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JUAN EDUARDO DE URRAZA
  ASTEROIDES - Cuento de JUAN DE URRAZA


ASTEROIDES - Cuento de JUAN DE URRAZA

ASTEROIDES

Cuento de JUAN DE URRAZA


La nave de exploración galáctica OHM-AHM, pro­veniente de un rincón alejado de nuestra galaxia, por fin llegó a los límites del sistema solar. El viaje había sido largo (unos cuatro años terrestres), a pesar de la veloci­dad inaudita que el enorme aparato podía alcanzar. Los exploradores decidieron viajar hasta ese lugar tan remo­to cuando detectaron la presencia de vida inteligente, a través de señales de radio enviadas por civilizaciones que habitaban sus planetas. Tenían dos lugares claves para buscar: el tercero y el quinto planeta del sistema, de los cuales el quinto parecía tener la civilización más antigua, ya que su señal se empezó a escuchar mucho antes y con mayor potencia, aunque esa transmisión ha­bía terminado tiempo atrás, mientras que la del tercer planeta aún se seguía escuchando. La gigantesca nave llevaba tecnología, gente y conocimiento, para estable­cer contacto y relaciones con los seres de estos planetas, quienes estaban menos desarrollados tecnológicamente pero constituirían un gran avance en la expansión de su raza, la cual ya tenía puestos de comando, control y abastecimiento en cientos de lugares diseminados por toda la galaxia.

—¡Este debería ser el mundo que buscamos! —ex­clamó alguien observando desde un panel el planeta al cual se estaban acercando. Los viajeros tenían reminis­cencias morfológicas humanas, si bien técnicamente no lo eran. De todos modos, para provenir de tan lejos, las similitudes eran más que asombrosas.

Korg, el capitán de la nave, abandonó su sillón de mando y abrió uno de los paneles protectores, para poder ver directamente el espacio exterior. Sí, efectiva­mente allí estaba el planeta. Una gran masa de colores, con innumerables anillos a su alrededor. Era hermoso.

—¡Señor! —lo llamó el segundo al mando, Frebert, luego de unos instantes. Korg volteó para prestarle ma­yor atención—. No creo que este sea el planeta —infor­mó el subcomandante.

—¿Por qué? —le preguntó Korg.

—Primero porque la descripción del mundo, según los registros que tenemos, no coincide con uno tan grande y con anillos en su derredor. Además, el análisis atmosférico indica que no es respirable, por lo menos para seres con la estructura biológica que recibimos como dato. Y de hecho, no hay señales de ningún tipo de vida en su superficie.

—Vayamos al siguiente planeta, entonces —dirigió el comandante al personal.

—Pero en ese caso no coincidiría con la descripción que recibimos —le explicó Frebert.

—No importa. Tal vez el orden de recorrido o la cuenta que estamos haciendo son incorrectos.

La nave se dirigió velozmente hacia el siguiente pla­neta. El más grande de todo el sistema solar, con una tormenta tan inmensa en su superficie que formaba una mancha de miles de kilómetros en su superficie, visible desde grandes distancias.

—Evidentemente éste tampoco es, no coincide en nada con la descripción de lo que buscamos —dijo el se­gundo al mando, una vez que se acercaron lo suficiente.

—¿Qué hay más adelante? —preguntó el capitán.

Por unos segundos las computadoras trabajaron y analizaron los datos de sus sensores, hasta proveer una respuesta.

—Hay un cinturón de Asteroides —respondió uno de los acompañantes en la cabina—. Polvo, rocas, y nada más. Más allá hay un planeta rojo, que tampoco coin­cide con las descripciones de los lugares que buscamos.

—El planeta de los Atlantes, el quinto, ya no existe —sentenció el capitán—. Se desvaneció por algún acci­dente natural, o por una guerra global.

—Eso es imposible —negó Frebert, viejo amigo y compañero por años del capitán—, porque ese cinturón en todo caso estaría representando al cuarto planeta, y no al quinto, como tú dices.

—Salvo que hubiera desaparecido algún planeta más —insistió el capitán, fiel a su pálpito.

—Nunca en la historia de la conquista espacial nos encontramos con algo así —le replicó el subcapitán.

—Siempre hay una primera vez para todo. Confec­cióname un mapa total de este sistema en base a los datos que estamos obteniendo ahora, y a los datos que nos enviaron los seres habitantes de estos planetas.

En menos de un minuto se pudo observar comparati­vamente el diseño de tres sistemas planetarios en forma de holograma, sobre la mesa de comando. Los tres eran diferentes. El primero, enviado por los Atlantes, indica­ba un total de diez planetas rodeando al sol, y entre ellos el de los Atlantes, el quinto, que no fue encontrado. Por debajo se observaba el mapa solar enviado por los Terres­tres, que tenía tan sólo nueve planetas, y un cinturón de asteroides entre el cuarto y el quinto planeta.

—¿Ven? —indicó el capitán—. Según los Terrestres eran nueve planetas, y falta justamente el planeta que estábamos buscando, reemplazado por un cinturón de asteroides. Estoy seguro que la civilización de los Atlan­tes se extinguió junto con su planeta antes de que los Terrestres siquiera pudieran saber que existía.

—Pero, según entendemos, los Atlantes poseían tec­nología lo suficientemente avanzada como para realizar un viaje corto entre dos planetas con naves construidas por ellos mismos —aseguró Frebert.

—Quién sabe, tal vez hayan migrado a la Tierra. Puesto que la información que recibimos por radio de ambos lugares indica seres terriblemente semejantes en su estructura biológica... Pero que no se conocían en­tre sí. Tal vez... —pensó el capitán—. Es posible que los Atlantes llegaran a la Tierra escapando del fin de su mundo, y que, a lo largo de miles de años en este otro planeta hayan perdido el contacto o el conocimiento de sus ancestros, olvidando todo con el tiempo. Inclusive, al estar en un lugar inhóspito, pueden haber retrocedi­do cultural y tecnológicamente, hasta que a lo largo de siglos fueron dominando su nuevo ambiente.

—Es una teoría interesante —reflexionó Frebert.

Luego el grupo se puso a estudiar la situación actual del sistema solar. Evidentemente, donde debía estar la Tierra también había un cinturón de asteroides girando de forma impasible. Es por eso que los primeros cálcu­los fallaron en el recuento de planetas.

—¿Ven? —indicó Korg—. Ya no está. La Tierra ha desaparecido ¿Existe algún otro planeta habitable por este tipo de estructura biológica dentro del sistema solar?

—El segundo tal vez —respondió luego de unos ins­tantes uno de los científicos que los acompañaban—. Tiene cambios de temperatura muy bruscos entre el día y la noche, pero su atmósfera puede ser modificada sin mucho esfuerzo para ser habitada por Atlantes o Te­rrestres.

—Vamos allí —indicó el capitán—, tal vez rescate­mos los restos de esta civilización, que, si se ha compor­tado de la misma manera, habrá logrado escapar a la hecatombe nuevamente, e iniciará su trabajo de recons­trucción en algún lugar cercano.

La nave cambió de rumbo otra vez, y se dirigió ha­cia el segundo planeta del sistema solar. Korg y Frebert estaban juntos de pie, observando la profundidad del cosmos a través de un ventanal, absortos.

—No sé si es buena idea continuar con esta misión —dijo el segundo luego de un rato de reflexionar sobre el tema.

—¿Por qué? —le preguntó el capitán.

—Piénsalo bien. Una civilización que es capaz de destruir su propio planeta dos veces, porque no se pue­de atribuir a un accidente casual lo que ocurrió en me­nos de diez mil años, y huir antes del final... No sé, tal vez en cinco mil años hagan explotar su nuevo planeta y huyan nuevamente...

—Y bueno, nuestra misión es salvarlos entonces, an­tes que se extingan.

—A eso me refiero. No creo que sea una idea acer­tada —insistió Frebert—. ¿No será que en su esencia está la destrucción, como parte integral de su vida, de su ser? Imagínate que los rescatemos y tengan acceso a nuestra tecnología, a nuestro conocimiento... En vez de explosionar mundos, terminarían con galaxias enteras, se harían incontrolables, como una plaga...

—¿Y qué sugieres? —le preguntó el capitán preocu­pado—. ¿Que regresemos con las manos vacías, luego de una expedición de semejante importancia? ¿Qué di­remos a los líderes?

—Que ambas civilizaciones se extinguieron, y pun­to, que sus planetas ya no existen, lo cual es cierto. El peligro para el universo es demasiado grande. Ya hemos tenido malas experiencias con civilizaciones violentas o conquistadoras, poco avanzadas en la escala de la inte­ligencia universal, y que tanto daño nos han causado. Creo que es mejor que demos media vuelta y volvamos por donde vinimos, sin investigar más.

Korg estaba nervioso, sudando. Cerró los ojos por un momento y asintió.

—Tienes razón. Si algún día llegan a un estado men­tal positivo, a una tecnología adecuada, y sobreviven todo el tiempo necesario, esperaremos que escuchen nuestras señales de radio, y sean ellos los que nos bus­quen a nosotros.

El capitán dio la orden, y de inmediato la nave tomó rumbo de regreso a su planeta natal. La humanidad quedó sola nuevamente, librada a su eterno destino.



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SEP DIGITAL - NÚMERO 4 - AÑO 1 - JUNIO 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay

 

 

 

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