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REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY

  REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY - Nº 4 – AÑO 1982 - ASUNCIÓN - POETAS / ENSAYISTAS / NARRADORES


REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY - Nº 4 – AÑO 1982 - ASUNCIÓN - POETAS / ENSAYISTAS / NARRADORES

REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY

POETAS/ ENSAYISTAS/ NARRADORES

Nº 4 – AÑO 1982 - ASUNCIÓN

 

 

REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY

POESÍA

NOEMÍ FERRARI DE NAGY

LUÍS MARÍA MARTÍNEZ

NILSA CASARIEGO DE BEDOYA

AURELIO GONZÁLEZ CANALE

ENSAYO

JOSÉ ANTONIO BILBAO

FRANCISCO MONTALTO

JOSEFINA PLÁ

NARRATIVA

VÍCTOR CASARTELLI

AUGUSTO CASOLA

LILIAN DE NAPOUT

Nº 4 - ASUNCIÓN

 

 

P.E.N. CLUB DEL PARAGUAY JUNTA DIRECTIVA

(Marzo 1981/1983)

 

PRESIDENTE : JOSÉ LUÍS APPLEYARD

V.PTE. 1º : JOSÉ ANTONIO BILBAO

V.PTE. 2º : NOEMÍ FERRARI DE NAGY

SRIO. GRAL. : WILLIAM BAECKER

SRIO. ACTAS : BEATRIZ R.A.DE GONZÁLEZ ODDONE

SRIO. FINANZAS : LUÍS MARÍA MARTÍNEZ

SRIO. REL. PÚB.: LILLAN DE NAPOUT

VOCALES

JUAN BOGGINO ; BACÓN DUARTE PRADO ; IDALIA FLORES DE ZARZA ; TOMÁS MATEO PIGNATARO ; ROBERTO QUEVEDO

SÍNDICO TITULAR: JOSÉ MARÍA RIVAROLA MATTO

SÍNDICO SUPLENTE: HUGO DÁVALOS

DIRECTOR DE LA REVISTA: WILLIAM BAECKER

 

 

PROF. DR. JUAN BOGGINO 1900 - 1981

 

Este cuarto número de la Revista del PEN Club del Paraguay está dedicado a la memoria del Prof. Dr. Don Juan Boggino, miembro fundador que fuera de la entidad y de cuya Junta Directiva ocupase cargos de responsabilidad durante muchos años. La muerte se acercó a él cuando desempeñaba, con la solvencia que acostumbraba, el cargo de Primer Vocal de la Junta.

En el PEN Club del Paraguay la voz del Profesor Boggino fue siempre rectora y su vocación de hombre probo, sabio y generoso se hizo patente entre nosotros. Referirse a su personalidad dentro de estas líneas sería un retaceo inmerecido de sus múltiples merecimientos. Mal se podría hacer un compendio completo de la obra que desarrolló durante su fecunda existencia en los más variados campos en un marco tan limitado. Por ello, nos remitimos a la cena que en homenaje suyo ofreciera nuestra entidad en agosto del año pasado, en la cual se puso de manifiesto la simpatía, la admiración y el respeto que había sabido despertar durante su presencia en las filas del PEN. Esa demostración que llegó a convertirse en una despedida anticipada, luego de su partida, dio lugar a que el presidente del PEN Club del Paraguay, Dr. José-Luís Appleyard, sintetizara tales sentimientos al decir que pocas personas como el doctor Boggino habían logrado convertir su nombre en sinónimo de bondad, de dación y de sabiduría.

El sillón que ha quedado vacante desde su ausencia seguirá desocupado durante todo el tiempo del mandato de la actual Junta Directiva, como un silencioso homenaje a su memoria. Su nombre ya ha pasado a enriquecer los anales de nuestra entidad. Su ejemplo lo seguirá siendo de todos cuantos militen en ella. Socios como el doctor Boggino son los mejores pergaminos que puede ostentar nuestro PEN Club.

LA DIRECCIÓN

 

 

POESIA

DEL CONCURSO DE POESÍA 1980 - PEN CLUB

NOEMÍ FERRARI DE NAGY - PRIMER PREMIO (COMPARTIDO)

LUÍS MARÍA MARTÍNEZ - PRIMER PREMIO (COMPARTIDO)

NILSA CASARIEGO DE BEDOYA - MENCIÓN DE HONOR

AURELIO GONZÁLEZ CANALE - MENCIÓN DE HONOR

 

 

REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY

 

 

NOEMÍ FERRARI DE NAGY

 

EL POZO

 

Mucha hiedra creció en el pozo antiguo.

Gotas de agua despaciosas caen

en la imagen del cielo, allá en el fondo,

con el chasquido de un sollozo leve.

Una azul claridad va palpitando

en danza inquieta sobre las paredes

y el oscuro verdor. Mana la tierra,

quieta, en su corazón, su llanto: eco

de un hermano llorar en el silencio

y en soledad. El tiempo, allá arriba,

sigue su vuelo como un viento eterno.

 

 

PRIMER AMOR

 

Descubro ahora que mi amor primero

fue el mar, su libre inmensidad cambiante.

Amor como un anhelo y una nostalgia,

doloroso placer, misterio y encanto.

Por el azul sin fin parpadeaban

Vagas promesas, parecían correr

Vagos reclamos. En el fresco abrazo

de las olas salobres fui feliz.

Ahora que es recuerdo solamente,

ese mar que yo amé sigue donando

algo de sí a mi obra sin descanso,

a la atmósfera nueva de este mundo

que me voy construyendo día tras día.

 

 

EL DIABLO

 

El Diablo: ojos punzantes,

sonrisa lasciva, manos

que dejan sus marcas negras,

patas, pezuñas cabrunas,

olor a azufre; espíritu

múltiple, ubicuo, duda

rebelde, llama

en el pico de la lamparilla

del encorvado alquimista,

ardor

en la ebriedad del convite,

ímpetu de la oleada

de la lujuria. La imagen

de ese Diablo ya se ha borrado;

como un ocaso de fuego

que de a poco se extingue en la noche,

se confundió con la nada.

Había sido quemado por siglos

-ese Diablo- en seres humanos.

 

Había sido clavado

y torturado en lechuzas,

murciélagos, gatos negros,

en sapos de ojos saltones;

pero ¿cómo podía morir

él mismo, si era el ansia

de los hijos de Adán? Su ansia

y su terror.

Ahora se esfuman los mitos

-como, al crecer el día,

los tenues vapores del alba-

y el Mal ya no tiene rostro

ni manos, ni olor. El Mal

no es el horrible amante

del aquelarre

ni el negro can vagabundo.

Es el oscuro y violento

corazón palpitante del mundo

que las pupilas del hombre

enciende de torvos fulgores.

 

 

 

LUÍS MARÍA MARTÍNEZ

 

MI ROSTRO VERDADERO

 

Si conocéis mi rostro, el oscuro y difuso,

el consumido casi por los fuegos del tiempo,

materia en todo rara como un mundo distinto,

el verdadero, el claro, el oculto o dormido,

el que lleva en los ojos un paisaje sublime

(un bosque, un valle, acaso, en todo iluminado,

un trasfondo de pájaros, de un color de platino),

el que acalla sus gritos por ley de convivencia,

el que aspira a reírse no obstante las tristezas,

el indolente, el mustio aeda de otras horas,

me diréis que es distinto,

me diréis que no es mío.

 

 

Si conocéis mi rostro de hombre malherido,

el que lleva en los ojos la luz de alguna estrella,

el que tiene en los labios canciones para todos,

sonidos inmortales y esencias generosas,

y sonríe y se muere, resucita y trabaja,

y quema sus pestañas con el sol de una aurora,

mediréis que es distinto,

me diréis que no es mío.

 

Si conocéis mi rostro que no es éste, que es otro,

que ocultamente nace, que ocultamente muere,

que sonríe no obstante la transición y el muro,

el que canta y se empeña por cantar para siempre,

ruiseñor de unas horas; aspirante al milenio,

me diréis que es distinto,

me diréis que no es mío.

 

Que no es mío ese rostro,

el que guardo en lo oscuro,

el que llevo en lo oculto:

¡mi rostro verdadero!

 

 

PERPETUAMENTE ALONDRA

 

Ya estoy como el visible fervor de una materia,

calladamente pájaro o rosa derramada,

aurora en su milenio de verter sutilezas,

juglar que nos gestiona canciones y abejeos:

¡perpetuamente alondra!

 

Yo nací de una eterna mujer que no conozco,

navegante en sigilo con todas sus fragatas,

avidez de la tierra que se viste de arenas,

seguramente un yerto labriego sin sus eras:

¡perpetuamente alondra!

 

Yo crecí en el aire de muros o batallas,

estrictamente unidos al hombre, a mis hermanos,

cantando cautamente lo mismo que un aeda,

clamor que se acalora posando en la materia,

garganta en tanto oficio de no mustios trinares,

nación en la tarea del pájaro o poeta:

¡perpetuamente alondra!

 

Yo estoy, yo siempre estuve cual sueño o sonido,

cual vida de victorias,

probando el agua clara que mana de una fuente

que acuna un bosque eterno de eternas epopeyas:

¡canciones que no cesan de ser, vidas de cantos,

herbazal de las nubes, reposo de las aves!,

¡perpetuamente alondra!

 

Yo soy todo el zumbido de un bosque milenario:

país de la poesía, alcándara del trino,

que siempre se ha movido lo mismo que una fronda,

ardoroso labriego, derrotado silencio,

tan aire como nube, tan vuelo como ave:

¡perpetuamente alondra!

 

Yo en mucho: ¡soy la alondra!

 

 

¡TODA MI SANGRE JOVEN TE PERTENECE VIDA!

 

Toda mi sangre joven te pertenece vida,

te pertenece como bastión de una quimera,

arquitecto de un orbe que huele a primavera.

 

¡Toda mi sangre joven te pertenece vida!

 

Te pertenece como principio de mi herida,

de amor, amor, amor, de a poco y a torrentes,

al canto eterno, al viento y a la naturaleza.

 

¡Toda mi sangre joven te pertenece vida!

 

Yo de morir no temo porque al vivir me entrego;

sé que mañana acaso me tornaré en abeja

y libaré con fuerzas los néctares de vida.

 

¡Toda mi sangre joven te pertenece vida!

 

Yo que al cantar presiento que me estoy retrasando

para quedar más tiempo sobre el aire y la tierra;

sé que me estoy quedando para siempre en la vida.

 

¡Toda mi sangre joven te pertenece vida!

 

Te pertenece como fabulación de un hombre,

aeda de una hermosa colmena que enamora,

cantor que nos parece que vive en primavera.

 

¡Toda mi sangre joven te pertenece vida!

 

Toda mi sangre, creo, queme airea en su fuego,

que me aplaca en los cantos y me aumenta

en sus riegos.

Toda mi sangre, creo.

Toda mi sangre joven.

¡Toda mi sangre joven te pertenece vida!

 

 

¡MAÑANA YO MADRUGO!

 

Sentí un rumor difuso entre las frondas.

 

El viento es, pensé, viendo el invierno

con ese rostro mustio de su estado:

de gris como de pausa o de soldado,

que agazapado inquiere ¿qué es lo que pasa?

 

- No hay nada que esperar- dije entretanto,

mirando que la tierra se entrenaba

un gran silencio en todo y desolado.

 

Creí ver en las piedras confirmadas

la gran solemnidad de este momento.

 

¡Ni pájaros que asombran o aletean

siquiera como insinuación de algún verano!

 

Creí ser él silencio que pesaba.

 

Mañana yo madrugo o permanezco

en trance de ser otro, en primavera...

 

¡Mañana yo madrugo!

 

Haré que en tanto vengan las alondras.

 

 

 

NILSA CASARIEGO DE BEDOYA

 

POEMA

 

Qué llena estaba yo de ti

y qué pequeño era el cielo

a nuestro lado!

 

Todo comenzaba y terminaba

en nuestros ojos,

sin pedir ya nada.

 

La tarde

la lluvia

las mariposas extrañas de rocío.

 

 

Me diste todo y yo

quería darte más que todo

quería darte otra vida

quería continuar en ti

a través de los siglos

a través de los mares

siempre en ti

a través de la creación.

 

Qué distinto era aquel viento

que soplaba entre los cerros.

 

Qué grandes y tibias las estrellas.

 

Qué cerca había estado Dios

cuando me amabas.

 

 

POEMA

 

Tu mirada oscura.

Pozo de agua

callada y transparente!

 

Tu mirada dura.

Puerto donde mi barco encalla!

 

Tu mirada dulce.

Manto de luz

echado sobre mi hombro!

 

Y el amor en tu mirada

parece una arboleda

con miles de pájaros

cantando entre sus ramas.

 

 

POEMA

 

Cada ser que se va

deja un silencio

y hay tanto silencio en medio

del ruido!

 

Hay silencio

en un auto que se aleja

y entre sus pasos

que vienen hacia casa.

En medio de las hojas

que se agitan hay silencio

y en las palabras

¡cuánto silencio

hay en las palabras!

 

 

POEMA

 

Igual que aquella niña

de trenzas

y pies planos

busco aún el pedazo de sol

entre las piedras,

busco aún ese cielo azul

de las montañas y el agua

que brota de los cerros.

 

Busco aún, padre,

tu voz

llamándome en la aurora y ese amor

que llena las noches estrelladas.

 

Y ahora,

que ya no tengo trenzas

que ya creció la niña

que no hablaba

y que lloraba escondiéndose

en la nada,

para seguir viviendo

necesito el aire de la vida,

el viento de los mares,

y el simple rumor de tu nombre

hecho poesía.

 

 

 

 

AURELIO GONZÁLEZ CANALE

 

CAER POR DENTRO

 

I

 

Un cisne

blanquea el espejo oscuro del estanque;

como un dios,

se mueve por dentro

y está quieto por fuera.

 

-Unas últimas hojas del pálido otoño

rajan el agua azabache con ilusionados relieves concéntricos.

Entonces

el cisne, como atrapado

pero solemne en su investidura alba,

picotea la silenciosa corriente

haciendo temblar a las primeras estrellas del firmamento

lejano.

 

Se mueve, por dentro

y está quieto por fuera.

 

¡Melancólica alegría de eternidad en el estanque!

el cisne.

 

II

 

Las hojas caen amarillentas

sobre la plaza otoñalmente polícroma.

 

El sol hoy no se puso hacia el río

porque las nubes cual bandada de palomas grises

se dirigieron hacia las serranías del oeste.

 

Yo, sentado en la plaza

veo que los niños siguen incansables con sus juegos

y el tren que llega a la ciudad silbando de júbilo.

 

Los niños

caen, se levantan, corren, vuelan...

 

Desde mis ojos dilatados de ausencia,

la ciudad se levanta con sus edificios -ahora de luciérnagas-,

y en el recuerdo, el breve y sencillo juego de los niños.

 

Sentado en la plaza,

las hojas caen

los niños juegan. 

 

III

 

Un niño que llevo por dentro me mira

como me miran los pájaros en otoño

-en silencio,

con las pupilas abiertas de preguntas.

 

Yo también lo miro desde mis años

con preguntas que él no las comprende.

 

Entre un silenció y otro

de súbito... entre nosotros, una mariposa

revolotea a unas hojas que caen en alegre ritmo.

 

Ante extraña danza

el niño y yo,

juntos

con el mismo aliento

con unas mismas alas

fuimos tras ella

sin saber por qué.

 

Un niño que llevo por dentro me mira

como miran los pájaros en otoño.

 

 

 

 

 

ENSAYOS

JOSÉ ANTONIO BILBAO - RUY DÍAZ DE GUZMÁN

FRANCISCO MONTALTO - AGUSTÍN PIO BARRIOS

JOSEFINA PLÁ - LA POESÍA DE JUAN E. O´LEARY

 

 

 

RUY DIAZ DE GUZMAN

 

JOSÉ ANTONIO BILBAO

 

         Un hombre como Ruy Díaz de Guzmán merece el poema que le dedica Jose-Luis Appleyard. Si bien el ancestro que une al conquistador mestizo con el delicado poeta genera la espontánea y hermosa evocación, las cualidades del autor de los Anales del Descubrimiento, población y conquista del Río de la Plata, hubieran inspirado a cualquier otro aunque no lo acicateara el espolonazo de la sangre.

         Un hombre en la genuina acepción del vocablo.

         Nacido en la tierra roja, producto de la unión conyugal del linajudo caballero Alonso Riquelme de Guzmán con una hija cobriza de Domingo Martínez de Irala, Doña Úrsula, se dan en él las condiciones del español aventurero, valiente hasta la temeridad y la astucia y prudencia del aborigen para el cual toda la naturaleza era un enorme y magnífico libro abierto.

         De ahí que no haya sido pacífico escriba o notario, aunque a veces éstos también fueron espadachines peligrosos, sino hombre de aventura, domador de leguas, transeúnte de bosques, descubridor, fundador y gobernante.

         Creo que él está incluido en la categoría de los mancebos de la tierra que tan bien describe en el libro I de los Anales. «Son -dice- comúnmente buenos soldados y, de gran valor y ánimo, inclinados a la guerra, diestros en el manejo de toda especie de armas y con especialidad en la escopeta, tanto qué cuando salen a sus malocas, se mantienen con la caza que hacen con ella y es común en aquella gente matar al vuelo las aves que van por el aire a bala rasa y no tenerse por buen soldado el que con una bala no se lleve una paloma o un gorrión; son diestros en gobernarse a caballo de ambas sillas de modo que no hay quien no sepa domar un potro, adiestrarlo con curiosidad en lo necesario para la jineta y brida».(1)

         Naturalmente que Ruy Díaz de Guzmán habla aquí de los mancebos con linaje, que estuvieron más cerca del padre hispano que de la madre guaraní, pues hubo otros mestizos -y muchos en cantidad- que, como productos del amor ocasional, muy común en aquel tiempo, no dejaron de ser parte de las tribus y fueron, algunos de ellos, enconados enemigos del español y agitadores de revueltas contra el poder del blanco. Esta dicotomía entré mestizos es prueba de que hubo hijos reconocidos y otros olvidados, con las implicancias que tales diferencias aparejan, más aún en una sociedad que se hallaba en gestación.

         Pues bien, este mancebo devino escritor. Y para gloria de la conquista se le ocurrió redactar sus Anales a los 82 años de iniciada la epopeya descubridora y conquistadora, de tal modo que como él bien lo dice «trata de nuestros españoles que con valor y suerte emprendieron aquel descubrimiento, población y conquista en la cual sucedieron a las personas cosas dignas de memoria y aunque en tierra miserable y pobre ha sido Dios Nuestro Señor servido de extender tan largamente en aquellas provincias la predicación evangélica con gran fruto y conversión de los naturales».(2)

         A 26 de junio de 1612 fecha la dedicatoria de su libro al Sr. Duque de Medina Sidonia, entonces Don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno y se embarca él, militar de profesión, en el vidrioso quehacer de escribir una historia de los sucesos oídos y vividos para reunirlos en un «pequeño libro tan corto y humilde como es mi entendimiento»...(3)

         Considera, pues, el autor que los 4.000 y más españoles que pasaron por diversas armadas para el Descubrimiento, Población y Conquista del Río de la Plata y que murieron padeciendo «las mayores miserias, hambres y guerras» debían tener un cronista que saldara esa deuda de olvido «para que el tiempo no consumiese su memoria»...(4)

         Gracias a esa noble intención, nos queda una historia rica, vivida, de aquellas jornadas que hoy asombran por la audacia, temeridad y ánimo bien dispuesto de sus protagonistas, extraños en un mundo salvaje, desconocido, en donde la emboscada y la muerte estaban por doquier acechándolos, pues si algunas parcialidades indígenas dieron pruebas de amistad, otras, en cambio, lucharon por todos los medios contra el

invasor.

         Así en forma amena y sencilla va contando los hechos que acaecieron antes de su nacimiento y después, cuando ya mozo de 16 años entra como soldado y sigue escalando posiciones en la milicia hasta llegar al grado de capitán general.

         Su vida es una sucesión de hechos hazañosos, de épicas jornadas fundacionales de pueblos para asentar el poder español como única manera de evitar el desmoronamiento de lo realizado ante la continua rebelión de guaraníes, payaguáes y guaicurúes siempre defendiendo sus rozas, sus tierras, sus costumbres y sus creencias.

         Sabido es por unos y desconocido por otros que los “avá eté” guerreros no querían abandonar sus “guaras” , sus “tecó-a” donde el “oreva” no podía ni debía cambiarse en “ñandeva”, sin peligro de perder su esencia, es decir, su identidad tribal, única razón de ser de las etnias guaraníes independientes. Las sangrientas conquistas con sus luchas, sus rebeliones, las enormes matanzas de escarmiento, la mudanza completa de sitios y lugares, las encomiendas con mitas y yanaconatos, la huida a los montes, representaron un desafío de años y años a la consolidación del poder español.

         Ruy Díaz de Guzmán, es un testigo y protagonista de nota de estos sucesos. Por eso llama la atención que un hombre dedicado a empresas militares, sin mayores estudios, sin lecturas, se haya atrevido a coger la pluma y estampar ya como oidor de conquistadores, ya como soldado activo, la serie de sucesos que narra.

         Todo ello implica poseer una memoria prodigiosa y una extraordinaria capacidad de observación de la tierra y la gente.

         Se han hecho estudios acerca de su lenguaje y de su estilo, pero la conclusión final de esos penetramientos gramaticales y filológicos no es otra que ésta que su castellano es culto, no abusa de los retorcimientos fraseológicos y está muy lejos de ser barroco. Y si bien escribe en Charcas (La Plata), en donde puede haber ahondado en sus conocimientos, las derivaciones del relato sobre otros lugares ocupan pocos capítulos de la obra. (5)

         Que los Anales de Ruy Díaz de Guzmán se leen con gusto es verdad; hasta semeja en partes una narración novelística, pues hay fábulas increíbles como aquella de la mujer española que escapa del cerco de Buenos Aires y en una cueva traba amistad con una leona a la que asiste en su alumbramiento y que se vuelve su tenaz defensora cuando de regreso es castigada y atada a un palo para que se la comieran las fieras o esta otra, la de la inmensa víbora, gruesa como el cuerpo de un novillo y escamas grandes como platos que es muerta a arcabuzazos y flechazos, cuando el viaje de Cabeza de Vaca y sus soldados al Norte, al puerto de los Reyes. Esta fabulación, propia de libros de caballería, agrega pimienta a la narración.

         Lo cierto y positivo de estos Anales, debidos a este hombre de militares andanzas, es la aportación de datos acerca de acaecimientos ciertos, con nombres, realidades, lugares y fechas que conforman la historia de esta parte de América, sobre todo en nuestro país. Primer historiador, con cuyo libro se documenta una visión primigenia de la conquista española antes de cumplirse el centenario de la entrada de las huestes de su Majestad Católica en el Río de la Plata.

         Juzgo que Ruy Díaz de Guzmán sintióse más español que mancebo. Su sangre era 3/4 española y 1/4 indígena.

         Como primogénito de hijodalgo de rancia nobleza no le fueron negados privilegios ni prebendas.

         Su visión de la conquista no le diferencia mucho de cualquier otro cronista español. Pero aunque en esos tiempos no se podía hablar de nación paraguaya, él, sin embargo, habla de su patria. Por eso, considera como una obligación escribir sobre ella. Reconocimiento que lo enaltece. Después de vivir años en Charcas volverá a la Asunción para morir, según mis cálculos a los 69 años, que para aquel turbulento tiempo era ya vivir en demasía.

         Con estas líneas queda pergeñada mi impresión sobre Ruy Díaz de Guzmán y su obra, que en pulcra edición de Comuneros ve la luz en su homenaje, bajo la supervisión del historiador Roberto Quevedo y basada en el códice de Asunción.

 

JOSÉ ANTONIO BILBAO

Setiembre, 12.1.1980.

 

NOTAS

(1) R. DIAZ DE GUZMAN. Anales del Descubrimiento, Población y Conquista del Río de la Plata. Pág. 148. Ediciones Comuneros, Asunción, 1980.

(2) Ob. cit. Dedicatoria, pág. 70

(3) Ob. cit. Prólogo, pág. 71

(4) Ob. cit. Prólogo, pág. 71

(5) Germán de Granda: Notas sobre la lengua de Ruy Díaz de Guzmán – Anales pág. 49 – Ediciones Comuneros, 1980.

 

 

 

EL HOMBRE Y EL SENTIDO DE SU ARTE

 

AGUSTIN PIO BARRIOS

 

FRANCISCO AMÉRICO MONTALTO

 

         A las 10 del 7 de agosto de 1944, dejó de existir corporalmente, para perdurar en el tiempo con sus creaciones artísticas, un virtuoso del arte, un mago de la guitarra, un insigne cultor de la poesía musical, un eximio compositor e intérprete, en suma, un grande hombre, un idealista: Agustín Pío Barrios. Barrios fue grande por esa su alma generosa que lo hizo prodigarse siempre con su arte y con los medios a su alcance, pero, por sobre todo, grande por su genialidad artística y por su idealismo.

         Si el «ideal es una aspiración legítima hacia un modo de vida superior», Nitzuga Mangoré, -que tal era el nombre artístico adoptado por nuestro hombre- fue en verdad un idealista, se podría decir, un profesor de idealismo. Hizo de su arte, la guitarra, un medio de ascensión cultural para sí y para la sociedad.

         Nitzuga Mangoré, era de regular estatura, de cuerpo robusto y musculoso, y de fisonomía india. Lo compararon a una figura apostólica, le atribuyeron, por su modo de andar, un porte nazareno. ¡No! Era la figura gallarda, serena, del indio, que paseaba su garbo natural con el traje a la europea haciendo gala de la prestancia natural de un embajador del arte que lleva la misión de su vocación musical en un supremo ideal, el de la realización de la belleza.

         Su rostro, de cutis mate, de mentón abultado, con pómulos bien marcados y de nariz carnosa de anchas ventanas, bajo una frente ancha, que coronaba una melena de cabellos negros y lacios, ocultaba, tras unas pupilas de mirar melancólico, sus ojos verdes. En esta fisonomía, más de un signo rebatía a la del indio. El germen indio le venía de la madre. Su padre, de ascendencia española, le traía la fuerza aglutinante de la selección natural de génesis de muchos pueblos, y, también esos ojos que nos descubren la genética de pueblos nórdicos. En esta multiplicidad genética, están las simientes que definen los rasgos de su personal e imprimen cierta orientación a su música, que la instrucción y la educación ha modelado, le ha dado forma y ha impreso esas cualidades excelsas que distinguen a sus interpretaciones, transposiciones y creaciones.

         En esos ojos verdes venidos de algún trashumante marinero nórdico; quizás esté el secreto de la fuerza que lo impulsó a su vida de bohemio y que hizo que él se definiera a sí mismo en verso, cuando dijo: «Llevo en mi el plasma de una vida inquieta»; pero, vida matizada de un dulce romanticismo, envuelta en poética fantasía, y siempre con inclinaciones nobles y arrogantes que le venían de la cepa hispánica; alternando con un virtuosismo de generosa humildad, con un espíritu de reconcentrada melancolía, de religioso panteísmo, un modo de ser dadivoso, cualidades que le venían de la madre.

         Así lo comprendemos a este hombre que incorporó a su vocación artística los atributos de la ciencia, la cultivó con método, la desarrolló con juicio crítico, y le dio fuerza creadora. Hizo de su arte un culto, de su vida un apostolado, con lo que, en su continua ascensión, y a la distancia, borrados los matices que podrían deslucir la figura de nuestro personaje, lo vemos ocupando el sitial de un Maestro en el campo del arte musical.

         Estas cualidades le permitieron subir muy alto, hasta considerársele como uno de los más grandes y originales compositores contemporáneos de la guitarra, un eximio intérprete de este instrumento popular y un fidelísimo transcriptor de piezas de otros instrumentos para la guitarra.

         Barrios fue el rapsoda guaraní que, vibrante y armonioso como las cuerdas de su guitarra, sensitivo y profundo como su alma, realiza en el mundo de la sensación el ideal del sonido, que él lo magnifica, lo eleva, y en la voz de su guitarra nos entrega con extraordinaria delicadeza.

         No tuvo rival en América. En España, de donde nos viene el uso de la guitarra, tenemos a un Segovia, a un Sainz de la Maza, a quienes la crítica ha considerado como iguales a Barrios, y para nosotros, los americanos, quizás, sea éste superior a ellos, y con rasgos netamente distintivos. Segovia es intérprete y transcriptor; Barrios fue eso, y a la vez, un compositor. Segovia es lo clásico en la guitarra; en cambio, Mangoré fue eso y algo más.

         En Barrios compositor, de su sangre peninsular y de lo que nos dicen sus pupilas verdes, nace lo clásico, en obras notables, como «La Catedral», «Estudio de Concierto», «Las Abejas», «Canto a Polimnia» (la musa de la poesía lírica); lo popular hispánico, en «La gran jota», «Capricho Español»; de su alma y de su estirpe india nace «Invocación a la luna», y, por fin, de esas síntesis ancestrales brota «Diana Guaraní», que es el poema y la epopeya musical de la gesta heroica de nuestra guerra grande, (1864/79), evocada en notas armoniosas, en ritmos melódicos, donde el genio del autor, compenetrado con el de su pueblo, hace revivir el alma de éste en el gesto sublime del clamor de las muchedumbres que van a la lucha en busca de su propia determinación y con la íntima convicción de que van camino a la liberación.

         Surge así Barrios Mangoré, (así firmaba sus últimas cartas), como un valor artístico netamente americano de nuestra Amerindia, y, especialmente, con sentido autóctono, que se expresa en el carácter particular de sus interpretaciones, en las innovaciones que introdujo en su instrumento musical, la guitarra, y en las fuentes de inspiración de sus composiciones musicales que él mismo dio a conocer en su «Profesión de Fe» en la cual dice: «Tupá, el Espíritu Supremo y protector de mi raza, encontróme un día en medio del bosque florecido. Y me dijo: toma esta caja misteriosa, y descubre sus secretos. Y encerrando en ella todas las avecillas canoras de la floresta y el alma resignada de los vegetales, la abandonó en mis manos. Toméla, obedeciendo al mandato de Tupá, y poniéndola bien junto al corazón, abrazado a ella, pasé muchas lunas al borde de una fuente. Y una noche Yacy, retratada en el líquido cristal, sintiendo la tristeza de mi alma india, dióme seis rayos de plata para con ellos descubrir sus arcanos. Y el milagro se operó: desde el fondo de la caja misteriosa brotó la sinfonía maravillosa de todas las voces vírgenes de la naturaleza de América».

         Cualesquiera hayan sido los motivos que llevaron a Mangoré a redactar estas líneas, en ellas se encierra, en apretada síntesis, el secreto de su alma artística. Aunque sea en un análisis ligero, encontramos en esta pieza las respuestas que nos hablan de su profunda sensibilidad, con inclinaciones nativistas; de su emotividad serena, reconcentrada, pero abierta al impulso de la inspiración; de un espíritu inclinado al placer estético, que busca y encuentra la evocación de la belleza en la naturaleza, la cual le sirve para hacer brotar «la sinfonía maravillosa de todas las voces vírgenes de la naturaleza de América», como él se nos descubre. Porque aunque profundo conocedor, magnífico intérprete, brillante creador de música clásica, y, especialmente, seguidor de Juan Sebastián Bach, a quien toma como Maestro, Barrios Mangoré, no se detuvo ahí; diversificó la ruta de su inspiración, para exhumar con su prodigioso talento, la música natural de la tierra natal, que es también la de América, y que transcribe en las páginas de sus composiciones. Según nos cuentan las informaciones y las crónicas, una de esas páginas es la composición de la «Invocación a la Luna». En ella está impreso el panteísmo religioso del aborigen, del cual no puede él desprenderse, y que todavía sigue palpitando en los repliegues de las almas de nuestros pueblos de América. La fuerza telúrica primigenia, todavía sigue imprimiendo su sello y ejerciendo un gran atractivo anímico, en las creaciones artísticas de la mayor parte de los pueblos americanos. Allí, está el secreto de la inclinación afectiva de los pueblos luso hispanoamericanos por las creaciones de Barrios Mangoré.

         Pero en estas creaciones populares él se presenta estilizando y jerarquizando la música paraguaya: realiza música popular culta. En este sentido, él es el iniciador de la música paraguaya culta y el precursor de otro genio artístico, del creador de la guarania: José Asunción Flores.

 

 

 

LA POESIA DE JUAN E. O'LEARY

 

JOSEFINA PLÁ

 

         Por su edad, como todos sabemos, Juan Emiliano O'Leary se inscribe en la pléyade que al terminar el siglo XIX intenta despertarnos a una visión distinta del pasado, cambiando de signo, ya que no de sustancia, el magma romántico que constituye el substratum del sentir nacional.

         De la generación del 900, he dicho ya alguna vez, se ha hablado mucho sin agotar el tema. Al contrario, apenas si se ha hecho sino rozarlo, ya que el alcance verdadero de esa obra apenas si ahora empieza a diseñarse en perspectiva.

         Dentro de ese grupo generacional fuertemente identificado en su visión y sin embargo a la vez acusadamente diferenciado en sus características individuales, destaca O'Leary como el más español en temperamento y quizá por ello mismo el más acendradamente paraguayo en su fervor reivindicatorio.

         Juan E. O'Leary nació en 1879; tenía al comenzar el siglo, 21 años. Más joven que Blas Garay y que Alejandro Guanes, había pasado como el resto de los prohombres del 900 por las aulas del Colegio Nacional, y en ellas o por intermedio de ellas, recibió en su adolescencia la impronta de una cultura y un pensamiento que si no condicionaron, colorearon básicamente su expresión en algunos aspectos.

         Por las venas de O'Leary corrieron en mezcla estupenda el ardor y la tenacidad irlandeses, el generoso ímpetu hispánico. Esta fusión de sangres le aportó de un lado la acometividad; la sensibilidad por otro. El mismo habló de sí como de una mixtura «de ternuras y altiveces».

         Y si su apasionamiento, su capacidad de indignación, hicieron de él el polémico por excelencia de nuestra historia, su sensibilidad le señaló para definirse como el poeta nato entre los escritores del 900. Me refiero, lógicamente, a los que entre otros, eligieron como cauce la historia o la sociología; no a los poetas por definición, como Guanes.

         Si hubiésemos de hacer un paralelo entre O'Leary y sus compañeros de generación, diríamos que fueron él y Manuel Domínguez quienes pusieron en su obra mayor dosis de emotividad, mientras que Garay, Moreno o Pane pusieron mayor dosis analítica y reflexiva.

         Pero, a la vez, en Domínguez y O'Leary se insinúan desde el comienzo actitudes notoriamente distintas, modalidades diferentes en la pasión, que trascienden a lo literario.

         En Domínguez, la preocupación esteticista es evidente. Este ahijado de la cultura francesa procura la elegancia; se complace en el gesto irónico; el amago hábil: es un discípulo de Anatole France.

         O'Leary en cambio desdeña floreos y fintas; ataca a fondo: deja correr su vehemencia sin remansos, como raudal en busca de la pendiente, en toda la autenticidad de su ímpetu: es, por veces, ardoroso, violento, crudo, inclusive. O'Leary no conoce las medias tintas; su ironía no es tal, sino sarcasmo; no se detiene ante la invectiva; confía más en el poder de la emoción que en el aliño literario.

         Si es verdad que el estilo es el hombre, esto se cumple a la perfección en O'Leary; leerle es verle. Su sinceridad disuelve todo prejuicio retórico. Podrá resultar vulgar alguna vez, nunca adocenado. Esa sinceridad es su decoro. Pocas veces podrá decirse con tanta verdad en nuestra literatura que el contenido lleva en sí la forma.

         Por eso también, mientras en algunos de sus compañeros es posible detectar influencias o rastrear vertientes literarias, en la prosa de O'Leary sólo será posible palpar el latido tumultuoso de una pasión despeñándose, vaciando hasta el fondo de su fervor apologético.

         Esto no quiere decir que no haya en esa prosa una lógica, una estructura. Poseerlas, y sólidas, es precisamente lo que hace temible a O'Leary como polemista. Porque su pasión, si es ciega en el entusiasmo, no lo es en la arremetida. Verdad que sus silogismos no diseñan, como en Domínguez una red airosa e ingrávida, sino una pesada maza, o mejor, un cepo cuyos dientes duros no sueltan la presa.

         Pero aquí, no hablo sin embargo de O'Leary como historiador o ensayista, sino como un prólogo o punto de partida para hablar del poeta que fue. Porque conocer a O'Leary como prosista, ayuda, por contraste en unos casos, por analogía en otros, a comprenderle como poeta. El estado constante de pasión generosa que galvaniza al prosista, contribuye a explicarnos al poeta que hubo en él, y que diseña continuidad suficiente para definir una vocación.

         La obra poética de O'Leary podría parecer, al lado de su obra numerosa de prosista, una manifestación menor. No es así, por cierto. Ella representó en su vida de escritor la otra faz de su espíritu, la inevitablemente complementaria. La que deseaba y buscaba, no la convicción ajena, sino la propia confirmación.

         Examinando a la prosa de O'Leary no sería difícil comprobar que ella no es sino la hija de un temperamento poético vibrando en la clave heroica del existir. Sencilla o bronca, descuidada o brillante, pero siempre sincera, esa prosa es la cobertura de un temperamento épico.

         Quisiera arriesgar aún una afirmación, y decir que O'Leary es nuestro único poeta épico. Aunque no haya escrito epopeya alguna, ni siquiera un poema épico, ni soñara en escribirlo. Y hasta diría que O'Leary fue sustancialmente eso: un poeta épico, en prosa, más bien que un historiador.

         Aquí resurgiría la cuestión que no vamos a discutir aquí; en qué forma la épica se relaciona con la historia. La historia, abeja despojada de sus alas, es épica sin poesía, epos sin poiseia, es decir, épica sin iluminaciones atemporales.

         Sólo el poeta subyacente en O'Leary podía diseñar los perfiles de sus personajes, haciendo de cada uno de ellos desde el más elevado al más humilde, un foco irradiante de esa pasión vital que abre el camino a lo poético. Tal vez por ello se manifestó O'Leary antes en poesía válida que en prosa. Más tarde se entregó a la prosa porque en la poesía no le cabía la pasión; y retornó a la poesía en todos los instantes en que la prosa no le daba cabida a la ternura.

         El primer poema de O'Leary aparece al terminar ya el siglo, en 1899. Es su ALMA DE LA RAZA, de que forma parte su más conocido poema, SALVAJE. Este poema es el primer brote del llamado indigenismo en literatura americana. La primera voz reivindicatoria del indio en un medio donde el aborigen no había representado hasta entonces sino la porción, más que marginada, olvidada, de la nacionalidad. Un residuo no se sabía si poco edificante del pasado y cuya eliminación no se pensaba precipitar, pero tampoco en modo alguno interrumpir o lamentar.

         O'Leary irrumpe con su poema, y la figura del indio alcanza de pronto, y por vez primera en nuestra literatura, dimensión épica; es decir, sus actos se tornan ejemplares, su situación paradigmática; y él mismo, símbolo histórico. Es el poema del cual Salvador Rueda dijo que debería «esculpirse con un cortante tosco en el tronco enorme de un árbol de caoba o de otro virgen árbol resinoso de esos que lloran lágrimas de olor». Más tarde aún reincidirá O'Leary en el tema aborigen en su soneto EL ULTIMO CACIQUE. Hallamos también en SALVAJE una alusión al idioma indígena, cuando dice que el indio lo ha dado todo, hasta ... su dulce lengua ...

alusión que recogerá doce años más tarde Fariña Núñez al hablar del «guaraní rudimentario y dulce».

         Sería difícil establecer las circunstancias o mejor las sutiles inducciones o estímulos que llevaron a O'Leary a adoptar el tema. Tal vez haya que atribuir alguna participación al hecho de haberse estrenado en Asunción en esos meses la ópera de Gomes, IL GUARANY. Pero lo seguro es que no lo adoptó simplemente como tema estético. Aún teniendo en cuenta que en aquellos años de incipiente fervor modernista en el Plata se imponían ya en la literatura elementos como el prurito de lo exótico, de lo singular, de lo heroico, y que O'Leary era entonces muy joven, es decir, se hallaba en la edad propicia a los epigonismos, sabemos perfectamente que nunca cantó sino aquellos temas que le encandecieron el espíritu; para él la sinceridad era el valor máximo; ella fue la que dio a su expresión la vitalidad característica.

         Sabemos, sí, que en él despertó gran entusiasmo la obra de Salvador Rueda, con sus caudalosos y trepidantes poemas, donde los cuartetos se suceden como las grandes series de olas en las tempestades oceánicas, o sus sonetos donde se amontonan las metáforas desmesuradas. Y es sintomático también que el entonces príncipe de los poetas españoles emitiese un juicio sobre el poema. En algunos de los sonetos de O'Leary, inclusive podría auscultarse el retiñir de ritmos altisonantes parejos a los de Rueda. Como en aquel que dice su emoción ante la Marsellesa cantada por las multitudes pasando bajo el Arco de Triunfo:

         Himno, plegaria, reto, clamor, voto sagrado,

         implacable anatema, grito de libertad,

         la Marsellesa llega, bramando, del pasado,

         como si en ella hablase toda la Humanidad ...

 

         Pero los temperamentos de O'Leary y Rueda eran harto disimiles como para que se pueda hablar de una influencia del poeta decano. No la permitirla la natural exuberancia del poeta paraguayo, quien a la fabulosa riqueza verbal y la potencia imaginistica de Rueda oponía su humano entusiasmo, su fervor ideológico, y sobre todo su vital y desnuda sinceridad. El mundo poético de O'Leary no era un mundo de abstracciones poéticas de símbolos naturales, sino un mundo de incitaciones concretas de figuras y hechos próximos para los que trataba de conseguir la dimensión universal del símbolo.

         Durante muchos años sigue O'Leary publicando de cuando en cuando poemas que adoptan todos la forma cerrada y clásica del soneto, con las modificaciones que en él introdujeron parnasianos y simbolistas. El soneto, forma exigente si las hay, no parecería el molde más adecuado para contener desbordes apasionados; pero es evidente el éxito de O'Leary, explicable por lo que antes dije, acerca de su capacidad de estructura lógica, que permitió encerrar en cada uno de ellos con altura poética una idea determinada y concreta como la figura o el hecho que lo inspiró.

         Esta serie comienza con el soneto dedicado a Blas Garay en ocasión de su sepelio; y en ese poema se aprecia ya la que ha de ser coordenada constante de su concepción poética: la exaltación de los valores morales, sobre todo aquellos encarnados en la lucha por un ideal. En 1921 publicará algunos de éstos poemas, bajo el rótulo de LOS CONQUISTADORES. Esta serie celebra y exalta figuras de la fundación -al hablar del Paraguay yo no quiero nunca decir conquista, quiero decir fundación, pues acá no se conquistó sino se fundó en sangre.

         A la luz simple de estos poemas podríamos aventurar la idea de que O'Leary no presta mayor atención a la naturaleza como presencia inspiradora, como excitante de la fantasía. En esta poesía preferentemente conceptual, O'Leary no se muestra atraído por el paisaje, no demuestra interés por el mundo circundante. Las montañas o los ríos por ejemplo, son en su poesía simples elementos de un alfabeto poético universal. Diríase que, para inspirarle, la Naturaleza, panorama o detalle, tiene que haber pasado por las manos del hombre, haber recibido la impronta de la historia, haberse elevado en suma a cifra de espíritu, llegando a ser encarnación de un hecho o de una idea.

         Y esta idea para interesarle debe, de preferencia, proceder del ámbito de lo heroico: es decir de lo que deja huella externa y ejemplar en la historia.

         Por eso no canta la montaña, sino cuando es colina romana; no canta la piedra, sino en cuanto palacio de López, estatua clásica o ruina como las de Humaitá o el Coliseo; ni el río, sino en cuanto su agua bautiza héroes. Quizá subconscientemente, identificó la estructura gráfica del soneto con la imagen del plinto que sostiene la estatua o mantiene la columna.

         Y, paralelamente, o consecuentemente, no le interesa el hombre como carne anónima transida, sino como encarnación de una idea o de un ideal determinado. El hombre en O'Leary, en suma, no es concebible poéticamente siendo sino a través de actos paradigmáticos, es decir, elevado a la categoría de símbolo. Ya lo insinué antes. Ahora bien, como ya he indicado, acto paradigmático, para O'Leary, es por antonomasia el que coloca el hombre frente a la muerte: prueba suprema de hombría y justificación de la existencia humana, como en los poemas homéricos; y también, a través de la cual «la vida se convierte en destino». Y no olvidemos que en la muerte paradigmática, el hombre alcanza el rango sumo de creación, creando en sí mismo al héroe.

         Y como el ámbito de O'Leary es la historia, no puede extrañar que su sustancia poética busque constantemente, en el tema presente, la presencia del pasado. Esta palabra, pasado constituye, no sólo el campo temático, sino también la palabra clave de su poesía; es difícil encontrar un poema suyo donde ella no aparezca, ya literal, ya bajo la forma de otras palabras o de ideas afines, historia, reliquia; vejez, con sus sílabas estremecidas de nostalgia, de misterio; de irreversibilidad. Algunos ejemplos:

 

En su Soneto al Guadalquivir, el río irradia

         La sugestión suprema del pasado ...

En París, va por calles historiadas,

         ... en cada piedra viendo revivir su pasado

... En su soneto magnífico A la Marsellesa,

         ... La Marsellesa llega, bramando, del pasado ...

En su soneto a los Jardines del Pincio:

         Hay un rumor de historia sobre sus avenidas ...

 

En su soneto al Sena:

         Y pasa ante mis ojos tu pasado

         que al rumor de tus aguas resucita.

En la casa del Poeta:

         ... templo de la poesía,

         que las reliquias guarda del viejo formidable,

        

         en la calle historiada ...

La Conciergerie:

         bajo sus pétreas bóvedas aún flota del pasado

         el lúgubre fantasma ...

Al Louvre:

         resumen hecho piedra de la historia francesa...

Plaza de la Concordia:

         silencio y encrucijada de la francesa historia...

 

         Aún en el momento de mayor sensibilidad, cuando el jardín del Luxemburgo le embelesa,

 

         recorriendo sus largas avenidas

         dialogo con las piedras esculpidas

         y con las sombras que miré pasar...

En los Inválidos:.

         pasea, como soñando,

         las huellas del pasado contemplando.

Bolívar en Paris

         ... sus ojos parecen contemplar el pasado...

 

         En los sonetos a Julio César, al Coliseo, los obeliscos, está el pasado en la palabra literal; en otros, son palabras afines o imágenes, las encargadas de suscitarlo.

 

En el Adiós a Italia,

         tierra de amor y poesía,

         donde el pasado vive, vibra y no enmudece ...

 

         Hasta entonces, el verso de O'Leary ha sido vehículo de nostalgia, evocación, conjuro de lo pasado: hombres, cosas, hechos: melancolía por lo que ya no es, pero que al haber sido, sigue, en cierto ineluctable modo, siendo en nosotros: el hombre es lo que ha vivido, es cierto, pero esta vida no tendría sentido sin la memoria. Al cantar hombres, hechos y cosas del pasado, es reconocer una herencia; esa herencia que, paradojicamente, es desposesión: esa paradoja que hizo a alguien pronunciar, ante el cuerpo yacente de Lincoln, aquellas palabras famosas:

         - Ahora pertenece a la historia.

 

         Y es también el principio vital de la poesía: ésta se nutre de lo que hemos sido, por tanto, de lo que hemos perdido; y que, por perdido, hemos de recuperar, una y otra vez, una y otra vida, una y otra generación, hasta el fin.

         Esto es lo que da a la poesía lírico-épica de O'Leary su especial énfasis; aquel que por una vez resuena en la voz de Eloy Fariña Núñez cuando cantó las ruinas de Humaitá.

         Pero en 1918 muere una de las hijas del poeta, Rosita. Surge entonces por vez primera en su total dimensión, la vena lírica propiamente dicha del poeta. El dolor de padre alumbra la elegía en esa voz que parecía hecha sólo para la cadencia de la apología, la contundencia del argumento polémico, el retumbar de la tribuna o la rememoración de acontecimientos triunfales o trágicos.

         El libro elegíaco A MI HIJA ROSITA es más que un simple poemario. Su unidad apoyada en el élan sentimental le confiere el carácter de un solo y largo poema, en el que las pausas entre cada dos momentos poemáticos parecen ser las mismas pausas forzosas del suspiro.

         Este poemario, es sabido, lo ilustró Andrés Campos Cervera, quien fue uno de los más queridos amigos del prócer, y dejó en las viñetas y orlas de este libro la más fina muestra del «art nouveau» en el país.

         Como siempre, en esta elegía, a O'Leary no le preocupa lo literario. Su preocupación es expresarse libremente dentro del clima de la emoción, cuando las palabras surgen, no buriladas por el prurito crítico, sino troqueladas por el fervor y la candencia del sentimiento. La expresión es sencilla, sin adornos; las palabras no aspiran al esplendor preciosista; la forma rehúye todo extemporáneo pulimento.

Es el dolor de padre despojado el que se expresa sin otro aliño que el propio transimiento. Y sin embargo, esta misma sencillez le confiere la pureza, la dignidad y sacralidad de la poesía. Sólo la rima asonante es indicio de preocupación formal. Y para ello, para evitar el rebuscamiento que podría forzar el sentimiento, deformar la emoción, ha elegido la más sencilla, en aa.

         En la elección del metro y de la rima en el soplo interno del ritmo, debemos recordar la influencia de Bello en los escritores del 900 y también que juntamente con Bello llegan al país otros poetas y escritores colombianos a los cuales quizá sirvió en alguna forma de vehículo la presencia del poeta Próspero Pereira Gamba, profesor del Colegio Nacional, en la época precisamente de la formación de O'Leary: colombiano también él.

         El libro dedicado a su hija constituye sin duda el momento integralmente lírico de O'Leary. Su único doblegamiento sentimental; la exteriorización única de su intimidad, recatada hasta entonces. Desde esa fecha hasta el fin, seguirá escribiendo sonetos. Dos breves poemarios recogen algunos de ellos. El primero, selección y dirección editorial de Raúl Amaral; el segundo, Canciones de ultramar, selección y edición dirigida por Hipólito Sánchez Quell.

         En los últimos tiempos sin embargo, la dura corteza combativa se resquebraja; y deja de cuando en cuando percibir algo de ese íntimo estrato que él llamó sus ternuras.

         El momento más definido y alto de esta última etapa lo representa sin duda el soneto EN DONDE ESTAS COROCHIRE ROMANO?, escrito en Roma y en 1952, donde el poeta se enternece ante el pajarillo ausente, que representa para él la etapa de felicidad y de esperanza, la etapa ya para siempre consumada de su existencia. Por primera y acaso única vez aparece en su poesía el hombre transido; él, que ha cantado el pasado, entrevé, con un calofrío, que ya pertenece a él.

         Resumiendo:

         En la poesía paraguaya, ocupa O'Leary puesto precursor en el llamado indigenismo; un lugar único como poeta elegíaco. Un lugar especial en su generación como único poeta nato y poeta del gesto reivindicatorio. El escritor argentino-paraguayo Raúl Amaral ha calificado a O'Leary como poeta de transición, y así se nos aparece en efecto, primero en su etapa primisecular, como puente tendido entre los posrománticos y los modernistas que tardan en pronunciarse tras el fracaso de Francisco Luís Bareiro, pero de los cuales trae ya O'Leary un acento anticipatorio en temas y en tensiones expresivas. Su desnudez formal, la sencillez de su imaginística, su apoyo conceptual, le dan en ciertos instantes leve acento parnasiano.

         Pero en el fondo y sustancialmente, O'Leary como todos nuestros poetas hasta hoy, es un romántico. En realidad, fue el poeta que llevó a culminación los elementos románticos encerrados en el 900. Tal vez pudiéramos decir de él conmovidamente que fue el último gran romántico de nuestra historia poetizada.

 

 

 

NARRATIVA

 

 VÍCTOR CASARTELLI - LA CRUZ Y EL CRUCIFIJO

AUGUSTO CASOLA - EL COMPRADOR DE SUEÑOS

LILIAN DE NAPOUT - TAJO DE AGUA

 

 

 

 

 

LA CRUZ Y EL CRUCIFIJO

 

VICTOR CASARTELLI

 

         El perro flaco, lustroso por la desesperación de las pulgas, recostado en el larguero del catre donde yacía su dueña, empezó a aullar a las tres de la madrugada exactamente. En ese preciso instante, luego de un breve quejido, el cuerpo espiritado de la mujer, estragado por la tuberculosis y por cuarenta y seis años de arañar la vida, la perdió. Cuando otra de las criadas de don Malaquías fue a buscarla al cuartucho de estaca y barro, intrigada por su ausencia al cotidiano ritual del mate, la encontró apagada entre los sucios trapos del camastro. Arrodillado en el piso de tierra, Pantaleón, sollozante, acariciaba los cabellos hirsutos de la muerta. De cuando en cuando articulaba unos gruñidos y meneaba su cabezota como desaprobando la sentencia divina. La criada, después de unos segundos de pálida mudez, ahogó un grito y echó a correr hacia la casona pregonando la muerte a viva voz. Un enjambre de peones y sirvientas, precedido de don Malaquías, se acercó a la casucha. Al verlos llegar, Pantaleón arqueó aún más su prominente joroba y aceleró sus gruñidos, espumando su fea boca con la perennidad de su baba. De inmediato, instado por un infinito amor, levantó cuidadosamente el cuerpo inerte de su madre y se dirigió hacia la puerta. No pudo salir. Don Malaquías ordenó que le secuestraran el cadáver y que lo velaran inmediatamente en el mismo cuarto sobre una mesa que hizo traer del barracón donde comía, la peonada. La tarde del mismo día, cinco minutos antes de que cerraran el pobre ataúd de tablas ásperas, Pantaleón depositó entre las manos de la muerta una cruz hecha con ramas de lapacho. Informado al instante, don Malaquías desautorizó la ofrenda porque «no puede merecer una cruz quien parió sin haberse unido cristianamente a un hombre». A las cinco de la tarde, cuatro hombres descargaron el féretro en la zanja abierta entre las malezas del mísero cementerio del pueblo. Pantaleón, callado y sombrío, permaneció arrodillado hasta la alta noche sobre la tierra removida y, cuando la luna se perdió detrás de un nubarrón, se levantó y se dirigió hacia el cerrado monte que se extiende al este del poblado. Detrás de él, con el rabo escondido, su perro caminaba con paso lastimero.

         En menos de una semana, todos olvidaron que el jorobado desapareció del lugar. Enero moría y el verano acrecentaba su furia.

         El Miércoles de Ceniza el pueblo despertó alterado. Cuchicheaban las comadres en los portales la desaparición del crucifijo de plata que adornaba el altar de la casa de doña Epifanía. Esta, cuando estaba a mitad del rosario de la mañana, constató la ausencia de la cruz. El comisario Leguizamón personalmente labró acta del hecho y pidió entrevistarse al día siguiente con el padre Arsenio, para informar a la autoridad religiosa del lugar el delito herético que acababa de cometerse. Pero al otro día, media hora antes de la entrevista, dos mujeres pugnaban en la comisaría por lograr la prioridad en la denuncia de nuevas desapariciones de cruces. La que habló primero relató atropelladamente que la noche anterior tuvo que levantarse de la cama «con vela encendida y palma bendecida» en las manos para seguir al cuerpo que salió corriendo de su mismísima pieza. «Corría agazapado; para mí que no era humano. Y se llevó la cruz de palo santo que heredé de mis abuelos», repetía azorada. A su turno, la otra relató que su perro la despertó «a eso de la medianoche» con furiosos ladridos que empezaron en el corredor y que se perdieron en la cerrada oscuridad del mangal que limita la capuera. Buscando huella de intruso por el corredor, levantó el farol ante el vuelo de un murciélago y notó la falta de la cruz que colgaba desde quince años atrás sobre el dintel de la única puerta del rancho. Agregó que, desde ese momento hasta el alba, rezó once rosarios y once veces salió a mirar si el milagro de la oración le devolvía la cruz. El comisario redactó pacientemente las denuncias y ordenó que avisaran al padre Arsenio que suspendía la entrevista para el día siguiente. Pero tampoco al otro día, ni en los que vinieron después, pudo concretarse el concilio deseado por don Leguizamón pues, todas las mañanas, inexorablemente, se repetían las denuncias y crecía el desconcierto. Se hablaba de cruces y crucifijos en las calles, en las orillas de los arroyos, en los mandiocales, en los arreos, en los almacenes, en los patios, en los cuartos, en las camas, antes y después de las misas, durante las comidas, en sueños y también solos, como si se hubiese constituido en letanía obligatoria para todo el pueblo y compañías vecinas.

         Durante la primera misa del tercer domingo que sucedió a la desaparición de la primera cruz, y cuando ya se habían contabilizado exactamente cuarenta y tres desapariciones, el padre Arsenio, por orden de su diócesis, sugirió a los fieles que aún disponían de cruces que las depositaran en la iglesia «donde el diablo o quien sea no osará poner sus pies». Esa misma tarde, una rumorosa caravana acercó a las puertas de la sacristía un total de ciento ochenta y nueve cruces y crucifijos de madera, de hierro, de palma, de plata, de oro, de mármol, de plástico, de hueso y de ñanduti. El sacristán anotó en un cuaderno los nombres de los propietarios y las características de lo depositado para su correcta devolución, ya que las cruces a su vez, también se diferenciaban por sus formas, pues las había de estilo latino, griego, papal, de San Antonio, de Lorena, de Malta, y treboladas, potenzadas y ancoradas. El único vecino que no concurrió fue don Malaquías, pues entendía que su propiedad estaba lo suficientemente resguardada como para que el gran crucifijo de madera, oro y plata que se hallaba en su capilla particular fuese sustraído. Con todo, era indudable que la oportuna medida adoptada por el padre Arsenio trajo la paz al pueblo y un gran alivio a don Leguizamón, pues las denuncias de las desapariciones cesaron por completo.

         La Semana Santa llegó y sorprendió a los pobladores entregados en fervorosa devoción, cumpliendo como siempre con los preceptos religiosos. El Viernes Santo, a las dos de la tarde, el atrio de la iglesia estaba repleto de silenciosos fieles que aguardaban la hora del Martirio. Don Malaquías, vestido con sus mejores galas, se ubicó con su familia junto al comisario y los suyos. El silencio de la muchedumbre se hacía más profundo, a medida que pasaban los minutos. De pronto, un rumor empezó en la calle, entre los rezagados en llegar, y fue creciendo a medida que los concurrentes se transmitían la noticia: Pantaleón reapareció y acababa de pasar con el gran crucifijo de don Malaquías a cuestas. El propietario, al darse por enterado, se abrió paso entre el gentío seguido por don Leguizamón y un grupo de hombres y mujeres. Cuando ganaron la calle, divisaron al jorobado trotando dificultosamente por el peso de su carga, dirigiéndose hacia los cerros que se elevan al oeste del poblado. Al mismo tiempo, todos los concurrentes abandonaron la iglesia y se acoplaron a los primeros perseguidores. Pantaleón seguía ascendiendo y la cruz que llevaba despedía intermitentes destellos del oro y la plata de su costoso repujado. «Se dirige a las cuevas de Cerro Peró», gritó un hombre y él grito se repitió de boca en boca hasta la zaga. Minutos después el jorobado desaparecía en la negra boca de una cueva. La bulliciosa caravana aceleró los pasos alentada por la certeza del fin de la persecución. El primero en llegar a la entrada fue don Malaquías; detrás de él don Leguizamón y los peones y todos los muchachones ágiles del pueblo, iban a introducirse ya, con la cautela de rigor, pero los contuvo la lluvia de piedras que empezó a lanzar Pantaleón y una fetidez insoportable que emanaba de adentro. Insistieron don Malaquías y el comisario con pañuelos en la cara y lograron ganar unos pasos del interior. El espectáculo que vieron los paralizó: en el centro de la cueva, destapado, estaba el ataúd de la madre del jorobado, con el cuerpo de la muerta corroído por una ondulante capa de gusanos. Alrededor del féretro, clavadas en el suelo, contaron exactamente cuarenta y tres cruces: El crucifijo de don Malaquías descansaba sobre el cajón, con los extremos muy salientes debido a su tamaño. Pantaleón seguía lanzando pedradas, brincando y gruñendo horriblemente. Escudándose como podían, hombres y mujeres se introducían brevemente y, luego de reconocer sus cruces entre las que se encontraban adentro, turbados por lo visto y por el hedor del ambiente, salían a gritar la noticia.

         Eran las tres en punto de la tarde cuando don Malaquías tomó decisión y, desenfundando el revólver, disparó tres veces hacia Pantaleón. Este se enderezó un instante, lanzó un aullido infrahumano y cayó pesadamente sobre el ataúd de su madre. Su cuerpo quedó en cruz sobre el crucifijo de don Malaquías. El perro flaco vino desde el fondo de la cueva y empezó a lamer las manos de su amo muerto. La muchedumbre, silenciosa, empezó el descenso hacia el poblado.

 

 

 

EL COMPRADOR DE SUEÑOS

 

AUGUSTO CASOLA

 

         Se lo veía cansado, con la barba de varios días sin afeitar, encorvado casi hasta la cintura, cubierta la cabeza con un viejo sombrero de fieltro. Llevaba en una mano un paraguas y en la otra las riendas de su carreta que se desplazaba lentamente, tirada por dos bueyes famélicos cuya característica más resaltante eran los huesos de las ancas que parecían todo el contenido de esas bolsas de arpillera que les servía de pellejo. Solo en la expresión de su rostro resplandecía un algo indomable, como si estuviese poseído de un anhelo que lo empujaba hacia delante, enfrentado a la alternativa de triunfar o sucumbir. El cabello canoso que escapaba desgreñado bajo las alas del sombrero le caía sobre los ojos dándole un aspecto feroz por el brillo tenaz de su mirada.

         El atardecer ya había avanzado hasta la mitad de su camino cuando el anciano divisó a lo lejos los primeros techos de tejas coloradas y las paredes pintadas de un blanco níveo, ahora teñidas de rojo al recibir en sus fachadas los postreros rayos del sol.

         Se detuvo un momento a retomar aliento. Aún quedaba por recorrer la empinada cuesta que zigzagueante subía por la ladera para ir a desembocar en el pueblo que venía buscando desde tantos años atrás, cuando oyó en lejanas tierras la increíble historia de Virginia y despertó en él una codicia que hasta entonces jamás había conocido. Nunca hasta ese día en que sentado con otros hombres alrededor del fuego, supo de la existencia de Virginia y de los maravillosos sueños de la niña.

         Casi no quería creerlo al principio, pero luego de recabar aquí y allá, llegó a la conclusión de que la niña existía, lo mismo que el pueblo en la cumbre de un pequeño cerro, asentado sobre el socavón abierto en la roca roja.

         Y ahora estaba frente a él, esperanzado en hallar por fin esa quimera largamente acariciada de poseer el mayor de los tesoros que podría desear como comprador de sueños. Estaba seguro de poder conseguir a la niña y se sentía dispuesto a robarla si eso fuera necesario, pero lo más seguro era que esa criatura ingenua y esa gente feliz y despreocupada de la cual le habían hablado tantas veces, consentirían de buen grado en que ella lo acompañara, después de deslumbrarlos con cualquiera de los ricos sueños guardados en las bolsas y baúles que constituían la carga de su carreta.

         Era en realidad una historia bastante extraña la de Virginia. Nadie supo nunca de donde salió. Apareció en el pueblo y cuando soñaba, sus sueños cobraban vida y se integraban al lugar. Con el correr del tiempo, cuánto de lo existente en los alrededores eran sueños y cuánto realidad, nadie podría decirlo con exactitud. Lo cierto era que entre lo espeso y agreste de la selva que rodeaba el poblado, el sitio ocupado por las casitas resplandecía como un vergel trasplantado de algún cuento de hadas, donde las casas lucían su blancura resplandeciente, coronadas por la techumbre de intenso vermellón que contrastaba su inmaculada armonía con el fondo verde de los árboles y el refulgente azul del cielo sobre el cual solían deslizarse nubes casi tan blancas como las fachadas de las casas, creándose un exuberante paisaje de belleza sin par.

         Los sueños de Virginia al principio crearon zozobra porque aparecían de la noche a la mañana los seres y objetos más extraños que pudieran ser creados por la imaginación de una niña pequeña. Soñaba gatos con dos cabezas y éstos recorrían los cercados de las casas y maullaban a dos voces sobre las cumbreras, las noches de luna o soñaba lluvia de pétalos y al día siguiente nadie podía caminar por las calles inundadas. Soñaba soles azules y el amanecer se transformaba en un caleidoscópico vértigo de colores.

         Los jardines que formaban un lago inquieto de aromas se extendían hasta el horizonte y las verjas de las ventanas eran solo ramas floridas entrelazadas en figuras exóticas y su aliento de azahares, azaleas inocuas, jazmines fosforescentes, rosas encantadas, violetas ondulantes y tréboles inmensos bajo los cuales corrían y cantaban duendes diminutos de ropaje colorinche y grotesco, flotaba en el aire creando en los lugareños y en los forasteros que a veces cruzaban por el pueblo, una cierta embriaguez enunciadora de dichas y alegrías insospechadas que seguían envolviendo a los que se iban, en un tenue manto difícil de arrojar, eran también resultado de los sueños de Virginia, como lo eran las gemas que aparecían aquí y allá entre el pasto y que la gente usaba para adornarse los días de fiesta. Esa historia es la que despertó la codicia del viejo comprador de sueños e hizo que se pusiera en marcha recorriendo el largo camino que lo trajo hasta Marginal, cada vez más entusiasmado en su confianza de conseguir a la niña de los sueños reales con -sólo exhibir los sueños soñados arrumbados en la carreta.

         - La llevaré - pensaba - por todo el mundo y me enriqueceré pidiéndole que sueñe para mi cosas magnificas a cambio de otros sueños que yo pudiera darle. Tengo tantos que ni siquiera sé cuántos son ni de dónde los fui comprando. Hay gente que da sus sueños por cualquier bagatela o los cambia por otros que al final un comprador de sueños no sabe si hace buen negocio cuando vende lo conseguido aquí o lo cambia por otros allá. Tengo tantos espejismos en mi carreta que creo que los míos ya los vendí y uso los de otros ¿o será que ya no me quedan y por eso van tantos meses sin que sueñe?.

         El viejo sabia que al comprar un sueño el vendedor perdía gran parte de su alegría, por eso sus transacciones eran rápidas y desaparecía del lugar lo antes posible pues casi siempre los que venden un sueño se arrepienten y persiguen al comprador, desesperados al descubrir cuando despiertan al otro día que una noche sin ellos es lúgubre y tenebrosa, un abismo infinito al que se cae y crece a cada instante. Hondo, hondo, hondo.

         Llegó a la cumbre del cerro cuando ya se hacía noche cerrada. Algunas mujeres risueñas lo rodearon mirándolo con curiosidad. El viejo se sintió impresionado por su belleza. También hablan niños y hombres que se acercaron a él observándolo y atisbando la inmensa carreta tirada por los bueyes melancólicos que avanzaban tras los pasos de su amo.

         - ¿Dónde puedo encontrar a Virginia? - preguntó a una de las mujeres que estaba cerca suyo.

         - Ahora está por dormir - le respondió ésta - pero si te apuras, tal vez puedas hablarle un momento.

         - El hombre avivó sus pasos para llegar hasta la niña que estaba en una hamaca hecha de nubes policromas tomadas de un sueño de atardecer y que flotaba entre dos árboles de gruesos troncos añosos y solemnes que parecían guardarla de la adversidad.

         - Yo soy el comprador de sueños - se presentó - y vengo a comprar los tuyos y a llevarte conmigo. Tengo guardado en los baúles de mi carreta los más extraños sueños que se puedan conseguir. Hay algunos hermosos y otros terribles. Algunos que bastarla verlos para reventar en carcajadas y otros tan tristes que sería imposible dejar de llorar ante ellos. Tengo pesadillas infernales, monstruos espantosos, horrorosas creaciones capaces de helar la sangre a cualquiera, pero lo daría todo a cambio de tus sueños porque eres la única que ha logrado volverlos realidad. He visto los animales, las flores, las piedras preciosas que brotan de todos lados, he visto las casas que soñaste y a estos seres de eterna juventud creados por tu imaginación. He visto los arroyos transparentes que cruzan y bordean Marginal y sé que todo lo has hecho tú. Por eso, Virginia, vengo de tan lejos como no te imaginas, a buscarte.

         La niña lo observaba absorta y asombrada, algo temerosa de las palabras de ese anciano de tan extraño aspecto, y mientras duró su discurso, ni ella ni los que los rodeaban pudieron apenas respirar.

         - Pero éste es mi pueblo - respondió Virginia después de mirar las caras extasiadas de sus amigos - Tú eres un extraño, no sé si bueno, aunque no lo creo, porque no puede ser bueno alguien que va por el mundo comprando a la gente lo único que realmente posee. No deseo venderte mis sueños y menos ir contigo. ¿Acaso aquí no soy feliz ?¿Acaso no ves que cuanto me rodea es bello? Yo no quiero vender mis sueños a nadie ni irme de aquí.

         - ¿Es que no te das cuenta - exclamó el viejo - que yendo juntos el mundo se postraría a nuestros pies? Tú soñarías por los demás y ellos obtendrían sus deseos con sólo pedirlos. Tendríamos riquezas inauditas, tendríamos un mundo donde sólo existiría lo que tú quisieras y si acaso alguno intentara apoderarse de tus sueños yo soltaría de mis arcones las furias de las cuales te he hablado y nadie, jamás, pretendería enfrentarse a nosotros. Conseguiríamos todo con sólo amenazar a los demás con nuestros horrores. Hasta podrías crear monstruos aún más terroríficos que los míos.

         - Yo no creo monstruos - respondió Virginia - sólo sueño cosas alegres y bellas. Sueño flores y muñecas, animales extraños pero bondadosos y no quiero aterrorizar a nadie porque ya tienen bastante con sus miedos de cada día. ¿Acaso no son felices cuando sueñan lo que quieren? Las ilusiones que veo al dormir quedan sobre la tierra pero no por ello voy a pretender que me teman. Los que viven conmigo me quieren. Es suficiente. Viejo comprador, tú no me gustas y te tengo mucho miedo.

         - Es que estoy decidido a llevarte - respondió el hombre y en sus ojos brillaron dos relámpagos de ira.

         - Aunque tú no quieras, tendrás que venir conmigo. Mírame - abrió los brazos mostrando la suciedad de sus ropas - Estoy sucio porque nunca pude comprarme cosas bonitas o limpias. Estoy viejo porque los años han pasado sobre mí marcándome con su furor implacable. Estoy pobre porque nunca pude realizar un solo sueño de los muchos que he tenido. Vengo de muy lejos y no volveré sin llevarte conmigo!

         La noche era oscura y el terror ocupó un sitio entre los que escuchaban las violentas palabras del viejo. Virginia medio se había sentado en su hamaca y las estrellas resplandecían con un brillo torvo y amenazador. Todo el bosque permanecía inmóvil, alerta, asombrado. El viejo levantaba la voz cada vez más aguda y sus palabras retumbaban espantando a los duendes y pequeños animales que se habían acercado para dormir alrededor de Virginia como todas las noches. Los hombres, las mujeres y los niños se mantenían a su lado inermes de pánico. El viejo abrió una de las cajas de su carreta y de ella escaparon cuatro sombres espantosas que brillaron con resplandor viscoso. La gente gritó despavorida porque nunca antes habían visto sino las bellezas creadas por la niña y esas apariciones les causó tal repugnancia y miedo que se pusieron a temblar a un mismo ritmo previendo una desgracia cercana.

         - Seguiré sacando pesadillas - amenazó el anciano a la vez que desenvolvía un atado voluminoso - como éstas! - cien culebras cayeron al suelo reptando hacia cualquier lado - o éstas! - y de las paredes del carro descendieron varios encapuchados sin cabeza blandiendo enormes cuchillos con los que atravesaron los cuerpos de los niños que tenían más cerca los cuales al ser tocados desaparecían en un humo amarillento.

         - Es que no puedo - dijo Virginia sollozando - no puedo ir aunque quiera porque entonces desaparecería todo. No me toques, viejo, no me toques porque sería demasiado tarde. Cómo es que no te has dado cuenta: lo que hay aquí en esta noche es un sueño mío, un sueño horrible como nunca he tenido pero que lo venía presintiendo desde el principio. No me toques, viejo tonto...

         El hombre entreabrió sus labios dejando ver en medio del resplandor maléfico de su poder, los huecos dejados por los dientes que le faltaban y creyéndose dueño del triunfo avanzó hacia la niña sin hacer caso a sus lágrimas ni a sus ruegos, sin escuchar las voces de desesperación que escapaban de las gargantas ni el bramido sordo del bosque inmenso y con un rápido movimiento asió por los hombros a Virginia que gritó una vez más:

         - No me toques viejo, no me toques...... ¡Ay! ya es tarde...

         De pronto la sonrisa desapareció del rostro del comprador de sueños. Su carro se deslizó, tambaleó y cayó al abismo arrojando las cajas y paquetes que estaban amontonados en él, y los sueños huyeron escabulléndose hacia la negrura de las sombras, libres nuevamente de su encierro y cuanto le rodeaba empezó a desaparecer. Virginia se esfumó entre sus dedos y el bosque, las casas, los jardines, los arroyos, los animales, la gente y el cerro desaparecieron por encanto ante los ojos desorbitados del viejo que permanecía estupefacto, comprendiendo en su agonía, que cuanto había visto era un sueño y que él mismo, tan ambicioso y tan audaz en su búsqueda, no era más que otra sombra creada por Virginia y que en un segundo más pasaría a integrar la horrorosa bruma de la noche fría y sin estrellas de los sueños perdidos.

 

 

 

 

TAJO EN EL AGUA

 

LILIAN DE NAPOUT

 

         Caminaban por la costa mientras se enteraba de las novedades de los chicos. Arturo venía por un día o dos y era poco tiempo. Así mataba dos pájaros de un tiro, llevaba el recuerdo de ese olor a agua salada y se veían y hablaban. Paseando había menos compromiso que con las palabras dichas entre cuatro paredes. Nadie hacía demasiadas preguntas porque el aire de la Rambla parece hacer que la gente se concentre en sí misma, el horizonte influye en el ambiente y hace ver todo menos inmediato. O a lo mejor, era sólo que todos estaban cansados y así como él no quería comprometerse a dar, ellos no querían ilusionarse más en esperar. Aunque lo de los compromisos fue bastante claro: solamente económico. Nadie le exigía nada más. A pesar del divorcio, los chicos se estaban haciendo fuertes. Arturo aprovechaba a verlos cada vez que traía lo convenido. Y de paso, en una mirada larga, juntaba las hortensias, los toldos rayados y los montones de obras nuevas, con sus hombres sentados en los andamios.

         No eran los únicos. Hay muchísimos casos. Además, a pesar de sentir la necesidad de tenerlos cerca, Arturo no quería prometer, no podía prometer. Porque su Punta del Este, la famosa, la de la paz, la libertad y la belleza, la que ahora añoraba a veces, había sido para él en otro tiempo, una jaula con barrotes de agua. Extraño pájaro inquieto y mojado. Pensaba si la Península no se sentiría presa como él. Con las olas batiéndole la cara de ambos lados. Le parecía que en algún momento, la Punta se echaría a volar, hendiendo el cielo como una gaviota más. Como Arturo, que por ramalazos, sentía algo dentro que le sobraba y dejaba de ser él para ser varios o para no saber quién era. Quería poder al fin hacer libremente las cosas, quería hacer lo que le daba la gana y también se le daba la gana de venir a verlos.

         El sol entraba. Se fue hundiendo a desgano. Con todo y ser uruguayo, éste le era un paisaje extraño. Por la conformación de la costa. Según sabía, estaban en la Mansa y allí la costa debería ser baja. No estás salientes rocosas, terrosas, a pique, sobre el mar, sin barandas, que le hacían pensar qué lugar era ése. Claro que a veces, los recuerdos de Arturo, por la noche, cambiaban de geografía. Esa tarde estaban todos allí, su madre, Sonia, los chicos. Un poco impresionados, se acercaron al borde para mirar con recelo, porque el mar atrae, cómo las olas estallaban abajo.

         Los chicos se dejaron ganar por la naturaleza y enseguida encontraron una cantidad de caracoles irisados, bastante grandes, que de alguna manera, hablan ido a parar a esa altura, acantilado arriba. Los diez años de Clarisa ajetreaban su pelo y su cintura en la búsqueda. En tanto Raulito le mantenía abierta una bolsita de plástico, entusiasmado por el botín de caracoles. La abuela los vigilaba y los frenaba cuando le parecía que se acercaban mucho al borde. Como Arturo los había acostumbrado a ser valientes, se ingeniaban para escabullirse, articulando el cuerpo, vitalizado por la brisa marina. Eduardo, en cambio, estaba quieto. Era el mayor y el más movedizo. Sin embargo, miraba el mar como buscando algo. Sonia parecía no estar tan confiada y lo tenía, pese a su extraña quietud, fuertemente sujeto de la mano. Hasta se notaba que le apretaba la muñeca. Arturo iba a decirle a Sonia que soltara a Eduardo, que al final era el más grande, que lo dejara ser hombre. De repente algo le llamó la atención. Reparó - no la había visto antes- en una entrada que hacía el acantilado unos cincuenta metros más allá. Era como una bahía alta y en el medio, como frente suyo por la curva, de la costa, vio unas muchachas. Primero eran tres, luego cuatro. Y como siempre le gustaron las muchachas, se las quedó mirando. Le gustaba seguirlas con la mirada. Por la calle. Cuando venían de frente, él sabía en el cruce, sentía, ojo a ojo, si había podido trasmitir el acucio y si, aún cuando siguieran y parecieran tranquilas e indiferentes, algo se les había prendido dentro. Era un juego que le gustaba hacer, sobre todo si iban de pantalones. Pero éstas vestían camisolas largas. De pronto, Arturo no entendía por qué lo hacía, la primera, con algo similar a un paracaídas, se lanzó desde el acantilado al vacío. Abajo, las puntas de las rocas emergían entre las aguas. Los cabellos subían hacia el cielo a medida que ella caía hacia las rompientes y el paracaídas o lo que fuera, no se abría, no la salvaba. Enseguida, distrayéndolo de la primera, se tiró otra, con unas alas de esas de planear que se ven en algunas fotos de revistas. Un destello violeta daba a esas alas un aspecto desagradable, de cartílago ajado. ¿De dónde habrían sacado ese material? Pero el cerebro es rápido y es lento y así, mientras las alas no conseguían ni volar ni flotar, Arturo las miraba caer sin reaccionar. La tercera joven se acercó al abismo con un gran almohadón cuadrado entre los brazos, un almohadón que parecía liviano como de plumas, con grandes volados de puntillas, de mucho tiempo pasado y con un suave gesto de paloma que va a volar, arremetió el aire y se tiró también. Arturo era impulsivo para auxiliar en cualquier emergencia, pero todo sucedió tan rápido, tan rápido, que se quedó mirando, como fascinado, a ver si la cuarta muchacha se tiraba o no. Al fin, dio un paso adelante, pensando si era posible o inútil tratar de hacer algo y de pronto se dio cuenta que ni los chicos con los caracoles, su madre vigilándolos y Sonia desconfiando aún de la pasividad de Eduardo, habían notado nada. ¿Cuántas fracciones de segundos habían pasado? ¿O serían por lo menos unos minutos? ¿Es que estaban todos ciegos? La única que había compartido toda esa pantomima macabra era la cuarta muchacha, la que todavía no se decidía a tirarse. Entonces la vio enarbolar una sábana, que se echó a volar en la brisa, como una gran bufanda. Un fogonazo de claridad espumada desvió su vista hacia las aguas y vio los cabellos de la primera que se estremecían ya como un marabú de algas bronceadas entre las olas y las alas violetas que se balanceaban agitadamente cuando, una gaviota enorme se posó sobre ellas y empezó a los picotazos. Quiso ver qué había pasado con la del almohadón y en eso sintió -más que vio- que la última se tiraba al cabo. Algo extraño lo recorrió por dentro. Montones de recuerdos afloraban súbitamente y se empujaban por obtener lugar. ¿Eran esas las mujeres que habían pasado por su vida? ¿Las parpadeantes mariposas de colores que gustaba cazar en la Avenida Gorlero o en los paradores de la costa? ¿Todas, como Sonia, se habían perdido así?. Parpadeó como si la sábana al ondular le frotara los ojos y se adelantó inconscientemente para detener por lo menos a ésta. Se dio cuenta de que había avanzado demasiado. Ya se había caído una vez. Sabia, conocía, la sensación de la caída. El último paso fue muy en el borde. Y Arturo era muy pesado. No había nada, nada de qué agarrarse y comprendió que caía sin remedio... ¿Qué podían hacer los chicos, su madre o Sonia? Dio vuelta la cabeza, dejó de mirar a las muchachas - ahogadas o no, ya no importaban - y los miró a ellos. Afortunadamente, en su trastrabilleo para tratar de no caerse, Arturo se había vuelto contra el mar y caía de espaldas, pudiendo verlos. Y cosa rara, no caía ligero, sino más bien tenla la sensación de flotar lentamente, como una hoja en el viento. ¿Volvía a su jaula el pájaro inquieto? ¿Sería así la medida del tiempo en la eternidad?

         Clarisa lo comprendió antes que todos y eso que estaba agachada. Se enderezó y se quedó mirándolo gravemente, con un caracol en la mano abierta. Raulito tiró la bolsa y gritó: ¡papá! y ese grito fue como un picotazo de gaviota en el corazón de Arturo. Y Eduardo, se tomó de la otra mano de Sonia, separó las piernas como para afirmarse y miró a su padre caer, como si no fuera su padre. A Sonia, Arturo no quiso mirarle los ojos, nunca quiso saber el final de los balances. ¿Y su madre? Separada de los cuatro, apretándose la cara y la angustia, con las manos de sus años niños. Sus ojos, tantas veces jueces duros, ahora, tremendamente conmovidos. Como se dio cuenta de que a pesar de todo tenía tiempo, Arturo les gritó primero,

         - ¡No tengo miedo! ¡Fui muy feliz!- Y repetía pese a que su balanceo tenía algo de humedad:

         - Nunca tuve miedo de morir!

         Entonces... Entonces... él quiso llevarse las manos a la boca y detener el grito o detenerlos...

         Al mismo tiempo que por la costa, los autos y los edificios comenzaban a encenderse y competir con sus luces diversas, los cuatro, los chicos y Sonia, y tras una breve indecisión, también su madre, se tiraron de a uno y venían cayendo, mirándolo, mirándolo, tranquilos.

         - ¡Carajo! ¡No! ¡Dios mío, no! ¡Ustedes no!

         Y sintió el tajo que su cuerpo hizo en el agua.

 

 

 

 

 

 

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