LA BAILARINA
Por LOURDES TALAVERA
“Y el público sabe agradecer siempre tales esfuerzos. Paga por ver una pulga vestida; y no tanto por la belleza del traje, sino por el trabajo que ha costado ponérselo”.
J.J. ARREOLA
Contemplaba los movimientos de la mujer en elescenario, que se movía casi etérea entre amplias cintas de seda. Pensé que se trataba de un espectáculo corriente en esos vodeviles decadentes de la calle Moulin. Luego apareció un clown que trataba de arrebatarle las cintas. Se movían con una gracia sutil que me recordó al teatro Kabuki, representado solamente por varones. En un momento dado, el ruido de un tambor entró por un lado trayendo algarabía. Creí que el tambor tenía vida propia. No, no, no… el enano tapado en toda su talla realizaba enérgicos movimientos que se irradiaban hasta nuestros asientos. Con cada golpe que resonaba en la sala, el público se sobresaltaba en su sitio. Indudablemente, a decir de Arreola, ese pequeño monstruo de edad indefinida completaba el elenco. Golpeando su tamboril daba fondo musical a los actos de la mujer”. La bailarina notenía una gran belleza, pero desplegaba una armonía en sus movimientos que la mostraban grácil y serena. El hombre era francamente enclenque y no coordinaba sus pasos con los de la bailarina. El público parecía hipnotizado por la puesta teatral casi grotesca. En un momento dado, la mujer extrajo una cadena de raso y se la puso al cuello del hombre. La sostenía con la mano derecha y la mecía cada tanto haciendo que el hombre trastabillara; en esos instantes el tambor so-naba como queriendo horadar el piso y abatir el techo del lugar.
La función se desarrollaba como una performance y en ella el hombre sujeto a la cadena cantaba a la dama la canción de Edith Piaf “La vie en rose”. Su voz contrastaba con su aspecto. Cantaba en francés y en es-pañol, con una cadencia y un rostro enamorado que los espectadores perplejos tomaban y observaban el escenario. La cadena, que iba de las manos derecha e izquierda al cuello del hombre, no pasaba de ser un símbolo, ya que el menor esfuerzo habría bastado para romperla. Sin embargo, los golpes del enano resonaban casi con violencia en la sala, retumbando por todas las esquinas.
El hombre miraba con una dulzura desgarradora a la mujer. Era como una unión invisible, pero percibida por todos nosotros. La cadena de raso rojo los unía y les permitía moverse con libertad. Ella disfrutaba de darle más de la cadena y él casi volaba a sus anchas. Saltaba y se revolcaba en el suelo y luego se erguía de nuevo arrancando los más entusiastas aplausos de la concurrencia. Orgulloso, pero sin soberbia, sonreía a su dama.
El hombre pequeño del tambor daba fondo musical a los actos de la mujer y de ese hombre, que se reducían a piruetas, miradas y movimientos casi in-visibles, pero perceptibles para la concurrencia. Alguien tiró una moneda al suelo. De improviso la mujer tiró de la cadena y ambos estuvieron cara a cara. Él la besó largamente y el público aplaudió. Me sentí decepcionado, me hubiera gustado que uno hubiera golpeado al otro. La música había bajado de tono y, mientras ellos se abrazaban, el hombre del tambor recrudeció sus golpes. Batía con tanta fuerza el tambor que separó a la pareja. El hombre se alejó malhumorado y la mujer se encogió de hombros.
La mujer tenía una paciencia muy grande ante el desempeño burdo del hombre. Ella se portaba muy protectora con él. El público parecía entender la situación. El hombre disfrutaba de la representación. La mujer le importaba, se veía a todas luces. Entre ambos existía una relación, entrañable y de entresijos. De aquellas que me sorprenden a menudo. Sumergido en la maraña del público, no perdí de vista esos detalles que mi intuición captaba. Aquí me permito señalar con certeza que el hombre pequeño del tambor se sentía receloso y también su actitud demos-traba orgullo por esa mujer que bailaba a su propio ritmo. El público aplaudía.
El hombre ordenó al enano del tambor que toca-ra un ritmo marcial. La mujer, en lugar de marchar, se movía con una cadencia romántica y soñadora. El hombre la zarandeó, se sentía burlado en la máxima expresión. Enojado, recriminaba a la bailarina su lentitud. El público no comprendía lo que ocurría sobre el escenario. Sin embargo, empezaron a aplaudir de manera frenética. La mujer se paralizó y el enano dejó de tocar el tambor. Para colmo, el hombre zarandeó a la mujer y luego se largó a llorar. El enano con voz poderosa cantó un bolero, a viva voz, y todos nos sor-prendimos.
A mitad de la canción arremetió el tambor a golpes. La mujer maravillada se repuso y bailó con ganas. El hombre se enjugó las lágrimas, la acompañó y terminaron como en un vuelo rasante. Fue un exitoso final. Luego los tres abrazados miraban al público que, de pie, no dejaba de aplaudir.