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THOMAS L. WHIGHAM

  ALGUNAS IMPRESIONES DISPERSAS: LAS COSAS QUE EXTRAÑO DEL PARAGUAY - Por THOMAS L. WHIGHAM - Domingo, 13 de Diciembre de 2020


ALGUNAS IMPRESIONES DISPERSAS: LAS COSAS QUE EXTRAÑO DEL PARAGUAY - Por THOMAS L. WHIGHAM - Domingo, 13 de Diciembre de 2020

ALGUNAS IMPRESIONES DISPERSAS: LAS COSAS QUE EXTRAÑO DEL PARAGUAY


Por THOMAS L. WHIGHAM

 

Profesor emérito de la Universidad de Georgia

Mientras participaba el pasado octubre en una presentación de Zoom con el Centro Cultural Paraguayo-Americano, me preguntaron qué extrañaba de Paraguay. No había estado en el país durante casi siete años (¡sí, siete!) y pensé que la pregunta era bastante justa. Aun así, no estaba preparado para responderla y dije algo trillado sobre lo difícil, o casi imposible, que es encontrar una buena chipa guasu en Estados Unidos. Luego divagué unos minutos sobre la falta de cierto espíritu, cierto sentimiento de camaradería y simpatía que siempre encontré entre los paraguayos y que me preocupaba que se hubiera escapado con la mayor integración del país en el mundo moderno de los automóviles chinos baratos, el internet y el sushi.

Ahora que he tenido un poco más de tiempo para pensar en esta pregunta, quiero modificar mi respuesta agregando algunas impresiones que he extraído de muchos años de experiencia en Paraguay. Quizás mis lectores me ayuden un poco con esto. Ellos reconocerán, creo, que algunos de los sentimientos más poderosos que afectan nuestras vidas son difíciles de describir o medir y tal vez no vean nada particularmente paraguayo en las imágenes que aquí relataré. Pero para mí realmente se destacan en mi memoria de un Paraguay que imagino que ya no es lo que fue.

Llegué al país por primera vez en 1973 como parte de un programa de voluntarios médicos enviado para realizar vacunas en el campo entre Ybycuí y Mbuyapey. Yo tenía dieciocho años y en muchos sentidos muy joven aun, pero estaba entusiasmado y listo para el trabajo. Durante varias semanas, fuimos responsables de dar (sí, recuerdo el número) 11.726 vacunas a los niños para ayudar a prevenir que contrajeran difteria, tétanos, polio, sarampión y tos ferina. Y al final de nuestra estadía en el país nuestros esfuerzos fueron celebrados en una recepción ofrecida por nada menos que el Dr. Adán Godoy Giménez, el ministro de Salud Pública.

Fue muy emocionante y también muy agotador trabajar en el programa de vacunación de aquellos tiempos. Un día, para hacer una pausa y descansar un poco, fuimos a visitar el sitio de Minas Cue, donde el gobierno de los dos López había construido la famosa fundición de hierro. Era un lugar fascinante y, en muchos sentidos, debo mi interés por la historia paraguaya a esa visita a la fundición. Curiosamente, sin embargo, no es el carácter histórico del lugar lo que me viene a la mente. Son los colores del paisaje. Mientras la mayoría de las personas que nos acompañaban entraban en los edificios antiguos para inspeccionar la antigua rueda de agua y otro pequeño grupo subía a lo alto para ver la cascada, yo caminé lentamente a lo largo del arroyo para observar el flujo del agua.

Ya había visto el Salto Cristal, que es lo que muchos turistas vienen a ver en esta zona. Pero aquí estaba, en cambio, mirando hacia abajo al agua cristalina, moviéndose lentamente más allá de mis pies. El agua gorgoteó. Y no pude evitar pensar que me estaba gorgoteando a mí, como si el arroyo quisiera iniciar una conversación. Me detuve y escuché. El agua me decía, o parecía decirme, que el lugar tenía bastante historia, que muchos siglos antes había allí gente del bosque. Y que antes de esa gente había carpinchos, conejos, ciervos, hormigueros, pájaros campana, hasta jaguares. Y todos habían dejado un pedacito de su realidad en este lugar llamado Paraguay. Y todos se estaban uniendo en un coro ahora, diciéndome a través de estas aguas borboteantes de qué se trataba el país.

Sí, sabía que todo esto estaba en mi imaginación. Pero cuando regresé a Ybycuí a primera hora de la tarde, le conté a uno de los hombres ancianos. Él sonrió y dijo en voz baja: «hêê, ha’e pora». A lo que dije: «¿Mba’e?». Y esta vez respondió en español: «Son duendes, joven. Nada más. Tal vez pombero».

Bueno, quizás no fue mi imaginación después de todo. No estaba tan seguro. Pero esto sí parece verídico: hay lugares en el país, más que unos pocos, que parecen impresionarte con su carácter paraguayo como efecto natural. Y pueden presentarse en muchas formas distintas. En el arroyo de Minas Cue, me llegó en un sentido muy personal, como si las aguas me hablaran exclusivamente a mí como individuo. Pero también hay lugares donde el «sentimiento» paraguayo te llega de una forma más colectiva.

Para mí, un ejemplo obvio de este último es el Bar San Roque, donde durante los años 80 y principios de los 90 almorzaba habitualmente. En el Bar, no era el gorgoteo del agua lo que llamaría evocación del Paraguay, ni el aceite crepitante de las sartenes, ni siquiera la aroma de las milanesas. No, era la gente que frecuentaba el lugar.

Fue un extraño enjambre el que se reunió en el Bar San Roque: larvas y pupas en cada etapa de la metamorfosis. Benigno Riquelme García tenía asiento permanente en un rincón donde cada noche se dejaba casi aturdido. Joel Filártiga solía pasar y divertir a todos dibujando elaborados garabatos en un cuaderno. Otro visitante frecuente era José Luis Appleyard, que parecía vikingo y dirigía el PEN Club de Paraguay desde una de las salas traseras. Y luego estaba Dionisio Borda, quien me hizo la introducción al matambre paraguayo un mediodía cuando compartimos una comida allí.

También hubo ese extraña ocasión en que entré al bar, con bastante hambre y listo para comerme un gran bife. Pero encontré el lugar lleno de tal vez un centenar de colorados tradicionalistas. Todos iban vestidos con trajes azules de talla pequeña con corbatas rojas y todos tenían una expresión amarga en sus rostros. Se supo que solo unas horas antes la facción rival asociada con el Cuatrinomio de Oro (uno de los cuales era el mencionado Dr. Adán Godoy Giménez) había tomado el control de la ANR. Este acto sacó a la calle al tradicionalista Humberto Domínguez Dibb con la cara amarga y con una metralleta en la mano.

Parecía muy imponente, incluso aterrador, pero en ese momento no pasó nada. En cuanto a mí, la mirada enojada de esos correligionarios del Bar San Roque no me tranquilizó, así que fui a buscar mi almuerzo a otro lado. Si no me equivoco, acabé en Empanadas Don Vito, donde comí una de roquefort y una salteña; sí, lo recuerdo mucho. En cualquier caso, finalmente volví al Bar San Roque unos días más tarde y todo salió bien.

¿Qué tenía el bar que me impresionó tanto? La buena comida, sí. La buena compañía, sí. Pero más que ambas cosas fue el sentimiento distintivo inspirado por estar sentado cerca de tanta gente interesante, interesante por muchas razones diferentes. Y se me ocurrió que había algo en el lugar que era más grande que la suma de sus partes. El bar bullía de historias efervescentes, de relatos de exilio y alienación, de esperanza y redención, de incertidumbre, falta de realización, alegría y arrepentimiento por lo que podría haber sido. Sí, el Bar San Roque era un lugar muy paraguayo. Y lo extraño mucho, tanto como extraño el arroyo en Minas Cue.

Ahora bien, ¿qué tenían estos dos lugares en común? Que ambos se acercaron a mí, me tocaron en el hombro y me dijeron: «Aquí estamos. Esto es Paraguay». Ahora pienso que quizás hasta el Bar San Roque tenga su propia pora, justamente como las aguas del arroyo. Eso es algo para contemplar.

 

 

Antigua foto de la esquina de Eligio Ayala y Tacuary, donde se encuentra el Bar San Roque.

 

Interior del Bar San Roque, Asunción

 

Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR

Domingo, 13 de Diciembre de 2020

Página 1

www.abc.com.py

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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