Los campos de Caapucú, ese viernes de 1950, con su concierto de amarillos, rojos, azules, lilas, verdes, rosas y azules, estaba de fiesta. En medio de los aromas de la tarde, cruzaba Florentín Giménez, -nacido el 14 de marzo de 1925 en Ybycuí- con los 14 integrantes de su orquesta. Iban rumbo a San Juan Bautista de las Misiones, donde a la noche debían amenizar un baile.
Viajaba en un antiguo camión de cargas. Los músicos, con el piano y otros instrumentos mordidos por el sol calcinante, en la carrocería no se percataban de la naturaleza vestida de gala, como dándoles la bienvenida. El director sí pudo disfrutar esa maravilla, sentado al lado del ”chofer”, en la cabina.
Lo que latía con intensidad en el amplio espacio exterior, lentamente, penetró en las venas del artista. Concentrado, entonces, Florentín Giménez fue armando mentalmente la melodía de Así canta mi patria. Para él, en la escena que se desplejaba ante sus ojos había una ilimitada grandeza. Y esa idea fue la que tradujo en las notas que salieron del manantial de su ingenio.
Al llegar a destino, casi con el crepúsculo vespertino, lo primero que hizo fue buscar un lugar silencioso para volcar en un pentegrama el fruto de la inspiración que le había asaltado en el camino. En un rato la obra estuvo terminada. El lenguaje de la tierra había quedado ya documentado en el papel. Solo restaba encontrar un artista de la palabra para que la composición estuviese completa del todo.
El compromiso de actuación era de 21:00 a 2:00 de la madrugada. Cuando sonó el inconfundible Campanento, un ganadero dijo, ya suficientemente entrado de copas: pembojuapy katu, tovale la ovaléva. Cuando acabó el tiempo solicitado, apareció otro que pagó una hora más. Y después otro corrió con el gasto adicional de dos horas. El baile se extendió todo el sábado.
Por la fátiga, los músicos, de a siete, tuvieron que intercarlarse. Al llegar a las 21:00 retomaron el contrato que habían firmado con quienes lo contrataron. Y desde las 2:00 hasta las 7:00 del domingo nunca faltó quien metiera la mano en el bolsillo para que la orquesta siguiera actuando hasta completar 34 horas ininterrumpidas de actuación.
”Cuando volvimos a Asunción, un día me encontré con Lionel Enrique Lara y le conté que tenía una música a la que quería que le pusiese letra”, recuerda Florentín Giménez en el Conservatorio Nacional de Música, del que es director.
Como le había prometido, el poeta llegó a su casa. ”Tócame en el piano la melodía”, le pidió, tras recibir un cuaderno de música del que lo había invitado. ”Tócame otra vez”, le solicitó luego. Y así, una y otra vez. Cuando iba a comenzar la séptima vuelta, le dijo: ”Basta, dejame nomás ya a mi cargo”. Y de un tirón, escribió la letra.
El texto de Lara es sencillo. Toma la idea del músico y la transforma, desde el mudo que habitaba su creación poética. La patria herida después de la revolución de 1947 le dicta parte de los versos. Ancla, finalmente, en el territorio que dio origen a la pieza musical, para crear una obra que, a pesar de los años transcurridos, sigue siendo contemporánea.