EL EXODO
EL EXODO
Una Asunción de nubes grises y bajas, que presagian lluvia, despierta aquella mañana con la orden escueta y perentoria: todos los habitantes deben abandonar la ciudad en el término de 24 horas. Breve plazo en el tiempo de un pueblo doliente, que sangra por las mil heridas de una larga guerra y reducido a un gran cementerio.
Mujeres, niños y ancianos, con rostros de pánico y desconcierto, corren sin rumbo fijo, abrumados por el peso de la noticia que les exige el inmediato abandono de sus hogares ante el inminente avance enemigo.
Los negocios cierran sus puertas, se vacía el mercado y las plazas y veredas sombreadas de lapachos y naranjos quedan desiertas, como si nadie las hubiera habitado jamás. En cada esquina, en cada zaguán, se respira el mismo silencio, solo quebrado por el ladrido de algún perro sin dueño y un susurro de hojas que el viento arremolina en el suelo.
La vieja casona de los Recalde mantiene en la gracia colonial de sus aleros y corredores, lo único digno de conservarse. Una primordial sensación de decadencia se ha filtrado por la ancha puerta de madera tallada, denotando su presencia en las paredes resquebrajadas, en los muebles ruinosos, en las gastadas cortinas y en el cristal empañado del espejo de la sala donde están reflejados los rostros de Leonor, Concepción, Julia, Anselma; mujeres de distintas familias emparentadas y reunidas bajo el mismo techo en la hora trágica.
Era como si la vida hubiese huido de aquellas habitaciones oscuras y en su lugar trabajara la muerte siempre diligente, llevándose a los hombres que fueran padres, esposos, hijos y hermanos de los hogares huérfanos y desmembrados.
Afuera, en el patio de ladrillos, la fragancia indecisa de un jazmín olvidado llena la mañana, ajena al drama que se vive adentro, donde la partida es todavía presencia del ausente y donde Anselma y Venancio viven su drama de amor.
Un amor puro y hermoso que ha crecido con ellos desde toda la vida, perfumando los recuerdos de la reciente adolescencia y tronchado por la fatalidad; detenido en la silla de alto respaldo donde Venancio es un dolor, dolor viril de hombre frustrado prematuramente por la parálisis de sus brazos y piernas que le impide ser como los demás, como los hermanos que han partido para defender a Humaitá. Dolor que se acrecienta porque sus pensamientos y su razón permanecen lúcidos, gritándolo a cada rato su impotencia y el deseo de ser un hombre verdadero, no este despojo de piernas informes y de brazos quietos. Porque ser hombre es un deber vivo, es abrazar a Anselma, es el ala del ave que puede volar.
Y cuando llega la noche y las miradas compasivas; se apagan con las luces, se refugia en los recuerdos que renacen como imágenes vívidas de indefinible encanto: las largas trenzas de Anselma, los cuchicheos detrás del sillón de terciopelo rojo, las escapadas al río, las miradas cargadas de secretos mensajes y las manos juntas en el brocal del pozo lleno de agua que daba un eco de nave de catedral a las voces de los "yo te amo" una y mil veces repetidas. Tantas cosas perdidas, arrancadas por la parálisis que ahora crece ligada a su destino. ¡Oh Dios! él solo pide que todo termine y esta es la oportunidad, que lo dejen allí abandonado a su suerte para que la muerte como un alivio lo rescate de su agonía.
Pero Anselma no se resigna a perderlo, lo mantiene vivo con sus cuidados, con sus lecturas diarias, atenta a su palabra, a su sed, a su reposo, con un amor que en ella se conserva intacto.
Hay preocupación y un anticipo de nostalgia en su rostro porque muy pronto deben abandonar esta casona que la vio nacer, tan querida y unida a sus re cuerdos, con ese olor a viejo y a tristeza que llena cada uno de sus rincones.
24 horas es poco tiempo y es preciso encontrar la forma de trasladar a Venancio. Lo ideal sería una pequeña carreta o un carro. Eso es, cómo no se le ocurrió antes: el carro de las verduras, el que está guardado entre los trastos viejos puede servir. Quizá adosándole un respaldo con algunos arreglos... y se apresura porque la noche está cerca.
Y afuera la otra noche. . y el enemigo que acecha a Humaitá; ese pedazo de tierra que sobresale diez metros abrazando al río en un amplio meandro en forma de herradura. Humaitá... esperanza y fortaleza con pesados cañones, rodeada por largas trincheras cual heridas abiertas en la tierra y con seis mil corazones que laten dentro. La noche y el río que corre entre bosques y cenagales, con un ruido vasto, profundo, de aguas dividiendo tierras, escondiendo cadenas fue impiden el paso de la flota brasileña.
El asedio es prolongado y finalmente Humaitá sucumbe en los brazos de la noche que se incendia con el brillo de las bombas y explosivos como si fueran luces de exterminio. Las puertas quedan abiertas y el enemigo avanza hacia Asunción.
Es la víspera de la partida. En la vieja casona de los Recalde todos están reunidos para la última oración. La claridad de la luna que penetra por una ven tana de la sala, alcanza los muebles oscuros, los cuadros de marcos dorados, el olvidado piano y los rostros en piadoso recogimiento, con las voces de las plegarias que se elevan en un clamor casi místico, como si estuvieran exigiendo al Todopoderoso el regreso de sus hombres y el de la paz perdida.
Amanece entre truenos y relámpagos que, como latigazos brillantes cruzan el cielo y éste, solidario con la tierra, empieza a llorar sobre ella una lluvia mansa s que rebota en el cristal de los faroles y forma pequeños charcos en las calles cercanas, pero que con el correr de las horas se hace torrencial y empapa las ropas y las pequeñas pertenencias de esos seres ínfimos y desvalidos, desgarrados en lo que constituye su más preciado tesoro: el reparo y la tibieza del hogar seguro.
Empieza la larga travesía a pié, el éxodo de una Patria en miniatura que avanza hundida en el lodo y los pantanos, esquivando montes y pisando sus propias sombras, en las soledades de una naturaleza que de pronto se torna hostil e implacable.
Con una larga cuerda Anselma estira el improvisado carro donde va sentado Venancio, sujeto su maltrecho cuerpo al respaldo con unas correas. El avance se hace penoso y difícil porque las ruedas se atascan en el barro de los pozos y Anselma debe hacer un esfuerzo sobrehumano. Al principio las demás mujeres y algunos niños la turnan con la pesada carga; pero a medida que pasan las horas y aumenta el cansancio, sólo son capaces de arrastrar sus propias humanidades. Y Anselma queda sola, con una voluntad férrea que no conoce de claudicaciones ni desmayos. -Déjame aquí, por Dios, Anselma, déjame-, vuelve a rogar Venancio. -Tú ya no puedes y es inútil seguir-. Es inútil sí, pero Anselma no lo escucha ni razona, estira de la cuerda que se incrusta en sus manos rojas de sangre, con loco frenesí, como si su vida dependiera de ello.
Se respira el aliento de los campos devastados, tan muertos como ellos mismos, en esos caminos cruzados de tanto en tanto por batallones en esqueleto, desfigurados y deshechos. Muchos quedan agotados por el esfuerzo, el hambre y la sed; abandonados a la inmensidad del cielo y a la nube de caranchos que al olfatear la presa giran como trompo en el aire sobre el cuerpo tendido.
Empieza a clarear con una luz fría y difusa que descubre el espectáculo dantesco de una masa diezmada pero viva; con rostros que se dispersan y vuelven a reunirse en una sola máscara que se arrastra desprovista de piernas.
Habrá que esperar varias horas antes de que el sol que trepa lentamente el horizonte pueda arrojar un rayo de luz franca sobre las infinitas arboledas; pero la otra hora, la de la masacre ha llegado. La brisa acerca los disparos y descargas que se funden por momentos en un fragor compacto con estertores de agonía. Algo se aproxima, aumentando su tamaño y griterío en proporciones alarmantes: son las tropas brasileras de exterminio y destrucción. Un tumulto que avanza, golpea, hiere y mata.
De pronto, todo se detiene. Anselma es una mancha roja en la tierra oscura, con los ojos muy abiertos al universo, por encima de toda lucha y la mano quieta aferrada a la cuerda. Junto a ella el cuerpo de Venancio, que al recibir un impacto, se enciende, se eleva y queda por un momento parado contra el horizonte, recuperando el equilibrio perdido, antes de caer para siempre.
El pensamiento lo abandona sin esfuerzo y en aquel íntimo abrazo con la muerte por tanto tiempo anhelada, se siente puro y leve, como si sobre él descendiera el silencio de la verdad.
Dirección: HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ
Asunción – Paraguay 1984 (139 páginas).
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