DELFINA
(Monólogo- MUJERES, obra que incluye este monólogo,
fue estrenada en Asunción por Mario Santander, en agosto de 2001)
Obra de AGUSTÍN NÚÑEZ
DELFINA es una mujer sesentona, bien conservada, con aspecto de monja. Viste con colores grises y pasteles. Tiene el pelo recogido. Al hablar, en determinados momentos, su voz tiene el tono de rezar el rosario.
DELFINA: ¡Es un designio de Dios, y no hay nada que hacer...! El siglo ha concluido de forma caótica. Y comenzamos el nuevo. Dicen que el fin del mundo está próximo. Pero estoy tranquila. ¿Por qué no estarlo? He llevado una vida ejemplar, todo lo he hecho del mejor modo posible.
Me he sacrificado, he ayudado, uso silicio y gran parte de mi vida fui de comunión diaria. Lo único que siento es tener que terminar mis días en este horrible lugar. Siempre abarajé la posibilidad de fallecer en un convento... ¿Como hermana? No. Sé perfectamente que eso no podía hacer. A pesar de ser devota me tocó pasar por este mundo del demonio y la carne al cual nadie puede evadir. Sí. Se puede. Pero en ese caso el mundano ser humano asciende a la categoría de santo. Y a eso ya nunca podré llegar.
Desde niña mi único anhelo era mi santificación. Pedía por favor a mis padres que una vez muerta ellos se encargaran de presentar mi vida, mi caso, a la Santa Sede para que después de ser beatificada me santificaran.
Pero no fue así. Siempre el diablo aparece en los momentos menos propicios y se nos enreda en las piernas hasta hacernos caer.
Mi primer pensamiento lo tuve creo que a los 9 años. Comencé a desear apasionadamente a mi padre. Fue un sentimiento muy precoz, ya que yo era ignorante total de los asuntos sexuales. No obstante mi naturaleza me llevaba a desearlo profundamente.
No sabía qué hacer. Las monjas del colegio decían que uno debía apartarse de los malos pensamientos evitando el ocio. Yo me ponía a hacer cuanto podía con tal de apartarme ese pensamiento que merodeaba particularmente a la noche, antes de dormir. Era tan fuerte que a veces llegué a pensar que el diablo compartía mi lecho.
Así como mi pasión aumentaba fui tomándole un gran odio a mi madre. Hasta llegué a desearla muerta. Es más, yo me veía autora de ello. Me pasaba maquinando mil formas de matarla. No podía ver un cuchillo, veneno u objeto punzante sin que inmediatamente me viniera el deseo a la mente. Afortunadamente todo concluyó con final feliz. Ella murió de muerte natural y bendecida por nosotros y los oficios divinos.
Pertenezco a una familia de ocho hermanos, es decir, tres hermanos, cuatro hermanas y yo. Un raro engendro que nada tiene que ver con el sexo, por lo tanto me gustaría definirme como asexuada.
A los pocos años, todos mis hermanos se habían casado. Sólo quedaba yo para dedicarle toda mi vida al cuidado de mi padre. Con los años, la pasión hacia él se fue convirtiendo en entrañable cariño. Ese profundo cariño hacia él hacía que no tuviera ojos para otro hombre.
Mi vida transcurría serenamente entre mi casa, la iglesia y el cuidado a los sobrinos, que cada vez eran más.
Un día mi hermana segunda, Emilia, me dijo: –Tenés que buscar un hombre y casarte. Si no lo hacés ahora serás la "madre eterna". No ves que tus hermanos te están usando como sirvienta.
Yo no lo veía así. Sólo lo hacía para ganar indulgencias ante Dios. Era mi deber como cristiana.
Al poco tiempo, descubrí que mi padre andaba de amores con la sirvienta, cosa muy mal vista dentro de nuestro nivel y del grupo social al que pertenecíamos. Mi padre ya casi llegaba a los setenta años y la soledad lo corroía lentamente. Era lógico que necesitara del cariño de alguien. Ya el mío solo no le alcanzaba.
A partir de eso me di cuenta de que los sentimientos se gastan, como todas las cosas, y uno debe aceptarlo cristianamente.
Cuando le comenté a Emilia la relación de papá con la sirvienta, me dijo: –¿Viste? Todo parece indicar que llegó la hora. Y en este momento yo tengo una persona para vos.
La verdad que yo no estaba ya muy joven. Tenía que tomar una decisión en la vida. Le consulté a mi director espiritual y me aconsejó que lo hiciera, siempre y cuando no confundiera cosas. Mi futura vida sexual debía ser orientada a la procreación y nada más.
Así fue que conocí a Rubén. Un hombre agradable y de buenos sentimientos. Nos vimos tres o cuatro veces. El hablaba de una forma encantadora y parecía muy cristiano. En eso estalló la guerra del Chaco. Fue llamado a pelear, pero antes me hizo jurar que si regresaba vivo me casaría con él. Yo acepté y él me nombró su madrina de guerra.
Había mujeres que desde los pueblos y ciudades velaban por la salud y el mínimo bien pasar de los soldados. Esas eran las madrinas de guerra. Yo me había convertido en una de ellas.
Nos reuníamos en las tardes calurosas del pueblo a rezar y rezar por ellos. Vestíamos de luto como parte del sacrificio que hacíamos al buen Dios para que mantenga vivo a nuestros hombres.
Todo se mantuvo dentro de los límites normales durante los primeros tiempos. El, de tanto en tanto, me escribía una carta. De tanto en tanto, yo le enviaba otra, siempre acompañada de alguna estampita con oraciones de ayuda escritas al reverso.
Ya cuando se vislumbraba el fin de la guerra, de nuevo el demonio comenzó a enredarse entre mis piernas. Empecé a sentir por él una pasión muy fuerte, como la que antes había sentido por mi padre. Desde ese momento comencé a odiarlo. Seguía yendo todas las tardes a rezar con las mujeres, sólo que ahora yo pedía a Nuestro Señor que no volviera vivo, que me evitara tener que cumplir con mi promesa. La guerra acabó y los sobrevivientes volvieron.
Rubén también. Estaba quemado por el sol y la abstinencia. Y yo tuve que cumplir mi promesa.
Fui una esposa ejemplar. Tuve siete hijos, pero siempre fui firme a lo conversado con mi confesor. Nunca sentí el mínimo placer en el sexo. El placer me invadía al invocar a mi Señor. Yo, más que nadie, he comprendido el éxtasis de Santa Teresa de Jesús. En eso fui un ejemplo de buena cristiana.
Después de muchos años, Rubén falleció. Dios me lo dio, Dios me lo quitó. Ya lo comenzaba a querer. Luego, todos mis hijos se casaron y quedé sola. Pensé en dedicar mis últimos años a la vida del servicio a Dios recluyéndome en un convento.
Pero no. Eso colmaría mis satisfacciones. No puedo darme placeres en esta vida. Entonces decidí seguir sola transitando por este valle de lágrimas. Hasta hoy, encerrada aquí, lejos del mundo, dispuesta a recibir el fin del mundo. Sólo espero que cuando llegue el momento, todo sea rápido.
Comienza a rezar en voz baja.
(De: Archivo personal de Agustín Núñez.
Este monólogo fue escrito en julio de 1998.)
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(De: "ANTOLOGÍA DE LA LITERATURA PARAGUAYA"/ 3ra. Edición
Autora: TERESA MENDEZ-FAITH
Editorial EL LECTOR, Asunción-Paraguay 2004
Puede ampliar la información sobre el libro en la página de la autora
www.anselm.edu/homepage/tmfaith/welcome.html
e-mail: tmfaith@anselm.edu ).-
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