UN LLANTO SOBRE LA AZOTEA
UN LLANTO SOBRE LA AZOTEA
Parecía una habitación en continua metamorfosis. A veces era uno de los dos cuartos que daban hacia la azotea, más arriba de las voces y las luces callejeras que lo dejaban en aquel silencio lleno de sombras.
La cama angosta, donde apenas sí cabía ella, encogida. Alrededor, dos o tres muebles a punto de desfondarse por viejos. Una cómoda cuya pata de menos hacía todavía más notoria la tristeza de una verde carpetita que, sinceramente, parecía estar demás.
Un ropero con un curioso cristal que trataba de espiarla en vano, por la redonda miopía que lo afectaba desde que lo lanzaron a esta vida con la tremenda responsabilidad de ser espejo.
Contra las cáscaras de la pared, un calendario vencido con los días que transcurrían hacia atrás, entre un par de geishas sonriendo.
Y atravesada en su camino, como un obstáculo insalvable, aquella puerta allí parada, en permanente vigilia, para que nadie entrara ni se escurriese por ella.
Otras veces era un cuarto de hospital maltrecho, con olor a humedad y desesperanza, donde ella estaba tumbada, al parecer, debajo de un hombre. No podía verle la cara ni entender cómo en aquel lugar se permitía hacer el amor entre enfermos.
Aunque sí podía verle las manos, oscuras, calientes, que ahora la estrujaban pidiéndole respuestas. Era mejor no luchar, dejarlas hacer en silencio, facilitando con la inercia de su cuerpo la tarea.
Quizá allí encontrara lo que estaba buscando, en ese leve temblor, en ese quejido apenas, en la nada que venía después, porque las manos del hombre desaparecían y se acababa su lucidez.
Y al final de cuentas, qué importaba eso, aquel entrevero de escenarios, que las cosas fueran y al rato dejaran de ser, que un día estuviese en la azotea y al día siguiente internada, si Cristina tenía con ella sus sueños, ese continuo no despertar que la hacía dar vueltas y más vueltas como aletargada.
Y de tantas volteretas se le fue formando un mundo alrededor de cada giro, porque ¿acaso en cualquiera de los cuartos no estaba siempre la cuna iluminando el suelo? Le bastaba verla para sentir circular dentro de ella una dulce sensación de plenitud.
Todo se le alteraba, menos la cuna, donde de pronto se reanudaban los llantos del pequeño, como pequeños gorjeos puntuales, hambrientos. "Duérmete mi niño, pedazo de mi corazón", susurraba la voz inclinada, mientras se hamacaban las espaldas al ritmo del canturreo.
Ya nada ni nadie habría de quebrantar esa armonía. Todas las espinas habían quedado afuera, para que aquel pacto de sangre circulara sin tropiezos.
Tampoco del fondo de las cosas subían ya aquellas palabras irreversibles y lentas que la arrojaban a la calle, a pesar de las luces verdes. "Siento decirle esto, Cristina, pero no podrán tener hijos. Santiago es estéril". Y aquel "tal vez... más adelante... la ciencia está haciendo prodigios"..., le sonó tan falso como vivir sin hijos toda la vida.
Alguien la previno del peligro, o acaso no fue sino su propia voz gritándole: ¡Cuidado! No corras tras la fatalidad, Cristina.
Sin embargo, ella ya no escuchaba ni se detenía tampoco. Seguía. Debía seguir cruzando aquella noche interminable hasta encontrar la salida.
Casi no recordaba ninguna canción de cuna. Es que había pasado tanto desde que dejara de ser niña. Había que inventarlas entonces, de prisa. Era fácil: juntando cinco o seis palabras tiernas, hilvanadas con dulzura, irían saliendo solas: "Tengo un huequito, mi cielo, donde protegerte del frío".
La habitación había vuelto a tener paredes. La cómoda lisiada seguía estando en su sitio, al igual que el empañado espejo, empecinado siempre en capturar su imagen, que cada vez se le tornaba más esquiva.
Había dormido un poco o quizá sólo creyó dormir. Sonrió al comprobar que la cuna permanecía donde siempre. Un ruido inesperado de pasos aproximándose la obligó a encogerse y quedar inmóvil, temblando.
Mil horrores se le pasaron por la mente. Hasta el aire parecía estar como aguardando, como detenido en espera de que pasara algo. Una pausa siniestra que no presagiaba nada bueno.
Aunque también era posible que lo hubiera imaginado. No, no podía venirle sino de un sueño. ¿O sería, acaso, el hombre del hospital, aquel de las manos semejantes a dos brasas? O, acaso, el leve crujido que hacía la presencia de Santiago, cuyas visitas, puntuales al principio, se fueron espaciando de tal modo que al final Cristina hasta llegó a dudar que algún Santiago hubiera pasado alguna vez por su vida.
Cualquier horizonte gris hubiera podido ser su rostro y sus besos, cualquier remota lejanía. Hasta su recuerdo había entrado ya en la etapa de silueta desdibujándose en ese color sepia que van tomando los retratos carcomidos por el tiempo.
Y el pequeño que no lloraba, que alargaba demasiado el silencio. ¿Qué podía haberle pasado? Después aquellos pasos morían. A lo mejor se habían ido, llevándose con ellos la angustia que le hacía caminar el corazón como si estuviera dando tumbos.
Pero el efímero alivio se trocaba de nuevo en pavor porque en el cuarto de al lado alguien abría y cerraba súbitamente una puerta. Y enseguida tres golpes en la pared divisoria y un grito que la atraviesa. ¡Haga callar de una vez a ese niño!
No podía ser el niño, si acababa de verlo dormido. Seguro lo estaría confundiendo con el gato que solía desprenderse del tejado lloriqueando igualito a un crío.
Cuando se alejó el peligro, junto con el vozarrón del hombre, de nuevo se instaló el silencio, que dejaba oír al mismo insecto testarudo de siempre, ése con el vientre a rayas, rascando tap tap el vacío, pugnando por llegar a la luz que Cristina tenía encendida en el cuarto.
Una especie de luz perpetua que sólo se extinguía cuando se colaba el sol por la ventana para imponer su soberanía.
¡Qué agradable era aquel cuarto de la azotea! Arriba, el cielo, abajo, el piso donde poder cuadricular la mirada. Siempre y cuando no estuviera escudriñando al niño, claro, ni la envolviera esa dulce idea del sueño, que la iba ganando despacio. Hasta hacerle recostar la sonrisa contra los barrotes blancos, despegándola del cuerpo y de la canción de cuna, que le irían quedando lejos, cada vez más lejos.
Ahora su inmediata obligación era dormir. Dormir primero. Mañana empezaría otro sueño.
Selección e introducción: ROQUE VALLEJOS.
Colección: Hacia un País de Lectores (2).
Editorial El Lector,
Director Editorial: Pablo León Burián,
Asesor Editorial: Roque Vallejos,
Ilustración de tapa: Juan Moreno,
Asunción-Paraguay 2002. 126 pp.
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