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SUSANA GERTOPÁN
  EL GUARDÍAN DE LOS RECUERDOS, 2012 - Novela de SUSANA GERTOPÁN


EL GUARDÍAN DE LOS RECUERDOS, 2012 - Novela de SUSANA GERTOPÁN

EL GUARDÍAN DE LOS RECUERDOS, 2012

Novela de SUSANA GERTOPÁN

Editorial SERVILIBRO

Dirección Editorial: VIDALIA SÁNCHEZ

Fotografías: NEGIB GIHA

Diseño gráfico: MIRTA ROA MASCHERONI

Corrección: BEATRIZ POMPA

Asunción – Paraguay

2012 (313 páginas)





PRIMERA PARTE

-1-

LA LLEGADA


Soy el guardián de un Salón de baile.

Vivo aquí porque la música y el baile tienen un sentido vital para mí.

Hace tiempo habito este caserón. Se trata de una antigua mansión que, cuando la descubrí, se encontraba en muy mal estado. Se veía gastada, casi en ruinas, enlutada por tantos años de abandono. Era una casa sombría, cercada por un muro en cuyo frente colgaba, a lo alto, un letrero poco legible. No había jardines a su alrededor, ni plazas. La cuadra era oscura, escasamente iluminada por un farol enclavado en una de las esquinas.

De vecinos tenía a unos cuantos baldíos y a una que otra residencia, también umbrías, cuyas fachadas de paredes agrietadas, molduras maltrechas y corroídas, se hallaban recubiertas de polvo y telarañas.

Desde que me mudé a esta mansión, toda ella cambió; su frente, sus paredes, sus rejas, los espejos, las persianas de sus ventanales, sus gradas, el patio, la terraza, las baldosas, y su razón de ser.

Luego de aquella transformación se vio distinta, suntuosa. Más tarde, la música, mi existencia, el baile, mis cuidados y los visitantes que noche a noche acudían en busca de una pareja, de compañía, diversión o tragos, les prestaron al Salón que ocupa la parte baja de esta antigua residencia el lucimiento que le faltaba para verse convertida en un lujoso "Salón de baile".

Había conocido el caserón un mes después de mi llegada a este país, del que sabía muy poco, antes de mi partida hacia el exilio.

Me embarqué en un puerto de Europa, huyendo de las consecuencias que dejó en mi patria y en su pueblo la desaparición del Imperio Austro -Húngaro; escapando del advenimiento de una terrible decadencia que se reflejaba principalmente en las artes, en la cultura, en la economía, en la pérdida de la moral en cierta clase política y social.

Salí harto de tener que convivir con el deterioro del humanismo. Preso del miedo, del pavor de presenciar el resurgimiento del militarismo, de un nacionalismo agresivo que se notaban principalmente en Alemania.

Aquel hundimiento hizo que yo buscase un nuevo horizonte. Sabía que debía escapar, que no podía seguir siendo un simple espectador del resultado que aquel derrumbe estaba plantando. El cierre de la academia de baile a la que yo pertenecía, la clausura de varias salas de teatro, la partida hacia otros rumbos de grandes promotores del arte, como también de las compañías rusas de ballet, todo ello generó en mí un sentimiento de fracaso tan fuerte, que alentó a que mi exilio fuera inevitable.

Y así fue como, tras un largo viaje acompañado de pasajeros en igual condición que la mía, y de otros con diferentes ideales, llegué a destino.

Un día cualquiera -sin importar la fecha, ni el día -de mucho sol, finalmente el barco ancló en el puerto de esta ciudad.

Me encontraba en un camarote, tomado del mango de mi maleta, temeroso, en un estado de confusión y vértigo, cuando escuché un silbato, luego otro, y otro más. Entonces pensé que era el término de una huida. Ignorando que luego comenzaría mi verdadera fuga, y que no tendría relación con un lugar, ni con una situación territorial, sino con otro espacio, el de mi interior. Permanecí quieto, sin moverme, evocando otro momento, aquel en el que había oído el mismo pitido, y fue cuando me despedía de mi tierra. Temblando, me puse el sombrero, abotoné el saco, ajusté el nudo de la corbata, levanté mi equipaje y ansioso subí hasta la proa. El clima de la bahía era terrible, nunca había sufrido tanto calor. Sin darme cuenta me encontré en una fila interminable, portando mi equipaje al igual que los demás pasajeros. Una niña pequeña lloraba en brazos de su madre mientras el hombre que las acompañaba trataba de consolarla. Miré a la niña, a la mujer, y pensé cuál sería la razón por la que habrían elegido este país para vivir, este muelle para desembarcar y, mientras imaginaba los miedos que podrían estar acosando la mente de esas personas, olvidé los míos. Otro hombre, también pasajero, solo, de mucha edad, se acercó a. mí, me tomó del brazo y con una seña me pidió que lo ayudara; me entregó una maleta pequeña y liviana de cartón, para que se la sostuviese mientras el anciano retirabade un compartimiento un frasco pequeño. Su rostro se veía fatigado, bilioso, y con manos temblorosas tomó una de las píldoras, se la llevó a la boca, levantó la cabeza y sin la ayuda de otro líquido más que el de la saliva, la tragó, mientras yo lo observaba sorprendido. Y cuando le devolví su equipaje, me agradeció con un movimiento suave de cabeza, y al instante se marchó. Yo seguí caminando, lentamente, hasta bajar a un muelle en el que también estaban atracados unos buques de carga. La plataforma por la que bajé era igual a un puente pequeño que unía a la embarcación con el suelo de aquel lugar hasta entonces desconocido para mí.

Luego de que me sellaran el pasaporte continué mi camino con pasos lentos e inseguros. De pronto, el viento hizo volar mi sombrero, un niño que iba descalzo lo levantó y me lo entregó en la mano. Era una brisa diferente, hasta diría tranquilizadora. Miré a mi alrededor. Una multitud me rodeaba. Eran personas con aspectos diferentes a las que yo estaba acostumbrado a ver. Un gentío que de pronto permaneció estático, igual a una pintura de la que escapaban voces, cantos, gritos, colores, jolgorio. Ahí me encontraba yo, parado entre barriles, mercaderías, galpones, depósitos, cajones.

Era de siesta y el sol ardía. Me sentí vacío, solo me acompañaban el hambre y la turbación que hacía tiempo soportaba mi ser, pero era consciente que necesitaba encontrar, lo antes posible, un lugar fresco donde descansar y alimentarme.

Repentinamente, un par de prostitutas se me acercó y mientras una me tomaba del brazo, la otra me acariciaba el rostro. Estarán buscando cliente, pensé, pero me encontraba tan distraído que ni me tomé la molestia de mirarlas con detenimiento. Mi rechazo fue terminante. Di media vuelta, para así evitar sus insistencias, cuando a lo lejos reconocí a otras más que quizás, aguardaban lo mismo. Ni el comportamiento, ni la ropa que vestían llamaron tanto mi atención, como la tonalidad de su piel, lustrosas, como aceitadas. A pesar de mi apatía, ellas me siguieron, luego me hablaron, yo no comprendí una sola palabra de lo que decían. Además de no entender el idioma, tampoco tenía deseos de entablar conversación con ninguna de ellas, solo quería descansar. Sentía hambre, sed, estaba agotado, necesitaba calmar estas dos carencias, y otra más que, por fin, después de mucho tiempo logré sosegar: la de sobrevivir sin la danza.

A pesar de mi disgusto y el desinterés que le mostraba, una de las prostitutas volvió y de nuevo se puso a acosarme. Fastidiado me detuve y la miré, entonces ella me habló en un italiano de terrible acento y, en vista de no obtener respuesta, prosiguió hablándome en inglés. Más adelante, en otra oportunidad y en otro lugar, la misma mujer me confesó que solo conocía un par de términos en esos dos idiomas, los que había aprendido de memoria para poder conquistar a sus futuros clientes. Sin saber el significado de la frase que minutos antes había oído, le di mi negación con un movimiento de cabeza. Cansado de su persecución la miré y entonces pronuncié una palabra que supuse la conocería, "hotel" : Ella era bonita, lucía una falda larga con un corte a un lado que permitía ver la desnudez de sus piernas; también un pequeño sombrero, y llevaba en la mano una sombrilla con flecos que colgaban en los bordes.

Resignada ante sus intentos malogrados, y con una mirada amorosa que no dejó de extrañarme, me dio a entender que comprendió mi pedido, entonces levantó la mano y con un ademán me señaló que la siguiera. Con el cuerpo fatigado, la seguí por unas calles estropeadas y muy sucias. Era una zona de la ciudad que se veía como arrinconada, acorralada por la pobreza. Tras un corto andar llegamos a una casa que quedaba a pocas cuadras del puerto y que, desde la vereda, se veía agradable. Frente a ella, ese día de verano, apenas llegado, luego de un largo viaje, me sentí por primera vez aliviado.

La vivienda no tenía rejas, ni murallas, ni nada que la cubriera de la curiosidad, o del merodeo de algún transeúnte que paseara por delante. Se trataba de una casa pintada de verde, con una galería sostenida por varios pilares. Me detuve en la vereda, bajé al suelo la maleta en la que cabían mis pocas pertenencias. Me saqué el sombrero, luego el saco, mientras mi acompañante me tomaba del brazo, como si yo fuese un niño tímido, que necesitara ser conducido hasta dentro de la vivienda. Levanté la vista, busqué algún letrero con el nombre del hotel, pero no encontré ninguno. Continúe parado, inmóvil, frente al lugar, dudando de cómo hacer para que me entendieran y yo a los demás.

Ella insistió, y finalmente entramos.



-2-

UNA CASA DE TOLERANCIA


Entrar a una casa desconocida, sobre todo distinta a las que estaba acostumbrado a ver y a residir, produjo en mí un estado de pánico que apenas podía manejar. Empecé a sudar, a sentir mareos, deseos de vomitar y, aunque llevaba el estómago vacío, igualmente las arcadas se repetían y repetían.

La casa en cuestión era tan extraña como también su entorno. Pero, en ese momento no podía, ni quería detenerme a pensar, ni fantasear con nada. La realidad era una sola, única; debía encontrar un lugar en el que yo pudiera descansar y comer. No podía retroceder en el tiempo, tampoco elegir otro escenario, esa era mi situación, no contaba con otra en la cual apoyarme, o a la que aferrarme.

Dentro de la casa, ya en la recepción, que se trataba de una pieza pequeña, de paredes revestidas de fotografías recortadas de periódicos, que olía a tabaco, se encontraba de pie, detrás de un mostrador, una dama entrada en años, alta y de apariencia elegante. Tenía los ojos claros y pequeños. Extrañamente, sus manos iban cubiertas por unos guantesde seda color rosa. Vestía un deshabillé negro, y su aspecto no era parecido al de las demás mujeres que había visto en el puerto esa mañana, por ello llegué a pensar que tal vez se trataba de una extranjera. Con el correr de los minutos noté que mi percepción no estaba errada. Si bien su físico era diferente a las otras dos prostitutas, había ciertas actitudes en ellas muy parecidas. De inmediato, quise encontrar el punto de coincidencia entre las prostitutas y esa dama. No obstante, me mantuve cauto, puesto que todavía era muy corto el tiempo que llevaba ahí como para darle credibilidad a mi observación. La mujer en cuestión se aproximó a mí, con pasos lentos, mostrando cierta dificultad al caminar. La seguía muy de cerca un perro pequeño de color negro con manchones blancos alrededor de los ojos. Luego de ofrecerme un saludo que consistió, tan solo, en un movimiento de cabeza, se quedó mirándome con detenimiento. Me recorrió con la mirada desde los zapatos hasta la cabeza. Después de ese prolongado repaso, que para mi entender duró demasiado tiempo, quizás mucho más de lo que en realidad fue, se arregló la vincha, tal vez por comodidad, o por coquetería, mientras yo me mantenía expectante frente a una situación que me resultaba nueva. A los pocos minutos, la mujer me habló en español, y aunque reconocí el idioma fue obvio que no comprendía sus palabras. No respondí. Pero ella insistió, desafortunadamente, en italiano, y entonces sucedió lo mismo. Tampoco obtuvo contestación. Aunque lo intentara, ella no encontraba la manera de comunicarse conmigo, quizás para averiguar mi nombre o conocer mi nacionalidad. Ante aquellas tentativas fallidas, decidí buscar la forma que ella me entendiera o, por lo menos, que supiese que yo hablaba otro idioma.

Luego de haberle ofrecido un saludo en alemán, el silencio volvió, y mientras la mujer continuaba mirándome con ojos curiosos, la prostituta que seguía a mi lado no dejaba de sonreír, presumí que aquella situación le hacía recordar a otra muy parecida.

-¡Hablo alemán! --dije, en alemán.

No obtuve respuesta.

Se me ocurrió hablar en francés, pero con la llegada inoportuna de un huésped que se acercó a dejar unos billetes sobre el mármol color natural que cubría el mueble que nos separaba, mi intención se vio frustrada. Una vez que el hombre se marchó, volví a decirle a la dama que yo hablaba francés. De inmediato, ella me formuló un par de preguntas también en un francés de pronunciación entendible, clara.

-¿Usted es francés? -preguntó.

-No.

-¿Dónde nació?

-En Viena -contesté, tímidamente.

-¿Es austriaco?

-Soy austriaco -respondí de inmediato.

-¿Austriaco? -preguntó sorprendida.

-Así es.

-¿Me muestra su pasaporte?

-¡Por supuesto!

Abrí mi maleta y retiré la libreta negra en la que se encontraban escritos mis datos, mi fotografía y varios sellos.

-¿Este es el único documento que trae?

-También tengo mi libreta del Servicio Militar.

-¿Usted es militar?

-No.

La dama revisó el documento, miró la fotografía y luego me lo devolvió con la mano enguantada.

-Así que se llama Karl Berttolich.

-Así es.

-Yo soy Madame Rita -contestó en francés.

-Encantado de conocerla Madame Rita -y nuestro diálogo continuó en esta lengua.

-¿Sabe usted dónde está? -aquella pregunta me dejó curioso, como si ese lugar fuese desconocido por muchos o estuviese perdido en un punto del mapa.

-En Sudamérica -respondí.

-¿En qué país está? -en ese momento no entendí el significado de la pregunta, por un instante se me ocurrió que había desembarcado en un lugar equivocado.

-¡En el Paraguay! -dije, dudando.

-Asunción del Paraguay -intervino la mujer que estaba a mi lado.

Seguidamente, Madame Rita se dirigió a ella con tono de voz alto y autoritario, como si la estuviese reprimiendo. Miré a las dos; la más joven, ante aquel arrebato por parte de la dama, bajó el rostro, sin dejar de sonreír, restando así importancia al hecho.

Mi interrogatorio continuó pero ya sin interrupción. Madame Rita se mostró interesada en conocer más datos sobre mi vida, y la razón por la que había elegido a este país como destino. -¿Por qué eligió este país? -volvió a preguntarme.

-Grandes personajes me hablaron sobre el Paraguay, elogiaron su clima, la amabilidad de su gente, su vegetación, por ello elegí este país.

También me preguntó de dónde en realidad yo venía, cuál era mi país de origen, y otros datos más. Era muy claro que, con esa investigación sobre mi persona, de alguna manera ella intentaba disfrazar la suya. Quizás, el cuestionario al que me acababa de someter era su manera de distraerme antes posibles intentos de indagar sobre ella. De ese modo, intentaba evitar que mi curiosidad me llevase a saber algo más sobre el lugar que me acogería como huésped. Quise imaginar en qué estaría pensando entonces aquella mujer que pretendía, de cualquier manera, ocultar o disfrazar su verdadera identidad.

...quién es en realidad esta mujer cuál es su verdadera personalidad el temor no se me va éste no es un hotel tampoco quiero buscar otro porque estoy cansado desconcertado inquieto quiero marcharme pero mejor me quedo porque ella habla francés debo recordar el miedo que sentí apenas llegué ya no quiero pasar por lo mismo buscar otro lugar en este momento esa no es la solución mejor permanezco aquí pero permanecer en este lugar no será una trampa que me impongoa mí mismo para sufrir y así compensar la culpa por haber huido además estar cerca de estas personas tan diferentes en un ambiente desconocido es terrible pero no puedo permitir que en este instante los miedos y las dudas se manifiesten en mí de ninguna manera no puedo dejar que el arrepentimiento me convenza pero qué hago yo en este lugar con tanto calor montado en un escenario decadente junto a unas prostitutas un perro y una anciana...

Por fin, después de varios minutos, sentí que mis hombros descansaban, que mi cuerpo se relajaba, que los miedos y las dudas encontraban cobija en ese sitio y en la compañía de una mujer a la que hacía unos minutos no conocía. Me sentí aliviado, y eso permitió que pudiera observar mejor el lugar, recorrerlo detenidamente con la mirada, sin esa carga de ansiedad que tuve que sobrellevar por largo tiempo.

Una melodía suave que se escuchaba a lo lejos relajó aún más mi estropeado ánimo.

De pronto, sentí la necesidad de desahogarme, de sacar fuera mis dudas, de contar lo que se me ocurriese y, como si no existiese nadie más que yo y mi sombra, comencé a hablar, a hablar compulsivamente, a decir todo y cualquier cosa, a comentar sobre mi viaje, de qué país venía, de cómo salí de ahí, sobre la razón de mi exilio y del tiempo que demoré hasta llegar a la costa de esta ciudad después de haber bajado y subido en varios puertos, de haber tomado distintos barcos, navegado por diferentes mares, ríos. También conté, en francés, sobre los temores y dudas que me sobrevenían al acercarme a esta tierra, del pavor que sentí al desembarcar. No paraba de hablar, lo hacía con desenfreno, tomaba aire y volvía a narrar sobre las situaciones que viví, como si las palabras hubiesen estado por largo tiempo atoradas en mi garganta, retorciéndose, sin poder salir. En un momento hice algunas preguntas que no venían al caso. Por fin, mis dudas salían en voz alta a interrogarme. Relataba sin orden episodios que con seguridad carecían de importancia para ella, sobre todo comentarios con los que pretendía justificar la razón por la que me había marchado de mi país. Necesitaba conversar. Hablar de mis temores. Me estaba liberando, estaba perdiendo el miedo de hablar en voz alta, sentía que mi mente se alivianaba de ataduras, puesto que la mayor parte de los meses que duró el viaje me mantuve en silencio, y ya aquel mutismo llevaba conviviendo conmigo demasiado tiempo.

Y mi realidad era que en esa casa, con esa mujer, en pocos minutos me sentí libre.

Desde ese momento, y a pesar de que aprendí en corto tiempo a hablar y a leer el castellano, Madame Rita y yo seguimos conversando siempre que podíamos en francés, como una complicidad, o según un acuerdo tácito entre los dos.

Volví a respirar profundamente, luego le comenté sobre el temor que en algún momento sentí de permanecer por siempre mudo, castigo que recibiría por haber abandonado mi patria. Necesitaba aplacar mi pánico en aquella conversación. Explicar a esa mujer que solo ella, en ese momento, podía sosegar mi alma, y que también era con la única con quien contaba en este país.

Al final de mi relato le comenté que no disponía de mucho dinero. Hacía tan solo un par de horas que había llegado, noconocía a nadie, además sentía hambre, necesitaba descansar y más adelante salir en busca de algún trabajo.

La mujer escuchó tranquila todas mis palabras sin apartar un instante su mirada de la mía, y con una sonrisa ligeramente marcada en los labios, la que serenó mi agitación, me preguntó:

-¿Qué sabe hacer?

-¡Danzar! -respondí.

-¿Cuál es su profesión?

-Bailarín.

-¿Solamente sabe bailar?

-Así es.

-¿No sabe hacer nada más?

-No aprendí otra cosa más que a danzar.

-Es extraño.

Agregué que, a pesar de no conocer otro oficio, estaba dispuesto a trabajar en cualquier cosa. Haría cualquier labor para sobrevivir, que no me asustaba levantar cajas ni bolsas en el puerto, ni cocinar, ni limpiar casas, ni cuidar jardines, ya que sabía mis limitaciones por desconocer el idioma del país. Era consciente de que no podía pretender un trabajo que me exigiera otro idioma que no fuera el francés o el alemán.

Madame Rita tomó mi mano, la acarició, y luego se dirigió a mí con un tono de voz afable:

-¿Cuánto dinero trae?

-No sé -respondí.

-¿No trae dinero?

-Sí, por supuesto.

-Muéstreme sus billetes.

Me saqué uno de los zapatos, levanté la plantilla, tomé los billetes y luego se los entregué, con la mayor confianza. Ella los tomó, reflejando en su rostro un gesto de sorpresa. Contó billete por billete, poniendo, ordenadamente, uno sobre otro. Habría querido adivinar en qué estaría pensando ella en ese momento.

-Lo que trajo le alcanza para un mes, o sea, treinta días de hospedaje -dijo.

-¿Y la comida? -pregunté.

-Está incluida en el precio, no se preocupe.

-Gracias -dije, satisfecho.

Entonces pensé que solo disponía de ese lapso para encontrar trabajo.

-Yo cobro por adelantado -dijo.

-Está bien, tome lo que necesite -dije, confiado.

Ella tomó todos los billetes con la mano enguantada y los guardó en un cajón del mueble, mientras yo permanecí expectante. Luego, dirigió nuevamente su mirada hacia mí.

-Pero, no se puede quedar sin dinero, por cualquier percance.

-No se preocupe, da igual, no conozco la moneda de este país, ni tengo adónde ir.

Volvió a abrir el cajón, sacó un par de billetes diferentes a los míos y me los entregó.

-Tome, estos son pesos, por si se le presentara alguna dificultad.

Aquella frase me volvió a la realidad, y me devolvió la angustia de pensar en cosas malas ¿si contrajera alguna enfermedad, o si sufriera algún accidente, quién iría a cuidar de mí? Tomé los billetes, los guardé en el bolsillo del pantalón mientras Madame Rita hablaba con la mujer que encontré en el puerto y que me había acompañado hasta ese lugar. Aún yo desconocía que ella vivía y trabajaba en ese alojamiento. La anciana pronunció un par de palabras con tono imperativo y luego se dirigió de nuevo a mí.

-Ella lo va a acompañar hasta su habitación, nada le va a faltar allí, ni en esta residencia, no se preocupe, yo me encargaré de que usted se encuentre bien.

-Gracias -dije, aliviado.

-Duerma tranquilo, y mañana vamos a ver si buscamos algún trabajo para usted.

De nuevo le di las gracias, tomé mi maleta y cumplí con lo que me había indicado unos minutos atrás.

Caminé siguiendo muy de cerca los pasos de mi acompañante por un largo y angosto corredor, mientras observaba las sombras de la tarde que crecían sobre las puertas cerradas de otras habitaciones. Una vez atravesada aquella galería llegamos a la última pieza al final del pasillo. Un hombre que se encontraba con el torso desnudo, sentado en una silla recostada contra la pared, en cuanto nos vio, se puso de pie. Luego, con pasos rápidos se acercó a la joven, como si, calladamente, ella le estuviera solicitando ayuda. Era robusto, de piel muy oscura, de ojos negros y cejas abundantes. Un par de arrugas le cruzaban de lado a lado la sien, dándole un gesto de enojo a ese rostro imberbe e irritado. Me miró con detenimiento, y tras unos minutos de silencio, le habló al oído a mi acompañante, como transmitiéndole un secreto, entonces pensé:

...qué torpe es no se da cuenta de que yo desconozco el idioma pero tampoco él tendría por qué saberlo ahora ella le responde también en voz baja por qué si ella sabe que yo no hablo el idioma ya en el puerto se dio cuenta pero de qué tienen miedo a quién ocultan su conversación quizás está curioso por saber quién es el nuevo inquilino y ella le quiere explicar que se trata de un nuevo pasajero o de un extranjero a quien encontró y trajo a este ambiente me resulta tan extraño me siento raro aquí pero no me queda otra cosa que hacer que quedarme ya que solo quiero descansar solamente en este momento no me interesa nada más ni comentarios de nadie ni conocer a nadie ni hablar con nadie solo quiero comer y dormir...

Después de unos minutos la joven me entregó la llave de la habitación, y mientras yo intentaba abrir la puerta ella se despidió saludándome con la mano levantada. También el hombre volvió a acomodarse en la silla que había ocupado y a ubicarla en la misma posición, recostada contra la pared, sin desviar ni por un instante la mirada puesta en mí. Entré a la habitación como si se tratara de un aposento sagrado. Hacía tiempo que necesitaba encontrar un lugar seguro en el que descansar, dormir y dejar de pensar en mil dudas. De inmediato, sentí olor a desinfectante muy fuerte que irritó mis ojos, luego otro, como a kerosén. El cuarto se veía cómodo, aunque después de aquel camarote tan estrecho,sin mirador y que además compartía con otros pasajeros, cualquier espacio iba a resultarme amplio. Los pisos eran de baldosas dibujadas, al igual que el zócalo. En la pieza había una cama pequeña de hierro vestida con sábanas, de aspecto limpio, y bien tendidas. A cada lado, una mesita sobre las que se apoyaba un par de lámparas. Acompañaban aquel mobiliario, un ropero y un mueble a modo de cómoda con un par de cajones, y por encima estaba una palangana de loza blanca, y una jarra del mismo material y color, cargada de agua. A un lado una toalla que olía a alumbre.

Caminé por la alcoba como si buscase un objeto cercano, algo que se me hubiese perdido en algún momento de mi vida, sin saber qué era. Me sentí desorientado, confundido, era extraño que en un espacio tan pequeño me encontrara de ese modo. Acomodé en los cajones la ropa y un par de libros que traía en la maleta, me desvestí, abrí un postigo y luego la ventana. El ventanal daba a un patio de tierra, en el que había un gallinero repleto de aves que no dejaban de cacarear, un aljibe y un árbol cargado de frutas en cuyas ramas jugueteaba un mono. Luego, descubrí que los vecinos llamaban a esa pensión "casa de tolerancia" y que en ella había un baño para todos sus huéspedes, los que resultaron ser solo mujeres a quienes visitaban, en cualquier horario, diferentes caballeros.

A los pocos minutos de haberme recostado tocaron a la puerta. Me levanté con cuidado, la abrí despacio, cuando, sorpresivamente, me encontré frente a la figura de una niña muy bonita, cuyos ojos negros, bellísimos, no dejaban de moverse, curiosos, por descubrir quién se hallaba en ese momento en el cuarto. Un delantal blanco con remiendos, pero pulcro, vestía aquel cuerpecito delgado y fino, sus pies iban descalzos, y dos largas trenzas caían a cada lado de sus hombros. Cargaba una bandeja sobre la que habían: un plato de sopa, un vaso de jugo, una copa de vino y un trozo de pan.

-Merci -dije, sin darme cuenta de que lo decía en francés.

La niña sonrió tímidamente.

Aquella sería mi primera comida después de horas de no haber ingerido alimento.

Mientras saboreaba con ansiedad, pensé que el haber encontrado al par de prostitutas apenas desembarcado, el hospedaje, y más tarde a Madame Rita, fueron los mejores acontecimientos que me ocurrieron tras abandonar mi patria y mi hogar.

Esa noche, en esa casa diferente, tendido sobre una cama desconocida, fuera del barco, lejos de mi país, sentí desfallecer. Los recuerdos me llegaban como ráfagas de luz, de luz intermitente, y a la vez constante y por más que cerrase los párpados igualmente seguían recorriendo mi entorno, abrumándome. Me incorporé de golpe como si quisiese espantar aquellos destellos, y sentado en el borde de la cama acaricié mis pies. Me resultaron distintos, puesto que no los encontraba deformados. Los juanetes no se veían hinchados ni me dolían. Era natural ya que llevaban demasiado tiempo quietos. Yo había dejado de bailar. Había abandonado la danza. Mis pies ya no se movían como antes. En ese instante comenzó mi confusión. Mi llanto no cesaba. Mi descontrol era total. No me reconocía de ese modo, así, cubierto desensaciones nuevas. No me reconocía en ese cuarto con olor a herrumbre. Tampoco encontraba argumentos con que rebatir tanta aprensión, tanta vacilación. Traté de buscar justificaciones con las que sanar mi alma de culpas, pero no las hallé. El tiempo que permanecí en el barco no había sufrido demasiado puesto que era como navegar sobre un engaño, mientras el mar y el movimiento adormecían mis dudas, mis miedos. Ese ambiente no me permitía pensar con quietud, en tanto que, mirando el horizonte desde la borda, imaginaba, soñaba con otro lugar, muy diferente a éste. La realidad que se me presentaba en ese momento, en esa casa, en esa pieza, era tan diferente a lo que yo deseaba. Me mantuve quieto, sin sueños, sin la esperanza de que otro buque, u otro puerto, me estuvieran esperando. Me sentí sin aire, la quietud era el descenso hacia lo obscuro de la realidad, hacia lo oculto, lo misterioso de la existencia. No quería pensar. No quería descubrir lo que había a mi alrededor. No quería permanecer en ese lugar, ni en ese cuarto. Quería dejar de sentir. Pensé en mi vida, en lo que había dejado, y entonces lloré. Era la nostalgia. Extrañaba la música, las barras, los espejos, a mis alumnos, las medias, mis zapatillas, mis maestros, la academia, el público, los aplausos, el vestuario, los escenarios, las tablas y mi vida con la danza. ¿Qué será de mí existencia sin ella? ¿cómo sobrevivirá mi cuerpo a la falta de movimiento? ¿y mi alma a su ausencia? Me cuestionaba, mientras se me iban presentando imágenes atroces que tenían que ver con fantasmas que me visitaban y que en el futuro seguirían habitando conmigo.

Era tarde, y mientras la oscuridad me apretaba, me ahogaba, las dudas se sumaban a mi llanto.

A partir de entonces la añoranza se convirtió en la dueña de mis sentidos.

Todas las demás noches serían igualmente tristes, hasta el día de mi mudanza de aquella casa de tolerancia a este caserón. Más adelante, la apertura del "Salón de baile" le darían un cambio en mi ánimo; desde entonces, las "Baldosas Azules" se convirtieron en mi nueva compañía, en la oscuridad ellas me prestan consuelo y la música, alivio a mi pesadumbre. Aún así, nunca dejé de sufrir de melancolía, padecer de añoranza. Jamás dejé de llorar, de soportar el dolor del destierro, tampoco mi cuerpo dejó de sufrir el duelo causado por la ausencia de la danza. Una pena que duró el tiempo de mis años. Que perduró el tiempo que llevé lustrando las Baldosas Azules hasta que se viesen brillosas.

¡El tiempo! Cuando hablo del tiempo me remonto siempre al pasado, porque en mi vida todo es como si el tiempo no hubiese transcurrido, como si el presente no existiera, tampoco el futuro. En ese espacio pequeño me aparto de fechas, años; por ello, siempre cuando me refiero a lo acontecido, a lo transitado, sencillamente digo "antes", sin tener en cuenta notas, fechas, ni calendarios, para no ser así testigo del sufrimiento ni del vacío que lleva mi existencia.

El desarraigo me dejó sin deseos de ver mi realidad, porque de lo contrario, tendré que ser consciente de que la decrepitud y el ocaso se asoman a mi vida, están cerca, la atosigan, y eso me fastidia. Es mejor de este modo, para evitar así darme cuenta del tiempo que pasó desde que me instalé en este caserón, de todo lo que dejé, de todo lo queintenté olvidar, de lo que le sucedió a mi existencia, y le sigue ocurriendo.

El ensayo de vivir en un espacio sin tiempo es la mejor manera que encontré de evitar ver el deterioro de mi cuerpo y el de mi alma, que igual se dio sin piedad.

Pero el Salón de baile se cerró, y el caserón volvió a ser el de antes.

Un caserón rodeado de abandono y olvido.

Y en él ahora habito, rodeado de abandono y sin tiempo.



-3-

EL PROSTÍBULO DE MADAME MARGUERITTE


Luego de una noche larga envuelta en pesadillas, malestares y llantos entrecortados, el gorjeo de un pájaro me despertó. Me levanté con cuidado, como tratando de identificar el lugar en el que me hallaba. Anduve de un lado a otro de la habitación, medio aturdido, desorientado, tanteando espacios, intentando reconocer objetos, aromas, una música que me fuera familiar, algo que me recordase el pasado, pero no hallé nada, solo vacío, aquel espacio estaba inmerso en el vacío. Un vacío en el que ninguna voz cantaba. Un espacio donde solo habitaba el silencio y la nada. Me acerqué a la ventana, las piernas se me habían vuelto pesadas, como también los brazos y las manos. Abrí el postigo, estaba clareando, aquel amanecer me resultó diferente. Todavía no me encontraba habituado a ese entorno: me hallaba somnoliento, confuso, debido a la atmósfera extraña que me cercaba, como si una embriaguez fuera la causante de mi estado de aturdimiento. Por unos minutos luché con mi ánimo, debía salir de mi desconcierto. Me vestí, sin prisa, puesto que nadie me esperaba. Luego abandoné lahabitación. Una vez en la galería, encontré de nuevo a aquel hombre tan extraño, sentado en la misma posición, sin camisa y fumando; también a un par de señoritas que corrían descalzas y en ropas menores por el patio, con pañuelos atados a la cabeza, como si estuvieran jugueteando alrededor de ellas mismas. Mi presencia no las asustó ni las cohibió; por el contrario, apenas me vieron se acercaron a mí, cortésmente, a ofrecerme sus saludos, a los que correspondí con mi silencio, pero en cuanto comprendieron que se trataba de un extranjero y que por esa razón no comprendía lo que decían, lanzaron unas carcajadas ruidosas y burlonas. Seguí mirándolas unos minutos más y luego, dejándome conducir por la monotonía de mi estado, caminé, impávido, por aquel pasillo cuyas paredes parecían parchadas. Observaba a mí alrededor, como perdido, igual a un ser sin destino, aunque en realidad a quien quería encontrar era a Madame Rita, cuando de pronto llamó especialmente mi atención una joven, de piel olivácea, que se encontraba de pie, bajo el umbral de una estrecha puerta entreabierta. Caminé lentamente, y frente a me paré a mirarla con detenimiento. Tenía unos ojos rasgados y brillantes tan grandes que no guardaban relación con ese rostro pequeño, de pómulos muy salientes, ni con los labios gruesos que permanecían cerrados como si guardaran un secreto. Era más bien baja, morena, de pelo negro, lacio y muy largo, llevaba puesto un viso de satín blanco, con bordes de encaje en el escote y el ruedo, corno los que usaba mi institutriz debajo del traje señorial y discreto que acostumbraba lucir a modo de uniforme. Recordé cómo, cuando de niño, ella se desvestía delante de mis ojos, y yo permanecía cohibido frente a ella, observándola. Giré la cabeza hacia la puerta entreabierta para ver el interior del cuarto. Allí se encontraba un hombre a medio vestir. Desvié la mirada, por pudor. Luego de algunos minutos y tras despedir a su visitante, ella me observó con cierta descortesía, mientras yo recorría con la mirada su figura, cuya desnudez se dibujaba por debajo de aquel género de satén blanco -como el dibujo de un lápiz-, que dejaba translucir los pezones erguidos, en el centro de unos senos semi cubiertos y deseables.

Madame Rita, a quien también llamaban Doña Rita, se me acercó. Llevaba el mismo porte que el de la tarde anterior, solo que ahora lucía el pelo suelto y vestía un kimono negro, transparente que dejaba entrever el nacimiento y la separación de ambos senos. Calzaba tacones muy altos, de color rojo cuyas cintas se liaban a sus piernas. Vestía de manera muy parecida a la de las demás jóvenes. También su comportamiento y otros detalles eran parecidos a las otras mujeres. Todo ello hizo que ya no dudara acerca de cuál era la realidad del ambiente, ni del trabajo que allí se ofrecía, y el por qué de los visitantes.

-Buenos días -me dijo.

-Bueno días -respondí, por supuesto, en francés.

-Lo invito a desayunar.

-Gracias.

Madame Rita me tomó del brazo, y así caminamos hasta la entrada.

-Si quiere tomar agua, aquí la va a encontrar.

-¿Dónde? -pregunté.

-En un cántaro, aquí hay agua fresca para tomar.

A mis pies, sobre el piso de baldosas, estaba aquella vasija, cargada de agua.

Fuimos hasta la primera pieza, que era el comedor. Ese lugar de la casa no tenía relación con el resto de las habitaciones, ni menos aún con la mía. Las paredes estaban recubiertas de pinturas; en un mueble empotrado se exhibían fotografías y algunos adornos que en otra época habrían estado en mejores condiciones. La púa de un fonógrafo giraba sobre un disco, se escuchaba música clásica. De inmediato me hallé extrañando el baile. Un aparador de madera oscura, como de ébano, dividía a esa pieza de otra y sobre el mismo se encontraba un ventilador cuyas paletas rodaban incansablemente.

-¿Prefiere té, o un vaso de jugo? -me comentó Madame Rita.

-Gracias, acepto una taza de té.

-Aquí el calor es terrible, si prefiere algo fresco, para mí es igual.

-La acompaño con el té -respondí.

La misma niña que la noche anterior me había acercado la cena nos sirvió el té en una vajilla de porcelana china, cuyas tazas y platillos se encontraban despintados y algo resquebrajados. Sobre la mesa había unas cuantas rebanadas de pan untadas de mantequilla y mermelada.

-¿Ya se habrá dado cuenta dónde está, verdad? -preguntó Madame Rita.

-Sí, aunque ayer por la noche seguía pensando que se trataba de un hospedaje común.

-Pero hoy, ¿qué pasó? -preguntó Madame Rita.

-Algo extraño, que me dejó confundido.

-Esta es una casa de citas; por lo general nunca acepto huéspedes.

-¿Y yo?

-Las chicas prefieren los clientes extranjeros, por eso le trajeron hasta aquí.

-¿Engañado?

-No, confundido. Usted no conocía el idioma, y no sabía dónde estaba. Ellas ya tienen práctica en situaciones así, y usted no es el único hombre joven, apuesto y extranjero que llega al puerto. Todas las semanas llegan muchos igual a usted, algunos están perdidos, otros sabemos que buscan mujeres. Pero, siempre, todos los que llegan a esta casa, lo primero que hacen es meterse a una de las piezas con una de mis chicas, luego buscan hotel.

-¿Qué pasó conmigo?

-No sé, algo extraño, creo que lo vi muy desamparado, y me cayó bien. Son esas cosas de la vida que a una le pasan y que no se pueden explicar.

...quién es esta mujer de qué se trata todo este engaño será verdad que llegué aquí engañado o la realidad es otra nunca conocí a alguien igual a ésta mujer nunca estuve en una casa de este estilo no sé qué hacer siento miedo por ahora no puedo moverme tengo que permanecer quieto dejarme llevar por lo que ella me ofrezca aceptar cualquier condición pero no me siento cómodo tengo cierto pudor cierta vergüenza pero por qué si aquí nadie me conoce pero qué importanciatienen mis sentimientos si tampoco conozco otro sitio dónde refugiarme hasta que no comprenda el idioma tengo que aceptar permanecer aquí...

La brisa que se colaba por el zaguán hizo que me sintiera mejor.

A medida que corrían las horas la algarabía iba en aumento en aquel hospedaje, o mejor, en aquella casa de citas, en la que, constantemente, se recibían visitas de hombres, las que aumentaban por las tardes y por las noches. Las prostitutas que había conocido en el puerto eran parte de ese entorno y no tan solo trabajaban ahí, sino que también habitaban aquella residencia, conocida también como "El prostíbulo de Madame Rita”

A pesar de los inconvenientes que se fueron presentando, propios de una casa con esas características mi convivencia con esas mujeres y con los visitantes en los primeros días de mi estadía en Asunción fue satisfactoria. Dediqué éste tiempo a dar paseos por los alrededores de la pensión. En aquellas caminatas mis sentidos permanecían asombrados, por aquel entorno, que no dejaba de fascinarme. Yo quedaba extasiado frente a unos paisajes diferentes; sobre todo cerca del río; frente a él no llevaba en cuenta el tiempo, permanecía seducido por sus aguas calmas, que corrían guiadas por la correntada. Nunca había imaginado una ciudad así, tan exuberante en su vegetación, y tan diferente de la que yo provenía. Durante esos recorridos buscaba carteles que me indicaran los nombres de las calles, los leía, releía, los anotaba, y así fue como aprendí a memorizarlos, sobre todo las aledañas a la casa de Madame Rita.

A veces, permanecía extasiado, sentado en un banco de la plaza, observando el comportamiento de las personas que circulaban a mi alrededor, una que otra mujer montada en un burro, un niño que lustraba zapatos, el paso de los peatones y también el andar de las carretas. Otras, quedaba fascinado mirando el letrero de algún bar, o por el ruido del tranvía, sobre todo al verlo circular por las vías y sentir así el temblor de las baldosas bajo mis pies. Toda aquella experiencia hizo que me sintiera vivo, un ser que respiraba, que existía.

A medida que los días pasaban y se acercaba el final de la semana fui familiarizándome con Madame Rita, con las demás mujeres, con Atilio, el hombre que en cierta manera las cuidaba, con algunas calles de Asunción y, sobre todo, con el idioma.

En corto tiempo había aprendido el significado de muchas palabras en castellano, y a pronunciarlas casi correctamente. Todas las tardes, Ramona, la joven a quien vi el día que llegué luciendo aquel viso de satén blanco y por cuya piel quedé cautivado, cuando no estaba ocupada, se acercaba a mí con el periódico del día, y juntos nos sentábamos en el patio, bajo un árbol, a que me enseñara a leer, a escribir y también a desearla.

En las noches, Madame Rita me invitaba a cenar a su mesa. Alrededor de ella manteníamos largas conversaciones en tanto saboreábamos distintos platos, a veces, y hasta entonces, alimentos desconocidos para mi paladar, servidos en una vajilla de porcelana inglesa, cuyas piezas se encontraban todas golpeadas, descascaradas, rajadas, igual que las copas de cristal en las que bebíamos vino. Loscubiertos eran de plata, todos desiguales entre sí, como si pertenecieran a diferentes juegos. Uno que otro mango llevaba grabado un escudo o bien las iniciales de sus antiguos dueños.

Luego de la cena, Madame Rita y yo escuchábamos óperas o valses, o la voz de Jean Gabin cantando mi canción preferida: “Avec ma petite gueule”. Disfrutábamos de ellos mientras bebíamos licor, fabricado por ella misma, y saboreábamos exquisitos chocolates, obsequios de visitantes agradecidos por las atenciones recibidas de parte de una de sus "señoritas':

No se me olvida aquella velada, en la que ví por primera sus manos sin guantes, cuando se encargó de servirme la comida con manos temblorosas, y sus dedos se veían teñido de nicotina, y como sobrepuestos, debido seguramente, a la artrosis.

...por primera vez observo sus manos que siempre las llevaba cubiertas y hoy están desnudas y ahora entiendo el por qué de vestirlas porque esas manos denuncian su edad y su vicio el cigarrillo se ven manchadas de vejez y sus dedos están torcidos deformados claro que ella necesita tapar su edad esconder su vicio por ello las cubre con los guantes también por ello se pinta de esa manera el rostro seguro que bajo tanto color alguna lacra arrastra su existencia...

Ya tarde, aquella noche, con un abanico cerrado en las manos y sin dejar de moverlo, me contó, con palabras entrecortadas, que ella era de origen francés, que tampoco su nombre verdadero era Rita sino Margueritte, pero como en esta ciudad no lo sabían pronunciar correctamente, la apodaron Rita. También me relató su llegada al Paraguay en compañía de un hombre, un gran músico, con quien había salido de París, y a quien amó, para quien vivió, trabajó, y a quien nunca olvida.

-¿Qué pasó con él? -pregunté, mientras acercaba la copa de vino a los labios.

No respondió, dejó el abanico y sirvió más whisky a su vaso. Sus ojos azules se vieron vidriosos, tal vez por la humedad de alguna lágrima que moría, antes de rodar por su mejilla. Tras unos minutos de silencio volvió a decir:

-Tuvo una enfermedad incurable, debió ser tuberculosis, no lo supimos nunca, o tal vez fue el tifus, pero a causa de esa enfermedad murió. No se encontraban medicinas con qué combatir tanta fiebre, tanta tos. Tras aquella desventura, quise regresar a París, pero por falta de dinero no pude hacerlo. Además, en Francia hace mucho frío, no me quedaban parientes, y las condiciones en que se encontraba Europa en esa época eran muy desfavorables, la Belle époque había finalizado.

-¿Se quedó sola?

-En este país, con lo único que contaba era con algún amigo, con buenos recuerdos que me quedaron de aquel amante, Antoine, mi amado Antoine. Tenía unas pocas joyas, esta casa, la que, después, convertí en una de citas.

-¿Sólo eso le quedó?

-No, también otra casa.

-¿Otra más?

-Así es, una que Antoine había ganado en una apuesta.

-¿Y dónde está?

-Está cerca de aquí, a pocas cuadras, pero se encuentra en total abandono. Nunca más quise saber de ella, ni siquiera paso por enfrente, me trae muchos recuerdos.

-¿Recuerdos tristes?

-¿Acaso existen otros recuerdos?

-Sí, los recuerdos felices.

-Pero a ellos nadie quiere olvidar, a ellos nos aferramos como garrapatas a la carne, nos alimentamos de ellos, pero se esfuman tan pronto, y de vuelta regresan los otros.

-¿Cuáles?

-Los dolorosos, los que uno preferiría olvidar. Mientras Madame Rita me relataba más episodios de su vida, de sus experiencias como artista en París, y de este lugar, de los cambios que hubo en la sociedad parisiense y en la asuncena, fui observando la manera en que tomaba la boquilla para fumar, y la que pocas veces retiraba de sus labios. Cambiaba la colilla por otro cigarrillo, lo encendía y continuaba fumando corno si se tratara de un rito. Siempre era igual, terminaba con uno y empezaba con otro. En un momento, mientras ella se arreglaba el mechón de cabello que le caía sobre la frente, tal vez para ocultar la piel marchita de sus párpados, a los que con gran esfuerzo mantenía abierto, le pregunté:

-Madame Rita ¿a qué se dedicaba usted en París?

-Era artista, ya le conté, Karl.

-¿Pero qué hacía?

-No quiero hablar de ello.

-Pero, es que usted no me dijo qué hacía.

-Fui bailarina.

-¿Bailarina? -luego de aquella pregunta sentí algo extraño; las coincidencias que encontraba entre ella y yo eran muchas. El baile también nos unía.

-Pero, entonces, usted era parte de un elenco de baile.

-Yo bailaba en un cabaret.

Permanecí callado.

-¿Acaso ser bailarina en un cabaret no es lo mismo que bailar en un teatro, con una compañía de ballet? -preguntó, dejando que la ironía se apoderara del tono de la frase.

-Creo que sí -respondí sorprendido aún.

-No, Karl, no es lo mismo, no es cierto, estás mintiendo.

-¿Acaso el arte debe tener un escenario predestinado, en el que solamente ahí se deba expresar? ¿la música, el baile, la canción, la pintura, la lectura, necesitan escenarios, o teatros importantes? El arte existe en cualquier espacio, en una plaza, en un parque, en cualquier lugar. ¿Qué diferencia hay entre una prima ballerina de un elenco de baile, que interpreta El Danubio azul y una bailarina de cabaret en Montmartre? Solamente el público es el que cambia, pero el arte es el mismo, es solo un sentir, un dar, es una sola expresión, lo que cambia es el intercambio en su intención y nada más.

-No entiende nada, Karl.

-Sí, Madame, entiendo.

-Qué bueno, ¡entonces brindemos!

-¡Santé! -dijo, levantando la mano vacía.

-¡Santé! -repetí, ofreciendo mi copa al encuentro con el vacío.

-¿Cómo fue su vida en esa época Madame?

-De ello no hablo -dio una bocanada profunda al cigarrillo, retuvo el humo y luego lo exhaló como si deseara que en aquel gesto se desvaneciera su confesión.

-Y aquí ¿dónde cantaba?

-¿Dónde aquí? No lo entiendo, Karl.

-En Asunción.

-Ya le dije que de eso no hablo. Apagó la colilla con cuidado, tomó otro cigarrillo de una cigarrera de plata que se encontraba sobre la mesa -la tapa tenía grabada un par de iniciales-, lo encendió, pero ya sin boquilla. Luego siguió relatándome sobre la otra casa, la que nadie quería alquilar ni comprar, puesto que se encontraba prácticamente en ruinas, en un barrio cercano a aquel puerto decadente, pobre, con muchos prostíbulos.

-¿Por qué usted no la arregla?

-No cuento con el suficiente dinero para reformarla. Tampoco me interesa. Que se derrumbe sola. No merece mantenerse en pie. No merece vivir.

-Madame, quisiera conocerla.

-¿Para qué? -me preguntó.

-Por simple curiosidad.

-¿Para que la querría conocer?

No supe dar ninguna razón.

-Sencillamente por ello, por curiosidad -repetí.

Esa era la verdad, mi verdad, no había otra. Increíblemente, aquella mansión, en muy poco tiempo, se convertiría en el único sostén de mi existencia, en el motivo del que aferrarme para continuar viviendo.

Y cuando faltaba aún un par de días para cumplirse el plazo que me había marcado Madame Rita para que yo abandonase la casa de citas, le pedí que me la enseñara.


ÍNDICE

PRIMERA PARTE

La llegada

Una casa de tolerancia

El prostíbulo de Madame Margueritte

Karl

Paulina

La antigua casona

La despedida

La llegada de Juan

El cuarto interior

Doña Rita

Francisca y Juliana

La visita de Ramona

Las baldosas azules

SEGUNDA PARTE

Madame Rita

Jaime, un vendedor ambulante

El hombre del traje de luces

El Salón de baile

Roque Álvarez

Las dos hermanas

Karl

El mirón.

Tulio, el torero

Carlos

TERCERA PARTE

Un instante de sensatez

La casona

La última noche

Karl

Antoine

FINAL





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