LA PACIENCIA DE CELESTINO LEIVA
HELIO VERA
BIBLIOTECA DE OBRAS SELECTAS DE
AUTORES PARAGUAYOS Nº 3
EDITORIAL SERVILIBRO
25 de Mayo Esq. México
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Plaza Uruguaya -Asunción -Paraguay
Dirección editorial: Vidalia Sánchez
Presentación: Carlos Villagra Marsal
Selección y prólogo: Osvaldo González Real
Tapa: Carolina Falcone
© SERVILIBRO
Esta edición consta de 14.000 Ejemplares
Asunción, octobre 2011 (108 páginas)
Hecho el depósito que marca la ley N° 1328/98


PRÓLOGO
Por OSVALDO GONZÁLEZ REAL
Los cuentos de Helio Vera se han destacado por su amplio registro temático y estilístico, habiendo abarcado todos los géneros conocidos, desde el histórico hasta el de ciencia-ficción, pasando por el cuento fantástico, el de índole sobrenatural y el de tinte erótico. Su narrativa muestra un gran nivel de imaginación creadora y versatilidad estilística. En La paciencia de Celestino Leiva, ha demostrado ser uno de los mejores cuentistas latinoamericanos. Sus escritos forman parte de antologías extranjeras de nivel internacional, como la del Mercosur, publicada en Chile en el 2002.
Entre los de temas históricos, debemos señalar: Primeras Letras: Jueves Santo, 1539, en donde se relata el caso de la india Juliana, mujer cedida al capitán Juan de Salazar de Espinoza, por los guaraníes, en prenda de amistad, durante la época de la conquista. Ella quedará fascinada por las imágenes de los libros con que el español le enseña a leer. Más tarde, la esclava sexual de Salazar delatará a su gente, haciendo fracasar la conspiración del Jueves Santo de 1539. Se convertirá en la malinche nativa. La indígena elige la cultura del conquistador, después de aprender a leer los libros europeos. Otro ejemplo de un tema basado en la realidad es Manorá: 12 de abril de 1877, donde se cuenta la historia del asesinato del presidente Gill y su hermano, el general Emilio Gill. El crimen es resultado de una venganza y de una conspiración. Se describe magistralmente la violencia sanguinaria de los sicarios y el ambiente político en que transcurren los hechos de aquella época.
En cuanto al género fantástico, tenemos al impecable cuento de terror La paciencia de Celestino Leiva, donde participamos de las aventuras de un auténtico Robin Hood autónomo, líder de un grupo de guerrilleros, es un personaje protegido por un talismán que lo hace inmune a las balas y es perseguido por el sargento Mallada y su grupo de caballería. Los subversivos son, finalmente, capturados y ejecutados sumariamente, con increíble crueldad, por los gubernistas. Las orejas del jefe de los montoneros, Celestino, son cortadas para llevárselas como prueba de su ejecución. Una de ellas es puesta en una botella con alcohol y usada como un barómetro macabro. La capacidad de pronosticar el tiempo lo lleva a producir el horrible final de su poseedor.
La Estrella de Nizam es un cuento fabuloso salido de las Mil y una Noches. El argumento se basa en los intentos de asesinar al Sultán por parte del Gran Visir que aspira a sus riquezas y al trono. El ambiente, pleno de sensualidad y lujo orientales, se desarrolla en el fastuoso palacio del monarca y participan mujeres del harén y las favoritas del serrallo. El cuento está rodeado de magia y exotismo y nos retrotrae a las gloriosas épocas del año 1092 -después de la Hégira.
En suma, la alta calidad de la obra de Helio Vera nos lleva a postularlo como uno de los más brillantes escritores paraguayos.
UN PROBLEMA DE VOLÚMENES
A Aníbal Cabrera
I
Son doce en total. Atados unos contra otros con alambre de púas, cubiertos de sangre seca, famélicos, malolientes, forman una especie de confuso fardo humano. El menor confesó trece años. Pero la cara lampiña sobre la piel amarillenta, la desesperación con que se aferra al brazo derecho de su hermano mayor y los ojos azorados que gritan un terror incontrolable, sugieren menos edad. Quizá diez u once. El mayor del grupo es un viejo de edad indefinible, la cara curtida por el sol, la piel agrietada por las arrugas y las venas hinchadas sobre los brazos resecos.
Lo usual -bien lo sabe el teniente José de la Cruz Brítez, oficial combatiente, encargado de la custodia de los prisioneros- hubiese sido obligarles a cavar una fosa rectangular en la que cupiesen todos. Ancha y profunda. Pero eso no es muy simple. Dejarles las manos libres podría llevarlos a algún acto de resistencia desesperada. Tal vez quede herido alguno de los soldados que pusieron bajo su responsabilidad. Son conscriptos, todos muy jóvenes, pero está orgulloso de ellos. Se han portado con ejemplar disciplina durante todas las jornadas anteriores, y sería injusto someterlos a un riesgo innecesario. Peor, y esta razón no tiene menos peso que las otras, los jefes le pedirán cuentas de un incidente que podría arruinar su foja de servicios.
Hay otro problema: hace meses que no llueve y la tierra está endurecida. No será tarea fácil llegar a la profundidad suficiente. El sargento Ovando clavó la bayoneta en varios sitios, pero volvió de cada uno de ellos meneando la cabeza.
- Está muy dura, mi teniente.
Claro, el trabajo podría llevar varias horas. Pero tiempo es lo que ya no tiene. Acaba de llegar un mensaje radial del Comando, con el rótulo de urgente. La palabra "inmediatamente" fue escrita dos veces. La primera, para indicar que no debía demorarse un solo minuto en partir, la segunda, con la frase en clave: "Antes de partir, salga inmediatamente con los prisioneros en patrulla especial".
Bien sabía Brítez lo que significaba. Por esto había llamado a Ovando.
Casi simultáneamente con la orden, llegó el camión que debe llevarlos hasta la entrada del monte; después habrá que caminar, con toda la impedimenta al hombro. El grupo apoyará a la fuerza principal que está peinando la región en un último intento de atrapar al jefe de los bandoleros, el escurridizo Vitó. Un sujeto de cuidado, a quien no se le pudo echar el guante hasta ahora. Pero parece que ahora se le está acabando la suerte.
Brítez tiene otro motivo de disgusto. Desde que llegó el camión, el chofer se estuvo paseando de un lado a otro, para confirmar su prisa. Su apuro era ostensible, y hay que decirlo, grosero. Incluso subió tres veces a la cabina para poner en marcha el motor, acelerándolo ruidosamente. Era muy claro: estaba presionando. Además, el miserable ni siquiera hizo un amago de ayuda en la carga de las ramas y equipos. En otras circunstancias, hacía rato, Brítez le hubiese pateado en el culo, por impertinente; pero como miembro de una fuerza en operaciones no podía crear ningún problema interno. Hasta podían acusarlo de saboteador. Ya habría tiempo de arreglar cuentas cuando regresara al cuartel, pero ahora debía salir de este lío.
II
Los prisioneros pagarán el precio de una clamorosa estupidez; o mejor, de varias, cometidas sin solución de continuidad. Un año antes habían ocupado una hacienda en Alto Paraná. Amanecieron en el lugar con carpas y banderas, y reclamaron la parcelación del inmueble. Eran, pues, usurpadores en propiedad ajena, a la que, dicho sea de paso, arrancaron buena parte de su madera para venderla en el mercado negro. La propietaria, una dama otoñal, cargada de joyas y de amistades influyentes, reaccionó con un inmediato juicio de desalojo. No se iba a dejar correr con la vaina por estos apelechados, qué embromar. Por algo su esposo era un general de confianza del Presidente de la República.
No pasó mucho tiempo hasta que aparecieron los primeros resultados. Un día apareció un ujier, quién entregó a los campesinos una orden judicial: debían abandonar el sitio a las 48 horas. No lo pensaron más. Alguien propuso una idea loca y todos la apoyaron con entusiasmo. Caminaron hasta la ruta y detuvieron el primer ómnibus que pasó por el lugar. Subieron unos veinte con unas tres escopetas, dos revólveres y varios cuchillos, y obligaron al chofer a llevarlos hasta Asunción. Los demás pasajeros, asustados, no se atrevieron a decir nada.
Durante el viaje, discutieron varias opciones: una huelga de hambre frente al Ministerio de Agricultura y Ganadería, un desfile con pancartas ante el Arzobispado o el cierre de una calle importante de la capital. Tal vez, quién sabe, alguien los escucharía en el Instituto de Bienestar Rural, en el Congreso. Pero las cosas se complicaron demasiado pronto. Una patrulla policial interceptó el vehículo e intercambió disparos con sus ocupantes. Un agente quedó herido de una perdigonada. De pronto, se dieron cuenta de que el gobierno no les iba a perdonar esa alteración del orden público, coronada con una agresión a la autoridad. Por eso, anticipándose a la previsible persecución, abandonaron el autobús y se internaron en el monte, en algún punto del departamento de Caaguazú.
Dos días después, un fuerte destacamento militar fue lanzado tras su rastro. Los campesinos fueron cazados, uno por uno. A medida que iban cayendo, se los entregaba a la custodia del teniente Brítez. Hasta ahora, eran doce. Un éxito. Pero Vitó -el principal- se había evaporado. No pudo encontrarlo el Ejército pese a que batió toda la región. Varias veces ladraron los perros de presa y otras tantas retornaron confundidos. Era como para creer lo que se decía: que el bandolero podía volverse invisible, gracias a un talismán misterioso que se había implantado bajo la piel. Quizá ya estaría en el Brasil, disfrutando de un chop en Foz de Yguazú, mientras sus perseguidores todavía deambulaban por estos sitios inhóspitos, disputando con víboras, mosquitos y garrapatas.
III
El teniente Brítez camina con pasos lentos, como midiendo la tierra, mientras reflexiona. Si le hubiesen avisado con tiempo, ya tendría una manera de salir del paso. ¿Por qué siempre la apuran a última hora? De sopetón, le ordenan ejecutar a los prisioneros; y para más, debe hacerlo sin disparos, sin escándalo. Sin ruido. Como si eso se pueda hacer así, de buenas a primeras. No es justo. Los que dan las órdenes desde el Comando no toman en cuenta las dificultades que ocurren en el terreno de operaciones. Es lo de siempre. Apoltronados en sus escritorios, dictan las instrucciones a los dactilógrafos. Pero los papeles firmados tropiezan ahora con la realidad, y se ríen de todos.
Otro detalle negativo. Después de días de vagar por el monte, los prisioneros están muy débiles, y ese estado se ha agravado con la orden -él mismo la dio, para mantenerlos bajo control- de no darles de comer. Y ahora apenas se mantienen en pie. Justo cuando los necesitaba sanos y fuertes para cavar sus propias fosas. Si le hubieran avisado antes...
Comienza a preocuparse, y frunce el ceño, molesto. Sus jefes pusieron en sus manos un problema sin solución. Claro, el sargento podría ejecutarlos y después dejar los cadáveres a flor de tierra. Pero el dueño de la chacra, pobre infeliz, no merece semejante desconsideración del Ejército. Además, durante los cinco días que estuvieron en su chacra, había mostrado buena voluntad y espíritu de colaboración; su propia esposa había cocinado para los soldados. Es, en suma, un buen tipo. No puede dejarle una colección de muertos, festín para perros y chanchos, y para los yryvu que llegarán después a devorar el resto de la carroña. Toda la región se va a enterar, y eso no les gustará a los jefes de Asunción. Al fin de cuentas le exigieron discreción.
Hay algo peor. Como si ya no tuviese suficientes problemas, se ha presentado uno nuevo, que no tiene solución. Para cavar doce tumbas (o una bien profunda para todos), Anselmo, el dueño de la finca, tiene una sola pala. Una sola. Así, el trabajo se volverá interminable. No sería nada, si tuviese el tiempo suficiente. Pero solo dispone de media hora. Después, deberá trasladarse con todos sus hombres a unos treinta kilómetros de distancia. Inmediatamente, como se lo habían dicho. Y antes de partir, debe desprenderse de la carga que representan los campesinos: el camión se necesita para cosas más importantes. Hace un rato, le dio la orden a Ovando. Éste, que fue siempre medio remolón, se rascó la cabeza.
- Ya no soy baqueano en este asunto de matar gente. No lo soy. Otra cosa hubiese sido si estuviesen aquí Figueredo y Malaspina. Para ellos, es más fácil que silbar. Por qué yo.
IV
Hacía una década que Anselmo había llegado a aquel lugar. Vino solo. Plantó su primer mandiocal en un espacio conquistado al monte mediante el hacha y las llamas. Pronto le siguieron su mujer, su madre, y dos hijos que en pocos años llegaron a seis. Aún antes de levantar el rancho, lo primero que hizo fue cavar aquel pozo. Antes de llegar a los dos metros brotó el agua a borbotones; agua con sabor a monte, a cielo, a nubes lentas, a espesos culantrillos. Bebió de ella durante años, con una sed incontrolable. Lo hacía al alba, con el mate, amargo o endulzado con la pulpa del mbokaja; de día, con el tereré cargado de hojas de kokũ y cepacaballo al mediodía, con el puchero; de noche, antes de dormir, para hervir el cocido.
Al comienzo, fue el único poblador en este lugar huraño, a muchos kilómetros del poblado más cercano. Pero en los años siguientes otra gente fue llegando a la región.
Donde antes vagaban el tigre y el tapir se instalaron estancieros que quemaban el manto vegetal para substituirlo por vastas pasturas para el ganado; empresarios brasileños, que plantaban miles de hectáreas de trigo y soja; otros campesinos, que cultivaban algodón en pequeñas parcelas.
Por último, se instaló una fábrica de gaseosas, que represó el agua de un caudaloso arroyo cercano. Los árboles fueron desapareciendo. Lo que era un monte cerrado comenzó a parecerse a un tablero de ajedrez, con pequeños rectángulos cultivados que se iban ensanchando cada vez más.
Anselmo no supo cuándo los jaguares abandonaron las cercanías, y de esto ya había pasado mucho tiempo. Tal vez huyeron hacia el Monday; a lo mejor, hacia Ka'arendy. Quizá hacia Cheirokué.
A lo largo de esos años, el nivel del agua fue descendiendo paulatinamente.
Debía arrojar el balde cada vez más al fondo, como si el líquido se estuviese escurriendo hacia las sedientas entrañas de la tierra, chupado por una fuerza misteriosa e incontenible. Después vino una larga sequía. La tierra se resecó, y la única yunta de bueyes apenas podía arrancarle gruesos terrones endurecidos. En ocho meses, la mandioca se convirtió en pura piedra. Los indios le explicaron que era un castigo divino, la maldición de Ñanderuvusu, por la destrucción de los bosques. Los árboles -le dijeron- son las columnas que sostienen el universo. Sin ellos, el mundo se desplomará en un abismo eterno donde planearán, siniestros y voraces, los murciélagos gigantes y el pavoroso jaguar azul.
Finalmente, el pozo se secó del todo. Pero antes, precavido, Anselmo había tenido tiempo de cavar otro, más lejos de casa y más cerca del arroyo. Allí encontró la napa, en el exacto sitio que le había marcado Pío Balbuena, el mejor rabdomante de la región. Solo quedaba la necesidad de rellenar el pozo antiguo, seco y vacío. Ya no servía de nada.
V
De pronto, llegaron los soldados. Descendieron de un camión que se detuvo ante la casa, la carrocería cubierta con una bóveda de lona verdeolivo. Los hombres se movieron con rapidez, como sabiendo exactamente qué debían hacer y hacia dónde ir. Revisaron la choza, recorrieron la chacra, se internaron en una isla de monte. Después volvieron, sudorosos pero sonrientes. Solo entonces, el teniente Brítez le informó a Anselmo que su grupo era solo fracción de un destacamento que buscaba a unos maleantes que estaban escondidos por ahí, en esa región, quizá muy cerca.
Su misión era cerrar una posible ruta de escape, y eventualmente, custodiar a prisioneros. El camión se fue y los hombres se quedaron.
El campamento fue instalado, lejos de la casa; sobre el arroyo, para no molestar. En los alrededores, todos colaboraron con las fuerzas del orden. El gerente de la fábrica de gaseosas, instalada a dos kilómetros, aportó dos perros perdigueros y su oficina con teléfono, y una camioneta. Un granjero polaco obsequió un tambor de combustible, para los camiones. Un ganadero entregó, orgulloso, una mamona recién sacrificada, con cuya carne se hizo un asado a la estaca, que fue una fiesta.
Anselmo nunca había visto estos uniformes. El color se distribuía irregularmente, en motas de distintos tonos irregulares: desde un verde profundo, como el de la yerba mate, hasta uno suave y casi imperceptible, pasando por el amarillo sucio del otoño, y un marrón apagado, como el de las vetas de algunos árboles. Anselmo se admiró del progreso de la indumentaria. Veinticinco años atrás, cuando cumplía con el servicio militar, solo existía un verde olivo firme y sin matices, -que el almidón endurecía como una coraza.
La fuerza principal organizó un servicio de patrullas para cubrir un amplio perímetro. El esfuerzo valió la pena.
Los fugitivos fueron atrapados, uno por uno, y concentrados en la chacra de Anselmo, maniatados con alambres de púas. Después, fue estrechando el cerco para atrapar a Vitó, que parecía haberse evaporado. Al servicio de esa operación fueron puestos los hombres disponibles.
En cuanto a los prisioneros, no había mucho que discutir. Brítez comprende. El gobierno ya no debe cargar con ellos. Son delincuentes que atraerán la atención de los organismos internacionales, de la Iglesia, de la oposición, de los sindicatos, y todo aquel que tenga interés en denigrar al Paraguay. Hay que librarse de estos maleantes, con ejemplar limpieza. Y esto le sigue incomodando, como una comezón incesante sobre la piel. Mejor hubiera sido enviarlos al Departamento de Investigaciones de Asunción, donde hay profesionales que hacen evaporar a la gente, en un santiamén.
VI
Anselmo, el dueño de la chacra, intuyó lo que preocupaba al teniente y se acercó, solícito. A los jefes no hay que llevarles problemas sino soluciones, lo sabe muy bien. Y él tiene una para el teniente Brítez: un pozo seco y en desuso, detrás de la casa. No tiene sentido conservarlo, pero tampoco podía dejarlo tirar allí a los muertos, y de paso podrá comenzar a tapar ese agujero inútil. Después, solo se necesitarán unas cuantas plantas de tierra y el patio quedará limpio y raso, como una cancha de fútbol. Con el pozo rebosante de muertos, el relleno final no exigirá tanto esfuerzo.
- Yo mismo, no se preocupe mi teniente, me encargaré del trabajo final.
No es asunto de Anselmo, claro, Pero la inminente ejecución de los prisioneros ha puesto en sus manos, inesperadamente, la solución al problema del pozo vacío. No puede desaprovecharla, porque las oportunidades no se repiten. No es tan tonto para eso. Pero cuando se lo dijo a su madre, encontró una oposición tan fuerte como inesperada.
Ella murmuró:
- Seguro que los van a matar mal que mal. Ellos son así. Pero te aseguro que si alguien es enterrado vivo, su ánima nos perseguirá toda la vida. No nos va a dejar dormir más.
Para Anselmo, el caso es un problema de geometría del espacio, un asunto de volúmenes; para su madre, se trata de un dilema teológico. Y es muy difícil conciliar las dos posiciones. Intuye vagamente que hay una colisión entre dos mundos: el de la eternidad, con sus misterios ignotos, y el de la realidad, con sus urgencias concretas.
VII
La mujer se acerca al sargento, arrastrando los pasos. Una vez frente a él, pero sin mirarle a los ojos, le dice:
- Si los tira vivos, tardarán días en morir.
El sargento la mira, sorprendido. ¿Por qué la vieja se mete en este asunto? Está a punto de contestar con brutalidad, que era lo que ella se merece. Pero no puede ser grosero.
Tiene órdenes estrictas: no molestar a la población civil. Además, ¿a quién se le ocurriría arrojar vivos a los prisioneros al pozo? Seguro que era uno de los cuentos que gente irresponsable hacía por allí, soldados demasiado charlatanes, quizá vecinos fantasiosos que se enteraron de la presencia de los cautivos. La orden era de ejecución, no de enterrar vivo a nadie. La única exigencia es que todo se haga en silencio: nada de tiros, nada de escándalos, nada de gritos. Masculla la respuesta:
- Su hijo nos pidió que tapemos el pozo. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
- No morirán enseguida. Y sus ánimas se pasearán alrededor de la casa todas las noches. No vamos a poder vivir así, apretados por las ánimas.
- No puedo hacer nada. Tengo órdenes.
Lo dijo en un impulso, ni quisiera supo por qué.
¿Quién le habría dicho a esta vieja que iba a tirarlos vivos al pozo? Yo no soy ningún criminal. Ella no se mueve de su sitio. Con suavidad, pero con firmeza, dice:
- Quinientos.
El sargento se rasca la cabeza. Está perplejo. La vieja pretende sobornar por una suma miserable. Es una atrevida. Pero el dinero es un asunto en el que no había pensado. Hasta ahora. Y ella viene con una complicación. Como si no me faltaran.
- Quinientos -insiste la mujer, con firmeza.
El sargento la mira, confundido. Esta mujer es como su madre: pequeña, borrosa, la cara cubierta por las arrugas; y también dura y tenaz, cuando quiere conseguir algo.
Pero lo que ella pide sublevaba su sentido de la dignidad profesional. Uno no llega de balde a funciones de confianza para que traten de comprarlo por unas cuantas monedas.
Se siente insultado.
- Pero usted qué se cree. Se está burlando de mí.
- Quinientos. Es todo lo que tengo.
Ovando siente que la cara comienza a ponérsele roja, de la indignación. ¿Será posible? Pero no debe reaccionar, no debe reaccionar. Calma. El teniente tiene sus órdenes, y lo va a tomar a mal. Un error puede ponerlo en la calle.
En seguida refunfuña:
- Debería darle unos cintarazos, por atrevida. Cómo se atreve a ofrecerme eso.
- Quinientos. Por cada uno.
- Ah. Eso es otra cosa.
Aceptamos este hecho: el sargento nunca había pensado en arrojarlos vivos al pozo. Pero tampoco está dispuesto a esmerarse demasiado en la ejecución, simplemente porque nunca fue verdugo. Es un trabajo pesado, para gente con el corazón frío, bien colocado en el pecho. Por ejemplo, Figueredo y Malaspina. Para ellos, hubiera sido tan simple como pelar naranjas. Eran sargentos de los de antes, bien probados. Pero Ovando era menos antiguo, y aunque había visto cómo lo hacían los otros dos, nunca realizó semejante trabajo. Por eso, duda. Puede cometer errores, por muchos motivos: un golpe mal dado, un resbalón del arma en la mano empapada en sudor. Justo yo, que suelo tener mala suerte. Pero no voy a bajar al fondo del pozo a rematar a un moribundo. No lo haré. Si el teniente piensa eso, está equivocado. Nunca.
Pero, además, la vieja solo pide asegurarse de que todos mueran. Es muy poco. Ella está en su derecho de exigir un buen trabajo. Además, es su obligación. Solo debe poner mucho cuidado en cada golpe. Unos pocos minutos de demora para trabajar mejor no significarán nada. Este tiempo adicional hasta sería una venganza contra el chofer, que con su apuro, se está dando aires de importante. El teniente Brítez lo agradecerá, porque se le nota en la cara que apenas controla su furia contra el impertinente. En fin, todo es cuestión de ser cuidadoso y de no trabajar de apuro.
Por suerte el machete está bien afilado. No me va a fallar.
La mujer se fue. Minutos después, los soldados se encargaron de traer a los condenados, atados como estaban. Todos juntos. El grupo se desplazó a tropezones, como un gigantesco ciempiés, bajo una lluvia de culatazos, aguijoneado por las trompetillas de los fusiles. Ovando repasó el plan. Cada prisionero será colocado de rodillas sobre el brocal del pozo, las manos atadas hacia atrás. Dos soldados lo mantendrán inclinado, la cabeza inmovilizada. Ovando se encargará del resto. Ya lo dijo el teniente: no hay que arrimar por otro la responsabilidad que le dan a uno. Por cábala.
Llega el primero, ni siquiera se resiste cuando lo ponen de bruces contra el brocal. Desde atrás, Ovando descarga un seco hachazo que lo derriba pesadamente, la cabeza casi separada del tronco. En el acto, un leve empujón lo arroja al pozo. La sangre se derrama a borbotones, en el fondo. El sargento se santigua. Después repite la operación con los siguientes. Hay poca resistencia. Acaso algunas patadas, débiles, agonizantes.
Todo está saliendo bien: cada golpe, un muerto. Cada muerto, quinientos guaraníes. Ni siquiera se ha ensuciado el uniforme, y por eso no hará falta lavarlo para borrar las manchas delatoras, Cumplir fielmente con el deber le está significando, de paso, una pequeña ganancia. La vieja, que controla la operación, va sacando los billetes de un bolso de cuero negro, arrugado y desteñido. Sus dedos manipulan papeles arrugados, descoloridos. Ovando le dice al niño:
- Te quedás como el último. En su manera de expresarle piedad. Un modo de prolongarle la vida, de extenderle un poco más su ración de aire, de tiempo de permanencia sobre la tierra. Pero ¿qué puede hacer? La orden es la orden. El muchacho llora, y el llanto le estremece todo el cuerpo.
La vieja hurga entre sus senos resecos. De pronto, se da cuenta: no hay más. Se dirige al sargento, avergonzada.
- Lo siento. Se me acabó la plata.
El sargento escupe, molesto. Eso no está dentro del trato. La vieja trata de engañarlo. La gente mayor tiene que cumplir su palabra, cueste lo que cueste. Para eso promete. Pero la vieja está allí, sin moverse.
- Ya no tengo más. Este año fue muy malo. La sequía fue larga, y la mandioca salió dura como piedra.
Los soldados ya terminaron de acomodar las carpas en el camión; después, las cajas de proyectiles, los víveres y los equipos de primeros auxilios. El niño solloza, ahora sin contenerse. Los demás ya están en el fondo, encharcados en sangre, silenciosos. Solo falta él. Sus hombros se sacuden, convulsos. Llena el aire un espeso olor a heces y orina.
La vieja se queda allí, en silencio. Inmóvil. No parece dispuesta a resignarse. Recorre maquinalmente las cuentas de un largo rosario, que repentinamente, apareció entre sus manos. El hombre gruñe, mientras se seca la frente con la manga de la chaquetilla. Encara a la vieja, con voz apagada:
- Está bien. Se lo regalo. Y éste va de yapa. De puro bueno que soy.
El muchacho trata de levantar el brazo, en un inútil acto de defensa, pero los alambres que lo envuelven detienen el gesto. El golpe cae sobre la nuca, con exactitud profesional. Ovando se refriega las manos, satisfecho. Ya está aprendiendo.
LA ESTRELLA DE NIZAM
I
Para sus salidas secretas, el Sultán elige las noches sin luna, regidas por altas nubes, sin sombras furtivas que puedan inquietar a los perros o alertar a los centinelas que dormitan sobre las almenas, abrazados a sus lanzas. Entonces se desliza en silencio a través de un pasadizo que abre su escondida boca en un flanco mohoso de las murallas del palacio, exactamente frente al sitio donde se amontonan los desperdicios que vendrán a llevar, de madrugada, despaciosos carros tirados por mulas soñolientas. A pocos pasos le siguen cinco hombres de su guardia personal, cuidadosamente seleccionados por su fuerza, su coraje y su ciega ferocidad. Afectan el paso tambaleante de los borrachos y desafinan canciones obscenas para desorientar a los pocos transeúntes de la noche.
Él cree que es el secreto mejor guardado de Ispahan.
Pero ya ha comenzado a circular el rumor de que el poderoso Barquq bnul-Maliksha acostumbra mezclarse con el pueblo, disfrazado de poeta, eunuco o juglar. Alguien lo ha susurrado en el mercado de las caravanas y enseguida lo repitieron en la almoneda de los esclavos, en los bazares y en la calle de los orfebres; hasta los sangradores se hacen lenguas de estas sigilosas correrías. Todos sospechan que, para saber la verdad, el sultán prefiere escuchar por sí mismo, sin oídos prestados y sin las pesadas zalemas de sus cortesanos, los pesares y las angustias del pueblo, que Alá, el Justo, el Misericordioso, confió a su cuidado.
Toda precaución es poca porque el Sultán tiene muchos enemigos. Por algo es el defensor de la fe, la espada del Islam, el protector del trono de los califas abbasidas y, además, rey del Oriente y del Occidente, señor de Iraq, de Fars, de Jorasán y de Azerbaiyán y amo de Asia. Abomina de los trinitarios, que adoran a una extraña divinidad que es tres y una al mismo tiempo, y detesta a los judíos, condenados por el Profeta; pero los protege dentro de sus dominios porque, pese a sus errores, son gente del Libro y, como tales, merecedores de consideración. Sobre todo, detesta a los idólatras y a los que buscan dobleces y significaciones escondidas en el Libro, para hacerle decir lo que no dice, en nombre del Tawil, una enrevesada doctrina oculta que solo sus jefes pretenden penetrar. Solo esa presunción merece la muerte.
II
Uno de esos impíos -más peligroso que todos porque disfraza sus embustes con las palabras del Profeta- es el imán Hassan-al-Sabbah, más conocido como el Viejo de la Montaña, misterioso santón que preside la fanática secta de los Hermanos de la Sinceridad. Su centro político y religioso bulle en las lejanas montañas de Elburz, en el alto refugio fortificado de Alamut, nubosa y escarpada cumbre a la que llaman el Refugio de las Águilas.
Los tentáculos de esta peligrosa secta cruzan toda Persia, se extienden sobre Siria y llegan hasta Egipto. Sus devotos son los batiníes, o lo que es lo mismo, la gente del secreto. Hassan prefiere llamarlos los asasiyun, "los que son fieles al Asás", el Fundamento de la Fe. Sus sectarios anuncian el regreso del Imán del Tiempo, quien establecerá el reino de la justicia sobre la tierra y recompensará generosamente a los verdaderos creyentes.
Mientras se espera el anhelado retorno, esa elevada jerarquía se perpetúa en una sucesión de imanes secretos que prolongan el linaje de Alí, yerno y primo de Mahoma.
Este hecho está escrito en el libro de la eternidad, y nada ni nadie podrán impedirlo. Pero los secuaces de la secta, conducidos por Hassan, prefieren asegurarse de ello. Les corresponde preparar la Tierra para esperarlo, y en ello no deben escatimar precauciones ni sacrificios. Parte de este trabajo es la limpieza del camino, metáfora que consiste en matar, a los que aprovechando su poder, su dinero o su influencia, se oponen o perturban a la verdadera fe.
Para asegurar su cohesión y disciplina, los ha distribuido en sucesivos grados que llegan hasta un oscuro escalón superior reservado para contados apóstoles. Una de las jerarquías de la orden está reservada a los fida'is, también llamados los "arcángeles destructores" o los "autosacrificados", o los "autodevotos". Se distinguen por turbantes y cinturones de un rojo llameante sobre las túnicas blancas. Su bendecida misión es la de asesinar -el puñal tiene la preferencia, pero es un pecado rehusar otros medios si no hay otro modo- a los enemigos de la fe, señalados por el anciano.
No es fácil acabar con Hassan. Ya hace muchos años que se apoderó de la fortaleza de Alamut, a la que modificó cuidadosamente para convertirla en un sitio inexpugnable.
Construida en lo alto de la montaña, podría ser defendida por un niño. Hay una sola forma de llegar hasta su puerta: un tortuoso sendero -lo flanquean, por un lado, una alta pared vertical, y por el otro, un abismo vertiginoso- que apenas deja pasar a un hombre. La montaña esconde desfiladeros sin salida y precipicios cortados a pico. Un río enloquecido, el XadRud, desciende fragorosamente entre gargantas de piedra y cuando ocurre el deshielo anual de las cumbres, se convierte en un torrente incontenible.
El Alamut es un dardo clavado en un riñón del imperio seljúcida. Es inevitable que el Sultán trate de arrancarlo y de dispersar a sus ocupantes. No lo ha logrado hasta ahora. Ya fue humillada por el fracaso una expedición contra el castillo, comandada por el Gran Visir. Los muros resistieron, y el ejército debió desistir de la misión dejando en su retirada centenares de cadáveres. Con humildad, Hassan atribuyó esa victoria a la intervención directa de Alá, quien guió las flechas de sus hombres hacia los blancos elegidos.
El Viejo de la Montaña replicó con el veneno, pero esta vez la policía del Gran Visir tuvo éxito: el esbirro a quien le había sido ordenada la misión de matar a Maliksha fue descubierto y decapitado. Las manos del envenenador fueron devueltas a Alamut dentro de un pequeño talego. Y aquí un detalle de prescindible truculencia: el recipiente fue confeccionado con la propia piel del secuaz, sabiamente decorada por el mejor marroquinero de Bagdad. El Anciano respondió con un golpe teatral: envió a otro sicario, quien logró -hasta ahora no se sabe cómo- dejar un puñal bajo la almohada del Sultán. Para indicarle que su vida estaba en sus manos y que la tomaría cuando quisiera. Luego de esos fracasos hubo una tregua no pactada, durante la cual ninguno dejó de odiar y temer al otro.
III
A cinco mil pies de altura no hay aire más limpio que el de Ispahan, capital del imperio seljúcida. Los poetas dicen que allí florecen mil variedades de rosas, los granos rechazan el gorgojo y la carne no se corrompe. El Zayandé Rud, el "río que da la vida", baña la ciudad y le asegura una provisión permanente de agua. Pero, sobre todo durante la noche, Ispahan abunda en sitios ideales para la emboscada. Hay callejones tortuosos que nacen caprichosamente o se ensanchan de pronto, sin necesidad, o mueren en cualquier lugar: ante una fuente, una mezquita, un bazar o un inesperado muro de piedra. En cualquier rincón podría acechar uno de los asesinos, listo para saltar sobre el soberano con un rabioso puñal, o para disparar desde lejos con una ballesta y desaparecer en las sombras.
Estos secretos vagabundeos del Sultán ofrecen oportunidades que un enemigo diligente no podría ignorar.
¿Cuándo y cómo será el próximo golpe? ¿Tentará ahora el puñal? ¿Tendrá arqueros infalibles que brotarán de la boca pestilente de una cloaca?¿Reiterará el veneno silencioso, que no exige el arrojo sino astucia? ¿Surgirá el asesino, como un brumoso fantasma, en medio de los vapores de una casa de baños? ¿Caerá desde lo más alto del alminar de una mezquita como el halcón que se arroja sobre la presa en un golpe vertical y definitivo?
Lo único que se sabe es que los fida'is del Viejo de la Montaña tienen una ventaja que los vuelve muy peligrosos: sus planes homicidas no conceden ninguna importancia al aseguramiento de la fuga. Están dispuestos a matar; pero más están dispuestos a morir. Por eso se les exige que maten a los señalados ante el público; si es posible, los viernes al mediodía, a la entrada de la mezquita, donde todos puedan verlos. Después de cumplir con la misión, entregar la vida les asegurará paraísos de dicha interminable. Su mayor orgullo será el de escupir a sus verdugos y morir sonriendo, con el cuerpo destrozado en la cámara de tormentos.
Los devotos ulemas sunnitas aborrecen estos actos de heroísmo, a los que consideran frutos del humo turbador del hachís. Dicen que la adhesión al Corán que pregonan los Hermanos de la Sinceridad es solo un truco para orientar a los musulmanes, y que cuando se saben solos, los batiníes escupen sobre el Libro, y a veces hacen cosas peores. Afirman que en cada grado de esa orden impía se niega todo lo proclamado en el anterior, y que su descreimiento los lleva a desafiar el ayuno del Ramadán con banquetes en los que solo se sirve carne de cerdo. A ese insulto añaden el del vino, generalmente triado de Shiraz, con el que se entregan a populosas borracheras durante las cuales blasfeman a gritos contra el Profeta. Por eso, los ulemas predican que derramar la sangre de estos fanáticos es tan legítimo como regar un jardín. Y escriben el nombre de Hassan-al-Sabbah en la suela de sus zapatos, para poder pisotearlo mientras caminan.
IV
En el 470 de la Héjira, hay alguien a quien inquietan más que a nadie, estos secretos paseos nocturnos por Ispahan. Es el segundo hombre más poderoso del reino, la mano derecha del Sultán: el anciano Gran Visir Muín-ud-Din Ahmad bnu Abd-ir-Razzaq-it-Tantaraní. O mejor, Nizam-ul Mulk, a quien llaman, con verdad, el Orden del Imperio, aquel que sabe la dificultad de las cosas y discierne lo posible de lo imposible. Ha servido con lealtad al padre del Sultán -el llorado Alp Arslan, llamado también el Afeminado, pese a ser padre de nueve hijos- y buena parte de la paz que reina en los vastos territorios que éste dejó a su hijo, se debe a las medidas oportunas y prudentes indicadas por su servidor.
El Visir también sospecha que Maliksha quiere saber lo que piensan los fieles de su gobierno, que trata de conocer la verdad por encima de la nube de falsedades y versiones interesadas que levantan a su alrededor pedigüeños, intrigantes, codiciosos, adulones, traficantes de influencias, farsantes y genuflexos. En suma, la clase de gente despreciable que siempre se junta, como llamada por un talismán, alrededor de todo el que tiene poder sobre los hombres.
En otros tiempos, el propio al-Mulk hubiese aconsejado la estratagema del disfraz y de los paseos nocturnos.
Es la que practicaban habitualmente los antiguos califas de Bagdad, según cuentan los cantos de los juglares. Hoy ya no está muy seguro de que esta sea una buena idea. A lo largo de los años ha tomado muchas decisiones, y solo Alá sabe si todas ellas fueron correctas. Y si bien ha informado de muchas cosas al Sultán, han sido también numerosas las que prefirió guardar para sí. Muchas veces sus intereses privados pudieron haberlo presionado en sus actos, y no ha sido inmune a las intrigas de sus eunucos ni a los chismes de las mujeres de su harén.
Inevitablemente, el conocimiento directo de los hechos creará una peligrosa contradicción entre la realidad y los optimistas informes que entrega periódicamente a su soberano, aderezados para poner de relieve la lealtad y la eficacia de su siervo Nizam, y cuidadosamente expurgados de algunos detalles que podrían despertar inquietudes y suspicacias. Para acentuar su intranquilidad, hace pocas semanas, su astrólogo le aseguró que la ruta de su planeta se dirigía rectamente hacia una aciaga conjunción de estrellas. La misma que siempre presidía la muerte violenta de los hombres poderosos.
El Visir desconfía. Y teme. Ya no son pocos los que suponen que su administración tiene zonas oscuras, territorios sospechosos. El chismorreo insidioso de los cortesanos se llena con la descripción de su palacio, con la continua incorporación del mármol y del pórfido, el alabastro y el lapislázuli. No han sido bien vistas las decoraciones de estuco ni la multiplicación de los ladrillos vidriados de Qom, que cubrieron de oro y verde las paredes de la majestuosa residencia. Las murmuraciones no acatan el necesario requisito de la prueba y prefieren alimentarse con la fantasía. Se habla de tesoros ocultos, de talismanes malignos y hasta de protección diabólica.
Más que las habladurías, al Gran Visir le preocupa que nunca haya sido invitado a las misteriosas excursiones nocturnas. Cada vez que preguntó sobre ellas al soberano recibió, como respuesta, una serie de evasivas y ambigüedades. Peor aún, una vez que se atrevió a insistir, el Sultán insinuó un gesto de malestar que luego detuvo en el aire, como si lo hubiese pensado mejor. Pero tampoco le dijo nada. Mala señal.
Ya una vez su curiosidad estuvo a punto de terminar en un desastre. Había pagado generosamente a un vagabundo para que siguiese al Sultán dondequiera que este fuese. Para que no lo perdiese de vista, Nizam debió informarle el lugar exacto -la puerta secreta- donde comenzaba el misterioso itinerario. Allí se apostó el hombre, pero fue advertido por el guardia. Trató de huir. Lo siguieron, y cuando intentó resistirse a la captura, fue muerto como un perro. No tuvo tiempo de confesar nada. Entre sus harapos se encontró una bolsa con monedas de oro. Todos creyeron que se trataba de un simple asaltante que acechaba el paso de alguna víctima. El Visir todavía tiembla pensando en lo que le pudo haber costado esa imprudencia. Para su fortuna, el ángel de la muerte selló los labios de aquel infeliz.
El Visir ha podido acallar a casi todos, con amenazas o con sobornos. Hasta ahora. Pero la suerte no puede ser eterna. Ya tiene demasiados sobresaltos para aceptar nuevos motivos de preocupación. Recientemente, algunos poetas comenzaron a ocuparse de su repentina prosperidad, con versos de mal disimulada crítica. Su intranquilidad crece. Sus enemigos, que son muchos, pueden estar afilando el puñal mientras le sonríen amistosamente. Quizá estén tramando su perdición, con la escondida protección del propio Maliksha. A veces hasta cree ser seguido, y ve la sombra de espías en cada esquina de las callejuelas tortuosas de la ciudad, o detrás de las columnas de su propio palacio.
Cada mañana aumenta en él la convicción de que su cabeza no está segura sobre sus hombros. En algún momento, el Sultán pondrá fin al antiguo juego del gato y el ratón con el que hasta ahora está matando su aburrimiento. Solo es cuestión de tiempo. Mientras tanto, disminuye su interés en preguntarle a Maliksha sobre los oscuros motivos de los periódicos vagabundeos secretos. Insistir sería muy peligroso. Su propio temor lo traicionaría. Su voz decaería en un graznido tembloroso, la garganta oprimida por la angustia. Sería fácil a Maliskha adivinar una confesión. Las consecuencias podrían ser terribles.
V
Hace tiempo que Nizam sabe que la sultana, la bella circasiana Terken Jatún, lo considera un obstáculo que debe eliminar para apoderarse definitivamente de la voluntad del tornadizo Maliksha. Un incidente, en cierto modo relacionado con ella, termina por convencer al poderoso Visir. Hace unos días, una de las esclavas de la sultana le miró directamente a los ojos y luego se alejó, riendo, no sin antes susurrar algo en el oído de una compañera. ¿Qué le habrá dicho? Con certeza, algo relacionado con su inminente final.
Ya no puede dudar. Escribe un pormenorizado mensaje y lo entrega a un agente de su absoluta confianza.
Luego de varios días de viaje secreto, el enviado llega al pie de la fortaleza de Alamut, erguida sobre un abismo en lo alto de la montaña. A lomo de mula lleva ricos obsequios que pone a los pies del anciano santón. Éste los arroja a un lado, con desprecio, pero recibe con cortesía al enviado del Gran Visir del imperio seljúcida. Primero, porque el Libro de los Libros ordena al creyente la hospitalidad con el visitante; pero también porque piensa que mayor obsequio será la oportunidad, que el mensaje describe con exactitud, de acabar con el gran enemigo.
Pocos días después, una leve paloma planea sobre el jardín de un palacio de Ispahan y desciende sobre el alféizar de mármol de un elevado ajimez. Las celosías son abiertas desde adentro y el ave es recogida por una mano en cuyos dedos brillan las piedras de varios anillos. En seguida, Nizam ul Mulk lee, anhelante, la esperada conformidad y las copiosas bendiciones del Viejo de la Montaña.
El plan deberá ser ejecutado inexorablemente bajo el auspicio de la noche más oscura, después de que termine el ayuno obligatorio del Ramadán. El ejecutor -le advierte Hassan- ya se encuentra secretamente en Ispahan y solo espera la información decisiva: la fecha del próximo paseo y el disfraz que vestirá el Sultán en esa noche de largas sombras. Un grupo de sicarios escogidos, los suficientes para exterminar rápidamente a la guardia, se encargará de completar la operación.
El soborno de un centinela provee al Gran Visir el dato solicitado. Faltan solo dos noches. Temblando, escribe los datos decisivos en un papel, que atado a una de sus patas, la paloma lleva a Alamut. Ya no puede echarse atrás.
¿Cómo será el asesinato? No puede saberlo. Ahora la iniciativa ya no está en sus manos y solo el Viejo sabe lo que hará el ejecutor. Pronto los asesinos recibirán las informaciones. Y, con ellas, la apertura de las puertas de un cielo venturoso donde ningún placer les será negado durante toda la eternidad.
El plan es perfecto. La muerte del Sultán será seguida de la ejecución de todos sus partidarios en una sola y justiciera noche. Serán culpados de la conspiración contra el descendiente del Profeta, coronada con su alevoso asesinato. El Visir será la implacable espada vengadora, y nada le impedirá asumir, con los ojos llorosos, la anhelada dignidad del Sultanato. Nadie se atraerá a discutir sus palabras. Será suficiente que solloce con adecuado dolor cuando los muecines recen en las mezquitas la Oración del Ausente. Después, su estrella cruzará indemne y triunfal la zona del zodíaco donde asomaron los temidos agüeros de la violencia.
VI
No sabe el Visir que Maliksha tiene una secreta e ingobernable afición: disfrazarse. Que quiere probarse a sí mismo que es capaz de confundirse con la multitud que se agolpa en los mercados y disputar con un eunuco el precio de un dátil sin que nadie se imagine la identidad del molesto regateador. Que puede salir airoso de un desafío con cualquiera de los grupos griegos que representan comedias, adaptadas al gusto árabe, para los poderosos de la ciudad.
No le importa averiguar lo que los súbitos piensan de él. El Sultán juega, y ha encontrado en este juego un atractivo cautivante. Lo que realmente quiere es llenarse con los olores, sonidos e imágenes que le niega la majestad de su cargo y solo puede conocer mediante sus múltiples caracterizaciones.
Una valiosa parte del tiempo que reclama la delicada función de gobernar es detraída por el sultán en la elección de sus próximos disfraces. Mientras imparte justicia en la sala del trono, se pasa cavilando sobre la envoltura que llevará la próxima vez: acuñador, alfarero, astrólogo, cordelero, muecín, sangrador, orfebre o adiestrador de camellos. A veces tarda varios días antes de elegir la que más le satisface. Recién entonces sale envuelto con los sucios harapos del mendigo o cubierto con la capa estrellada de los astrólogos sirios.
Una vez en la ciudad, se embriaga con los múltiples olores del aire, y su imaginación se inflama con las delicadas canciones de amor de los juglares nocturnos. Queda absorto ante el despliegue de sedas, alfombras y piedras semipreciosas que despliegan los mercaderes que reciben a sus clientes; se inclina ante los onagros recién cazados, que le muestran sus entrañas abiertas sobre las mesas de las carnicerías; se divierte ante los mendigos que fingen cegueras y mutilaciones, o se pintan llagas purulentas en la piel para exigir la piedad que el Libro de los Libros impone a los creyentes; se suma al bullicio soez de las tabernas y corea entusiasmado las extrañas canciones que entonan las melancólicas prostitutas nubias de los burdeles clandestinos.
El Sultán se entretiene con el brillo del aceite en la musculatura desnuda de los luchadores otomanos y con el resplandor tembloroso de las fogatas de las caravanas. O se deslumbra con los osados saltos de malabaristas y saltimbanquis y con los magos que vomitan fuego en las ferias. A veces pide a los brujos del desierto que arrojen huesos de hienas o de monos sobre la arena, para descifrar en ellos su exacto destino. A veces, prefiere sentarse en cuclillas ante las llamas indecisas de los fogones, para escuchar los relatos fantásticos de los caravaneros.
Maliksha juega a ser matarife, herrero, cincelador.
Pero el Visir juega a sobrevivir, y en ese juego no puede equivocarse. No será el primero cuya cabeza, clavada en lo alto de una lanza, con los ojos vacíos, haya sido empleada para advertir a los fieles sobre los deberes de la lealtad. Y que la primera manifestación de ésta, Alá sea misericordioso, es la de no quedarse con parte de los tributos que los súbditos entregan anualmente al tesoro público. Ya hubo un antecesor que incurrió en semejante crimen. Fue crucificado por orden del soberano, y a sus costados un cerdo y una burra, y toda su familia entregada a la esclavitud. Por menos que eso casi fue crucificado Musa, el conquistador de España, el hombre, que a la sombra de su espada, humilló la soberbia de los trinitarios y llenó de gloria al islam y de oro las arcas del Califato.
El plan homicida contiene una cláusula fundamental: el Visir debe ser el primero en saber la muerte del Sultán. Confirmarla con sus propios ojos es la única forma de asegurarse de ello. En esto no puede haber dudas. Si es necesario, deberá acortarle la agonía, estrangulándolo con su propio turbante, Una vez confirmado el crimen, también tendrá que ser el primero en volver al palacio para alertar a la guardia. El tiempo que tendrá a su favor le permitirá apoderarse del trono, cuando los demás todavía estén durmiendo. Incluyendo a la peligrosa Terken-Jatún, cuya reacción podría ser incontenible.
VII
Esta noche -¿o debe el cronista decir el 14 de octubre de 1092 de la era cristiana?- el Sultán ha vuelto a salir.
Toda Ispahan es una pesada y única sombra. Como siempre, los centinelas, que cabeceaban soñolientos, no se dieron cuenta de nada. El señor de los seljúcidas se halla poseído de una extraña energía. Ha oído hablar de bailarinas hermosas que se desnudan ante el público. Lo hacen al son de panderos y tamboriles, como impone el estilo bereber, abusivo en medios de percusión, muy distinto del árabe, que prefiere los instrumentos de viento o la dulzura agónica del laúd. La percusión, ya se sabe, otorga a la música una magia maligna que abrasa el alma y obliga a los músculos a moverse por sí mismos, como si tuviesen vida propia.
Entusiasmado, el Sultán se dirige hacia el sitio del espectáculo. Ya hace algún tiempo que sus correrías no le entregan novedades dignas de recordar. Quizá las bailarinas podrán ofrecerlas.
Aviva el paso, pero cuando desemboca en la estrecha calle de los orfebres, una sombra se arroja a sus pies. Antes de un suspiro, los guardias se interponen entre su sagrada persona y el hombre que se arrastra como un gusano, mientras gime como una alimaña. Es el Gran Visir, quien le suplica perdón por interrumpir su paseo y le pide humildemente que le permita acompañarlo. Debe informarle de los ominosos detalles de un complot y la premura le exige esta osadía. El Sultán concede risueño, aunque sorprendido.
- Sea. Me acompañarás esta noche. Pero no vuelvas a hacerlo nunca más, si en algo aprecias tu vida.
El Visir jura y promete. Los cinco guardianes, los más feroces y leales de la guardia, solo aguardan una señal para cortarle el cuello. Pero el Sultán no dará nunca esa orden. Si confía en alguien es precisamente en este hombre que gime de bruces, a quien considera como sus ojos y sus oídos. Tanto es el respeto que le tiene, que ni siquiera se ha atrevido a contarle el motivo real de sus paseos por temor a ser desaconsejado de insistir en ellos. En cierto modo, siente vergüenza de confesarle esta extraña afición que -no tiene dudas- parecerá pueril y desdeñable a este hombre piadoso y severo. Por eso, para mantener su autoridad, ha preferido adoptar un aire duro y lejano. Pero, de pronto, resuelve incorporar al recién llegado al extraño juego de los disfraces. ¿Por qué no? Será la única manera de conservar el secreto: convertirlo en un cómplice más. Por eso ahora le pone la mano en el hombro y le dice, casi bondadoso:
- Solo tendrás que hacer una cosa.
- La que me pidas, mi amo, luz de los creyentes, espada resplandeciente de Alá.
Sin decir más, el Sultán da un hábil manotazo y se apodera del rico turbante del Gran Visir, que coloca sobre su cabeza. Lo despoja de la capa y se envuelve con ella, triunfalmente. Sus compañeros festejan la ocurrencia con risotadas. En compensación, Maliksha se saca el faldón sanguinolento de los matarifes y lo anuda, pomposamente, a la cintura del recién llegado. Todos reanudan el paseo, caminando con prisa por callejones que serpentean bajo bóvedas de estuco y que en algunos sitios son interrumpidos por altos portones. Solo se escucha el sonido de las pisadas.
Estrangulado por el terror, Nizam solo piensa que el soberano lo sabe todo y que lo está condenando a la muerte, por traidor. Se ha convertido en la víctima de su propia trampa. Es como si él mismo se hubiese puesto en manos del verdugo. Tratar de impedir el cumplimiento de su destino, tan certeramente señalado por su astrólogo, ha sido un acto de insensato orgullo, que ahora Alá se complace en castigar, para mostrarle su omnipotencia. La vida de un Gran Visir, como la del más humilde de los esclavos, también tiene marcada la exacta hora de su final.
El grupo desemboca ruidosamente en la plaza de los cambistas. Allí, detrás de un portón, esperan los enviados del Viejo de la Montaña, en número necesario para asegurarse de que nadie quede vivo. Uno de ellos -los demás se encargarían de la guardia- tiene una misión gloriosa: la de arrojarse como un rayo sobre el Sultán y clavarle en el vientre un puñal envenenado. No podrá equivocarse: el odiado enemigo vendrá disfrazado de matarife. El que tenga esa repelente indumentaria será el blanco de la puñalada. En cambio, nadie deberá tocar al que lleve puestos una capa y un turbante rojos: la vida de ese hombre es sagrada para el anciano imán del Alamut. El informe fue entregado esta mañana a los verdugos, a través de la secreta red que la secta mantiene en Ispahan. Pero ellos no saben que esta noche, el destino ha mezclado traidoramente los papeles. Esta noche, el Sultán eligió disfrazarse de Gran Visir, y éste, sin saberlo, fue convertido en la víctima del Viejo de la Montaña.
ÍNDICE
Presentación
Biografía de Helio Vera
Prólogo
Primeras Letras: Jueves Santo, 1539
La Tierra-Sin-Mal no está muy lejos
Valois
Manorá: 12 de abril de 1877
La paciencia de Celestino Leiva
La muerte
Un problema de volúmenes
La estrella de Nizam

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