GUARANIA DEL DESVELADO
Poemario de CARLOS VILLAGRA MARSAL
Editorial LOSADA
Asunción - Paraguay
I
LOS VIOLADORES DEL TIEMPO
I
MI CAPITÁN DESPIERTO
Para Justo José Prieto
O Captain! my Captain! our fearful trip is done
WALT WHITMAN
Están tocando a sangre las campanas.
Alón, mi Capitán,
nuestro terrible viaje
continúa.
Y acá está tu nave en la tormenta,
aún en triste travesía, a la deriva y casi naufragada,
de la estela a los mástiles luchando,
y continúa el viaje, y tú en la prora
sigues escribiendo tus cartas
desde otro infierno a que ayer nos condenaron.
José de la Cruz
Ayala, hoy te agobiamos con tus cruces
renacidas,
con los mismos destierros.
Y éste tu nombre, Alón, es de nosotros.
Lo tenemos aquí, necesario y filoso en el puño,
alto y blandido como un machete ardiendo,
para enseñar a recobrarnos
la libertad, que no se gana conversando con los tigres,
la libertad que queremos peleando,
la libertad de pie que amamos,
la libertad que duele por parir y tanto
y tan limpia que anhelamos.
Este tu nombre es de todos lados:
en Norte a Sur, en el calor de tu valle,
en el relámpago que alumbrase al lapacho,
en la hambre enjuta, roída y salada en las manceras,
en el labio de las islas, en mangrullos y desmonte,
en las ruinas,
en la resolana de los corredores,
en cañadones de desierto largo,
en los ojos del agua y el quebracho bañado en sudor,
en puros pueblos,
en trajinadas veredas de ciudad y en viento.
Pero tu muerte, no, tu muerte no es de nadie,
que en panteones violados y de olvido,
que dentro de tu caja muerta,
que tan debajo del suelo y estos árboles
puede subir aún, está creciendo,
está viniendo allí, está presente,
y sola y erguida
como madre que corona nuestra frente,
nos protege a cada uno
y a los otros
hermanos
que beben de este cántaro de hiel como nosotros.
Alón, ala pequeña
de tórtola y ternura,
pero después halcón de piedra y de venganza,
cernido ya y espantando
la voz que desgasta estas hojas,
ala de un tamaño de cielo
que cae y oscurece y que desgarra
las cadenas del polvo y desatina
los pasos que manchan los caminos,
pico que trae el nítido lucero
para nuestro firmamento de mañana.
Alón, mi Capitán,
pañuelo azul que al viento se levanta,
que saluda en el tiempo, es música temblando,
azul es en el aire, encandilando,
y celeste en la lágrima.
Alón, mi Capitán,
montonero del grito y la palabra,
embanderado de sueños y fronteras,
embanderado
liberal y profundo,
y tambor y estandarte en la memoria
de tus nuevos regimientos, tan jóvenes de brazo,
y armado, y en armas la cabeza.
Y acercado a nosotros, Capitán como espada,
contra todos
los que tuvieron por costumbre
hollar más allá de las mujeres.
Los que creyeron
que el odio no es una palabra
sino quemazón, sino abismo
donde se incineren o se hundan los verdes mandiocales,
el yerbal madurado a sollozos,
los troncos seguros de la hombría,
los arroyos, los libros y la honra.
Los que indicaron
que un color, un inocente trozo de cielo
que podía estar en cualquier parte
-en una corbata veinteañera, en las cintas de una niña,
escondido en el perfume de azahar de las novias-,
era el santo y seña, el principio del ultraje,
de la suelta locura animal,
del exterminio.
Contra todos
los que no reparan si tienen frente al hacha
al hermano de alma,
cobardes con miedo de sus propios ejércitos,
nada esperan de un amigo
ni entierran a sus muertos.
Contra todos aquellos
que una tarde de llanto de varones,
una tarde con su astro vespertino apagado
por una cerrazón de espasmos, de fatiga, de estruendos,
una tarde poblada de prisioneros
cayéndose,
con las manos alambradas a la espalda,
una última tarde traicionada,
una tarde que anocheció dos veces
y hasta ahora,
aquellos que una tarde enterraron
una sucia lanza en nuestro pobre,
descubierto costado.
(¿Cómo, cómo iba a poder el río
descansar esos cadáveres ? Se los llevó
boyando. De bruces en el torso cambiante del agua,
camalotes perdidos
chocando con las duras barrancas.
De los peces, pero también nuestros
su carne y su martirio.)
Y contra todos, Capitán encendido, acercaremos
nuestra polca en campamento y en fuegos desvelando,
nuestra polca como un cerro avanzando,
nuestra polca de leones al sol
de arreadores y calvarios, pero siempre rugidores, siempre
desnudos atacando,
nuestra polca de batallones saliendo
adelante del tiempo y del lamento,
nuestra polca de aquella penúltima
diana amaneciendo,
nuestra polca de nuevo a bayoneta calada,
al asalto y sonriendo,
nuestra polca triunfante de sed
y en reconquista,
nuestra polca rasgueada en truenos que florecen o germinan,
nuestra polca de fiesta y de batalla, de luz y de trinchera,
nuestra polca de alegría y cuchillos, de estrellas y de tiros,
nuestra polca de pueblo caminando,
nuestra y más nuestra porque la sabemos
de rostro paraguayo y gritando.
Y junto a ésta la otra,
de dieciocho cruces de madera de guitarra,
nuestra polca de luto punteado,
nuestra polca de sombra desvalida,
nuestra polca de Octubre asesinado,
nuestra polca sufrida,
nuestra polca de padres aguardando,
nuestra y más nuestra porque la traemos
en mitad de la sangre y susurrando.
Y con las dos en el pecho, Capitán, cantaremos
un canto con garganta de amenaza,
un canto de raza regresando,
un canto más antiguo que tú,
un canto comunero,
por tus clarines, mi Capitán, despierto.
Y repicando a sangre las campanas cantaremos
el canto entero de un alba de fusiles.
1954.
II
CARTA A SIMÓN BOLÍVAR
Simón Bolívar:
Hoy te escribo esta carta
y te recuerdo y quiero
alcanzar desde lejos tu rostro y tu memoria
y me acuerdo y me inclino
hasta tocar tu nombre con la frente.
Cuando estabas por montar a caballo
un perfume alto como un cántico
se esparció por el cielo de tu América y la mía.
Y a tu paso
los volcanes tañían como campanas,
las campanas derramaban lágrimas de alegría como mujeres,
las mujeres se abrían el pecho como los hombres,
los hombres flameaban como roncas banderas,
las banderas se entrechocaban
con un rumor creciente
de sangre que incendia los caminos,
las banderas eran invencibles como los muertos
y los muertos levantaban nuevamente sus ojos
con luz bajo la tierra.
Y recuerdo
cómo florecías
cada vez que colmaba tu boca la palabra Libertad.
La libertad
populosa como un trueno,
despertada por tu voz de mando,
rodando con los cañones,
traspasando como una lanza interminable
el frío en la aguda cordillera,
relámpago y amor de los jinetes,
recién nacido azul para las gentes
que encontraban tu abrazo.
La libertad, esa pequeña palabra
que después de la derrota
alzaste en hombros
como a una niña
que estuviese latiendo todavía
y que supo
vuelta a vuelta
crecer junto a tu puño trozador
de cabezas y cadenas.
La libertad,
pétalo del mundo,
antiguo corazón del hombre,
aroma de plata entre las constelaciones,
madrugada sin tiempo,
enceguecedora columna en el océano
y ala eminente
sobre el claro territorio de tu América y la mía.
También me acuerdo que una noche,
frente al mar,
cuando ya no se sabía si continuabas siendo un hombre
o te habías vuelto un astro remotísimo
frente al mar,
dijiste:
He arado en el mar.
Y porque araste, Simón, no sólo el mar
sino el curso callado de las venas,
yo no puedo olvidar el aire que respiro,
yo no podré olvidar tu delirio y su sombra,
no podría olvidar tu brazo y su centella.
Y así, General, yo sé que sigues
corriendo por tu América y la mía
como una sangre faenosa
desde la inaccesible mirada de la nieve
al secreto metal
en las profundas edades de la tierra,
sí, como una sangre
que ruge oscuramente
de un mar a otro mar.
Una sangre, Bolívar, una sangre
que está haciendo palpitar las estrellas,
savia en los montes
que mueren y nacen cada día,
sangre
de la roca al temblor de la paloma,
del guayacán al viento,
del jaguar a la espuma
sangre, Simón, una sangre
que se escucha de repente en la orquídea
y el cerrado aguacero,
en el palmar y el alba escondida
sangre, raíz entera
en la planta de todos
los que lloramos y creemos y luchamos
con el arma o el grito que tú nos enseñastes.
Y es por esa sangre Bolívar
que duele desde el cuerpo
a la pluma que escribe,
con esa sangre Bolívar
yo te escribo esta carta, Simón,
y me prosterno
hasta rozar tu nombre con la frente
y te escribo y te recuerdo y quiero
decirte una palabra más.
Simón Bolívar:
mira
hacia el Sur,
aquí en el quemante centro de tu América y la mía,
aquí donde te escribo,
en este crisol de fiebre,
recinto de músicas curtiéndose
en una afilada fragancia de sombras y azahares,
aquí en mi patria de fáciles cuchillos
y luna que hinca lentamente ese blanco fervor
en sus escuetas criaturas,
en mi ignorado Paraguay
de rostro grávido
de siglos y castigo,
aquí está mi patria en el Sur, Simón Bolívar,
aquí esta su norte de guitarras sin sueño,
sus islerías
perdidas en el viejo silencio,
las cruces que acechan y costean
sus delgados caminos,
y aquí se yergue
su intacto corazón valiente
como una llamarada
coronada de espinas.
Pero atiende
a mi patria en el Sur, Simón Bolívar:
en el abandono inmemorial y el sol venciendo
se abre una mano amoratada y sedienta,
una mano enguantada de llanto y cicatrices,
una mano que tantea como una pobre ciega
la firme ruta de tu pecho,
una mano de pueblo que te busca,
mano en alto,
compañera de tantas que definen
este cielo entregado de tu América y la mía,
mano que te demanda, como tantas y tantas,
a caballo una vez más, General,
Bolívar con el sable sangrando en el fondo del mar,
Bolívar gritando con los cabellos más allá de los cóndores,
Bolívar diluviando en el desierto,
Bolívar desnudo con un terremoto a los pies,
Bolívar peleando solo en las esquinas,
Bolívar llorando como un río sin madre,
Bolívar en el llano, Bolívar en el tiempo,
Bolívar celeste en la tormenta,
a caballo otra vez, con un clamor sin número
de hombres flameantes,
de bendiciones y lumbres y de flores
y de sangre que encienda los caminos.
¡Al galope de nuevo, con banderas
insurgiendo a la orden
de tu rápido ceño!
¡Que tu condición de fuego
nos señale y ocupe
en la hora del combate
final!
1954.
TU DESTIEMPO
Al entregarme apenas,
tú desnuda de ojos y distancia,
al tocarte ingrávidamente, casi al quererte,
te estoy formando
de arcilla vaciada
en el reencuentro
que llamaste primero,
en la siesta que se doraba al recordar tu apodo.
Y más acá,
sublimada en alquimia
de sombras recuperadas,
en este tuétano
que me conoce el hueso únicamente.
Tenerte,
mi prisionera sola, en silencio,
delante de ti,
avanzando,
y aquí dentro
embarrancándote y cayendo
en mi tinaja de sustancia profunda,
trasegada en el fondo
que oscuramente truena,
refrescante, plena bebida de los dos,
yo el insaciado.
Tenerte y no tenerte.
Saber que existe el sitio
hastiado, irremediable,
donde se queden quietas nuestras manos trenzadas,
ese lugar que existe pese a los relojes
que han principiado
a arrancarse de madre,
a pesar de la búsqueda,
de la vieja custodia de la tierra,
a pesar de la espera que late todavía.
El corazón, lloviendo.
Y yo hasta allí,
guarecido
y deseoso de hallarte
la curva secreta
de tu suave rodilla,
la voz que te sale
como callada a veces, desasida.
Es cierto.
Ya viene tu destiempo,
ése del miedo
inconfeso
de retornar naciendo.
1954 .
TRÍPTICO DEL AMOR CAMINANTE
I
Y arrancaré esta flor, pero quisiera
que el mañana del beso moribundo
recuerde y tape el sueño en que te fundo
y vigile el costado de otra espera.
Jazmín de lluvia y lluvia en primavera,
cómo canta tu piel, y qué profundo
es su calor despierto frente al mundo
del miedo en que sollozas, prisionera.
Y temblorosa y mía si desciende
el cielo hasta la llama que me toca,
tronco y savia en el sol, guitarra y cuerda
sonoras por la sangre que se tiende,
y trigueña tu luz para mi boca,
he de arrancar tu flor, aunque te pierda.
II
Cuando no seas tú la que pregunta
por qué se muere el pecho si me inclino,
al fin sabrás que tal es el destino
del viento que nos suelta y que nos junta.
Cuando sepas que fuimos una yunta
de pájaros sin nido y sin espino,
ya no podrás saber por qué camino
haciendo el corazón de punta a punta.
Cuando creas volver, cuando mis brazos,
como un ramo ceñido a tu cintura,
echen broto de nuevo y te resguarde
mi voz de ese silencio, de los trazos
con que los dos borramos tu figura,
ya no vendrás igual, o va a ser tarde.
III
Si, cierra un solo lado de la herida,
se acordará tu cuerpo del cuchillo.
Todavía está aquí, como un anillo,
la fragancia en mi mano, retenida.
Tan limpia de memoria, tan perdida
aquel agua de cántaro sencillo
que me dieron tus labios, con el brillo
que no esconde tu rostro ni se olvida.
Pero el hervor del tiempo en su caldero
ya cuece nuestra carne fugitiva.
Impávido y sutil, y claro, y triste,
abiertamente azul, soy el lancero.
Y allá se va de amor, siempre hacia arriba,
la lanza para el blanco que no existe.
1955.
RABELERO
Para Julio César Troche
Toca el rabel sonoro,
y el inmortal dulzor al alma, pasa
FRAY LUIS
De sed a río irás. El viento norte,
más que un zumbar sin término en tu oído,
más que grito hacia el sol, será el latido
que a triste sangre errante te transporte.
Viejo destino y pobre musicante:
de polvo tu horizonte, y arribeño,
dejas un sitio azul, quemas el sueño,
partiendo siempre solo y trashumante.
Como un agua bebida en el camino
el alba te penetra, y en el cielo
tu alto dolor, cruel halcón en vuelo,
vigila tu silencio peregrino.
Y agrietas -candilante de luz plena
toda la muerte caminera a cuestas-
tus duros calcañares por las siestas
en los pequeños soles de la arena.
Y al fulgor de la noche vas trayendo
un cayado de estrellas, y la oscura
memoria de algún valle al que procura
llegar tu sombra que se va cayendo.
Pero un rabel profundo te sostiene
con su raíz de luna, su fragancia
nacida de tu brazo, y a distancia
dulce y firme del cielo te mantiene.
Y acá de pronto crece como un rayo,
ronco y ardiente, al aire se desgarra,
y recorre rabel, arpa y guitarra
tu corazón sonoro, paraguayo.
Y así de luna en pueblo vas cantando,
de pueblo en viento corres como un río,
de viento en monte sigue tu albedrío,
de monte en sombra triste vas pasando.
Hombre delgado, antiguo, azul, perdido:
aquí busco el valor de tu mirada,
tu fatiga y penar, con esa alada
vena en flor por tu caja de sonido.
Laya de amigo que preciso, hecho
de pueblo y sueño y tierra y limpia frente,
andando yo a tu lado, en permanente
mixtura de tu música y mi pecho.
Y si hoy te digo dueño del lucero,
naranjal trajinante, nube, hermano,
es que quiero dejar juntos mi mano
y tu rabel herido y compañero.
1955.
PRIMER POEMA
Para Ana María
... peina amó ndetyvytá
yvágare oñepintá
JUAN MANUEL ÁVALOS
Yo no puedo abrazar conjuntamente,
en el primer poema,
la correntada de tu gracia
y la tranquila luz que ordena
tu figura.
Ni puedo descubrir a paso rápido
esa intensa comarca de tu frente.
Sólo con la primer palabra,
cómo viajar toda la noche alta
de tus ojos.
Y cómo beberme en una copa sola el zumo
de tu dulce fruta innumerable.
Porque en un poema
primero,
alcanzo a penas a decirte
leve muchacha traspasada de soledad azul y estrellería,
cándido espacio reciente
de mi vida,
aroma surgido de noviembre,
mi niña pensativa.
O en el poema
primero,
puedo contar sencillamente
que te quiero y levanto
un estandarte claro,
verdadero.
Pero ahora déjame mirarte
desde la ventana pura
del sueño,
y extiéndeme la mano
porque voy a entregarte
mi poema primero.
1957.
QUIETUD Y MOVIMIENTO
Para Evelio Fernández Arévalos
Yo no sé,
pero ya he soñado minuciosamente,
una vez,
la órbita de ese poema ciego
que nunca escribiré.
Sin embargo, hasta ahora,
no sé por qué,
cuando mi cuerpo navega hacia el alba,
tal un ángel sin pies,
me aniño y me despierto de repente,
despoblado y con sed.
De cierto modo
que no sabré,
soy madera del puente todavía.
Ya se ve
que puedo seguir desembocándome
sin entender.
1959.
GRITO DE TIERRA
Para Guido Parquet Sánchez
Hacia la tierra inclina tu entereza
QUEVEDO
Grita
el cocuecero.
Vuelve de la chacra gritando
el cocuecero.
Viene gritando la tierra cuando grita
el cocuecero.
Con la antigua cruz de la azada
y con su grave y único grito
regresa
este labriego.
Ha sido un día de fuego.
Pero grita su duro grito
el cocuecero.
Trae la espalda rota,
y por eso mismo grita en desafío
el cocuecero.
Sabe bien que la tierra no es suya,
y sin embargo va caminando detrás de su largo grito
el cocuecero.
De oscuro monte a monte
sigue el grito
solo
del campesino moreno.
La luz cobriza se acuesta en el rozado,
mientras grita profundamente
el cocuecero.
Todo el crepúsculo cabe
en ese grito
de arriero.
Grito de madera que se incrusta
en el tremendo
silencio.
Allá el lejano, sufrido
grito
del cocuecero.
1959.
CAMINO REAL
(TIEMPO DE COSECHA)
En recuerdo de Hérib Campos Cervera,
quien también vivió en Piribebuy.
El camino real
bajo el viento.
A un costado, la cruz olvidada
de alguno
de los que asesinaron hace un tiempo.
Y al otro tú, niño pequeño,
de pie en el silencio.
Era en invierno y tiempo
de cosecha y tarea.
Fue en una zafra de pobre gente,
bochinche de unos días;
minúsculo incendio
entre el ayuno de antes
y la hambre de luego.
Allí viniste tú,
avanzando en el frío,
sobre las olas secas del bagazo
hacia el trapiche y la caña que ahí llora
sin término,
hacia la fatiga animal,
la mixtura y las brasas, la fiebre y el trasiego,
llegaste tú, niño moreno,
hasta la encontrada fragancia
del humo azul, el mosto puro y el puro
sudor del pueblo,
cruzaste tú,
grave pulso pequeño
entre insomnes torsos oscuros,
niño callado
entre arrieros de trago largo
y vocerío y trajín de mujeres,
tú, frente de quietos sueños,
pasando
a través de instrumentos ardiendo
entre arribeños,
niño sereno
por entre jinetes de alta risa,
tú, tiento recién hecho
para atarse
a un destino viejo,
tú, apenas a dos palmos del suelo
y ya una ingente manera
de conocer el monte y sufrimiento,
suave cenceño triste
que allá caminaste a pedir
tu limosna de cachaza
con un gesto.
Más tarde
-ya por la miel de dentro-,
un ángel resurrecto procuraba
saltar de tus mejillas
al metálico
cielo.
Y después, sólo alma,
otra vez al camino real
y al viento.
A un lado, entonces, la vieja cruz
de alguien
de los que mataron ya hace un tiempo.
Y al otro tú, niño pequeño,
mojón del silencio.
1959.
EL DESTERRADO
Para Elvio Romero
Yo necesito
volver allá,
donde colman de duelo
el cuenco de las madres,
donde llenan de sal nuestras heridas.
Tengo que regresar.
A mi tierra,
donde saquean el agua a los secanos,
donde demarcan las hambres
con alambres de púa.
De vuelta debo estar.
En mi tierra,
donde unos pocos mandan,
en tanto que en sus ojos le relucen las armas,
cuando a los demás sólo nos queda
sangre sajada en las espaldas
y sed amordazada
y rabia.
Precisamente quiero
volver allá,
porque todos sabernos
que cuanto más ciega sea
la sombra que soporta la patria,
más cercano estará,
a punto de asomarse
el resplandor seguro,
el goce incontenible
de la madrugada.
1960.
LUCHA
Para Miguel Ángel Fernández
. . . todos los que sufren el tiempo
como una pesadilla indescifrable
GONZALO ROJAS
Desde un sobrado al viento se procura
hender el tiempo, ya jaguar herido,
mientras el alma prende su latido,
trozo de nada en lucha con la altura.
Rumbeando del monte al agua oscura,
sigo a brazo, a silencio, a sol partido,
quiero cobrarle al tiempo su perdido,
su preciso color y su postura.
Tensa liñada contra el pez salvaje
en un río de olvido. Mi arpa suena
incierta y dura en el central paraje.
De sueño a cerrazón va mi faena,
mi sombra se requema en el viaje
y los vientos me borran con su arena.
1961.
PARA EL RÍO PARAGUAY
Al villetano Rubén Bareira Saguier, hijo de río.
Padre que nos das sustento,
nos diste nombre y camino,
y un norte azul para el viento,
nuestro destino.
Padre fluvial, voz que clamas
en monte desierto, maestro
de la luna en las escamas,
tú, padre nuestro.
Padre que estás en la arena,
guarda al cielo que te llega,
al remo y la lenta pena
que te navega.
Al aire desnudo y malva
tu solemne aliento subes,
tiende su espinel el alba,
boyan las nubes.
Del lado celeste acuestas
tu pelo en las resolanas:
la condición de tus siestas
y tus mañanas.
Raíz tropical, padre alado,
verde ríes, rojo espumas,
salta el día del dorado
y de las plumas.
Padre gris, preguntas, manso
de tiempo y lluvia, si existe
el viejo mar del descanso,
oh padre triste.
Frío de pronto, en oleadas
de camalotal mordiente,
la hambre turbia en tus playadas,
padre en creciente.
O bien, tu esqueleto brilla,
agua dura, sol tirante,
la seca muerte en tu orilla,
padre en bajante.
Ancha en sombra, ciego hecho
corazón, tu remansada,
y pesado y veloz pecho
tu correntada.
Monos en tu costa oscura,
rugidos, albas sin dueño,
y fogata sola y dura
del ribereño.
Y en tu canal desamarra
su acción de sueño, sus rizos
de tristeza, una guitarra
de embarcadizos.
Gran río de las coronas,
andas coronando el día,
y en la noche ardientes zonas
de estrellería.
1961.
CACERÍA
Para María Josefina Plá
Manteando despacio, va el corazón oscuro
de cacería. Acecha gritos elementales,
sangres, fiebres y sueños en hondos animales,
con su pulso más quieto, con su fusil más duro.
Y en el barrero insomne, junto al silencio puro
que concentra los astros y remueve las sales,
el corazón que tira con sentidos cabales
alza contra la luna su pómulo seguro.
Corazón de mi cuerpo, cazador bajo el viento,
rastreando sin término por palmares quemantes
la pisada sin tigre y el olor sin venado.
Continúa tu busca, y aún recorre tu aliento
por maciegal de sombras y esteros trashumantes
la noche inmemorial, solo y agazapado.
1961.
II
SITUACIÓN
Para Augusto Roa Bastos
Mientras la noche esparce su trabajo
desde un cielo preciso, abierto, ajeno,
mi memoria trajina solamente
la inútil polvareda de los sueños.
Y asumo, en la vigilia repetida,
la fatigosa condición del cuerpo:
la vana fiebre oral, la vieja cimbra,
el espejo raído del silencio.
Y pasajero de mi edad, reparo
en la cerrada dirección del tiempo;
con temor distraído, voy contando
el demorado agobio, el pecho incierto,
el calor que me acecha y me sujeta,
los pequeños estorbos descubiertos
en mi empeñosa sangre todavía.
Ciegamente me ocupa el entrevero
de roces y descartes sucesivos
y el espacio me aprieta, como un cerco.
Yo no escribo. Me escriben las semanas,
las travesías, el pulsar del juego,
también el lento amor y el agua ansiosa
preciados en el alba. El turbio viento
nos reparte y obliga; en mí señala
la letra, el rumbo y el afán desiertos.
1975.
GUARANIA DEL DESVELADO
Para José María Gómez Sanjurjo
El sueño no me llega. Como un Argos yacente,
desganado y oscuro,
aprecio la segura y minuciosa asunción de la noche
y entretanto,
testigo de mí mismo,
la memoria propaga su vértigo callado
y en la oquedad del tiempo desembocan
dulces rodillas, cabelleras sucesivas
de difícil olvido,
una línea de T. E. Lawrence
(and wrote my will across the sky in stars),
el borde de la muralla de York
y ahí el secreto ademán afirmativo
de una luminosa mucbacha,
cuyo nombre
vanamente procuro recobrar,
y la penumbra de la piel de Brigitte Bardot
bailando con su joven amante
en un local de la rue Monsieur Le Prince,
y José Asunción narrándome la causa sublunar
de los primeros compases de Mburikaó,
y José María dándome a decir,
debajo de un lapacho adolescente,
alguno de sus poemas,
delgado como un ala o el aire,
y Augusto Roa
en la barranca de Itapytãpunta,
mirando conmigo el viento norte
bajar el Paraguay tostado de atardecer
y de nostalgia,
y una firmeza constelada
desplegándose del arpa de Alfonso el Solitario,
y una campana y un entierro de plata
perseguidos con Gustavo
bajo la luna rampante de la malavisión
y el amenazo,
y Arístides Benítez al mediodía
con un cocuecero de pañuelo rojo
(ustedes son colorados y yo liberal: ¡venga un abrazo!)
y el mis no Arístides,
tendido ya el clásico perfil
de viaje en la madrugada de su ataúd;
los discursos, el asalto, los tiros
y la propia sangre tapándome la cara
en la tarde del trece de abril
del año cincuenta y seis,
el panóptico de Takumbú
-Rubén Bareiro se recuerda-
y dentro un árbol capital
con pájaros de libertad huyente hacia la aurora,
clamoroso adelanto
de nuestra esperanza detenida,
y una oficina sórdida en la nueva
Guardiacárcel,
el alarido lento de un compañero
y el rostro empapado y vicioso
de un torturador,
que también suele presentarse
cuando duermo,
y el pueblo con banderas torrenciales
derramándose en la Alameda de Santiago
(¡vengan a contarnos ahora, a ver si somos mayoría !)
el pan y la sal de la aventura
y el rescate del fuego derribado,
compartidos con mi amigo Rubén Utria
y otros fieles al pronto desafío,
y entre dos luces en La Reina, Jorge Teillier
confiando dulcemente una soledad
a su muñeco de trapo,
y la guarda salvaje de las espumas frente
a Don Pablo
en Isla Negra,
y un remanso del Confuso
sosteniendo una dominación de cielo
del día cuarto de la Creación,
y la inminencia del tigre en el alto Ytambey,
y el caliente olor compuesto del zoco
en Djema-El-Fnaa,
y el toro zaino embistiéndome
en un redondel del barrio de Ventas,
y una noche al sereno en los páramos de Ocaña,
con la filosa lejanía del castillo
del Maestre Don Rodrigo Manrique,
y la tiniebla abstracta y el agua unánime
en la cueva de Montesinos,
y mi tio Martín Cuevas
atendiendo mi admiración por Campos de Castilla,
y mis hermanas Maricha, María Elena, Mabel y María Celia
y luego mis cuatro hijas
habitando claramente las siestas del jardín
-más pequeño que el de Lope-
de esta misma casa
que hoy contiene en reposo mi vigilia,
la venida de Rodrigo
y la sorpresa feliz ante su sexo diminuto,
y mi abuelo, cernida frente hidalga,
poncho calamaco, silla inglesa,
y un galope corto de su malacara,
rumbo a la capuera en San Blas,
y la invocación de su padre
con el muslo atravesado por la lanza del kambá en Tujutí,
y la Dama de blanco
que aparece al costado
del mojinete
de la casa de Piribebuy
siempre que está por sucederle una desgracia
a los Villagra,
y Atilio Villagra,
que halló la muerte que buscaba
con el torso deshecho por la ráfaga,
y Américo Villagra,
corazón incendiado en las batallas,
capitán de metálica tormenta,
y los mitos familiares de amor o cautiverio,
y la voz sencilla de Papá
enseñándome el Drama en aquel pasaje del Critón
donde se sabe que, hendiendo el mar del regreso de Delos,
ya dobló el cabo Sunio el birreme a cuyo arribo
se cumplirá la sentencia de Sócrates,
o bien la inserción de El Curioso Impertinente en el Quijote,
vale decir, de la ficción en la realidad,
y mi madre alisándose el pelo castaño con dos dedos
-convocatoria inútil de un gesto querido
que ya no está-,
y desde el pulido espacio
de una fotografía,
José Marsal, limpio de ceño,
el aire generoso, el mirar extendido,
y al fondo la incesante y exacta potestad
de sus libros,
y el maestro Aleixandre en Velintonia, 3,
la cabeza inclinada por la luz del Guadarrama,
leyendo a media voz y discutiendo
uno de mis versos tristes,
y Rilke y Ortiz Guerrero
sintiendo una misma rosa o mariposa imposible,
y la garganta repartida
de Emiliano R. Fernández,
honor de las guitarras trajinantes,
y el rielar de la conversación
de Carlos Zubizarreta,
y el escandido rigor de Borges
hablando de vikings y cuchilleros
en un otoño chileno,
y la dura probidad de Flaubert
en cada torpeza y cada
conseguido resplandor de la poesía.
Pero a mi lado, un cuerpo quieto
alienta las delicadas sombras:
quien sabe en qué ríos va boyando
o a que sótanos desciende
mi mujer,
acostada junto a mí.
Voy a tocar el hombro cálido,
las sosegadas curvas poseídas,
cuando mi insomnio quiere que imagine
que la muerte
tal vez no sea
el despoblado y cóncavo descanso
del durmiente,
sino esta precisa lluvia silenciosa
de tolvaneras, juegos a caballo,
montes cerrados y navegaciones,
vehementes saltos de agua y el Senegal violáceo,
Última Altura y el Sahara,
las encrucijadas del Ande o del Mediterráneo,
llamaradas. descubrimientos, avenidas y renuncias,
contactos, cinturas de suavidad escueta,
mordeduras y adioses,
y la fatiga cruel, la intemperie, las hambres,
la magia pausada de las letras
y la inmortalidad de los colores,
y peleas callejeras, nataciones peligrosas,
mercados y azoteas,
diurnos trabajos, velocidades y veranos,
mariscos, vinos sápidos, frutas amarillas,
armas cortas, ejercicios y adornados puñales,
brillosas barajas y formas de arcilla ceremonial,
y fechas, fábulas, palabras enrarecidas,
y justos ignorados, modestos sabios y asesinos,
agonías y bandidos satisfechos, conspiraciones y traidores,
mártires y ladrones, celestinas y héroes,
y aún músicas que creyera perdidas.
Una luz sigilosa
está confirmando espejos, retratos,
la almohada y el Cristo.
En cierto momento cruzo
sin darme cuenta
una frontera, y me sumerjo
en el sueño.
1978.
EL HALCÓN
In memoriam
Manuel Ortiz Gerrero
y Rainer María Rilke
La luz arriba
sin nadie,
salvo tu vuelo
intocable.
Suelto de alcándara,
de cascabel y guante,
libre del cuero
que procuró cegarte.
Un mi hermano
te sintió una mariposa danzante
en el abierto resplandor del tiempo
que ojala se rescate,
y el otro una rosa imposible,
dicha de ser soñada sólo por los ángeles.
Y yo te creo
certero halcón del aire,
grávidamente azul,
nítido y distante.
Pero tampoco sé
si has de estar una vez a mi alcance.
1978.
UN POEMA TOMADO
Para Miguel Ángel Parini
Tuvo una vez el corazón
en el azar viajero,
un ansia de quedarse, de hacer
una pausa en el viento.
..........................
Aquietó sus alas,
detuvo todo su estremecimiento,
y durmió por vez primera
su propio sueño.
TMGS
Ha venido un viejo compañero
a leerme su penúltima palabra:
la firme voz asume
un estricto poema que trata
de un hombre que en medio de proyectos,
travesías, suertes, ráfagas,
quiso darse una sencilla tregua
de pájaro en su rama.
Es noche abierta
y estamos en el alto de mi casa;
nos junta la luz maciza
de una tranquila lámpara
y el compartido botellón
que el tiempo de amistad concede y manda.
Afuera, el viento norte
-que ha de seguir hasta la madrugada-
se mixtura con la tiniebla y toca
a la puerta cerrada,
procurando entregar una clave
por ahora ignorada.
De repente, un doble silbo
corta el viento y la noche y la sala:
es el breve tren local
que lentamente pasa,
camino a sus oscuras estaciones
Luque, Botánico, Tablada.
No me cuesta imaginar un pasajero
en el antiguo traqueteo de esa máquina;
viajero que regresa como en sueños,
con un cansancio impasible en la mirada,
a solas en el último vagón,
solo con su pobreza y con su ánima.
Pero poco a poco
parece que este viento tomara
la voz del dicente, y con el viento
el silbido que avanza
y con el silbato el pasajero
y el triste sueño de su cara;
así, llega un momento
en que el sonido y el humo que anda
y el aire y su señal secreta
y el tren cercano, el tren y su precaria carga
se encuentran en el fondo del poema
con aquel que reposa, por una vez, su vuelo en la palabra.
Y también parece
que el aire inquieto borrara
el acento, la letra, el papel
y la estancia;
y entonces van viajando el poeta y su oyente
y el hombre del poema y el pasajero aquel, todos juntos viajan
en la misma penumbra del vagón hacia Tablada.
1979
LA ALCÁNDARA
... alcándaras vázias sin pielles e sin mantos
e sin falcones e sin adtores mudados
MYO CID
. . o tan, mudo en la alcándara, que en vano
aun desmentir al cascabel presuma
GÓNGORA
Durante muchos años
fuiste una mujer espléndida
que nos conoce de lejos
y secretamente deseamos,
seguros de que un día será nuestra.
Y bien, alcándara, mi casa,
ya he dormido contigo.
Hoy estás trajinada y vestida de mis hijos;
hemos poblado
tu piso rojo
y tus duras madererías olorosas,
la luz furiosa
que tus tapias consienten o rechazan
y el lento giro constelado
en el cielo cabal de tu terraza,
la postura solar de tus sillares
y tus antiguas lámparas,
el chorro puro de tus cantarillas
y las gentiles sombras de tu patio.
Mi alcándara,
es hora de escribirte,
de ser sonoro en ti,
ahora que estás navegando callada en la noche sin fondo
con el empuje suave del Noreste,
ahora que has soltado y trenzado tus perfumes:
cedrón y jazminero Paraguay,
cocotero, guayabo,
koku, resedá y albajaca.
Es tarde,
y la luna ha tramontado los mangos de tu frente.
Nuestros hijos reposan:
afuera duermen los altos árboles tranquilos
y abajo Verónica y Soledad
y Jazmín y Viviana Jerutí
y Rodrigo, todos duermen
su sueño natural,
su sueño abierto,
y acá, junto al pensadero,
Ana María vuelca en sueños
una copa colmada de presencias.
En tal hora, parece
que sólo Argos,
cachorro e negro manto y paso silencioso,
te protege de la jauría invisible que te cerca,
y tal vez de los oscuros trabajos policiales,
pero nadie puede defenderte, te digo,
del mal,
del mal que late hace tiempo
en el aire mismo de la patria,
como ese lejano grito desvalido
que nos llega de pronto cruzando la tiniebla.
La alcándara,
después seremos polvareda
y tú estarás en ruinas.
Pero acaso yo pueda rescatar,
más para una memoria que para la palabra,
algún momento de tu habitado corazón,
como el mate con los amigos del alba:
Parodi el escultor,
Hugo, mi compadre,
Gilberto, cocinador gustoso
de carnes elementales,
Jorge el joven poeta,
Gustavo de la infancia,
y mis hermanales Domingo y Miguel Abdón
y Herman y Guillermo y José Félix,
José María,
mirando a nuestro padre el río
cambiar de piel
con los tiernos cielos iniciales,
desde su viejo pectoral de oro sanguinario
a un espejo celeste,
y la Ciudad en sus costas,
desterrando quietamente su cerrazón ambigua
y esparciendo sus fantasmas diurnos.
O podré recordarme para siempre
de tu noche con Sita
y la guitarra encendiendo a Barrios Mangoré
a favor de su viento natal,
o de la tarde en que el arpa solitaria de Alfonso
te bendijo.
Y en fin,
de tu yvapurũ mordido en el crepúsculo,
o de tus siestas con el mágico sabor del taropé,
profunda leche de la tierra.
O estoy equivocado
y sólo va a salvarte
el decisivo,
irrepetible canto
del havía corochiré
en tu limpia mañana,
alcándara,
mi casa.
1979.