LOS PRIMOS DE SANGRE
Cuento de SUSANA GERTOPÁN
SUSANA GERTOPÁN : Una de las más nuevas componentes del Taller Cuento Breve. En sus cinco años de participación en las clases de lectura, escritura y crítica, ha logrado una serie de cuentos que enfocan diversos temas. Algunos han sido publicados en la prensa local y ahora por segunda vez, se incluyen dos cuentos suyos en un libro del Taller.
Es miembro activo del Club del Libro N° 1 y ha intervenido en cursos en distintos talleres y seminarios de literatura. Es también miembro de la Sociedad de Escritores del Paraguay.
LOS PRIMOS DE SANGRE
Generalmente los feriados me producen fastidio. Debe ser la presencia de mi marido que se queda el día completo en la casa, ocupando el tiempo libre frente al televisor, embobándose en algún programa sin importancia, o planeando un paseo fabuloso y desconocido, para toda la familia a un lugar turístico. Cosa que no pasa de ser un proyecto; a la hora de realizarlo, la nena decide visitar a una amiga, el nene encuentra, por fin, con quién ir al club y Juan, mi marido, no halla el sitio preciso donde acampar. Así los planes, una vez más, quedan postergados para un próximo feriado, si no llueve y el calor lo permite.
Cuando era niña, no preguntaba dónde iríamos o qué haríamos en los días feriados. Los planes no existían; estaba establecida la visita a los tíos Elías y Esther para pasar una tarde entretenida, hojeando álbumes con fotos descoloridas y recordando a los difuntos, para saborear, luego, ricos bocadillos. Recuerdo que una tarde, aprovechándome de un viento irritante y húmedo, simulé un espasmo de tos, pero mi madre, de prisa, me fregó el cuerpo con vinagre aromático, mezclado con agua fresca, y me colgó al cuello una de esas perfumadas barritas de alcanfor forrada. Pero la tos no cedía. Sin embargo, la amenaza de dos cucharadas de aceite de castor surtió un efecto maravilloso.
Dejé de toser, y ni esa crisis, ni otras reales, conspiraron contra aquellas famosas visitas a los parientes.
Los únicos invitados éramos siempre los mismos: mi padre, mi madre y yo. "Los primos de sangre", como nos llamaba la tía, aunque la parentela era numerosa.
La casa era enorme. El tranvía nos dejaba a pocas cuadras; desde la parada ya se observaban sus murallones coronados por jazmineros rebosantes de flores.
Mi madre no podía comprender para qué la querrían tan lujosa y tan grande, si la habitaban sólo ellos dos y sus sirvientes. Pero yo creía saberlo: para recibir, todos los feriados, a los "queridos" primos de sangre.
A las cinco en punto, el mayordomo esperaba en el hall; caminaba, lentamente, ante nosotros, dirigiéndonos hacia el salón. Allí recogía el sombrero de mi padre, la cartera, los guantes y la sombrilla de mi madre.
Luego, saludábamos a los anfitriones. La tía permanecía sentada, inmutable, no hacía más esfuerzo para saludar que poner la mejilla, mientras el tío, de pie, recostado contra el viejo combinado (adquirido de un inmigrante, indigente, como él antes de conocer a su mujer) acariciaba con una franela los discos, como si fuesen la piel tibia de una mujer. Cuentan que fue un gran seductor y un excelente pintor en sus buenos tiempos, cuando la lucidez aún lo acompañaba; sin embargo, a pesar de su ancianidad, su palidez y su calvicie, conservaba un porte distinguido. Vestía un impecable traje blanco de hilo almidonado y ¡jamás le faltaba un pensamiento en el ojal!
Acostumbraba a interrogarme sobre música culta, pintores famosos o poetas ilustres. Gozaba en humillar mi ignorancia.
El té era servido por la mucama en vajilla inglesa, pintada a mano. Los adultos eran convidados con manjares diversos, pero a mí, apenas me alcanzaba un refresco de grosella, aguado, en compañía de algunos dulces.
Debía poner mucha atención de no manchar el vestido heredado de una prima; igual los zapatos, que mi madre lustraba para que parecieran nuevos.
La tía Esther ocupaba la cabecera, conservando una postura soberbia y en los labios --pintados en un suave carmín--- un asomo de sonrisa. Su coquetería era prudente; sin embargo, gracias a una enagua de encaje, la transparencia del vestido le prestaba un toque sensual.
Para correr, no se sacaba los guantes: sobre ellos lucía, en cada dedo, una sortija rutilante. Mantenía siempre las manos en alto, entrelazadas. De vez en cuando las distraía con un recamado abanico español.
Un amanecer, Jaime, el mayordomo, nos trajo la noticia de la enfermedad de la tía. Aquella mañana, la muerte fue cómplice de mis deseos.
Después de varios meses, la casa se vendió, y mi padre, el único "primo de sangre", no heredó sino un retrato de la pareja.
Todavía, en algún feriado, cuando pruebo un bocadillo dulce me vuelve aquel gusto amargo, y de adentro me brota un imprevisto rencor.
Fuente:
TALLER CUENTO BREVE
QR Producciones Gráficas
Asunción – Paraguay,
Mayo de 1995 (194 páginas)
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