ELENA POTIANOVA
Cuento de IRINA RÁFOLS
En la antigua estación del tren de Asunción, en 1925, el viejo Enrique sellaba boletos. Por ese entonces, el calor era más suave, el trajinar de la gente por las calles menos denso y la gente tenía más tiempo para hacer otras cosas. El viejo Enrique, entre sello y sello, tenía más tiempo para leer una revista de aquellas con dibujitos. Leía, por ejemplo, que Elena Potianova estaba fatalmente enamorada de un indígena que trabajaba en la colonia menonita y quería saber, al menos, si el indígena, que había adoptado por nombre Gabriel, la correspondía. Solo eso. Si la correspondía. Era imposible que pasara algo más. Así que no pensaba en más nada que en eso. Su familia, su comunidad no lo aprobaría nunca, decía el cuadro de la revista, en cuadradas letras blancas, al pie del dibujo.
–Un boleto a Encarnación, por favor.
En estos momentos, Elena Potianova está en su cuarto, en el piso de arriba, mirando perdidamente por la ventana, mortificándose por el deseo de ver a Gabriel, que pasa ahora cargando al hombro un atado de leña seca para la chimenea. Cruza por el corredor la vista de la ventana del cuarto de Elena Potianova, que lo mira con sus manos apretadas en señal de consternación y ruego divino. “Dios quiera que me quiera”, dice así, a secas, sin signos de exclamación. En el dibujo, el sol de la tarde da tonos azules al hombre que pasa, sin vérsele la cara.
El viejo Enrique observa a la mujer, muy delgada, blanca, pelo recogido apretado en un moño, labios finos, andar de monja. Ropa negra, un contraste de claroscuro en tonos grises pinta el cuadro con tristeza. “No tiene chance”, dice el viejo, sacando sus propias conclusiones de la historia, como tiene que sacar. El indígena nunca la va a mirar. No va a atreverse.
A lo lejos se acerca el tren. Viene silbando, fumándose el humo de los cigarros de madera. El aire se enerva, la gente se acerca, hay ansiedad, hay tensión. En la cocina, Elena Potianova toma el té con su padre y su madre, que ya son muy mayores. Pronto morirán. Elena Potianova quedará muy sola. El ama trae a la mesa una bandeja de bronce con bizcochitos recién horneados de manteca y canela. Por un momento solo se mueve el humo que sale de los bizcochitos en la sala. Hay silencio.
Llegan todos apiñándose en la fila, boletos, boletos, boletos, y el sello remata por todos lados. El viejo Enrique no mira a las caras, solo el boleto amarillo a este u otro destino, no importa adónde, y la marca del sello redondo, la almohadilla de tinta azul, y la pobre Elena Potianova que ama al indígena en secreto y sufre en un silencio cada vez más insoportable.
–No me selló a mí.
–¿Qué?
–Que no me puso el sello.
Por primera vez, el viejo Enrique levanta el rostro y se detiene a mirar una cara. Se sorprende entre que no espera que le hablen, que no espera haber pasado por alto sellar un boleto, que no sabe qué hará la pobre Elena Potianova, cuando entra el indígena a la cocina y atraviesa la sala y al depositar el atado de leña seca en la chimenea, de improviso, Elena Potianova se levanta de la mesa y busca algo, justo allí, en la repisa de la chimenea que se está encendiendo.
–¿Me pasa el tintero?
–¿Qué?
–Si me pasa el tintero… –y señala con su dedo fino de mano delicada blanca el tintero con la pluma que está cerca de él, pero él no sabe qué es un tintero, tal vez porque no escribe, porque no sabe todas las palabras en español, porque se sorprendió escuchando la voz del ama joven mientras él discurría en sus propios pensamientos, y Elena Potianova le muestra con la mirada el tintero y lo mira, y el indígena Gabriel la mira, y mira ahora al tintero y levanta la mano para…
–El tren se va… ¡por favor!, ¿me pone el sello? –y la voz está llena de ansiedad y hay murmullos en la estación, gente que se abraza, que se besa, que se saluda, que agarra el equipaje, y risas y lloriqueos–. ¡El sello! ¡El sello!, ¡por favor! ¡El tintero! ¡El tintero!, ¡por favor! –exige con voz suave Elena Potianova y el indígena Gabriel, que ahora entiende y se lo pasa, y la mira a los ojos tímidamente, mirada que no es mirada de hombre, es mirada de raza vencida, pero hay algo en la mirada de ella que lo sorprende a él, una mirada que está presa de la cólera–. ¿Me da el boleto o no? ¡No ve que me va a hacer perder el tren! Elena querida, se te enfría el té… ¡el tren se va!, ¡el té se enfría, Elena Potianova!… Entonces Elena Potianova toma el tintero de la mano del hombre, ¡y vaya si toma el tintero!, agarra las manos del indígena con sus dos manos como cerrándolas a todo movimiento y las aprieta… Está de espaldas a sus padres, de espaldas a la mesa del té, al té, a la hora del té, al qué dirán, y el viejo Enrique no está seguro si sellar la revista o leer el boleto porque ambos se fundieron sin saber cómo en una misma cosa, ya no sabe si tomar el sello o el tintero, ya no sabe si la clienta o Elena Potianova, cuando Elena Potianova fuera de sí lo besa, lo agarra, lo empuja hacia ella, y lo besa profunda y apasionadamente en los labios, y el indígena Gabriel se sacude de un espasmo y abriendo los ojos desmesuradamente dice: “¡Por Dios!” –así está escrito con signos enormes de admiración, que no es admiración, que es susto–, es lo que quiere decir la leyenda bajo el dibujo de esa escena, pero lo quiere decir y no lo dice, porque se lo imagina el viejo Enrique, cuando el sello resbala y cae al suelo de la estrecha mesita de sellar y el tren se va, se va, se va… y el cliente mira al tren y maldice… Elena maldice, se maldice, “no, no se va a atrever, no se atrevió”, concluye el viejo como diciendo “¡yo sabía!”, y Elena siempre sentada en la mesa con sus padres mayores, sentada muy derecha, muy dura, muy madera, muy silla, mimetizada con el lugar, con la taza de té otra vez en la mesa, y el indígena Gabriel que vuelve a entrar como un eco, vuelve a dejar el atado de leña seca en el mismo lugar de la chimenea y jamás la mira, el tintero vuelve en la correcta dirección del tiempo al mismo lugar del que la imaginación lo levantó, y nunca el indígena Gabriel le da el tintero a Elena Potianova y las manos de Elena Potianova que jamás encerraron con pasión las manos de Gabriel ni lo atrajeron hacia sí, se soltaron, y los labios que se encontraron en un beso impulsivo, beso apasionado y prohibido de Elena, sorbieron lentamente el té, que efectivamente se había enfriado por los graves efectos de la imaginación, y el viejo Enrique, entonces, levantó el sello, pero el cliente ya no estaba, y el tren se iba en el preciso instante en que el viejo Enrique daba vuelta la página y empezaba a leer otra historia, con un suspiro.
5 de Febrero de 2012,
Suplemento Cultural del diario
ABC COLOR
Fuente digital: http://www.abc.com.py
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