Un buen día, en Caazapá —tuvo que haber sido en la década de 1950—, se encontraron dos que son grandes entre los grandes: el poeta y músico Félix Fernández y el guitarrista y compositor Carlos Talavera. El que hizo posible ese acontecimiento fue Ramón Luna, anfitrión de los dos artistas. Sus cuatro hijas —entre ellas la poeta Gladys Luna—, recibieron la orden de no hacer nada que pudiera molestar al que posiblemente fue el creador de Guyra Campana. Como intérprete —todos lo sabían en la comunidad y fuera de ella—, era delicado. Cualquier incidente que le distrajera motivaba su enojo y, por lo tanto, el fin de la ejecución de su instrumento.
Ya Félix y Carlos estaban en amena conversación. Los dos pares de niñas de la casá seguían estrictamente las indicaciones recibidas. Talavera tocaba a ratos su guitarra. Fernández recitaba sus poesías. Intervenía el que los había acogido bajo su techo. Las anécdotas iban y venían como la bebida que compartían en la ocasión.
—Nde Félix, emombe’umína mba’éicha rupípa rejapo Nde ratypykua (Félix: cuenta por favor cómo hiciste Nde ratypykua)—, le pidió Carlos Talavera a su amigo. Las niñas trasladaron sus miradas al autor interrogado. No entendían mucho, pero si sus padres estaban allí, maravillados, era porque cuanto ahí ocurría era importante.
El poeta volvió atrás en el tiempo. Se ubicó alrededor de 1930 cuando formaba parte de la Banda de Policía, en Asunción. Recordó a los que le escuchaban que un buen día, al terminar el ensayo, retornaba a pie desde las cercanías de la Catedral Metropolitana a su casa, ubicada en el barrio Ciudad Nueva, en las inmediaciones de lo que hoy es el Mercado 4.
Un aguacero que bien pudo haber sido de febrero, de pronto, comenzó a apurar sus pasos. Protegió, como pudo, su pistón. Como no quiso que se cumpliera con él aquel refrán popular de que el amarayvi sa’i suele ser un výro myakỹha, corrió hasta guarecerse debajo del frondoso yvapovõ de Mcal. López y Brasil.
En eso, ya empapada, con la misma premura y con similar intención, llegó allí una hermosa joven. Candorosamente cubrió sus senos con las manos. Sentía vergüenza porque el agua había tal vez vuelto transparente su ropa. «Upépe oñembesu’umi ha opukavy (Se mordió los labios y sonrió)», rememoró Félix, según recuerda Gladys Luna. Esos dos gestos descubrieron el hoyuelo que cautivó al músico-poeta. Su ratypykua (hoyuelo) fue para él un imán y un hechizo. «Jaha ko’águi, ñane akỹvéta (Vámonos de aquí; de lo contrario, nos empaparemos más aún)», le dijo al rato Félix a la mujer, cuenta su hijo Leopoldo Fernández, corroborando la historia relatada en Caazapá.
Los dos tomaron rumbos distintos. El poeta nunca supo el nombre de la que le deslumbró con el encanto clavado en su mejilla. Jamás tampoco volvió a cruzarse con ella. Lo cierto es que completamente cautivado por lo que acababa de ver, ya no le importó mojarse. Ni que su instrumento se lavara a destiempo. Sobre sus pasos apurados, construía sus versos. Al llegar, se secó, se cambió la ropa y se puso a escribir de un tirón.
Con el tiempo, Constante J. Aguer —poeta correntino, autor de la letra de Kilómetro 11— lo tradujo al español. Esta versión fue registrada en SADAIC, la sociedad de autores argentina, el 28 de junio de 1962.
Fuentes: Gladys Luna, nacida en Charârâ (hoy Eugenio A. Garay) cuando esta comunidad pertenecía al distrito de Caazapá y del hijo de Félix Fernández, Leopoldo Fernández. También el libro Mis cantares al Taragŷi, de Constante J. Aguer, poeta argentino.