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FÉLIX ÁLVAREZ SÁENZ

  LA CELESTINA - Adaptación de FÉLIX ÁLVAREZ SÁENZ


LA CELESTINA - Adaptación de FÉLIX ÁLVAREZ SÁENZ

LA CELESTINA. Obra de FERNANDO DE ROJAS

Adaptación de FÉLIX ÁLVAREZ SÁENZ

 

 

Tapa blanda 14 x 20 cm., 60 págs.

Género: Teatro - Publicación: 1999

www.arandura.pyglobal.com
Asunción - Paraguay

 

 
Enlace a la edición digital de
 
"LA CELESTINA"
 
en la
 
 
 
 
 
SINÓPSIS:
 
Hace quinientos años, Fernando de Rojas entregaba a la imprenta la única obra literaria por la que lo recordamos: La Comedia de Calisto y Melibea, posteriormente titulada Tragicomedia de Calisto y Melibea y más conocida por La Celestina.
La primera edición de La Celestina tenía dieciséis actos; en las siguientes llegó a tener veintiuno. Aunque extraordinaria por muchos conceptos, La Celestina nunca fue una obra que pudiera ser representada.
Con posterioridad, se han hecho varias versiones y adaptaciones para el teatro. Este libro es un intento más de adaptación de la que se puede considerar por muchas razones la obra literaria más importante de nuestra lengua después de El Quijote.
Fuente: www.arandura.pyglobal.com

 

EDICIÓN DIGITAL DE "LA CELESTINA"

EN LA BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

 

PERSONAJES    CALISTO,   mozo enamorado./ MELIBEA,   tontuela que se deja envolver en la telaraña de Celestina./ SEMPRONIO,    criado avisado que espera obtener provecho de los amores de su amo./ PÁRMENO,   otro que tal, aunque comience con remilgos./ CELESTINA,    incomparable en todo, campeona de maldades, vieja, bruja y puta de toda la vida./ LUCRECIA, criada de Melibea./ ALISA,   madre de Melibea./ AREÚSA,    niña del pecado./ ELICIA,   otra que peca por la misma parte./ CENTURIO,    rufián y maniferro./ TRISTÁN,   criado de Calisto./ SOSIA,   otro criado del mismo amo./ PLEBERIO,    padre infeliz de la infeliz Melibea.

 

ACTO I - ESCENA I

 CALISTO, que ha conocido a MELIBEA en su jardín, donde su halcón se refugió un día antes al escaparse, se imagina en sueños que está frente a su amada, enamorándola. Ambos jóvenes se hallan en el mismo jardín en el que se conocieron. MELIBEA está de pie; CALISTO, rendido a sus plantas. 

CALISTO.-   En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.

MELIBEA.-   ¿En qué Calisto?

CALISTO.-   En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase y en hacerme el favor de verte en un lugar tan conveniente para descubrirte mi secreto dolor. No creo que exista mayor recompensa al servicio, sacrificio, devoción y obras pías que, por alcanzarla, tengo yo a Dios ofrecidos. ¿Quién ha visto en esta vida cuerpo tan feliz como está ahora el mío? Los benditos santos, que se deleitan en la visión divina, no gozan lo que yo gozo en tu acatamiento. Mas en esto diferimos, por desgracia, que ellos no temen perder su bienaventuranza y yo me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia ha de causarme.

MELIBEA.-   Pues un galardón aún mayor te he de dar, si perseveras.


CALISTO.-   ¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!

MELIBEA.-   Desventuradas serán cuando acabes de oírme, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento. El intento de tus palabras, Calisto, ha sido de hombre que pretende salir para perderse en la virtud de una mujer como yo. ¡Vete, vete de ahí, torpe, que no puede mi paciencia tolerar que haya subido a un corazón humano el intento de alcanzar en mí el deleite del amor ilícito!

CALISTO.-   Iré como aquel a quien la adversa fortuna atormenta con odio cruel.

 

ESCENA II
 
Ambas figuras desaparecen y, echado en su cama, se despierta CALISTO. Se levanta y llama a SEMPRONIO, su criado. 

CALISTO.-     (Yendo de un lado para otro del escenario.)  ¡Sempronio, Sempronio! ¿Dónde está este maldito?

SEMPRONIO.-   Aquí, señor, cuidando los caballos.

CALISTO.-   ¿Dónde te habías metido?

SEMPRONIO.-   Se cayó el gerifalte y vine a enderezarle la alcándara.

CALISTO.-   ¡Abre las ventanas y arregla la cama!  (Arrepintiéndose de pronto.)  Mejor, vuelve a cerrar las ventanas y deja que la tiniebla acompañe al triste y, al desdichado, la ceguedad. ¡Oh bienaventurada muerte que, al ser deseada, llega a los afligidos!

SEMPRONIO.-   ¿Qué cosa?

CALISTO.-   ¡Vete de aquí! No me hables, pues, si no, quizá, antes de morir, te mate.

SEMPRONIO.-   Me iré, ya que quieres sufrir solo.

CALISTO.-   ¡Vete con el diablo!

SEMPRONIO.-   No creo que venga conmigo el que contigo se queda.  (Comienza a alejarse y, mientras lo hace, reflexiona y duda.)  ¿Qué le ha pasado a este hombre? ¿Qué hago ahora? Si me voy y le dejo solo, se mata. Si vuelvo a entrar, me mata a mí. Mejor que muera aquel al que le enoja la vida, que no yo, que me complazco en ella. Debo cuidarme por mi Elicia, pero, si se mata sin otro testigo, tendré yo que dar cuenta de su vida. Mejor, entro. No, mejor que se desfogue un poco, que, si entro ahora, puede ser peligroso. Dejémosle llorar. Si se mata, que se mate. Quizá pueda quedarme con algo con que pueda mudar el pelo malo, aunque malo es esperar salud en muerte ajena. Por otra parte, dicen los sabios que es bueno que quien sufre halle a alguien en quien descargar sus cuitas. No sé qué hacer. Estoy perplejo. Entraré, lo sufriré y lo consolaré, porque, si es posible sanar sin arte ni aparejo, más fácil ha de ser curar por arte.

CALISTO.-   ¡Sempronio!

SEMPRONIO.-    (Volviendo a entrar.)  ¿Señor?

CALISTO.-   Dame el laúd.

SEMPRONIO.-   Aquí está.

CALISTO.-   ¿Qué dolor podrá igualarse con el mío?

SEMPRONIO.-    (Rasga el laúd y comenta.)  Destemplado está el laúd.

CALISTO.-   ¿Cómo puede templar el destemplado? ¿Cómo sentirá la armonía quien está consigo mismo tan discorde? Tañe y canta la más triste canción que sepas.

SEMPRONIO.- Mira Nero de Tarpeya
a Roma cómo se ardía:
gritos dan niños y viejos
y él de nada se dolía.

CALISTO.-   Mayor es mi fuego y menor la piedad de quien yo sé.

SEMPRONIO.-   ¿Cómo puede ser mayor el fuego que atormenta a un vivo que el que quemó tal ciudad y a tanta multitud de gente?

CALISTO.-   ¿Cómo? ¡Yo te lo diré! Es mayor la llama que dura ochenta años que la que en un día pasa y mayor la que mata el alma que la que quema cien mil cuerpos. Por cierto que, si el purgatorio es tal, más querría que mi espíritu fuese con los de los animales que ganar la gloria de los santos por este medio.

SEMPRONIO.-   ¿Tú no eres cristiano?

CALISTO.-   ¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro y en Melibea creo y a Melibea amo.

SEMPRONIO.-   Bien sé de qué pie cojeas. Yo te sanaré.

CALISTO.-   Cosas imposibles prometes.

SEMPRONIO.-   Más bien, fáciles, que el comienzo de la salud es conocer la dolencia.

CALISTO.-   ¿Qué consejo puede regir lo que en sí no tiene orden ni consejo?  

SEMPRONIO.-    (Riéndose.)  ¡Ja, ja, ja! ¿Éste es el fuego de Calisto? ¿Éstas, sus congojas? ¡Como si solamente contra él asestara el amor sus tiros! ¡Oh soberano Dios, cuán altos son tus misterios!

CALISTO.-   ¡Sempronio!

SEMPRONIO.-   ¿Señor?

CALISTO.-   No me dejes. ¿Qué piensas de mi mal?

SEMPRONIO.-   Que amas a Melibea.

CALISTO.-   Amo a aquella, ante quien tan indigno me hallo, que no la espero alcanzar.

SEMPRONIO.-   ¿Cómo es ella?

CALISTO.-   Porque halles placer, he de figurártela por partes y por extenso. Comienzo por los cabellos. ¿Conoces las madejas de oro delgado que hilan en Arabia? Más lindos son y no resplandecen menos. Los ojos verdes, rasgados; las pestañas, largas; las cejas, delgadas y alzadas; la boca, pequeña; los dientes, menudos y blancos; los labios, colorados y grosezuelos; el torno del rostro, poco más largo que redondo; el pecho, alto; la redondez y forma de las pequeñas tetas, ¿quién la podría imaginar? Que se despereza el hombre cuando la mira. La tez, lisa, lustrosa; su piel oscurece la nieve. Su color es mezclada, tal cual ella la escogió para sí. Las manos, pequeñas, están de dulce carne acompañadas. Sus dedos son largos; las uñas, también, largas y coloradas, que parecen rubíes entre perlas.

SEMPRONIO.-   Aunque todo esto sea verdad, tú, por ser hombre, eres más digno. Ella es imperfecta y, por tal defecto, te desea y  apetece a ti y a otro menor que tú. ¿No has leído al filósofo que dice que «así como la materia apetece la forma, así la mujer al varón»?

CALISTO.-   ¿Y cuándo veré yo eso entre mí y Melibea?

SEMPRONIO.-   Yo te lo diré. Hace tiempo que conozco en esta vecindad a una vieja barbuda que se dice Celestina, hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay. Entiendo que pasan de cinco mil los virgos que se han hecho y deshecho por su autoridad. A las duras peñas ablandará y provocará la lujuria si desea.

CALISTO.-   ¿Podría yo hablarle?

SEMPRONIO.-   Yo te la traeré hasta acá. Prepárate. Sé gracioso con ella. Sé franco. Estudia mientras me voy cómo has de contarle tu pena de modo que ella encuentre el remedio.

CALISTO.-   ¡Vete ya! ¿Por qué te tardas?

SEMPRONIO.-   Ya voy. Quede Dios contigo.

 

ESCENA III
 
Sale SEMPRONIO y va a casa de CELESTINA. Hablan ambos en la oscuridad. 

SEMPRONIO.-   ¡Oh madre mía! Quiero que sepas de mí lo que no has oído, y es que jamás pude, después de que en ti puse mi fe, desear algún bien del que no tuvieses parte.

CELESTINA.-   Abrevia y ve al hecho, que vanamente se dice con muchas palabras lo que en pocas se puede resumir.

SEMPRONIO.-   Así es. Calisto arde en amores de Melibea. De ti y de mí tiene necesidad. Pues juntos nos ha menester, juntos nos aprovecharemos, que conocer el tiempo y la oportunidad hace a los hombres prósperos.

CELESTINA.-   Basta para mí con mover el ojo. Digo que me alegro de estas nuevas, como los cirujanos de los descalabrados. Y como aquellos dañan en los principios las llagas y encarecen la promesa de salud, así entiendo lo que podemos hacer con Calisto. Le alargaré la certeza del remedio, porque, como dicen, la esperanza larga aflige el corazón y, cuando él la pierda, entonces se la prometeremos. ¡Bien me entiendes!

SEMPRONIO.-   Callemos, que a la puerta estamos y las paredes oyen.

 

ESCENA IV
 
CALISTO y PÁRMENO, su criado, en la habitación del primero. Escúchanse en la puerta ruidos de alguien que llama. 
CALISTO.-   (Dirigiéndose a su criado con impaciencia.)  ¡Abre ya, maldito sordo! ¡Corre!
 
(Sale PÁRMENO y regresa.) 

PÁRMENO.-   Señor, Sempronio y una puta vieja de pelo teñido eran los que llamaban.

CALISTO.-   Calla, malvado, que es mi tía. ¡Ábrele!

PÁRMENO.-   ¿Crees que es vituperio en las orejas de ésa el nombre con que la llamé? No lo creas, que tanto se enorgullece de que se lo digan como tú de que te llamen diestro caballero. Con ese título es  nombrada y conocida. Si va entre cien mujeres y alguien dice «¡Puta vieja!», sin empacho voltea la cabeza y sonríe. Si pasa cerca de los perros a «¡Puta vieja!» suenan sus ladridos; si cerca de las aves, otra cosa no cantan que no sea «¡Puta vieja!». Los ganados lo pregonan, las bestias rebuznan diciendo «¡Puta vieja!» y las ranas en los charcos no suelen mentar otra cosa. Si va entre los herreros, eso mismo dicen sus martillos, y, entre los carpinteros, armeros, herradores, caldereros y arcadores no hay instrumento que no forme en el aire su nombre, que, si una piedra tropieza con otra, enseguida se escucha: «¡Puta vieja!» ¡Oh qué gran comedor de huevos asados era su marido!


CALISTO.-   ¿Y tú cómo lo sabes? ¿La conoces?

PÁRMENO.-   Entregome a ella mi madre por sirviente, aunque no me conoce por el poco tiempo que la serví y por lo que he cambiado con la edad.

CALISTO.-   ¿De qué la servías?

PÁRMENO.-   De todo. Ayudábala en aquellos menesteres a los que mi tierna edad bastaba. Tiene la vieja seis oficios: costurera, perfumera, maestra de hacer afeites y recomponer virgos, alcahueta y un poquito de hechicera. Bajo el primer oficio se ocultan los demás. Es amiga de estudiantes y despenseros, de mozos y de abades. A muchas encubiertas he visto entrar en su casa y, tras ellas, a hombres contritos con los calzones desabrochados que iban a llorar sus pecados.

CALISTO.-   No me cuentes más, que lo que ahora importa es mi salud. ¡Ábrele!  (PÁRMENO abre la puerta y entran CELESTINA y SEMPRONIO.)  ¡Ya la veo! ¡Sano soy! ¡Vivo soy! ¡Qué reverenda persona! ¡Qué acatamiento! ¡Oh vejez virtuosa! ¡Oh virtud envejecida! Quiero   -15-   besar esas manos llenas de remedio.  (Levántase de la cama, se pone de rodillas ante CELESTINA y toma sus manos para besarlas.) 

CELESTINA.-   Dios os guarde, magnífico señor. Traigo conmigo la medicina para vuestros males.

PÁRMENO.-   Ha caído Calisto. En tierra está adorando a la más antigua de las putas, la que fregó sus espaldas en todos los burdeles. Deshecho es. Vencido es. Caído es.

 

ESCENA V
 
Están CELESTINA y PÁRMENO solos en la habitación de CALISTO. 

PÁRMENO.-     (Refunfuñando.)  ¡Flaca puta vieja!

CELESTINA.-    (Enfrentándolo.)  ¡Putos días vivas, bellaquillo! ¿Cómo te atreves?

PÁRMENO.-   Porque te conozco.

CELESTINA.-   ¿Quién eres tú?

PÁRMENO.-   El hijo de Alberto, tu compadre. Estuve contigo cuando morabas en la cuesta del río, junto a las tenerías.

CELESTINA.-   ¿Tú eres Pármeno, el hijo de Claudina?

PÁRMENO.-   ¡Sí!

CELESTINA.-   ¡Pues mal fuego te queme, que tan puta vieja era tu madre como yo! Acércate a mí, ven acá, que mil azotes te di en este mundo y otros tantos besos. Dígote, hijo Pármeno, que tu amo me parece que de todos espera mercedes sin nada a cambio. Ahora se presenta el caso de que todos nos beneficiemos y que tú te remedies. Mucho te aprovecharás siendo amigo de Sempronio.

PÁRMENO.-   Tiemblo al escucharte. Téngote por madre, pero, por otra parte, Calisto es mi amo. Deseo riquezas, pero no querría bienes mal ganados.

CELESTINA.-   Pues yo sí. «A tuerto o a derecho, nuestra casa hasta el techo».

PÁRMENO.-   Pues yo así no viviría contento, y tengo por cosa honesta la pobreza alegre.

CELESTINA.-   Bien dicen que no puede haber prudencia sino en los viejos, y tú eres todavía un mozo. Mira a Sempronio. Si estáis conformes, ambos podréis sacar mucho provecho y placer, que estáis en la edad de jugar, vestir, burlar, comer, beber y hacer negocios de amores. Sempronio ama a Elicia, prima de Areúsa.

PÁRMENO.-   ¿De Areúsa, la hija de Eliso?

CELESTINA.-   La misma Areúsa.

PÁRMENO.-     (Enfático y embelesado.)  Maravillosa cosa es.

CELESTINA.-   Pues, si quieres la dicha, aquí está quien puede dártela.

PÁRMENO.-   Te creo, pero no me atrevo. Perdóname, madre. La paz no se debe negar, que bienaventurados son los pacíficos. El amor no se debe rehuir. Perdóname. Háblame. Dame tu consejo. Manda, que a tu mandato mi consentimiento se humilla.  

CELESTINA.-   De los hombres es errar y de las bestias, porfiar. Alégrome, Pármeno, que al fin hayas limpiado las turbias telas de tus ojos. Te pareces a tu padre. A veces, como tú, defendía duros propósitos, pero luego tornaba a lo cierto. ¡Oh qué persona! ¡Qué cara tan venerable! Paréceme estar viéndolo. Pero callemos, que se acercan Calisto y tu nuevo amigo Sempronio.
 
(Entran CALISTO y SEMPRONIO.) 

CALISTO.-   Dudas traía, madre, de hallarte con vida, pues tan grandes son mis infortunios. Aún más maravilla es que llegue, como llego, vivo. Recibe la pobre dádiva de aquel que con ella la vida te ofrece.  (Entrégale una bolsa de cuero con monedas.) 

CELESTINA.-   Como en el oro fino, labrado por la sutil mano del artífice, la obra supera a la materia de la que está hecha, así, señor, a tu magnífica recompensa aventajan la gracia y la forma de tu dulce liberalidad.

PÁRMENO.-    (A SEMPRONIO, en confidencia.)  ¿Qué le ha dado, Sempronio?

SEMPRONIO.-   Cien monedas de oro.

PÁRMENO.-    (Conteniendo la risa.)  ¡Ji, ji, ji!

SEMPRONIO.-   ¿Habló contigo la madre?

PÁRMENO.-   Calla, que sí.

SEMPRONIO.-   ¿Y cómo estamos?

PÁRMENO.-   Como tú quieras, aunque confieso que estoy espantado. 

SEMPRONIO.-   Pues yo haré que te espantes el doble.

CALISTO.-   Ve ahora, madre, y consuela tu casa. Y, después, ven y consuela la mía. Hazlo pronto.

CELESTINA.-   Quede Dios contigo.

CALISTO.-   Y que él te guarde.

 

ESCENA VI
 
CELESTINA sola en su casa.

CELESTINA.-   Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos que los hirvientes, étnicos montes manan, gobernador y veedor de los tormentos y los atormentadores de las pecadoras ánimas, regidor de las tres furias, Tesífone, Megera y Aleto, administrador de todas las cosas negras del reino, de Estigie y Dite, con todas sus lagunas y sombras infernales y litigioso caos, mantenedor de las volantes arpías, con toda la otra compañía de espantables y pavorosas hidras. Yo, Celestina, tu más conocida cliéntula, te conjuro por la virtud y fuerza de estas bermejas letras, por la sangre de aquella nocturna ave con que están escritas, por la gravedad de aquestos nombres y signos que en este papel se contienen, por la áspera ponzoña de las víboras de que este aceite fue hecho, con el cual unto este hilado; vengas sin tardanza a obedecer mi voluntad y en ello te envuelvas y con ello estés sin separarte un momento hasta que Melibea, con aparejada oportunidad que haya, lo compre y con ello de tal manera quede enredada, que cuanto más lo mirare, tanto más su corazón se ablande a conceder mi petición, y se abra y lastime del crudo y fuerte amor de Calisto, tanto que, perdida toda honestidad, se descubra a  mí y premie mis pasos y mensaje; y esto hecho, pide y demanda de mí a tu voluntad. Si no lo haces con presto movimiento, me tendrás por capital enemiga; heriré con luz tus cárceles tristes y oscuras; acusaré cruelmente tus continuas mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre. Y otra vez y otra vez te conjuro; y así, confiando en mi mucho poder, me voy con mi hilado, donde ya te llevo envuelto.

 

...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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