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NELSON AGUILERA
  YO QUIERO SER DOCTORA - Relato de NELSON AGUILERA


YO QUIERO SER DOCTORA - Relato de NELSON AGUILERA

YO QUIERO SER DOCTORA

Relato de NELSON AGUILERA


Extraído de "CUENTIRRELATOS PARA JÓVENES",

Edición del autor, Asunción 2009


Nde tarováningo nde! ¿De dónde sacaste esa estúpida idea? Nosotros somos pobres, che rajy y jamás vamos a poder pagar tus estudios en Asunción. Si vos querés estudiar Medicina vas a tener que ver qué vas a hacer porque la enfermedad de tu hermano ya nos dejó en la lona, mi hija. Vos sabés bien que el precio del takuare'ẽ ya no es el mismo que antes y que la azucarera nos explo­ta a todos los campesinos. Apenas ningo tenemos para comer y vos katu querés ser doctora, ndaje. No, mi hija. Pensá bien y después vamos a hablar otra vez.

Gabriela se sintió desmoronada pero no destruida. Presentía que esa iba a ser la respuesta de su padre y era como un dejavu para ella. Ya lo había vivido antes sin saber cuándo ni dónde, pero esas palabras ya las conocía de memoria.

Se fue hacia los cañaverales con sus pensamientos bai­lando en su mente. La idea de ser médica había sido su sueño desde niña. Siempre se vio a sí misma en la sala de un hospital ayudando a los niños a recuperarse; y su gran deseo era ver a su hermano Aníbal levantarse de la cama a saltar, cantar y jugar otra vez con sus otros her­manitos. ¡Cuánto quería ser ella la que lo ayudara con sus conocimientos y habilidades de pediatra!

No voy a retroceder. Yo voy a ser médica. No me que­ daré en este pueblo para ser la sirvienta de otro campesi­no. Yo nací para triunfar. No de balde me esforcé tanto para estudiar Química, Física, Matemáticas y Biología como una condenada estos tres años. Claro que le debo mucho a la profesora Esther, pero un día se lo voy a pa­gar todo. Mis ahorros me ayudarán a instalarme en al­guna pensión para comenzar, pero ¿y después? Después ya veremos. Lo que realmente importa es ingresar a la universidad, sea como sea. Menos mal que la profesora Ana María ya me inscribió para los exámenes de ingreso. Papá se muere si sabe que ya estoy inscripta. Más vale no decirle nada. En dos semanas debo estar en Asunción.

Las azules pendientes del Ybytyrusu se divisaban en la distancia. Gabriela amaba aquellos cerros entraña­blemente. Desde niña los había visto cada mañana al ponerse su blanco guardapolvo para ir a la escuela y al beber su cocido con leche sin las tres galletas, que ella guardaba en sus amplios bolsillos para el recreo y no las comía hasta sonar la campanilla de las nueve.

Amaba también la vida del campo: apacible y tran­quila. La sencillez de la gente era tan ingenua que mu­chas veces se confundía con la ignorancia. Quizás el no saber crea menos complicaciones en la vida de la gente, cavilaba Gabriela. Ella era una chica vivaz, ávida lectora de todo lo que cayera en sus manos, y si era una revista o un libro sobre el cuerpo humano Gabriela devoraba con sus ojos hasta la última letra de cada artículo, de cada párrafo.

Al llegar a la adolescencia, su fama de sabionda ya había traspasado las fronteras de Valle-pe. Todo el de­partamento del Guairá sabía de sus ganas de leer y de adquirir conocimientos. Su decisión de ser médica no fue sorpresa para nadie, excepto para sus padres, que escépticos ante la decisión de Gabriela, se preocupaban por la enfermedad de Aníbal y por lo único que tenían para sobrevivir: unas cincuenta hectáreas de caña dulce.

El calor de marzo seguía ardiendo en las casas pa­raguayas. En Valle-pe, el calor se desplazaba como lla­ maradas por los cañaverales, por los ranchos y por los calcinados cultivos de los lugareños. Los rayos del sol no perdonaban a nadie ni a nada. El suelo estaba árido y se­diento. De cuando en cuando caía una tardía tormenta estival que refrescaba los campos por unas horas hasta que el vapor, cálido y sofocante, comenzará a subir de nuevo desde la húmeda tierra.

En medio de olores y sudores veraniegos, Gabriela se despidió de sus hermanitos, de Aníbal que no entendía mucho lo que estaba pasando pero que aun así dejó ro­dar dos gruesas lágrimas por sus mejillas. La madre rom­pió en sollozos y entre bendiciones y buenos deseos abra­zó a su hija por última vez. Su padre, soplándose con el sombrero piri toscamente, se acercó, la abrazó y le dio en un sobre unos cien mil guaraníes. Gabriela se contuvo fuertemente para no lanzarse a llorar sin consuelo en sus brazos. Debo ser fuerte, pensó para sí. Él necesita verme segura de mi decisión. No debo retroceder. Mi decisión está hecha.

En la calle la esperaba la profesora Ana María con el motor del auto encendido. Ella la llevaría hasta Vi­llarrica, donde Gabriela tomaría el ómnibus rumbo a Asunción. Subió al coche casi en forma solemne. Movió la mano derecha en señal de otro adiós y fue alejándose lentamente de su pueblo, de su casa, de su familia. A lo lejos seguía divisando a su padre abanicándose con el sombrero y a su madre secarse las lágrimas con un blanco pañuelo.

Gabriela había estado en Asunción un par de veces cuando niña, pero nunca sola. Llegó a la terminal de ómnibus con algunas indicaciones escritas en una hoja en blanco en su mano derecha y su raída maleta en la iz­quierda. Tomó la línea 8 y fue hasta el barrio Dr. Francia a la pensión "Los estudiantes" ubicada sobre la calle Dr. Mazzei, muy cerca de la facultad de Medicina. Entró a un cuarto pelado donde había una cama elástica de una plaza, una mesita con dos sillas y un roperito de un cuerpo, ya gastado y con los espejos rotos. Se acomodó como pudo, pagó un mes adelantado por el cuartucho y se dispuso a repasar sus lecciones de inmediato. El exa­men de Matemáticas sería el primero y lo debería tomar al día siguiente de su llegada.

Las evaluaciones se sucedieron unas tras otras. Ga­briela estaba feliz con cada experiencia en las aulas de la universidad. Se sentía importante y desafiada. La acti­tud de los profesores arrogantes la intimidaba un poco, pero se sobreponía respirando profundamente y conven­ciéndose a sí misma de que ellos no la vencerían

El día deseado llegó. Grupos de estudiantes apretu­jándose para ver la lista de ingresantes con sus respecti­vos puntajes. Había llantos, desmayos, gritos de alegría. Padres y madres que abrazaban el fracaso de sus hijos, otros que los besaban y saltaban con ellos por el logro obtenido. Gabriela fue acercándose lentamente a la gran pizarra verde. Las piernas le comenzaron a temblar, el corazón le palpitaba apresuradamente, sintió que los la­bios se le secaron súbitamente y que la lengua se le había pegado al paladar. Cuando estuvo bien enfrente de la larga lista, levantó su dedo índice y fue recorriendo los apellidos uno a uno hasta llegar a la letra S. No pudo contener su grito ni sus lágrimas cuando vio su nom­bre: SALDÍVAR FRETES, GABRIELA MARíA con el puntaje total requerido para el ingreso. Había hecho el 100 % en todos los exámenes.

Salió corriendo a buscar una cabina telefónica. La profesora Esther debía ser la primera en enterarse de su triunfo. Ella se lo comunicaría a sus padres, ya que los mismos no contaban con un aparato telefónico. La pro­fesora se gozó en gran manera con su discípula y lloró en forma entrecortada al relatarle lo sucedido con su familia:

—Gabriela, esta mañana sucedió algo terrible. Como la sequía sigue azotando a Valle-pe incesantemente, cada hoja de caña de azúcar es combustible potencial para un incendio. Y alguien que pasó fumando por los cañave­rales de tu padre arrojó la colilla de su cigarrillo. Luego todo se redujo a cenizas. Tu papá está por el suelo. Tu mamá está lamentándose.

—¿Qué le pasó a mis hermanos?

—Gracias a Dios, a ellos no les pasó nada, pero la vaca lechera quedó carbonizada. Nadie pudo rescatarla del fuego.

—¿Y Aníbal?

—Él está bien. Yo creo que tenés que venir de vuelta. Tu familia te necesita aquí.

—No puedo profesora, no puedo.

—Pero, mi hija...

—No puedo… no puedo

Y colgó el auricular para salir corriendo hacia la pen­sión. Ya en su en su cuarto se tiró a la cama y lloró amar­gamente. La soledad se acercó para hacerle compañía y para ser su consejera y amiga por largo tiempo.

Las clases comenzaron y la poca plata que le queda­ba la invirtió en comprarse unos championes chinos y el tradicional guardapolvo blanco de los estudiantes de Medicina. Estaba feliz y triste. ¡Cuánto le hubiera gusta­do ayudar a su familia a levantarse de la tragedia!, pero ¡cuánto deseaba que sus sueños comenzaran a despegar el vuelo hacia el futuro! Gabriela se sentó en primera fila. Su actitud tímida y meditabunda hizo que las chu­chis de la clase la ignoraran por su facha de campesina y de pobre. Los profesores, sin embargo, la observaban bien de cerca. Especialmente al ver los resultados de los primeros exámenes. ¿Quién era esta chica que obtenía puntaje sobre puntaje en todas las materias? ¿De qué co­legio viene? ¿Dónde la prepararon tan bien? ¿Quiénes son sus padres? Ella era diferente de los recomendados por los políticos de turno o de los que ingresaron porque sus padres ostentaban tres apellidos rimbombantes. Ella era ella, y nadie más.

A mediados de julio, la dueña de la pensión la echó a la calle poniendo todas sus pocas pertenencias en la ve­reda. A Gabriela se le agotó la plata y ya no pudo pagar el alquiler del cuartucho. Tomó sus bártulos que no eran tantos, y se fue arrastrándolos por las calles de Asun­ción. Hacía frío, lloviznaba y la noche comenzaba a caer. Llegó a la calle Cuarta y Ayolas. Se quedó enfrente a una casa derruida y abandonada. Empujó el portoncito y entró casi con miedo. Pasó al patio trasero, subió unos cinco peldaños, dio un breve golpe a la puerta y ésta se abrió chirriando, lentamente. Gabriela estaba ingresan­do a su nuevo hogar.

En el interior encontró una mesa herrumbrada, cuatro sillas viejas, algunos cubiertos oxidados y lo que alguna vez fue una cama matrimonial, sin colchón. Algunas ra­tas corrieron al verla y otras cucarachas las imitaron. La madera de la cama era maciza a pesar de haber sido ya devorada parcialmente por los insectos y roedores. Abrió su maleta, sacó unos periódicos viejos y tendió las hojas de los mismos en su nuevo lecho.

Se echó a dormir tratando de olvidar el hambre de horas que no pudo ser aplacado con las dos empanadas del almuerzo. Lloró en silencio, pensó en su familia, en Aníbal y se quedó dormida profundamente. Gabriela ya no pudo escuchar el correr de las ratas ni la carrera de las cucarachas.

Al día siguiente se preparó como pudo y fue a la facul­tad con el estómago vacío y una lividez casi cadavérica en el rostro. Dos chicas de Caazapá: Mima y Nelly, se le acercaron con interés. Le preguntaron si podía ayudarlas con algunas materias que no entendían muy bien. Ella aceptó la oferta. En agradecimiento, las nuevas amigas la invitaron con un café en la cantina. Así Gabriela se consiguió un desayuno, y mientras sorbía su café con leche pensó: ¿Y qué voy a comer en el almuerzo?

Pasaron dos semanas de su mudanza a la casa abando­nada. Siempre lograba acercarse a alguien que necesitara su ayuda y que le convidara con algo que comer; pero una mañana se desmayó en plena clase de Anatomía. Los profesores la asistieron. Mirna y Nelly estaban junto a ella cuando volvió en sí. Gabriela comenzó a llorar y a relatar sus penurias. Las caazapeñas la tranquilizaron ofreciéndole vivir con ellas en la casa que habitaban en Barrio Herrera. Gabriela sonrió asintiendo mudarse ese mismo día.

Las caazapeñas eran hijas de unos hacendados rica­chones que tenían miles de ganados en las zonas de Yuty, y generosas compartieron techo, cama y comida con la compañera guaireña. Gabriela retornó los favores ense­ñándoles todo aquello que no comprendían. Los millo­nes de sus padres no habían podido comprar las neuro­nas que les faltaban, pero que a Gabriela le sobraban.

Así pasaron días, semanas, meses y años devolviéndo­se finezas unas a otras hasta terminar la carrera. Las caa­zapeñas optaron por especializarse en oftalmología, Ga­briela en pediatría. Fue así que una noche de setiembre, haciendo su residencia en la Sala de Niños del Hospital de Clínicas, apareció Timothy Jemkins con un niño ac­cidentado en sus brazos. Gabriela desplegó sus conoci­mientos y destrezas para salvar al pobre niño. Pensó que era su hermanito Aníbal. Luchó una y otra hora para no perderlo pero el pobre niño se fue a mejor vida. Gabriela salió de la sala de urgencias con lágrimas en los ojos para darle la noticia al americano compasivo. Él también la­grimeó y le relató lo sucedido:

Iba yo caminando por la calle Carlos Antonio López y Colón cuando vi que este niño saltaba de un colectivo a otro ofreciendo estampitas; pero al querer subir a la línea 21, perdió el paso y fue a parar debajo de las ruedas del bus. Yo grité y grité al chofer. Luego lo retiré de de­bajo del ómnibus, tomé un taxi y lo traje, y...

La voz de Timothy se quebró en un llanto silencioso. Gabriela le puso las manos al hombro y le dio algunas palmadas.

—Usted hizo lo que pudo, y yo también. Tranquilí­cese.

Timothy agradeció a la doctora, se secó la nariz con un pañuelo azul oscuro y fue hacia los policías que le to­maron la declaración sobre el suceso. Gabriela se quedó impresionada al ver a semejante hombre llorar por un niño de la calle.

Después de unos meses de ese incidente, Gabriela se presentó a un examen de inglés en el Centro Cultural Paraguayo Americano con miras a obtener una beca para los Estados Unidos, y cuán grande fue su sorpresa al ver que el profesor que le tomaría la prueba oral era nada más y nada menos que Timothy Jemkins. Ella lo reconoció de inmediato. Él fingió no conocerla, pero sus sentimientos lo traicionaron al terminar de evaluarla.

—Doctora, ¿le gustaría tomar un café en la esquina?

—Claro.

—Espéreme en El Molino, ¿le parece bien?

—Sí, cómo no.

Gabriela se asustó de sí misma, pero accedió a esta invitación, y a otra, y a otra hasta terminar con él en un altar en la iglesia de Valle-pe. Todo el pueblo fue a ver a Gabriela, al yanqui y su familia, a los Saldívar Fre­tes; pero no al pequeño Aníbal que no pudo ser salvado de la leucemia por su hermana la pediatra. La profesora Esther fue la madrina de la boda, y las caazapeñas hicie­ron de damas de honor. El casamiento fue el gran acon­tecimiento del año para el pequeño pueblo guaireño.

Gabriela se casó y se fue a vivir con su marido en Nueva York, donde él sigue enseñando inglés y ella aten­diendo a niños de todos los colores, en su clínica priva­da. Gabriela ayudó a sus padres a adquirir más tierras donde plantar caña de azúcar y criar vacas lecheras, y a sus hermanos a continuar estudiando. De cuando en cuando, su mirada se pierde en la lontananza y recuerda cuando sus pensamientos de ser doctora bailoteaban en su mente por los cañaverales de su padre; y sus labios pronunciaban: Yo quiero ser doctora.



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SEP DIGITAL - NÚMERO 4 - AÑO 1 - JUNIO 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay

 

 

 

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