EL MUTILADO DEL AGRO
Poesía de ARNALDO VALDOVINOS
EL MUTILADO DEL AGRO
¡Quién duda que te hará falta esa pierna,
cuyo pedazo trunco,
hoy oscila como péndulo roto
entre tus dos muletas!…
Eras un hombre libre, sano y fuerte,
sin temor a la vida ni a la muerte.
Macho para el trabajo y los dolores,
las huellas de tus pies dominadores
de malezas hostiles, de marañas
hirsutas y malignamente hurañas,
marcadas han quedado en los caminos
de todos los recodos pueblerinos.
Amabas el trabajo y el pedazo
de tierra que sembrabas. Había un lazo
de afecto natural que decidía
tu apego hacia el sembrado y la alquería.
¡Eras todo un creador! Bajo el milagro
de tus manos curtidas en el agro,
las semillas tornábanse fecundas;
y sentías secretas y profundas
sensaciones humanas y divinas
desbrozando del suelo las espinas.
Y así, con la conciencia de tan santo
destino, tú sentías el encanto
y el orgullo de un Dios bueno y creador
en tu placer viril de sembrador.
Tu ambición era estrecha; tu pobreza
no turbó la ansiedad de la riqueza;
un dictado secreto te decía
que más de lo que eras, no serías;
además, abonabas tales creencias
en constantes y ajenas experiencias.
Así, nunca tuviste sueños vanos;
no podías ser más que tus hermanos
campesinos, presentes y pretéritos,
a pesar de tus luchas y tus méritos.
Por la fuerza ancestral y fatalista
de esta anímica herencia pesimista,
no creíste jamás que la fortuna
tuviera que ofrecerte gracia alguna.
¡Pero tú eras feliz!
Tu noción de la vida y de Dios, era
sencilla, clara y buena a tu manera.
Lo que la ciencia cree impenetrable
muy fácil lo volvía y explicaba
tu nativo evangelio: la agüería.
¡Jamás te preocupó la trilogía,
ni aquello de si Cristo es Jesucristo,
si es un Dios en verdad o sólo un hombre!
A ti ha llegado el eco de su nombre
con la mágica escolta de la gloria,
desde el seno lejano de la historia;
y en él tu fe sencilla ha descansado.
No escuchaste jamás el cuento amado
de las mil y una noches, ni en tu ingenio
sospechaste, que un tiempo vivió un genio
al cual los hombres llaman Napoleón,
y que del mundo fue la admiración.
No oíste nunca hablar de la cultura
oriental, como base o levadura
de la otra llamada de Occidente
ni del senil achaque que resiente
a las naciones clásicas de Europa,
que hacia el Oriente vuelve, viento en popa,
en medio de un espasmo de agonía,
según dicen las doctas profecías…
Sencilla fue tu idea religiosa:
todos los santos son la misma cosa,
pero eso sí: alguno es más amigo
que otros, pues, soporta ser testigo
de cualquier juramento; además,
lo bueno que le pides a él, jamás
–ni lo malo tampoco– se ha negado
de hacerlo, que por algo es "tu abogado"
para todas tus cuitas y pesares.
Tú también, es verdad que en tus andares
has demostrado serle más que fiel;
¡si hasta un nicho le abriste en viva piel
de tu cuerpo! Allí, o en un rosario,
llevas su efigie en santo escapulario.
Tus días matizaban con motivos
baratos, pero plenos y emotivos
para tus concepciones y sentires:
correr a campo abierto hasta que estires
la lengua de cansancio, tras los teros
o perdices, en tardes de aguaceros
propicios; o tomar tu fiel amiga
la guitarra, que irá para que diga
por ti, frente al "tapyi" de tu morena,
cuáles son tus dolores y tus penas,
y para ello cruzar el malezal
con la magia instintiva y nocturnal
de quien trabó amistad con las estrellas.
No te inquietaron nunca las querellas
de este mundo plagado de maldades.
No sabías de extrañas dignidades
caprichosas y abstractas, que fecundan
los males y tragedias que hoy inundan
a los pueblos. Honor, tradición, gloria,
moral, cultura, ética, historia,
derecho, todo aquello que englobado
forma lo que llamamos el sagrado
y universal tesoro de naciones,
para ti no existían ni en nociones
ambiguas, pues, que nunca estos asuntos
tocáronse en velorios de difuntos,
donde cualquier secreto se revela
al correr de la caña y la mistela.
Tenías dignidad a tu manera;
por ejemplo, en un baile, grave era
escuchar una polka ejecutada
adrede en contra tuya, colorada
por caso, no ignorando el atrevido
el "color" liberal de tu partido;
o que de un cuello cuelgue un insolente
pañuelo azul, sabiendo el prepotente
que por no aguar la fiesta y por antojo
prudente, no exhibiste el tuyo, rojo;
o que el rival audaz un tropezón
simule, y te arrugue el pantalón,
por mostrarse a la dama veleidosa,
que con ambos sonríe, vanidosa,
son ofensas gravísimas que el hombre
debe lavar con sangre, si su nombre
mezquina, que si no, es un cobarde…
Muchas veces así, cuando en la tarde
de los sábados ibas a bailar,
por fuerza te obligaban a matar,
o a volver con el tajo de una herida.
Así era el concepto de la vida,
de la honra y del valor que tú tenías.
¡Y eras hombre feliz! Pero un mal día,
el espanto rugió sobre la tierra.
Los jinetes del cuento pavoroso
aullaron a los vientos su luctuoso
alarido de muerte y de miseria.
Destinado tú estabas a esa feria
de brutales horrores y de males,
provocada por almas criminales
entre whisky y bostezos de salones;
llegaron hasta ti, lamentaciones
de pavor y de miedo. Te pidieron
auxilio y protección y te ofrecieron
a cambio de tu vida, la gran gloria
de penetrar al templo de la historia,
precedido de famas y de honores
que rimarían épicos cantores.
Te hablaron de moral y de derecho,
de posesión de juris y de hecho,
de conquistas pretéritas, de reales
cédulas y de audiencias virreinales,
de líneas meridianas, y también
de status-quo y utis… no sé bien
si posidetis… ¡Claro que tu ciencia
no dio para entender tales sapiencias!
Entonces te dijeron que la amada
y humilde patria estaba amenazada
por muy grave peligro, que era urgente
que opusieras tu pecho al prepotente
invasor, que ya a pasos de tambores
venía desplegando en sus clamores
la bandera del luto y de la muerte…
¡No averiguaste más! Tu diestra fuerte
arrojó la semilla y el arado
amigo, en mitad de tu sembrado;
empuñaste un fusil y a la batalla
corriste, para ser férrea muralla
contra el malón audaz de nuevos hunos,
sin jactancia ni nombre propio alguno…
¡Y en la brutal acción de la jornada
de sangre, fuiste todo, sin ser nada!
Has vuelto ya. Comprendo en tus pupilas
que divagan serenas y tranquilas
sobre el miraje azul de la llanura
la secreta ansiedad que te tortura…
¡Quién duda que te hará falta esa pierna,
cuyo pedazo trunco,
hoy oscila como un péndulo roto
entre tus dos muletas!
(De: Sinforiano Buzó Gómez,
Indice de la poesía paraguaya, 3ª ed., 1959)
(De: "ANTOLOGÍA DE LA LITERATURA PARAGUAYA"
3ra. Edición por TERESA MENDEZ-FAITH. Editorial EL LECTOR,
Asunción-Paraguay 2004 ).-
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