EL FOTÓGRAFO DE LOMA TARUMÁ
Novela de
ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN
EDITORIAL LINA S.A.
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Asunción - Paraguay
Dirección editorial: Prof. MARÍA TEODOLINA DÍAZ CORONEL
Ilustraciones de Portada e interior: JUAN MORENO
Diseño de Portada: NATALIA DOMENECH
Diagramación de interior: BERTHA JERUSEWICH
Foto de contraportada y solapa: Foto Cine Paraguay
Traducción de textos en guaraní: FELICIANO ACOSTA
Corrección: ALICIA COLMÁN
Edición al cuidado del autor
Asunción - Paraguay
1º Edición, abril 2011
Tirada: 500 ejemplares.
ISBN: 978-99953-54-27-5
ÍNDICE
DEDICATORIA
CAPÍTULO 1 - RECUERDOS
CAPÍTULO 2 - ASUNCIÓN Y SU GENTE
CAPÍTULO 3 - EL CUMPLEAÑOS DEL GENERAL LÓPEZ
CAPÍTULO 4 - ENTRE FOTOGRAFÍAS Y VALSES
CAPÍTULO 5 - EL FERROCARRIL
CAPÍTULO 6 - EL RAMAL A LUQUE
CAPÍTULO 7 - MANDYJU
CAPÍTULO 8 - EL GENERAL URGUIZA
CAPÍTULO 9 - MI BODA
BIBLIOGRAFÍA
CAPÍTULO 1
RECUERDOS
Lunes diecisiete de junio de 1887. Un día como cualquier otro en el puerto de Buenos Aires.
Los estibadores, la mayoría de ellos, inmigrantes venidos durante el gobierno de Avellaneda, cargan en sus espaldas pesadas bolsas desde los cincuentaiún almacenes del edificio semicircular de la moderna Aduana Nueva ubicada detrás de lo que fuera el viejo fuerte de la ciudad. En ángulo recto con la aduana se levantan losalmacenes del sur, depósitos suplementarios, donde se había trasladado la aduana desde 1863, al demolerse el viejo fuerte para construir en su lugar la casa de gobierno pintada de color rosa.
Un poco más allá, en el muelle construido hace unos meses, otro grupo de estibadores cargan un barco de bandera inglesa con cereales transportados en ferrocarril hasta el puerto.
Junto a mí, pasajeros próximos a embarcar, conversan animadamente. Los hombres vestidos con pantalón bombilla, cuello duro, corbata plastrón o moño, sacos con muchos botones y elegantes galeras o sombrero bombin. Por otro lado las damas lucían sombreros de los que asomaban largos bucles y polleras ceñidas a la cintura, largas hasta los tobillos que descubrían al andar solo la punta de los zapatos, muchas de ellas con sombrilla al hombro coqueteando tanto como los buenos modales y el recato lo permiten.
La rampa de acceso al vapor San Martín, próximo a zarpar, se encuentra frente a mí. Un oficial que se encargaba de controlar los pasajes preguntó:
Miré el pasaje en mi mano y dudando respondí:
Me encontraba en una encrucijada. Los recuerdos se agolpaban en mi memoria. Deseaba encontrarme con mi pasado, pero por otro lado temía a lo que podría encontrar.
Junto a don Esteban, andando lentamente, apoyado en un bastón, como si cuidara un dolor recrecido en las piernas, vestido de un frac negro, camisa blanca, moño y bien lustrados zapatos, caminaba el ex presidente don Domingo Faustino Sarmiento, sonriendo ásperamente y fumando un habano.
Presidente de la república Argentina entre los años 1868 y 1874, aunque maestro por vocación durante su larga vida, había regido los destinos de esa nación con gallardía y buen tino.
Moreno, de mediana estatura, cargado de hombros y algo encorvado, cabeza grande y llamativa, frente amplia, rostro surcado de arrugas, me miraba inquietamente con sus brillantes ojos aguardando mi respuesta mientras sonreía amablemente, como si de esta dependiera su propia decisión de abordar el navío.
Había conocido al general intercambiando pareceres de política internacional y nacional, años atrás, mientras trabajaba en el hotel La Delicia de don Adrogué, donde residía y trabajaba tomando algunas fotografías a petición de los huéspedes.
Tomé aire y luego de suspirar hondamente respondí a don Esteban Adrogué:
El gran sanjuanino, como le llamaban muchos, abordó al San Martín junto con su nieto don Belén Sarmiento y otros acompañantes, entre los cuales se encontraban, don Alejo Peyret, inspector de colonias de la república Argentina; el doctor José Longinos Ellauri, presidente del Uruguay en 1873 y el ya mencionado, don Esteban Adrogué.
Levanté la pequeña maleta que constituía todo mi equipaje y junto con los demás, ascendí al buque que, en pocos minutos más levó anclas y con un grabe silbato zarpó hacia su destino; la ciudad de Asunción del Paraguay.
Desde la baranda de la popa del barco vi alejarse el puerto con sus tres espigones: el de Carga y descarga; el del Bajo de la Merced desde el cual habíamos zarpado y el de Las Catalinas, también utilizado para pasajeros desembarcados y embarcados desde lanchones y carretas tiradas por caballos que operaban alrededor del hotel de inmigrantes.
Observé mi viejo reloj de bolsillo como acto reflejo, ya que ni me fijé la hora que marcaban sus agujas, y lo volví a guardar en el bolsillo de mi chaleco. En ese instante escuché unos pasos y el golpe de un bastón. Era don Domingo que, con voz pastosa me preguntó:
Tras varios minutos de silenciosa contemplación, en los que don Domingo de seguro esperaba que le contara sobre mis vivencias pasadas, tragué saliva y dije:
El ilustre pasajero me acompañó al salón reservado para los pasajeros de primera clase y sentándose en un sillón colocó su bastón entre las piernas y apoyando sus manos sobre el mango, escuchó atentamente mi historia.
***
Una mañana de abril, hace ya veintisiete años, un par de meses después de que mi madre falleciera, mi amigo Wilgem von Kraus golpeó la puerta de mi casa de Possen.
Wilgem, sexagenario y antiguo amigo de la familia, había nacido en Prusia y participado como corresponsal de guerra en la batalla de las naciones en Liepzig, donde la sexta coalición integrada por los ejércitos de Prusia, Rusia, Inglaterra, España, Suecia, Austria y la mayoría de los pueblos alemanes dio el golpe mortal a las pretensiones del ejército francés al mando del gran estratega Napoleón Bonaparte. Fue justamente en esta batalla donde Wilgem conoció a mi padre, quien un año después murió.
El prusiano era delgado y casi totalmente calvo; medía poco más de un metro setenta; su rostro era anguloso y fino rematado por una pequeña y canosa barba triangular; mientras que sus ojos, pequeños pero expresivos, eran de un color azul casi grisáceo, en uno de los cuales usaba un monóculo. Wilgem, que para ese entonces trabajaba en un periódico de Dresde en el cual yo era asistente, había aceptado viajar a las lejanas y casi desconocidas tierras guaraníes, por la generosa oferta que le hiciera un militar paraguayo que había conocido años antes y que junto con diplomáticos del presidente Carlos Antonio López se encontraban en Europa estimulando a profesionales que quisieran trabajar y compartir sus conocimientos con los habitantes de la nueva pero pujante república ubicada en el corazón de América del Sur.
En realidad, con mis veinte años, poco podía aportar a la naciente república, no obstante, deseoso de conocer el mundo y atraído por las aventuras de los grandes exploradores como Marco Polo o el escocés David Livingston, quien descubrió las cataratas Victoria en África en 1855 y cuyo hermano, al igual que yo, había estudiado la técnica de fotografiar de Louis Daguerre, la expectativa de viajar a un país totalmente desconocido para mí, me sedujo totalmente por lo que acepté sin dudar.
En unas semanas estábamos en Le Havre. Treinta y seis días después nuestro velero atracó en el puerto de Buenos Aires donde nos hospedamos por unos días en el hotel de inmigrantes.
Tres días después de nuestra llegada a la capital porteña estábamos en marcha a Asunción, donde llegamos quince días después.
Unos minutos antes de fondear en la bahía de Asunción, justo donde el río cambia de dirección, sobre un rojo peñón que se hunde en las marrones aguas rodeadas de espesa vegetación, estaba la criatura más bella y angelical, aunque indomable a la vez, montada sobre un corcel negro como la noche observando con un catalejo hacia el barco. Poco después supe que ese ángel se llamaba Azucena del Carmen Ruiz Gato.
En este punto lejano de la geografía de América del Sur comenzó mi trunca historia.
Era también el mes de julio, pero de 1861 cuando mi buque con sus velas hinchadas ingresó a la bahía de Asunción. Desde la cubierta se podía ver la pintoresca y pujante ciudad ubicada, como la antigua Roma sobre siete colinas, donde las señoriales residencias de rojos techos de teja y blancas paredes adornadas con guardas al estilo europeo aunque conservando también el “toque local”, iban poco a poco desplazando a los pequeños ranchos de adobe y techos de paja que aún podían verse a lo lejos inmersos en el colorido follaje de los lapachos, palmeras y naranjos.
Un poco antes de que el buque ingresara a la laguna que forma la bahía de Asunción vimos espantados a un grupo de personas bañándose del mismo modo en que lo harían Adán y Eva en el paraíso, entre los camalotes y juncos de la costa sin el menor recato ante nuestros civilizados y prejuiciosos ojos europeos.
Entre mis compañero de viaje se hallaban arquitectos, ebanistas, orfebres y otros. Aguardamos a que el navío anclara cerca de un profundo barranco a unos metros del puerto, el que no era otra cosa que una porción de terreno en pendiente hacia el río, desprendida de la ciudad, en donde los buques atracaban sin ninguna facilidad portuaria; algo muy parecido a los fondeaderos de Europa de comienzos del 1800.
Luego de abordar pequeños botes de remo que nos condujeron a un pequeño muelle accedimos a un edificio, culminado en parte, en donde funcionaban las oficinas del puerto y la aduana sobre el cual ondeaba al viento la bandera paraguaya semejante a la bandera holandesa pero con los colores invertidos.
Una vez en el edificio, que no era otra cosa que un gran galpón en donde pululaban mendigos, vendedores y funcionarios de la aduana que dándose importancia nos hicieron formar una fila por un poco más de media hora sin importarles la larga travesía que acabábamos de concluir.
Un burócrata desaliñado en su vestimenta, bebía de un cuerno vacuno una infusión a base de yerba mate fría mediante una bombilla, se acercó al primero de la fila y haciéndole abrir la boca como si se tratara de un esclavo comenzó a mirar su boca.
En determinado momento de la interminable inspección un funcionario, que parecía de rango mayor, se acercó alprimero diciéndole algo en el oído para luego en pésimo inglés murmurar al inspeccionado:
El hombre inspeccionado luego de maldecir y vociferar indignado metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y extendió al funcionario una bolsa de piel que contenía una cierta suma en libras esterlinas.
Tomando como ejemplo lo hecho por el pobre prójimo cada uno de los que estábamos en la fila apartamos una cierta cantidad para obtener nuestra buena salud. De más está decir que en menos de dos minutos todos los presentes habíamos pasado el control sanitario, siendo conducidos luego ante un funcionario que nos leyó detallada y detenidamente, artículo por artículo, el reglamento policial. Cada uno de estos artículos era más insólito que otro:
Todas estas normas y restricciones además del mal momento pasado anteriormente me hicieron pensar a mí y a muchos de los presentes, si había sido buena idea aventurarnos en esta joven república.
Una vez finalizada la lectura de aquel reglamento, un funcionario aduanero acompañado de dos soldados me pidió, no muy amablemente, que los siguiera con todo mi equipaje a una habitación, en donde, señalando continuamente mi cámara fotográfica, me hizo a hacer infinidad de preguntas que no comprendía debido a que el idioma que utilizaba el funcionario aduanero, que según él pretendía ser inglés, pero en realidad era cualquier cosa menos el idioma anglosajón.
El oficial en un momento de furia tomó su sable y lo blandió como para propinarme un golpe. Por suerte para mí en ese mismo momento se abrió la puerta e ingresó un oficial militar de alto rango que resultó ser el coronel José Ruiz Gato, amigo de Wilgem que había conocido años atrás en Prusia durante una misión paraguaya al viejo mundo.
Un poco más bajo y diez años mayor que él, el coronel estaba ataviado con un vistoso uniforme militar, chaqueta roja con una banda blanca que cruzaba de izquierda a derecha y pantalón blanco, tenía marcados rasgos hispanos; amplia frente de nobles contornos; sus negros cabellos cubrían todavía casi todo su vigoroso cráneo; en su rostro cuadrangular, brillaban como negros carbones sus expresivos ojos y una fina y bien recortada barba daba el marco final.
El funcionario al ver al coronel, envainó el sable y cuadrándose ante él comenzó a dar explicaciones que fueron interrumpidas enérgicamente por el recién llegado quien le ordenó que se me entregasen mis documentaciones.
El funcionario me miró de mala manera y tras sellar toda la documentación me ordenó que regresara con el resto de los inmigrantes.
Luego de los papeleos de rigor fuimos recibidos por una banda militar, que ejecutó varias melodías de su frondoso repertorio y por una comitiva encabezada por el coronel conocido de Wilgem.
Tras un breve acto de bienvenida, en inglés, francés y alemán, el coronel Ruiz Gato se acercó al sexagenario prusiano y le extendió su fina y huesuda mano, la cual fue estrechada efusivamente por Wilgem.
Diciendo esto el coronel llamó a dos soldados, que vestían un sencillo pero pulcro uniforme compuesto por un quepi azul al estilo francés, chaqueta roja con una banda blanca cruzada de izquierda a derecha y pantalón blanco, y les ordenó que llevaran nuestras pertenencias a la galera de su propiedad. La galera se desplazaba sobre sus cuatro ruedas, dos pequeñas al frente y otras dos con el doble de diámetro que las anteriores en la parte trasera. Aunque austera era confortable en su interior. Con dos largos asientos de madera acolchados enfrentados, en donde podían ir cómodas cuatro personas, poseía además una puerta a cada uno de sus lados bajo las cuales se encontraban sendas escaleritas de tres escalones que facilitaban el ascenso y descenso.
Una vez que nuestras pertenencias estuvieron bien sujetas y cubiertas por una lona sujeta al techo del carro, lo abordamos mientras que el coronel ordenaba al cochero:
El cochero, que servía a la familia del coronel hacia casi once años, era de raza negra, de unos cincuenta años, delgado, de un metro sesenta y cinco de alto, cabeza redonda, cabello mota, ojos negros, y una amplia sonrisa en donde se podían ver sus relucientes dientes blancos enmarcados por prominentes labios. Había llegado al Paraguay en 1820 junto con José Gervasio Artigas, a quien sirvió hasta la muerte de este en 1850 en San Isidro de Curuguatay, a ochenta leguas de Asunción, donde el dictador Gaspar Rodríguez de Francia lo había confinado después de darle asilo en Paraguay. Vestido con un saco, pantalón, y zapatos negros, camisa y guantes blancos, José se acomodó en su asiento, sacó el freno y haciendo resonar su teyuruguai3en el aire hizo que la galera se pusiera en movimiento.
Raudamente la galera se dirigió en línea recta por la sinuosa calle De la Aduana de la Rivera, donde podían verse con facilidad los trazos dejados por el agua que discurría, durante las torrenciales lluvias, desde las bajas colinas embellecidas por naranjos, palmeras y coloridos tajy.
El viejo ropaje de los lapachos, había cambiado mediante la mágica mano de la naturaleza por racimos de flores rosadas, blancas, moradas y amarillas, formaba una alfombra verde-ocre de hojas muertas mezcladas con el color terracota de la polvorienta tierra arenosa que cubría casi por completo la despareja calle elevándose del suelo al paso del carruaje. Desde la pequeña ventana cuadrada de la galera pude ver la frenética construcción de una de las dos extensiones simétricas, de frente rectilíneo, que se construía a ambos lados del edificio de la aduana y el puerto. Los soldados-obreros trabajaban afanosamente sobre frágiles andamios de tosca madera en la construcción de los seis arcos de medio punto que embellecerían la extensión, mientras eran supervisados por un oficial sentado a unos metros bajo la sombra de un frondoso árbol que mitigaba el efecto de los rayos solares que a pesar de la hora se hacían sentir.
Al igual que esa construcción, en el momento de mi llegada a esa maravillosa ciudad también eran construidas varias residencias señoriales. Entre estas, pudimos ver la construcción de una que se destacaba por tener más de un piso, lo que señalé a nuestro anfitrión.
Tras cruzar algunos puentes, bajo los cuales corrían mansamente rumorosos arroyuelos, llegamos a uno de los antiguos caminos reales que iba del centro de Asunción al cerro Tacumbú pasando por la Loma del Mangrullo4. La arboleda se hacía más espesa y variada. Luego de recorrer esa calle giramos a la derecha hacia una callejuela ladeada por grandes árboles cuyas ramas no dejaban ver el cielo, la cual nos llevó a un claro en donde se hallaba la vivienda del coronel y un par de pequeños ranchos de techo de paja, uno destinado a las caballerizas y el otro para la servidumbre.
La casa principal era una antigua vivienda colonial de gruesas paredes de adobe cocido sobre las cuales descansaba la estructura del añoso pero bien conservado techo, hecho con palmas y tacuarillas, sobre las que se montaban las tejas con una argamasa hecha con barro y sangre vacuna, para homogeneizar la masa.
Seis grandes ventanas de señorial estilo español con la parte superior abovedada, lucían artísticas rejas de madera primorosamente labradas con arabescos diseños que llegaban hasta unos pocos centímetros del suelo, se alineaban a ambos lados de la puerta principal ladeada por dos gruesas columnas cuadrangulares decoradas, al igual que los detalles de las ventanas y en señorial coronamiento en estilo barroco americano.
Descendimos de la galera y fuimos conducidos por un estrecho sendero cubierto por una estructura de madera, a modo de parral, que sostenía un añoso y fragante jazminero y conducía a la exquisitamente tallada puerta principal y de allí a un amplio patio central cubierto de amplios baldosones. El patio estaba rodeado en todo su perímetro por un alero sostenido por gruesas columnas de madera tallada en forma de tirabuzón en cuya parte superior se veían esplendorosos capiteles tallados a mano y ricamente adornados por el trabajo de diestros artesanos.
Frondosos helechos y arbustos de vistosos follajes daban vida y color al vetusto patio, en cuyo centro, se erguía orgulloso un aljibe bellamente adornado con azulejos estilo árabe.
Al advertir mi admiración por el aljibe, el coronel dijo:
A pesar de que no comprendí lo que la mujer decía, ya que hablaba en castellano, deduje de inmediato, por la cara del coronel, que las palabras habían sido dichas cínicamente.
La mujer, de un metro cincuenta, piel morena y muy buena figura a pesar de su edad se acercó lentamente apantallándose con su abanico, mientras nos miraba de arriba a bajo con desconfianza.
La mujer me dirigió una extraña mirada, al tiempo que, imitando a Wilgem besé su guante y dije:
A diferencia de mi amigo, no tenía la más remota noción del significado de la frase de saludo que acababa de decir, dado que no hablaba español, pero gracias a mi facilidad innata con los idiomas repetí sin dificultad.
La esposa del militar, al escuchar mi saludo, creyó que sí hablaba castellano por lo que prosiguió diciendo:
En ese momento quise que la tierra se abriera y me tragara. No entendía qué decía la mujer, pero la forma de modular sus palabras y el modo en que se desfiguró la cara del coronel al escucharlas me indicaron que intentaba seducirme.
Ramona, quien tendría aproximadamente unos cincuenta años, a diferencia de doña Teresa, tenía marcados rasgos indígenas. De un metro cuarenta de estatura, cuerpo robusto, hombros anchos, caderas gruesas, muslos y pechos salientes, manos pequeñas, cabeza redonda con cabello lacio negro peinado en una larga trenza que le llegaba hasta la cintura. Vestía una blusa de algodón y una pollera que le llegaba hasta sus pequeños y callosos pies descalzos.
De fisonomía inmutable, la mujer, en tono bajo y sumiso, nos pidió que la siguiéramos a nuestras habitaciones en el ala izquierda de la vivienda. Ramona, luego de abrir la puerta de la habitación que estaba destinada a Wilgem con una vetusta llave que llevaba en un manojo, se dirigió a una angosta ventana, la abrió y salió del cuarto para repetir la operación en mi habitación que lindaba con esta, luego, se retiró sin emitir palabra.
Mi habitación, se iluminaba a través de una angosta ventana que daba al patio interno, era pequeña pero acogedora. Una cama, sobre la cual colgaba un crucifijo de madera; una cómoda de cuatro cajones, sobre la cual se sustentaba un espejo con un marco de madera, probablemente de trébol, finamente tallado con detalles de rosas; y una pequeña mesa en donde se hallaba un candelabro de cinco brazos con las velas sin consumir.
Manteniendo el austero lujo de toda la residencia, el comedor, estaba precedido por un cuadro de tamaño natural del coronel vestido con todas sus galas junto a una joven mujer ataviada con un bello vestido azul de miriñaque, con mangas globo que dejaban al descubierto sus brazos.
En la pared opuesta a aquel retrato, cubriéndola por completo, se hallaba una bien dotada biblioteca con textos muy variados, desde La Iliada y La Odisea de Homero; Fausto de Goethe; Historia de la guerra de los treinta años de Federico Schiller; Ivanhoe de Walter Scott; Nuestra señora de París de Víctor Hugo. Junto con estas joyas de la literatura universal se encontraba también El Paraguay, lo que fue, lo que es y lo que será, primer libro redactado por un escritor paraguayo llamado Juan Andrés Gelly, en sus ediciones en francés y portugués que el coronel había adquirido en un viaje a Río de Janeiro en 1848.
En el centro del salón, colgando de una de las vigas del tejado, se hallaba una majestuosa araña de cristal de origen francés.
Una larga mesa para doce comensales cubierta con un mantel blanco de algodón finamente bordado y trabajado con hilos color azul marino, sobre el cual se hallaban cinco platos de fina porcelana y gastados pero relucientes cubiertos de plata. El resto de la vajilla era de porcelana antigua.
El coronel Ruiz Gato estaba sentado en la cabecera, a su derecha se encontraba doña Teresa y a la izquierda una silla vacía.
Grande fue mi sorpresa al reconocer a la mujer que horas antes viera en el caballo negro sobre la roca roja.
Todos esperaban que yo por lo menos asintiera pero me quedé mudo mirando a aquella beldad salida de un cuento de hadas que avanzaba hacia mí para finalmente sentarse al lado de su padre.
Sorprendido al reconocer que la muchacha había hablado en alemán volví a mirarla pero ella fingió no verme mientras introducía delicadamente en su boca la cuchara repleta de la sopa que Ramona había comenzado a servir en los platos.
El coronel miró a su esposa y dijo a su hija:
Lo único que entendí de esta última conversación entre padre e hija, en castellano, fue mi apellido que sonaba angelicalmente pronunciado por los carnosos labios de aquel ángel impetuoso. Sin pensarlo dos veces aproveché la oportunidad de responder a aquella bella musa:
Doña Teresa, que había quedado totalmente apartada de la conversación que se llevaba en alemán y traducida por el coronel esporádicamente para ella, se levantó de la mesa para ir a la cocina y ordenar a Ramona que trajera el segundo plato que consistía en un cerdo asado acompañado de legumbres.
Cortésmente Wilgem y yo procedimos a servirnos el tubérculo un poco fibroso para mi gusto pero de sabor agradable.
Una vez terminado el opíparo almuerzo, el coronel se levantó de su asiento y dirigiéndose a la parte superior del cristalero que se hallaba enfrentado a la puerta de entrada al comedor, tomó una botella de oporto y limpió con una servilleta el polvo que el tiempo había acumulado.
Luego de beber el delicioso licor, dulce como el néctar, el coronel con un amplio bostezo habló:
Así, el coronel y su familia se retiraron a sus aposentos mientras Wilgem y yo nos quedamos en el comedor conversando.
Aunque estaba exhausto, la excitación del viaje y de todo lo visto hasta ese momento, además de los haces de luz que se filtraban por las rendijas de la ventana, impidieron que conciliara el sueño por lo que decidí salir a recorrer los alrededores a pie.
Al salir de la residencia me dirigí hacia el rancho que servía de vivienda a la familia encargada de los quehaceres domésticos. Allí vivían Ramona, su marido José y su pequeño hijo Carlos, de unos diez años, que atendía la caballeriza.
El rancho era una estructura rectangular, con piso de tierra, paredes de adobe y techo de paja, sostenida por gruesas vigas de madera. Junto al rancho, se encontraba un horno de forma abovedada hecho de barro en donde se preparaban el pan y otros alimentos.
Me dirigía a la caballeriza cuando un potente silbido me hizo tornar la atención en dirección a un frondoso árbol de mango. Allí, parado sobre una rama a unos dos metros del suelo se hallaba Carlos.
El pequeño, de cabellos pardo amarillentos, como la mayoría de los mestizos, era de contextura física fuerte, vivarás e inquieto y extremadamente ágil. Al llegar a unos cuatro metros del árbol, el niño, que se columpiaba de rama en rama como si fuera simio, dijo:
Al no entender qué me decía, sonreí y volví a repetir la única frase que sabía en castellano:
El muchacho al escuchar mi respuesta quedó atónito y miró hacia arriba del árbol como pidiendo una explicación, al tiempo que escuché una cristalina risa. Me acerqué un poco más al tronco y descubrí a unos cinco metros del suelo, recostada sobre una gruesa rama y con una de sus piernas balanceándose, a la bella Azucena que comentó al muchacho:
El niño echó una mirada expresivamente suplicante a la muchacha sin decir nada.
Carlos corrió al rancho que servía de establo. Para cuando llegamos a él, ya había ensillado al caballo negro, en el que había visto a la muchacha desde el barco, y comenzaba a ensillar a otro bayo.
Azucena tomó un puñado de sal de una caja de madera y dio de comer de su mano al equino, mientras que con la otra acariciaba sus largas crines.
Me acerqué al bello animal con la intención de acariciarlo también, pero este dejó de comer y se echó hacia atrás. Me miró fijamente, resopló y se acercó a mí dándome un leve golpe en el brazo con su hocico.
Carlos, que ya había terminado de ensillar la yegua de pelaje amarillento que yo usaría, asombrado, lo mismo que Azucena, dijo:
Instintivamente retiré mi mano del equino provocando que este vuelva a pegarme con su hocico.
La muchacha al llegar a este punto hizo una breve pausa tratando de reprimir una lágrima para luego bruscamente, tratando de disimular y esconder la gran tristeza que le daba hablar de su madre, decir mientras de un salto montaba su negro corcel:
- Es que vamos a salir con los caballos o quiere quedarse aquí toda la siesta conversando.
Monté a la yegua al tiempo que Carlos montó a Kuruzú. Instantes después nos alejábamos del solar a todo galope.
Azucena iba al frente, montando como una verdadera amazona con su negro cabello ondeando al viento como una bandera, seguida por nosotros dos a unos tres metros. Luego de recorrer sinuosos caminos y vadear algunos lechos de arroyuelos casi secos nos internarnos en un fino sendero que nos condujo a un acantilado en donde florecía un añoso lapacho amarillo.
El acantilado de roja roca caía bruscamente al río que murmuraba a nuestros pies al pasar por las pequeñas cuevas producidas por la erosión.
Azucena tomó la mariposa de entre las pequeñas manos del niño y la encerró entre las suyas.
Sin saber qué responder me quedé en silencio mirando al río salpicado por los pequeños islotes de camalotes mientras que la muchacha liberaba a la mariposa que se alejó presurosa.
Montamos los caballos y regresamos a la residencia de la familia Ruiz Gato antes de que el coronel, Wilgem y doña Teresa despertasen. Sólo José, quien se hallaba tomando mate, dijo:
Luego de volver del establo, Carlos volvió a treparse al añoso árbol de mango y yo me dirigí a la casa principal donde encontré al coronel, en ropa de cama, sentado en un sillón de mimbre de amplio respaldo y anchos posabrazos y Ramona al lado suyo sirviéndole un mate.
Yo había oído hablar de aquella bebida que el coronel me ofrecía y que hace un tiempo se había comenzado a beber en la corte prusiana aunque en tazas como el café o el té. Sin querer ofender al anfitrión, tomé con una mano la pequeña calabaza recubierta en fina plata labrada en cuyo interior se hallaba la yerba mate, a la cual se le había agregado agua caliente, mientras que con la otra mano tomé la bombilla de oro adornada con pequeños rubíes, y pensando que de una cuchara se trataba di con esta tres vueltas al espeso brebaje para luego extraerla del mate e ingerir la infusión como si de una taza de té se tratara atragantándome con la yerba al hacerlo.
La mujer trató de contener la risa y el coronel observándome atónito dijo:
Rojo de vergüenza por la torpeza que mi ignorancia y atropello me habían jugado, traté de disimular escuchando atentamente la explicación que el anfitrión me daba como si nada hubiera pasado.
El ruido de una galera acercándose hizo que el coronel se fijara en dirección a la puerta principal abierta de par en par.
Madame Célestine Lafaiette había nacido en Francia durante los últimos años del reinado de Luís XVI y había venido a Paraguay junto con la flamante esposa del coronel, de quien era íntima amiga, en 1841, dedicándose desde entonces a la enseñanza del idioma francés y alemán que hablaba a la perfección, debido a que sus padres habían servido directamente a María Antonieta, hija de la emperatriz de Austria y esposa del rey Luís XVI. Cuando la madre de Azucena enfermó gravemente, Madame Lafaiette prodigó sus cuidados a ella, a su pequeña hija y al afligido coronel, durante los tres años que duró la enfermedad y un año después de la muerte de la mujer; hasta que el coronel tomó nuevas nupcias con doña Teresa, quien servía a la familia como ahora lo hacía Ramona. Alegre y de chispeante inteligencia, la septuagenaria maestra medía un metro cincuenta, un poco encorvada, de cara redonda, nariz ligeramente pronunciada y ojos pardos muy expresivos. Muy coqueta, usaba elegantemente una vieja peluca blanca sujeta por una peineta de oro y coral, un collar de coral engarzado en oro que caía pesadamente sobre su vestido azul, y de sus orejas colgaba un par de aros o namichaî de tres pendientes de pesada y rica crisólita.
De este modo, mientras Azucena asistía a su clase de alemán, yo preparé mi moderna cámara de fuelle sobre el trípode.
Luego de montar el fuelle a la cámara procedí a enfocar la lente deslizando el fuelle sobre el riel. Una vez enfocadas ambas mujeres, que sentadas fingían leer sendos libros, cubrí a la cámara y a mi persona con el paño negro que evita cualquier filtración de luz que arruinaría la placa para seguidamente sacar la fotografía. De inmediato me dirigí a mi habitación, sellé toda filtración de luz mediante una frazada que coloque sobre la ventana y procedí a revelar la fotografía que pudo apreciarse durante la cena.
Luego de la cena me despedí de todos y me dirigí a mi habitación. Me acosté sobre la cama sin desvestirme y me dispuse a rememorar el día vivido y sus acontecimientos que marcaron con fuego toda mi vida.
Minutos después, y con el acompasado sonido de un grillo, provocado al frotar el relieve acanalado del inferior de una de sus alas delanteras contra el afilado borde de la otra, y en mi mente la imagen de la angelical Azucena con su negro cabello al viento montada sobre aquel magnífico corcel, me quedé profundamente dormido.
1 - Denominación que el propio Sarmiento se daba a sí mismo en sus últimos años.
2 - Periódico argentino creado el 4 de enero de 1870 por Bartolomé Mitre.
3 - Látigo de cuero trenzado.
4 - Actualmente, Parque Carlos Antonio López.
5 - En alemán: Mañoso con los mañosos.
6 - Virgen venerada en Polonia.
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