exagerados pisotones.

     Llegan los guaikurú con el rostro pintado, y redoblan el ataque contra el fuego, en medio de un infernal griterío. Vuelan al aire bolsas de papel y al romperse dejan caer una lluvia de cenizas. Las risotadas y las corridas cubren el amplio patio en cuyo costado los invitados de categoría, la gente de pro, comen y beben descomedidamente.

     Los graves gestos de los disfrazados repiten, sin que ellos lo sepan, borrosos sucedidos coloniales. Pendencias remotas con el fluvial payaguá, de silenciosos desplazamientos, capaz de segar una cabeza con un solo golpe de quijada de piraña. O con el indomable guaikurú, indio de hábitos irascibles, coleccionador de cabelleras, que abomina del guaraní, manso comedor de maíz. Sobre su caballada de guerra, sabe caer como un rayo sobre los rancheríos criollos para arrebatar las mujeres de piel blanca, el ganado y el codiciado fierro.

     En cada fiesta del Kambá Ra'angá una burda pantomima propone una caricatura de aquellas jornadas de fuego y sangre; grises y olvidadas malquerencias entre feroces guaikurú, esclavos negros arreados al combate y harapientos soldados de su lejana y graciosa Majestad, el Rey de España. Choque de naciones cuyo motivo oficial es la piedad que predican raídos sacerdotes que mascullan oraciones para atraer la luz divina sobre la indómita indiada; o, más verosímilmente, a causa de una voraz disputa por la tierra y sus apetecibles frutos.

     Mercedes pudo persuadir a su marido que ella también debía disfrazarse. Para quedar bien con el dueño de casa, seguro. Un gesto de cortesía, nada más. Un cumplido con la gente, pura amabilidad. Antenor farfulla indeciso ante la insistencia de su esposa, pero concluye por declinar remilgos y melindres. Se coloca sobre la cabeza una corona de cartón, con pegotes de brillante papel celeste, y decide sumarse a la populosa reunión.

     Veinte años tenía Mercedes cuando fue conducida al tálamo, abrumada por la curiosidad, turbada por el miedo. Veinte años cuando fue desflorada, con exquisiteces de virtuoso, por un maduro Antenor, en una noche inacabable. La docta pedagogía la llevó a las cumbres del delirio, ya demorándola con templadas caricias, ya afectando una atolondrada brusquedad para precipitarla después a un abismo de vértigo y relámpagos.

     Pero una cosa es probar las mieles del amor y explorar sus deliciosas posibilidades, y otra muy distinta sobrellevar airosamente la rutina matrimonial con sus cotidianas e inagotables exigencias. Pronto vino la declinación del vigor inicial, el aquietamiento de la sangre. Adormecido por el paso de los años, trabajado quizá por deplorables excesos de juventud que consumieron prematuramente sus energías, Antenor disminuyó ostensiblemente el ritmo inicial.

     Al comienzo, intentó hacer frente al desafío, imponiendo una severa distribución del amor en dosis homeopáticas. Implantó un escalonado calendario regido por la religión, rica en fiestas de guardar y en píos aniversarios de negado sexo. Luego acudió infructuosamente al aporte de medicinas de celebradas virtudes milagrosas pero de dudoso efecto. No pudo hacer nada la reiterada infusión del katú avá, arbusto oscuro y rugoso que encargaba a los brujos indios del Amambay.

     Su fortuna, construida por el solvente menester ganadero, no evitó el fatigoso descenso, el paulatino enfriamiento de los huesos, la resignada senectud. La morigeración en el amor fue el obligado tributo que tuvo que pagar. Hoy, nada le devuelve el ardor perdido. Ni los ladrillos puestos sobre el brasero, durante horas, le calientan los pies; ni la piel tibia de Mercedes, dorada y estremecida bajo las cobijas.

     La risa de Mercedes comenzó a sonar a hueco en los corredores de la casa. La mirada se demoró muchas veces en el horizonte lejano, enrojecido por el deshabitado crepúsculo. Su humor acusó cambios arbitrarios e inexplicables, oscilando entre repentinas carcajadas en la oscuridad y arrastradas languideces. Escenas desorbitadas invadieron sus sueños, que se poblaron de amantes corriéndose desnudos en los bancos de arena del Paraná; chapoteando enloquecidos en esteros espumosos, arrojándose peces y lodo; buscándose a ciegas en la oscuridad de enmarañadas arboledas; apareándose frenéticamente contra cocoteros espinosos y tupidos karaguatás erizados de largas espinas; revolcándose a gritos sobre abrasadores lechos de ortigas y jazmín. A veces los amantes le hablan desde sus furiosos lechos, con un lenguaje precario en palabras pero colmado por broncos gruñidos y agitados gestos y ella no sabe qué decirles.

     Delante de Antenor salta un kambá ra'angá con su negrura postiza. Bebe de un trago el vaso de cerveza que ha tomado de la mesa con un manotazo. La voz del enmascarado se aflauta chillonamente, para desfigurar su identidad. Levanta al cielo sus índices, paralelos a las sienes; el procaz símbolo de los cuernos, la señal de la traición. Todos ríen, festejando la broma. El kambá ra'angá se desparrama en morisquetas inentendibles, en piruetas disparatadas.

     Al lado de Antenor, los principales de la comarca disfrutan de la escena. Gato Moro ensaya una sonrisa en su rostro seco y chupado, salpicado de cicatrices de viruela. Giménez kyrá se agita en una carcajada desbordante, que concluye en espasmódicos tartajeos; su abultado abdomen, apenas contenido por el cinto, parece a punto de caer al suelo. López buey rová, con su aplanado rostro vacuno, bebe acompasadamente. Martínez py guasú alza su larga nariz de cigüeña y suelta cortas e intermitentes risotadas, como ráfagas de un arma automática.

     Pesadas zalamerías acosan a Antenor. Las mascaritas lo saludan por turno, al pasar, con afectada solemnidad. Lo atiborran con bocaditos que le meten en la boca, casi a la fuerza. Renuevan continuamente la cerveza de su vaso sin darle tiempo a que pierda su amargo frío. Antenor cabecea, dejando hacer, y sólo sabe sonreír.

     Al fondo, la comadre Catalina cuchichea con Mercedes. Su trampa está a punto de cerrarse. Cloquea nerviosamente y se multiplica en atenciones. Su obra será coronada por el éxito, luego de laberínticos tejemanejes. En campo fértil creció impetuosa la semilla de la tentación. Sugiriendo con sus silencios, persuadiendo con las palabras, Catalina abatió las últimas defensas. Explotó concienzudamente la alerta vigilia de Mercedes, excitando su imaginación con calcinados relatos y por fin, ante los maravillados ojos verdes, dejó caer sobre la mesa el prodigio de una sota de bastos que anunció la llegada inminente de un varón entero, de vigor inextinguible; ardiente como una brasa, cariñoso como un niño. La descripción, dichosa y exaltada, se aproximaba sospechosamente a este Jacinto López que ya está en la fiesta y pasea un aire de templada indiferencia.

     Aumentan los murmullos de los invitados. Irrumpe en el patio el toro candil con los cuernos encendidos. Amaga una embestida hacia las mesas, levantando una nube de polvo. Hay un simulado horror en el griterío de las mujeres y una bulliciosa dispersión. Los jugadores que defienden el fuego son arrojados, con sus disminuidas antorchas, hacia el negro eucaliptal. Los kambá ra'angá se reagrupan en un rincón para organizar el ataque decisivo. Los guaikurú se arraciman, confundidos y expectantes.

     En la confusión, Mercedes y la comadre Catalina se escurren detrás de la casona. Allí abre su boca, lúgubre y silencioso, un enorme galpón, depósito de herramientas y fardos de alfalfa. La calma se restablece minutos después. Antenor se tranquiliza al ver a Mercedes nuevamente sentada, haciéndole una señal amistosa con la mano. No puede imaginar lo que cuchichea con Catalina, bajo su máscara de seda. La luz parpadea en la luna de lentejuelas y ondula suavemente en las breves estrellas de la capa. Las demás mujeres también vuelven a sus asientos. La Reina, gruesa, de alocada risa. La Princesa, magra y erguida, bajo su coronita de cartón. La Bruja, sosteniéndose tambaleante sobre su escoba.

     No sabe Antenor que Mercedes y Catalina entraron al galpón. Que allí Mercedes entregó apresuradamente capa, máscara y caperuza a otra mujer, pieza vital de la conspiración. Que Catalina y la nueva cómplice están nuevamente en sus sitios, bajo la enramada. Que Mercedes, luego de cerrar por dentro la puerta, avanza a tientas, tropezándose con los fardos de alfalfa.

     El toro candil corre torpemente en el patio. Bajo la armazón de piel, dos hombres bufan y sudan. Antenor sigue sonriendo, acorralado por la conversación de sus compañeros de mesa. Ante él desfilan los kambá ra'ngá. Ojos burlones bajo las capuchas; risitas en falsete y chillidos destemplados. En un rincón, un dúo de voz gangosa armoniza malamente una canción que habla de amores frustrados y largas nostalgias. El cerrado perfume del jazmín de Chile se confunde con la humareda del estiércol y el hedor de la grasa quemada.

     Dentro del galpón, el pesado olor de la alfalfa vuelve más densa la oscuridad. Los ojos de Mercedes no pueden ver nada. Sus brazos se extienden, midiendo el espacio negro. Un susurro -la voz de Jacinto- la orienta en la oscuridad. Pronto, Jacinto es sólo un par de manos que la aprietan y recorren con pausada sapiencia. No hay mucho tiempo para preguntas ni coloquios. Pocos y expertos toques la despojan de lo que le resta de indumentaria. Después, los vertiginosos movimientos, el retumbar de las sienes, el prolongado suspiro de agonía.

     El hombre se levanta, jadeante. Agotado, camina vacilante. Leves los pasos sobre la alfalfa. Segundos después está de vuelta. Esta vez se complace en caricias más concienzudas. El delirio vuelve, con sus convulsiones incontrolables, con estrellas que estallan en el cerebro y marcan el espinazo con un torrente de fuego.

     Hay otra interrupción. Exhausta, Mercedes se desparrama sobre la alfalfa, los músculos adormecidos. El hombre retorna. Ahora, urgente y bestial, con flamante fortaleza. Ella quiere decir algo y un beso le cierra la boca. No tiene tiempo de cavilar sobre el redoblado placer que la clava en su sitio cuando retorna el acoso, tras corto intervalo. Esta vez, con ternura y gentileza.

     Se reiteran los pasos sobre el piso. Ahora, la brutalidad. Los mordiscos se clavan en el hombro con furia. Los pasos son de nuevo suaves y descalzos. Esta vez, Mercedes ya sabe que el repetido relámpago no se debe solamente a Jacinto. Que Jacinto es cada uno de los que se turnaron sobre ella y de los que todavía aguardan su lugar, nerviosamente, en alguna esquina del galpón. Como ciegos lagartos, arrastrándose tensos y sigilosos hasta el altar del sacrificio.

     Afuera, el toro candil dispersa a los últimos jugadores, remedos desabridos de los soldados de la conquista española. Los kambá ra'angá lograron apagar el fuego, reduciendo a cenizas los mazos de paja seca de la rúa. Antenor cabecea, soñoliento. Mira a Mercedes y trata de adivinar la plática bajo la máscara roja. Tomás Orrego, circunspecto, palmotea desganadamente el monótono ritmo de una polca. Dentro del galpón, Mercedes cierra los ojos y gime. Clava las uñas en la espalda de su nuevo compañero y trata de sumar mentalmente, sin lograrlo, el número de sus asaltantes.

 

 

 

 

DESTINADAS (CUENTO)

 

     Dorotea Duprat de Laserre no piensa ahora en su esposo, en su padre ni en su hermano, reos convictos de alta traición a la República, fusilados en San Fernando. No piensa en la guerra, que decae en escaramuzas cada vez más aisladas en este último mes de 1869, cuando ya no queda casi nada del ejército del mariscal López. Ni siquiera piensa en el hambre que le venía mordiendo las tripas desde hace varias semanas y que la empujó a escapar, con las demás mujeres, del tenebroso campamento del Espadín.

     No. No es tiempo de desempolvar recuerdos aunque sean recientes, todavía frescos y punzantes. Lo único que tiene entidad concreta es este trozo de carne asada que demora entre los dientes, como para dar tiempo a las papilas a recuperar la lenta memoria de su sabor. Es la primera alimentación que merece este nombre desde hace mucho tiempo y por eso las comensales le conceden las graves ceremonias de un banquete en el Club Nacional. Pero ellas no están reunidas en un sarao, mecidas por música de flautas y violines, sino descansando en un claro de la selva, los vestidos reducidos a andrajos, las cabelleras desgreñadas y barrosas, los pies descalzos destrozados por la marcha. Hay más de torvo aquelarre de brujas que de tertulia de damas de subida alcurnia en este grupo que come pausadamente, en cuclillas sobre la tierra.

     Muchas se rezagaron en el sufrido itinerario que comenzó en el Espadín y tiene ahora su esperanzada posta. Cincuenta eran al partir y ya no llegan a veinte. Las demás quedaron por el camino comidas por la fiebre, derrotadas por el cansancio o vaciadas por la disentería. No es de buen agüero el recuento de sus nombres. Dorotea no lo haría, pero entre éstos se encuentra el de alguien de su especial afecto: Felicia Giménez, criada de la familia, pero además confidente y dama de compañía.

     Felicia Giménez. Imaginarla muerta es borrar una parte vital de la memoria. Huérfana, no terminaba de aprender a caminar erguida cuando fue entregada a los padres de Dorotea. La trajeron de lejos, de un pequeño caserío sin nombre, mucho más allá de donde terminaba el camino real que llevaba a Itauguá. Desde entonces fue una sombra de los Duprat. Imprescindible como el mueble antiguo que justifica el rincón de una casa; ubicua, como el canto aéreo de un pájaro.

     Ayer nomás, se vieron por última vez. Habían caminado todo el día. La noche estaba cayendo y el horizonte abundaba en pesadas nubes de tormenta y en un hondo bramido de tigres o de truenos. Felicia estaba más cansada que las otras y ya no tenía fuerzas para seguir. La piel amarilleaba sobre sus huesos y frecuentes escalofríos la hacían temblar como poseída por el baile de San Vito. Ella entendió. No tenía derecho a demorar el tropezado rumbo de sus compañeras. Quedó allí, recostada en un árbol, esperando la soledad nocturna y la previsible muerte, Tomó la mano de Dorotea y le pidió la bendición. El resto del grupo se detuvo sólo el lapso de una oración y de una despedida.

     Pero quién puede pensar ahora en Felicia o en las demás que quedaron atrás para engordar a los yryvú, negros comedores de carroña. Eso es ayer y es historia vieja; esto es hoy: la fiesta de la carne, el mecánico desgarramiento de las fibras entre las muelas, la alegre danza de los intestinos. El obsequio llega a los estómagos después de semanas de disputar raíces a la tierra o de roer, sin asco, los miserables restos de alguna alimaña. Esta ración ha cambiado radicalmente las cosas. La esperanza, corno una débil flor secreta, ha renacido de los escombros de la angustia precedente.

 

- II -

 

     Hace como tres semanas que caminan, o tropiezan o se arrastran a través de la selva. Apuntan hacia el Oeste, orientándose con el elevado paso del sol, con frecuentes concesiones al Sur. En algún lugar, en esa dirección, está el río Paraguay, ya bajo el control de los vapores artillados de la Alianza. Además, en casi todo el litoral el trajín militar ya está siendo substituido por el movimiento incesante de vivanderos y mercachifles. Plaga de langostas o necesidad civilizadora. ¿Quién sabe? Lo que interesa es que las fugitivas saben que el río lleva siempre hacia donde bulle la civilización, hacia donde se encuentra la vida, que tiene ahora el brillo de una promesa.

     Hace varios días dejaron atrás el menguante territorio que todavía recorren esporádicamente algunas patrullas del Mariscal. Estos grupos fanáticos e implacables, obedecen ciegamente la escueta consigna sobre todo fugitivo que encuentran a su paso: la muerte. A lanzazos, para ahorrar las municiones que el bloqueo niega a las fuerzas paraguayas. Ya están fuera del alcance de estas incursiones, pero ahora deben vencer a la selva, tan peligrosa para la supervivencia como los lanceros de López.

     Anoche, quizá una hora después de abandonar a Felicia, decidieron pernoctar. En realidad, todas habían llegado al límite de sus fuerzas. Bajo el ominoso signo del desahucio, no era difícil vislumbrar el final algunas horas más tarde, un día quizá, pero no más. Las que cayeron antes sólo se les habían adelantado.

     Clareaba cuando se dispusieron a seguir. Lenta, fatigosamente, caminaron. Fue entonces cuando se les apareció el viejo ka'yguá y todo cambió bruscamente. Es difícil saber quién quedó más espantado: el anciano indígena o el desfalleciente grupo de mujeres. Al susto mutuo siguió la curiosidad y a ésta, un animado parloteo en guaraní. Dorotea no entendió lo que decían; nunca pudo distinguir este idioma, que los paraguayos prefieren al castellano, de una desordenada sucesión de gruñidos y carraspeos. Pero era evidente que allí se discutía y regateaba con la misma intensidad que en el mercado central de Asunción. Después supo el resultado: las últimas alhajas que pudiesen reunir serían canjeadas por carne y todos los bastimentos que el viejo les pudiese entregar. Un trueque doloroso pero justo.

     Suerte, pura suerte, quizá milagro de Santa Rita, patrona de lo imposible, que se les haya cruzado en el camino este viejo ka'yguá, ruina huesuda que huele como un demonio pero que tiene la celebrada facha de la salvación. Hay poco que decir de él, salvo los rasgos más visibles de su apariencia externa. Las costillas amenazan con romper la arrugada envoltura de la piel. Un tatuaje azuloso le envuelve la cara. El labio inferior viene atravesado por el tembetá, símbolo de su condición privilegiada de varón.

     El indio ensayó una promesa y se escabulló. Retornó al mediodía con una pesada bolsa de fibras de karaguatá sujeta a la frente con una cuerda. Caldeaba derechamente el sol implacable de diciembre. El viejo había cumplido. La bolsa rebosaba con el precioso cargamento. Las raciones fueron distribuidas con equidad y sin malicia: un trozo mayor para las que tenían con ellas a sus hijos pequeños.

     A la transacción mercantil siguió la tentadora maquinaria de la camándula y comenzó un ruidoso chismorreo. El ka'yguá, entrando en confianza, se explayó sobre su vida con largueza. Supieron que su horda había abandonado la región, temerosa de ser alcanzada [134]por una guerra que no era la suya. Él prefirió quedarse. De hecho, no hubiera podido llegar muy lejos; su cuerpo enclenque no lo hubiera permitido.

     El viejo les contó algo fundamental: los brasileños ya no estaban muy lejos, a una jornada de viaje quizá. Eran las primeras avanzadillas de la columna que seguía la rastrillada del mariscal, largamente señalada por cadáveres insepultos. Tal vez ellas podrían acogerse a la piedad de los soldados del Imperio. A cambio, quizá, de otro trueque, que sólo las más jóvenes podrían negociar con ventaja.

 

- III -

 

     Dorotea no puede decir cuándo comenzaron sus desgracias. Se siente incapaz de encontrar la causa de las causas, el eslabón primigenio de una minuciosa cadena de calamidades. Quizá debiera llegar al momento mismo de su nacimiento; en Francia, hace veinticinco años. O cuando su padre y su madre decidieron venir al Paraguay, la hermética China sudamericana que comenzaba a abrirse al mundo después de años de férreo aislamiento. Dorotea y su esposo, con quien acababa de casarse, se unieron a la aventura.

     Es cierto que las perspectivas del comercio prometían ser brillantes para quienes fuesen los primeros en llegar. Es también verdad que el pronóstico fue confirmado por los primeros resultados del tráfico. Los Duprat vivieron años de bonanza. Pero años después estalló la guerra y pronto el Paraguay quedó aislado dentro de sus fronteras, férreamente bloqueado por la escuadra brasileña.

     Al principio, la guerra fue apenas un rumor confuso y lejano, un estrépito asordinado de fusilería, voces de mando y estallidos de bombas. Pero en junio de 1868 el mundo de Dorotea se derrumbó bruscamente sobre su cabeza. Su padre, su esposo y su hermano fueron prendidos por la policía bajo una terrible acusación: traición al Paraguay y a su gobierno. Contacto con el enemigo. Conspiración.

     Los cargos se acumularon unos sobre otros con irresistible sistema: su padre, Cipriano Duprat, en correspondencia secreta con el barón de Villa María, uno de los jefes del Imperio; su hermano, Arístides, designado para clavar el puñal asesino en el pecho de la augusta persona de Su Excelencia; su esposo, Narciso, encargado de distribuir las hediondas monedas de Judas entre los demás conjurados, reclutados con sigilo entre la gente de pro y los oficiales de la Mayoría.

     El imperioso cepo Uruguayana obtuvo las confesiones que hicieron falta. La locuacidad de los prisioneros se hizo incontenible y un expediente comenzó a engordar amenazadoramente. Un secretario de ojos apagados y de bigote incipiente anotaba lo necesario mientras el Fiscal de Sangre rugía y se agitaba, apuntándoles a los ojos con un índice epiléptico.

     La antigua ordenanza española inspiró la sentencia: tacha de infamia, confiscación de bienes, pena de muerte. Eran reos confesos de alta traición y nada podría salvarlos y por eso no debieron extrañarse y hasta recibieron con alivio la notificación. No se les hizo esperar: fueron fusilados cerca del Tebicuary. Recién después de muertos se les sacó las barras de grillos remachadas alrededor de los pies.

     Muchos más corrieron idéntica suerte: traidores, cobardes que flaquearon ante el enemigo, conspiradores, desertores o simples propaladores de especies adversas a la causa de la patria. Sus cadáveres quedaron en distintos lugares, a flor de tierra, librados a la voracidad de los perros y de las hormigas coloradas. A veces, furiosos aguaceros trataban de devolverlos a la superficie. Arañaban el aire con las manos, barrían el fango con las barbas; el agua se escurría sobre los cuerpos agusanados pero siempre terminaban por quedar clavados en sus sitios, como si tuviesen prohibido abandonarlos.

     Pero la piedad no es moneda de esta guerra. Unos cuantos fusilados importan poco. Sólo son pequeñas cruces marcadas apresuradamente con lápiz en las tablas de sangre, borrosos garabatos en papeles sucios de barro y de lluvia. No añaden un ápice de horror a la matanza desaforada de las batallas o a los imparciales estragos que el cólera causa en los campamentos de paraguayos y aliados.

     Las mujeres de aquellos condenados -madres, esposas, hijas- son "destinadas" a lejanos sitios: "capillas" desperdigadas en la selva, como San Estanislao, Yhú, San Joaquín, Ajos, Unión. Con ellas van también ancianos, algunos niños y una custodia mínima, no hacía falta más. "Destinada" pasa a ser, desde entonces, una palabra trajinada por el oprobio y la miseria. La orden es de aislarlas. No deben diseminar las negras larvas del abatimiento y del derrotismo entre los soldados y la población civil.

 

- IV -

 

     Yhú. Para obtener algún alimento, Dorotea labra la tierra con el omóplato de un buey. Trabaja bajo la malhumorada dirección de una sargenta pródiga en insultos y mezquina en raciones. Muchas de las destinadas son damas de alto coturno, matronas de jerarquía, figuras respetadas en la sociedad. Por eso no terminan de aceptar lo que está pasando, quizá un capricho pasajero del mariscal, tal vez una prueba enviada por Dios, pero que no tardará en terminar.

     En Yhú hay un remedo de vida social: menudean las visitas y los cumplidos entre las destinadas. Se celebra algún que otro cumpleaños y hasta aniversarios de casamientos con ausentes, quizá muertos, maridos. Durante algunos meses, la imaginación permite reproducir malamente las fruslerías que hacían más llevadera la vida en Asunción. Pero es difícil revivir los ruidosos saraos de la capital en estas improvisadas chozas, mínimos perímetros definidos por cuatro estacas, apenas protegidos del viento y la lluvia por hojas de pindó y jata'i.

     El hambre también se instala en el campamento. La comida escasea primero y luego desaparece. Nace un arancel para las nuevas modalidades de alimentación: sapos y ranas, a tres patacones; víboras, a dos; tatús, a diez y hasta a doce, según el tamaño; asnos flacos, aún llagados y purulentos, a mil. El aborto de una burra levanta un conato de resistencia. Dorotea lo sofoca con decisión:

     -En Francia se come y es muy distinguido.

     Setiembre de 1868. Llega del Sur un alférez achatado, de ojos fangosos, de pocas palabras, prefiere los monosílabos. Piel y hueso, viene descalzo, los pies abrazados por gruesas espuelas nazarenas. La indumentaria, un desastre: el chiripá reducido a andrajos; el morrión olvidado de los colores originales. Sólo el sable resplandece, solitario baluarte de la pulcritud, símbolo de su inapelable autoridad. Este hombre es importante porque trae una orden del mariscal: Yhú debe ser evacuado. Las destinadas deben ir más lejos, hacia el Norte, cerca del Ygatimí, región familiar únicamente a las fieras y a indígenas desconfiados de todo comercio con cristianos.

     El día en que parte la caravana, muere Gregorio Palacios, padre del obispo de Asunción. Se lo lleva el pasmo de la sangre. El cadáver es dejado en mitad de la calle, sentado rígidamente en una mecedora. Nadie se detiene para enterrarlo. Que todos tomen nota. El alférez sabe lo que dice: Palacios no puede recibir la misma sepultura que los bautizados. Que se pudra en la calle, para que aprenda, por traidor a la patria. Cuando los viajeros van saliendo del poblado, comienza a soplar un fuerte viento desde el Sur, preludio de un temporal. Desde lejos, ven que el sillón de Palacios se balancea suavemente: el poncho de su ocupante se agita como indicando una despedida.

 

- V -

 

     Campamento del Espadín. Las destinadas -algo arriba de mil- comienzan a morir. El hambre y la enfermedad se ceban en ellas, encarnizadamente. Además ronda el campamento -no sabemos si es peor o mejor- la amenaza constante de ejecución, a manos de alguna repentina partida de lanceros. Hay días en que se anuncia para la siguiente madrugada a los verdugos encargados de cumplir la feroz consigna. Pero la orden no llega nunca.

     Pronto la guerra vuelve a aproximarse. El ejército, que no termina de desangrarse, ha comenzado la evacuación al Norte. Busca la protección de la selva innumerable, de los verdosos pantanos burbujeantes, de los plomizos riscos del Mbaracayú. Es el último trozo del país que permanece bajo la decreciente influencia del mariscal. Territorio misterioso e inaccesible, hollado sólo fugazmente por mariscadores y forajidos, República secreta de monos y guacamayos, de jaguares y lampalaguas, la protegen eficazmente las febriles murallas del chucho y la llagada lepra del hachero.

     De pronto algo se oye de que el mariscal se ha internado en las cercanas serranías y que los brasileños le perdieron el rastro, por ahora. Se siente que el final de la guerra está próximo. En El Espadín, la guardia suaviza la vigilancia, como si sus encargados ya no le viesen sentido alguno. Ya no hay noticias de López: tal vez hasta se haya muerto. Una madrugada desaparecen del campamento los pocos soldados de la custodia. Es la oportunidad que estaban esperando. Las mujeres resuelven buscar la salvación y, en pequeños grupos, se internan en la selva, libradas a la gracia de Dios.

     Unas cincuenta parten con Dorotea. Pero son apenas veinte las que descansan en un abra de la selva después de tres semanas de desesperada y famélica marcha. Este grupo ha escapado a la muerte mediante el providencial encuentro con el ka'yguá. Si Felicia hubiese aguantado una hora más estaría compartiendo la carne asada con las demás, acumulando fuerzas para alcanzar la cercana salvación. La información que les dio el indígena, junto con los alimentos, fue decisiva. Ahora ya saben exactamente hacia dónde dirigirse.

 

- VI -

 

     Han terminado de comer. Estalla un eructo que celebran como un chiste bien logrado. Las mujeres comienzan a desperezarse, casi con voluptuosidad; están satisfechas y esa sensación las gratifica. Pronto podrán proseguir la marcha, pero esta vez con renovadas energías y con provisiones para la última y decisiva etapa. El viejo ha desaparecido, también para descansar. Su choza -les había dicho- no está lejos. Volvería cuando el calor decline.

     De pronto alguien -no importa quién- despierta la negra tentación de la ingratitud en las almas atormentadas. El viejo les robó las alhajas en un trueque inicuo, bajo la inaceptable extorsión del hambre. Esos tesoros, cargados de recuerdos familiares, serán vitales cuando regresen a Asunción. Es legítimo recuperar esos bienes de manos de su actual poseedor. Hasta sería fácil arrancarle el resto de la carne que, con toda seguridad, guardó avariciosamente para sí. No la necesita. Además, él es un indio y sabe cómo arreglarse en el monte.

     La dura conclusión se abre paso a borbotones. Hay un apresurado parloteo y cinco de las más robustas son elegidas para la misión. Dorotea, por joven y por ser más alta y fuerte que las demás, se incorpora a la maligna gavilla. El grupo, tan sigilosamente como puede, sigue la dirección tomada por el ka'yguá, un sendero que se escurre en la maraña. Dios sabe que repugna aceptar lo que viene después, corolario infame de esta acción desencadenada por la codicia.

     No tardan en llegar. El hombre dormita frente a su choza, en una hamaca; los ronquidos son lento acompasados. Un zumbido de moscas hace más intensa la siesta. Se acercan, con dubitativa lentitud, la respiración contenida contra el pecho. La decisión llega repentinamente, rápida como una centella. Un garrote busca la cabeza; después, la violencia incurre en la repetición y, se pierde la cuenta de los golpes. El viejo cabecea, como trabajando un sueño, y se queda quieto; un hilo de sangre le divide la cara en dos. El tatuaje parece más azul que nunca.

     No deben buscar mucho, Las alhajas son recuperadas del fondo de un cántaro, en el sucio interior de la choza. Luego sigue la búsqueda de la carne. El mismo sendero zigzagueante esta vez las lleva hasta una limpiada, sobre el arroyo. Se aproximan, abrumadas por el asco. El cadáver de Felicia cuelga de la rama de un árbol, la cabeza hacia abajo, la mirada inmóvil; la desnudez hace más notorias las partes carnosas que fueron tajeadas desordenadamente.

     El horror impone ahora sus nerviosas reglas. Una de las mujeres llora, de pura histeria; otra, trata de vomitar pero no puede: el alimento se aferra al estómago como una hambrienta garrapata. La cara de Felicia exhibe una extraña placidez. Ellas la miran, como si todavía esperasen algún signo de vida. No hay palabras en esta muda contemplación. Ni siquiera cuando Dorotea, resueltamente, empieza a cortar la carne y a distribuirla, con meditada equidad, entre sus compañeras.

 

 

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