Cuando surgió en Asunción el «Premio Hippolyte Bayard», en 2018, Alfredo Quiroz ya había iniciado un ambicioso proyecto fotográfico que resultaría ganador del certamen. En estos momentos parece oportuno volver a él, no solo por la proximidad de la segunda edición del concurso, sino por la sensibilidad e inteligencia con que esta obra aborda un tema que hoy acapara gran parte de la agenda cultural: la Guerra de la Triple Alianza.
La construcción de memoria es un proceso complejo, cargado de disputas por el sentido, en las cuales el arte juega un papel preponderante. “El desorden del mundo, ahí está el tema del arte”, decía Brecht, quien -según recuerda Didi-Huberman- hizo de la guerra el tema por excelencia de toda actividad artística. Alfredo Quiroz lo sabe, o lo intuye. Si bien la profusión de imágenes de la Guerra Grande lo conmovía, sus investigaciones se alejaron de las escenas bélicas y de acumulación de cadáveres para orientarse hacia lo que en estas tierras terminó siendo un objeto de duelo anticipado: la carte de visite.
Este dispositivo fotográfico hacía furor hacia 1860. En principio circuló en los selectos círculos parisinos, pero luego tuvo una difusión más extendida que generó un próspero comercio. Una exigua superficie de 10 x 5 cm, aproximadamente, acogía la imagen (impresa en papel fino luego pegado a un cartón) y, debajo de ella o al dorso, el retratado escribía una brevísima dedicatoria o solo estampaba su firma (una versión primera y sofisticada de la tarjeta personal). El procedimiento tenía su costo y estaba reservado a quienes podían solventarlo. Mientras en Europa la carte de visite era parte de los elegantes rituales sociales (un símbolo de status), en América del Sur fue en muchos casos un recurso desesperado para preservar la propia estampa en la memoria de los seres queridos. Al margen de los protocolos oficiales destinados a “inmortalizar” personajes poderosos, muchos soldados uruguayos y argentinos, que cobraban sueldo, se hacían retratar y enviaban las tarjetas a sus familias. Más que nunca se cumplía el designio de la fotografía como certeza de extinción, como propone Barthes. En aquel entonces no se trataba solo de “vivir la micro-experiencia de la muerte, convertirse en espectro”, para decirlo en sus palabras, sino de dejar una huella ante la inminencia de la aniquilación. La carte de visite, certificado de presencia que inmovilizaba el tiempo, actuaba como un conjuro, como medida para contrarrestar la ausencia y el olvido.
El conflicto internacional generó un verdadero mercado de fotografías de guerra. La empresa Bates&Cia, radicada en Montevideo, envió sus reporteros a los campos de batalla. Tiendas de campaña y carruajes eran usados como laboratorios. Era la primera guerra sudamericana con cobertura fotográfica. Los archivos hoy rebosan de estas imágenes. Sin embargo, como ya dijimos, Quiroz no se detuvo en ellas. Insistió en la carte de visite. En su pesquisa tuvo acceso a archivos públicos y privados (físicos y digitales), llenos de tarjetas de personajes argentinos, uruguayos y brasileros, algunos muy reconocidos y otros de difícil identificación. Del Paraguay encontró figuras ilustres: Solano López, su hermano Venancio, el general Barrios, Juan Crisóstomo Centurión, y del Brasil, el mismísimo Pedro II y el Conde de Eu. Más allá del testimonio político o del cuadro histórico que las imágenes de las cartes de visite pudieran ofrecer, ellas constituyen lo que Barthes llama “biografemas”, trazos visibles que se desprenden de los rostros de los personajes y permiten inferir notas de su vida. Quiroz reunió un banco de imágenes digitales, hizo una selección (privilegiando los personajes vinculados a historias turbulentas o de final trágico) y la sometió a maniobras diversas, contaminando procedimientos, cruzándolos, yendo de lo analógico a lo digital y viceversa.
Así, con resolución, siguiendo las maneras del siglo XIX, reeditó, con las imágenes elegidas, el ceremonial de la carte de visite. Instaló una tela, un enorme espejo, elementos varios (a veces un pequeño espejo redondo), dispuso un décor. (“La foto es un teatro primitivo”, dice Barthes). En ese espacio reducido, ad hoc, Quiroz hizo “posar” a sus personajes, ya impresos en grandes dimensiones; los re-fotografió, para luego introducir nuevas variantes. Sí, montó la escena de la representación, hizo comparecer a los espectros y los emparentó con cuerpos vivos, cuerpos que, a su turno, también devendrán fantasmas.
Con este ensamble de documentos gráficos y corporalidades Quiroz despliega una escritura visual que se adentra en las oscuridades de la guerra. Rasga el papel, lacera el retrato, lo fragmenta: la imagen queda a expensas del artista, como un vencido en manos de sus captores. Ya sin sus potestades, el personaje conserva sin embargo su prestancia, una cierta nostalgia del poder perdido, de la jerarquía trastornada. Hay fotos de humildes soldados entre quienes también se verifica la relación superior-subalterno (como la de ese niño paraguayo que ceba mate a un oficial brasilero). Todas estas imágenes-papel de gran formato son apareadas, como anticipamos, con los cuerpos de un hombre y una mujer que, en uniforme de fajina, listos para actuar sobre el terreno, introducen la presencia militar contemporánea: una operación foto-performática que conecta temporalidades distintas, refutando la cronología establecida. La cámara fotográfica se filtra en la escena como ese elemento intempestivo que, como decía Barthes, sacude la imagen. También el pequeño espejo, micro-universo donde el tráfico de situaciones se refleja. La foto final, resultado de tantos afanes, no elude el camino previsible: la incerteza que anida en quien traspasó la línea de fuego para reinventarse tras un largo y traumático extravío.
Pero el destino de la imagen es también un camino de resiliencia. Quiroz conoce mucho de esto, acostumbrado como está a lidiar cotidianamente con el dolor y la muerte. No es casual que sus maniobras artísticas reorganicen las lecturas historiográficas de la guerra: sabe distribuir coordenadas de sentido, así como sabe comprender y manipular, en tanto médico hematólogo, los imprescindibles y caprichosos flujos de la vida.
La arquitectura invisible. La serie Reflexiones nocturnas, de Alfredo Quiroz, compuesta por una treintena de piezas analógicas usualmente de 40 x 40 cm, está sostenida por una arquitectura invisible que articula fuentes históricas y literarias. Hay que decir que, para realizar su proyecto, Quiroz consultó el Archivo Nacional de Río de Janeiro, así como el Archivo Nacional de Asunción y la imagoteca de la historiadora Milda Rivarola.
A partir de estas fuentes construye un relato cuyo discurso verbal se enuncia con expresiones extraídas del Cabichuí, el icónico periódico de guerra profusamente ilustrado por soldados-artistas-grabadores, que se imprimía en el frente para insuflar ánimo a los combatientes así como para ridiculizar y confundir al enemigo. Las imágenes han sido nombradas siguiendo aquella letra impresa: Implacablemente, Cerro Corá, Pronto, pronto que el tiempo urge, Guerra sin bandera, Espejo de un espejo, Ya no se encuentra qué quemar, Conspiración, La culpa la tiene el paraguayo, La verdad de los hechos es irresistible, La culpa la tiene el argentino, El Paraguay es nuestro y lo demás es cuento, En mal de muerte no hay médico que acierte, Yatayty, La mirada épica, La culpa la tiene el uruguayo, La culpa la tiene el brasilero, El que se quemó que se sople, Alegría secreta, candela muerta, El coronel y el sargento, A otro perro con ese hueso, El ministro de guerra tiene la culpa.
Pero hay otra fuente, esta vez literaria. El título de toda la serie remite a la que se menciona como primera novela paraguaya: Viaje nocturno de Gualberto o Recuerdos y reflexiones de un ausente, de J. C. Roenicunt y Zenitram -que no es otro que Juan Crisóstomo Centurión-, publicada en Nueva York en 1877. Centurión fue una figura destacada en tiempos de los López (había recibido instrucción de Idelfonso Bermejo y del propio Carlos Antonio, quien lo incluyó en la nómina de becarios a Europa, donde adquirió conocimientos de literatura francesa e inglesa, y de derecho internacional público y privado). A su regreso, ya bajo el gobierno de Francisco Solano, ejerció cargos públicos y durante la guerra fue coronel del ejército paraguayo. Fue herido en Cerro Corá, hecho prisionero y llevado al Brasil. Una vez liberado, emprendió una serie de viajes, para regresar al país en 1878. La novela, reeditada hace un par de años, narra el desplazamiento “interestelar” del protagonista hacia un territorio imaginario, de a tramos idílico, de a tramos apocalíptico: el Paraguay.
Como se vería esta obra en tu Sala?
Selecciona un color de la pared:
Bibliotecas Virtuales donde se incluyó el Documento: