PASIÓN Y SIMULACRO, 1993
Madera recortada y pintada.
Obra de CARLOS COLOMBINO
CARLOS COLOMBINO
PRESENTACIÓN
En 1974, Carlos Colombino coloca un conjunto de manos sobre una ranura abierta en la madera y nos entrega un cuadro en el que aparece, por vez primera, su obsesión por estas extremidades.
Año tras año, desde entonces, trabajará las manos con un realismo riguroso y exquisito, pero siempre o casi siempre, como en su magnífica serie REFLEXIONES SOBRE DURERO, unidas al resto de la anatomía humana, aun cuando a esta última le niegue con frecuencia, algunas de sus partes fundamentales (la cabeza, por ejemplo, en EL CARDO, LA ÚLTIMA VEZ, los autorretratos y ACERCA DE LA ETERNIDAD, todos de la misma SERIE SOBRE DURERO). En cada una de estas espléndidas xilopinturas, como a él le gusta llamar a su pintura (del griego xílon, madera), el tratamiento que hace de las manos es particular: copia rigurosa y, a la vez, resignificada por los materiales nuevos con los que trabaja y el ordenamiento matemático del espacio sobre el que compone. Las manos, empero, están todavía ahí tratando de independizarse, pero sin lograrlo, atadas al lastre de unos cuerpos a los que el artista niega la identidad de los rostros, pero que aún conservan sobre sus torsos, pechos y brazos algunas otras señas a partir de las cuales es posible su identificación (jubones, mangas buchonas, hopalandas y capas). En muchos de estos cuerpos las únicas partes propiamente suyas son las manos, pues la vestimenta, si bien les es propia y nos permite reconocerlos en su referente primero (las obras de Durero), no deja de ser una circunstancia por la que los cuerpos atraviesan y de la que, por tanto, podríamos prescindir. Las manos se convierten, de este modo, en las principales señas de identidad que Colombino nos entrega. De ahí a la independencia del cuerpo sólo hay un paso.
Desde MANOS (1974), este camino aparece abierto. En MANOS, la independencia se intuye ya como posibilidad, pero todavía no se concreta: hay algo que sujeta estas «manos» a una estructura oscura y misteriosa que se intuye más allá de esa ranura por la que se asoman, curiosas, para ver o ser vistas. Porque la independencia de las manos supone, también, una humanización total de las mismas, un integrar en sí todas las demás funciones del cuerpo y de la mente: la vista, el olfato, el gusto, el habla, el pensamiento... Manos humanizadas u hombres reducidos a manos, figura nueva, sinécdoque pictórica que Colombino potencia a nivel simbólico hasta las últimas consecuencias.
Y en esta fase es en la que se encuentra ahora, en 1995. Las manos se han hecho hombres o los hombres han quedado reducidos a manos en un proceso en el que la negación de la figura humana, su simple reducción a «manos», genera una atmósfera preñada de humanidad, o, si se prefiere, de humanismo y de historicidad, de preocupación por colocar al hombre en el centro de todo, por humanizarlo todo: el cosmos, la naturaleza, el hombre mismo. Y, así, las manos que pinta y modela Colombino sobre la madera de sus cuadros son sufrientes o gozosas, atadas o libres, yertas o dinámicas: las manos del homo faber que se ha hecho a sí mismo en un proceso consciente de modificación constante de la naturaleza y que ha escrito con ellas desde siempre la historia de todos nosotros. Las manos de Colombino son nuestras manos: todas las manos: las que acarician y las que castigan, las que aman y las que odian, las que construyen y las que destruyen. Las manos son, en este marco, tan expresivas como el hombre mismo: devienen totalidad cifrada, signo integrador de lo que sólo es propio del hombre.
Colombino sabe que en las manos del hombre se esconden los secretos de su historia. Pintor quiromántico por excelencia, desentraña nuestros misterios al ponernos frente a nuestras manos y enfrentarnos a ellas. Quiere que también nosotros lo hagamos. Espera que, tras la apariencia de fría razón geométrica con la que distribuye sus espacios, tras el contraste de superficies rugosas y lisas, tras el mundo de ataduras y líneas aparentemente congeladas, tras su mundo, en fin, tan cuidadosamente dispuesto para su lectura, podamos nosotros desentrañar, no ya los arcanos de nuestro destino, sino los no menos misteriosos arcanos de nuestro pasado y de nuestro presente, de aquello que somos por lo que hemos sido. Lo que nos propone es una reflexión sobre nosotros mismos, una introspección, una búsqueda agónica. La invitación de Colombino no es una invitación al sueño, sino a la vigilia, la invitación de un artista que intuye -o, mejor aún, que sabe- que todos los secretos del mundo están encerrados en nosotros mismos: en nuestras propias ma-nos.
CARLOS COLOMBINO
UNA VIDA PARA EL ARTE
Los recientes sucesos de marzo nos demostraron que hoy el Paraguay está despertando al fin del largo sopor que nos provocó una nefasta dictadura. Y, junto al despertar de la ciudadanía, creemos que muy pronto comenzaremos a vislumbrar un despertar cultural. Sin embargo, es menester rendir un homenaje a todos aquellos que, durante los años de plomo, la transición y hasta hoy, hicieron posible la supervivencia, aunque sea precaria, de una vida cultural y artística independiente.
Carlos Colombino es uno de ellos, un artista en el pleno sentido de la palabra que ha dedicado al arte lo mejor de sus años. Arquitecto, pintor-escultor (pues de esa manera sólo puede ser clasificada su obra) y escritor. Pero sobre todo, un artista completo, capaz de expresar lo inefable y trascendente y de evitar siempre el tópico, pero sin proponérselo (sello del auténtico creador).
¿Qué decir de su técnica, salvo que revela al trabajo paciente y esforzado, a las veladas de meditación y estudio, en suma a la seriedad y el compromiso vital del artista? ¿Qué decir de su obra, hablar otra vez de su desmesura trágica y grandiosa, de la hybris, esa hybrís que lo hace pariente de esa pléyade de creadores a los que la grandeza escogió: Beethoven, Goya, Baudelaire, Víctor Hugo...?
En Colombino nos encontramos con grandes rocas, paisajes megalíticos de eras geológicas remotas que hubieran hecho las delicias de Howard Philips Lovecraft. Nos recuerda a Dalí por momentos, al Dalí de «Ruinas antiguas después de la lluvia», o a Yves Tanguy y sus paisajes prehistóricos. Pero, sobre todo, la grandiosidad, el terror, la fascinación por los espacios vírgenes, el «poder de la desolación que aniquila» que diría Algernoon Blackwood, parecen emparentarlo tanto con el surrealismo como con el romanticismo y especialmente con ese genio alemán que fue Caspar David Friedrich cuya «Mar de hielo o El Fin de la esperanza» sigue congelando la sangre a quien lo contemple, generación tras generación. En Colombino la inhumanidad, la «antediluvianidad» del paisaje parece completa. El hombre es el gran ausente... Hasta que nos damos cuenta de que está convertido en parte de ese extraño paisaje, petrificado, cosificado, paralítico, como parte de esas montañas, esos macizos, esas rocas y cordilleras extraterrestres: ¿Es un mundo del futuro, del pasado o de ninguna parte? Entendemos entonces que Colombino expresa algo terrible, más allá de toda explicación lógica, de toda racionalización tranquilizadora. Y éste es su sello inconfundible, personal, originalísimo, que lo convierte en un auténtico creador, igual a los demás y a la vez, inconfundible.
FUENTE DEL COMENTARIO E IMAGÉN DE OBRA:
ARS LONGA
Por VICKY TORRES
Arandurã Editorial
Asunción-Paraguay 2004
(429 páginas)
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