Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de
Asunción (Paraguay), Arandurã, 1996.
HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ: EXILIADO DEL TIEMPO
I
No hace mucho tiempo tuve el placer de leer uno de los más recientes libros poéticos de Hugo Rodríguez-Alcalá, Palabras en los días. De aquella primera lectura conservo una atmósfera gratísima, hecha de mediodías y parras, de soles e higueras, de patios, evocaciones y brillos que el tiempo no venció. Ese mundo sensual y como dormido que es la infancia recordada del poeta -materia de Palabras... y de otros poemas del autor- me captó al instante, sumergiéndome en sus estampas de una infancia que, a fuerza de personal, de ser la infancia del poeta Hugo Rodríguez-Alcalá, se erigía en imagen de la infancia. Si me viera obligado a cifrar en pocos ejemplos aquella faceta del libro que más caló en mi sensibilidad en dicha primera lectura, citaría los siguientes versos:
La higuera abrillantada, con hormigas
ciegas de sol y hambrientas, por sus ramas.
En la tierra bermeja, reventones,
yacen higos maduros casi negros.
(p. 27)
Una lectura más reciente del libro de H. Rodríguez Alcalá, me ha permitido apreciar en sus versos la presencia de un tema nuevo con respecto a la poesía anterior de este autor; un tema que se repite, además, en su libro último de inminente publicación, El Portón invisible. Quizá convenga, para entendernos desde ahora, llamar a este nuevo tema «el exilio del tiempo». En esta denominación confluyen los dos elementos que articula dicho tema: el sentimiento de ser un exiliado de la juventud, y el presentimiento de la propia muerte que ya se otea en el horizonte y que trae consigo un exilio más inquebrantable que los que el poeta había atravesado hasta ahora: el exilio de la vida.
En un bello artículo sobre la poesía de H. Rodríguez Alcalá, Celia Correas de Zapata insiste en la importancia del tema del exilio en dicha poesía. Augusto Roa Bastos, novelista y paisano de Rodríguez-Alcalá, ya había escrito en el «Apunte liminar» que encabeza a Palabras...: «Con Heriberto Fernández y Rubén Bareiro Saguier, Hugo Rodríguez-Alcalá formaría la tríada de los nostálgicos de la tierra perdida» (p. 12). Ambos autores -Correas de Zapata y Roa Bastos- se refieren al exilio de la patria que los citados escritores han sufrido y que ha marcado sus obras. En Palabras de los días este exilio de la patria pasa a segundo término, quedando relegado por la presencia de ese otro exilio del tiempo al que aludí antes. Repárese en la cita que sirve de epígrafe al libro: «That is no country for old men...»; «esa no es tierra para viejos», escribe Yeats. Conviene recordar la posición del poeta irlandés frente al paso de los años. Luis Cernuda escribió al respecto: «La vejez, el hecho de envejecer, producía en Yeats un despecho, una rabia que acaso ningún poeta haya expresado antes que él. No se trata de lamentos sentimentales del género de «Juventud, divino tesoro», sino de un furor impotente que en Yeats encontró expresión acendrada (cosa rara, que pocos hombres, o ninguno, sientan el ultraje que es la vejez)». Ni Yeats, ni Cernuda, se dejan consolar por los elogios a la vejez, los De senectute ciceronianos. Tampoco Hugo Rodríguez-Alcalá. Sin embargo, a diferencia del poeta irlandés y del poeta español, H. Rodríguez-Alcalá no manifiesta en sus versos una rabia feroz contra la vejez. Ante el espectáculo de su propia entrada en esta ausencia de patria, de tierra, que es la vejez, el poeta opta por volverse con ansiedad sensual y melancólica hacia el país de la infancia, aferrándose con todo su sentir, a esos recuerdos de soles y parras, tratando de resucitarlos. Con éxito, en el maravilloso marco del poema:
Con un rumor de insecto sobre el mármol
fulge el reloj de plata. El mundo es nuevo:
ha renacido mi niñez intacta
en el cristal de la pequeña esfera.
(p. 75)
La infancia. Según Sábato, un país no es sino el paisaje de la infancia. Exiliado desde 1947 del Paraguay, su patria, y próximo a un nuevo exilio (la vejez, «There is no country for old men...»), el poeta pugna por romper el primer exilio, el de la patria, a través del recuerdo de la infancia (la verdadera patria, según Sábato). He aquí la confluencia de los dos exilios que acosan al poeta, y el sentido de Palabras de los días: libro que clama contra la vejez a fuerza de rescatar la infancia:
Si pudieras pintar ese retrato
con las palabras justas,
estarías allí, en la vieja casa,
vencedor de tu exilio y, para siempre,
con tu tiempo mejor recuperado.
La muerte. Ese blanco desierto ilimitado -según el verso de Cernuda- en el que desemboca la vejez, surge también, inevitablemente, en Palabras... En el poema titulado «Entre dos orillas», el poeta se encuentra con su hermano muerto, y escribe: «Ese semblante se parece al mío» (p. 64).
Indirectamente, con miedo casi a nombrarla, el poeta está aludiendo a su propia muerte. Valor de eco, o de proyección, según querramos mirarlo, tiene asimismo la serie «Personas y lugares», cada uno de cuyos poemas alude a la muerte. Pero, ¿qué es la muerte? Cernuda se decía:
Si morir fuera esto,
un recordar tranquilo de la vida,
un contemplar sereno de las cosas,
cuán dichosa la muerte,
rescatando el pasado,
para soñarlo a solas cuando libre,
para pensarlo tal presente eterno
como si un pensamiento valiese más que el
mundo.
Y Hugo Rodríguez-Alcalá, en el citado poema «Reloj de plata», tras los versos en que el recuerdo de la infancia se erige, vencedor del tiempo, se pregunta:
Señor, ¿hay otra vida
para el hombre mortal tras de su muerte
o es la vida vivida la que dura
en trasmundo distante, incorruptible,
y nuestra muerte es el principio de una
recordación eterna de la vida?
(p. 76)
La vejez, la muerte. Exilio de la juventud, exilio de la vida. Exilio del tiempo. Hugo Rodríguez-Alcalá, exiliado de su patria, se siente ahora en Palabras... exiliado del tiempo.
Volverse a la infancia es una solución, don que el poeta sabe aprovechar e intensificar, como el amor, mejor quizá que los demás hombres. Y mientras tanto: el poema. Dije que H. Rodríguez-Alcalá no se desata, como Yeats y Cernuda, en improperios contra la vejez. Bueno, a veces sí; a veces al poeta se le escapa un amargo reproche contra ese enemigo invisible que le roe. Hay en Palabras... un poema, un hermoso poema, que dice así:
(En el patio, en la huerta, en todas partes,
abril, alborotando, retozando,
continúa, el jolgorio).
-¡Abril, cómo hoy me duele
verte tan juvenil cuando envejezco!
(p. 74
II
Palabras de los días, publicado en 1972, reúne poemas que van desde 1962 hasta 1970. Los poemas que componen El Portón invisible han sido escritos en su mayor parte entre 1968 y 1977. Ambos libros representan un periodo muy particular dentro de la poesía de H. Rodríguez-Alcalá. Un periodo dominado por el tema, casi obsesivo, de la infancia. En Palabras de los días, como ya dije, el poeta se vuelve hacia la infancia empujado, en cierto modo, por el espectáculo de la fuga de su propia juventud. Así comienza una aventura lírica que lleva el sello de la eternidad. Esta vuelta al origen como reacción contra el paso del tiempo constituye el primer momento de dicha aventura. Acosado por el fantasma de la vejez, el poeta se deja arrastrar en una especulación sobre la muerte, sobre una muerte que poco a poco, ante la sorpresa del propio autor, va adquiriendo los perfiles de su propia muerte («Ese semblante se parece al mío»). Uno no puede sustraerse al recuerdo de Edipo y de su obstinada búsqueda del asesino del rey, de un asesino anónimo que termina por cobrar la figura del propio Edipo. Dicha especulación marca el segundo momento. El tercero viene dado por la primera parte de El Portón invisible. En estos poemas, tras el anterior desvío, el poeta regresa al mundo mágico, intemporal, de su infancia, para recrearla y recrearse en sus aguas, en esas aguas que aseguran la eterna juventud. El poeta ya ha visto la muerte, ya se ha asomado a ese abismo blanco, pura ausencia de instantes. Ya es un poco como Lázaro. Y como Lázaro, regresa a la vida. ¿A qué momento de ésta? Viniendo de la Nada, ¿a cuál otra podría regresar, sino a la infancia, a la primera eternidad?
... Deja abierto
el antiguo portón ahora invisible.
Yo habré de entrar para quedarme a solas
en el patio, mirando a todos lados,
marchando de puntillas hacía el fondo...
Si en Palabras... el autor disponía los elementos y los lugares que habrían de componer el maravilloso retablo de su infancia provinciana, en El Portón... se demora en nombrarlos, y repite una y otra vez esa parra, ese patio, aquella higuera... entregado a su tarea como un virtuoso artesano que ensaya y ensaya, absorto en su búsqueda del fragmento ideal:
Lo sueño, lo entresueño, lo persigo.
Para su acceso no hay más que el recuerdo.
Un ejemplo de esta insistencia, de esa morosidad: la parra, los sucesivos versos en que el autor nombra, canta, define, a este elemento de su infancia, que llega a adquirir categoría de símbolo. Vale la pena citarlos, aunque sólo sea por su belleza:
La casa de la parra prodigiosa
de racimos que asedian los insectos,
sombra con su opulencia de racimos
reventones de miel cada verano
¡frescura de los pámpanos,
racimos de uvas blancas!
Inmenso ser viviente de alma verde,
veo cubrir la parra los dos patios,
que lustra los sarmientos de la parra
y a las uvas convierte en yemas rojas.
En su ubérrima parra los racimos
fueron la miel de todos los veranos, (etc.)
Todas estas variaciones sobre un mismo tema, metamorfosis inagotable de un recuerdo, consiguen crear en el lector el efecto prodigioso de ese mundo transvasado en el sentir del poeta. Y es dicho sentir, hecho arte, el que rescata a la parra de la fuga de las horas: «Ella, en mis sueños, sigue siendo mía...».
Surge así en El Portón invisible todo un mundo de la infancia en un marco rural y provinciano. El lector español piensa en Azorín, en Machado, en Cernuda, en tantos autores que dieron forma a ese instante, hechizados por su brillo intemporal. Manuel Mantero, el poeta sevillano, comentó así estos poemas: «Hay en sus poemas «Elegía» y «El escenario», algo como un aire de sueño, como una mitología de la infancia, con sus personajes -dioses y héroes-; un patriarca anciano, su esposa, las hijas, los criados... Ese mundo que tan bien describe -con alma- es el que yo viví también allá en la provincia de Sevilla. El cielo azul, las muchachas «misteriosas» (¡ay, entonces!); las campanas, las palomas, los caballos, los tíos conversando en la esquina sombreada. Yo me instalo en ese mundo, mío y de todos porque es lo efímero no pasando del todo».
La vuelta a la infancia suscita, cómo no, el acento elegíaco. Las citas de autores italianos con que se inician varios poemas son suficientemente expresivas y sitúan al lector, de entrada, en la cuerda emocional propia al sentir de dichos poemas: «Ma quel giorno non torna»: «Mas aquel día no vuelve», escribe Cesare Pavese. Y Pasolini: «Ah non e piu per me questa bellezza». («Ay, ya no es más para mí esta belleza»). Acento elegíaco que provoca a su vez un deseo ciego de revivir -no fuese más que por un instante- ese sentirse unido a la creación entera, esa sensación de eternidad que sólo en la infancia gozamos:
¡Y vivir otra vez, en un minuto
la plenitud de un día de esos años!
En este mismo sentido deben ser leídos esos versos en que el poeta proclama la eternidad de su infancia: eternidad de lo que un día fue:
Por eso en ese patio, eternamente
estaba, estoy, y habré de estar jugando.
Como escribe el propio autor, el sabor que dejan estos versos, el sentimiento que suscitan, es quizás eso que resuena en la palabra «añoranza». Una última nota sobre estos poemas. Al hablar de Palabras de los días, subrayé que es la proximidad de la muerte la que despierta en el poeta los recuerdos de su infancia. Pues bien, hay en El Portón invisible un poema -biografía en verso de un emigrante-, en el que se dice:
Sólo antes de su muerte, un mediodía,
habló de su niñez, triste y nostálgico.
(Don Manuel, el Patriarca)
III
En El Portón... se pueden distinguir, creo, tres partes bastante distintas entre sí. Una, formada por los poemas de la infancia, ya comentados. Otra, por aquellos cuyo tema es el canto a la mujer (en los que se percibe el eco de Verrà la morte de Pavese), ciertas visiones que tienen algo del sueño, del pasado y de la muerte, y que hacen pensar en los pueblos fantasmales de Juan Rulfo («La casa», «Nocturno»...).
Hay, no obstante lo dicho en sentido contrario, un rasgo común que une a las tres partes: la sed de eternidad. Evidente en los poemas que tienen por motivo el rescate del mundo mágico de la infancia, impregna asimismo el resto de los poemas.
En la segunda parte -la más heterogénea-, el canto a la mujer tiende a destacar en ésta lo que podríamos llamar el lado metafísico de la carne: el acto de unión con la mujer supone para el poeta la unión, la reconciliación, con el universo entero. El acto amoroso resulta ser así la sustitución de la armonía de la infancia; durante ese instante de la unión de los cuerpos, el poeta y su amada son uno con el cosmos, y el tiempo se borra diluido en «un viento rojo, un suspirar de brisa». De aquí el afán de fusión con la mujer manifestado por el poeta; de fusión y de perpetuación:
Una mujer en llamas, toda llamas;
pero una sola, sí, que queme, incendie,
¡y en este sol de carne hacer mi carne!
En cuanto a las estampas del presente. El poeta aspira a eternizar ese instante en el que la realidad le libra su belleza: «El día urge a la inmortalidad. A veces ocurre que esa contemplación del presente conduce al poeta a recordar su infancia:
El día se parece
a algunos días mágicos de antaño
tanto más bellos cuanto más lejanos.
Algunos de estos poemas -como «Vislumbre», «Desayuno en la terraza»- señalan una influencia de la manera cortada, impresionista, un tanto forzada, de Jorge Guillén. Son, por cierto, unos poemas extraños -en cuanto a la dicción del verso- dentro de este periodo de la poesía de H. Rodríguez-Alcalá. Acostumbrado a la fluidez de su verso, el lector es detenido por este cambio un poco brusco en la tónica del libro. Quizá sea ésta la misión que el poeta ha querido darles situándolos en la mitad del conjunto: la de frenar, la de obligarnos a mirar ahora -tras el vuelo melodioso a la infancia- esa realidad no menos maravillosa que está ahí y ahora, esa Clara Belleza sin caducida (Vislumbre)
Universidad de Almería,
Facultad de Humanidades Cañada de San Urbano, Almería.
EMILIO BARÓN
Índice del poemario LA CASA DE LA MONTAÑA (En la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes)
HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ: EXILIADO DEL TIEMPO
- I - LA CASA EN LA MONTAÑA
A una casa en el sur de California/ Al pie de la montaña/ Proyecto de poema/ Entre usted en la casa.../ La casa/ La casa de los duendes/ Los cantos de la casa/ Jacaranda en California
- II - MORADORES DE LA MONTAÑA
Zorros plateados/ La virgen de oro o el regreso de Atalanta/ Esperando a los zorros plateados/ Mañanas de la llanura, mañanas de la montaña/ Amores en la montaña/ Apostasía en la montaña/ La musa terrible/ Las dos gigantas
- III - SOBRE QUIENES YA SE HAN IDO
El padre y el hijo: una instantánea/ La larga espera/ Abuelos victorianos/ Cuando los muertos no parecen muertos.../ Lo inalcanzable/ La visitante/ La durmiente
- IV - ÚLTIMO AMOR Y OTROS AMORES
Último amor/ La rosa escarlata/ A una mujer muy blanca/ Tanto gentile e tanto onesta.../ El fuego/ Sueños/ Majita desnuda
- V - UN PUEBLO Y OTROS PUEBLOS
Lázaro Montiel regresa al pueblo/ Dijo el Juez de Paz Lázaro Montiel/ El pueblo/ Areguá/ La casa del cielo/ Génesis del poema/ Alquimia del verso/ Mes de junio en California/ Primer recuerdo/ El pueblo y su arroyo/ Berro de Areguá/ La reina de Villa Rica
- VI - POEMAS DE ASUNCIÓN
Despertar en primavera/ En agosto de mil novecientos.../ Crepúsculos de antaño/ Asunción, 1908/ El triciclo en el patio/ Verso a verso el pasado y el presente/ La lluvia y el lago/ El tajamar del parque/ Iglesia y plaza de San Roque/ El árbol de oro/ San Roque en la iglesia de San Roque.
- I -
LA CASA EN LA MONTAÑA
A UNA CASA EN EL SUR DE CALIFORNIA
A Víctor y Dirma Carugati
Al contemplarla -ya antes de ser mía
tranquila y blanca con sus dos palmeras
y sus huertos en flor, me parecía
atesorar en sí sus primaveras.
En los taludes, flores escarlata;
en los rosales, rosas amarillas,
y el limonero, rico en oro y plata
exhibiendo sus mudas maravillas.
Había en mí el extraño sentimiento
de un reencuentro amoroso; yo sabía
que ya esa casa me pertenecía
de muy antiguo, en el presentimiento.
Al pie de la montaña -¡tan discreta
en su enorme silencio pensativo!-
la casa donde hoy vivo, donde escribo,
es un cumplido sueño de poeta.
El ventanal abierto a la hermosura
de un panorama de égloga, renueva
para mí, cada día, la pintura
de la eterna montaña siempre nueva.
¡Oh casa de las próceres palmeras,
de huertos y taludes florecidos,
en cuyas deslumbrantes primaveras
hallé la paz, la paz y sus olvidos!
¡Hoy que debo emprender un largo viaje,
un viaje tal vez definitivo,
quiero llevar conmigo este paisaje,
estos huertos, la sala donde escribo
y esta paz en que vivo y me desvivo!
California, 1982.
AL PIE DE LA MONTAÑA
La casa del Sur reluce
sobre una altura arbolada.
En sus cinco patios crecen
miles de exóticas plantas.
No es loma la tierra fértil
que la sostiene y ensalza:
ella se alza en la fornida
ladera de una montaña.
Dos palmeras gigantescas
a su vera montan guardia,
y ella, la casa, sonríe
sabiéndose bien guardada.
Los patios le brindan flores
de variado color, muy raras,
que al venir la noche cierran
sus corolas hechizadas.
Mucho viven estas flores,
¡quién sabe cuántas semanas:
cerrándose cada noche
y abriéndose a la mañana!
El limonero perfuma
todo cubierto de nácar.
Palomas revolotean
sobre el techo de pizarra:
tienen sus nidos ocultos
en huecos de la fachada.
Los ventanales reflejan
luces de coches que pasan.
Orgulloso de su verde
el pino exhibe sus ramas:
en ellas también hay nidos
de sinsontes y calandrias.
La casa, como sus flores,
de noche está clausurada;
pero de día contempla
con arrobo a la montaña.
Apenas brilla la aurora
cada flor mira a la casa;
y la casa las bendice
con una quieta mirada.
La casa, a veces, parece
ascender a la montaña
cuando la niebla esfumina
el perfil de su fachada.
¿Qué aguardan los cinco patios
que circundan esta casa,
y qué aguarda ella que bajen
de allá arriba, por la falda,
cuando apenas amanece
y es aún la luz escasa?
Allá arriba hay hondas cuevas
y fuentes de limpias aguas:
finos zorros plateados
tienen guarida entre zarzas.
(Más que zorros, son los duendes
que embrujan a la montaña).
La casa y sus cinco patios
se estremecen en el alba
si ven bajar a los zorros
todos vestidos de plata.
Mayo, 1995.
PROYECTO DE POEMA
Un poème c'est bien peu de chose...
R. Queneau
Tema:
mi madre en la casona vieja,
entre las cuatro y cinco de la tarde.
Que se la pueda ver a sus ochenta
y tantos años, pulcra y sosegada,
leyendo en su sillón del corredor.
Que el corredor se haga imaginable:
largo, con sus baldosas coloradas
y las que han sido más o menos blancas.
Que, como fondo, el patio sea intuible
con las palmas, la parra, el jazminero,
y el aljibe en el centro.
No abusar de detalles:
lo esencial es la dueña de la casa
leyendo en su sillón.
Rostro moreno,
hermoso todavía,
capaz
de la alegría más vivaz
como de la tristeza
más discreta.
El cabello rizado, todo blanco.
El aire de la patria, dulce y ácido,
ha de sentirse en torno a su figura.
Y no olvidar:
que a pocos pasos de ella
brinquen y píen cuatro o cinco audaces
gorriones, reclamando
las migajas rituales de la tarde.
Si pudieras pintar ese retrato
con las palabras justas,
estarías allí, en la vieja casa,
vencedor de tu exilio y, para siempre,
con tu tiempo mejor recuperado.
Mayo-junio, 1970.
ENTRE USTED EN LA CASA...
Entre usted en la casa, vea esas palmas,
esas de finos, variados troncos,
troncos pulidos con anillos claros
que ufanos blanden abanicos verdes.
Alce la vista de lo verde; expláyela
sobre ese largo corredor: es alto
y es ancho, con pilares bien erguidos
de sobrios capiteles.
En ese corredor pavimentado
de antiguas losas que, enceradas, brillan,
usted podría ver lo inesperado.
Mire a su izquierda ahora, mire al patio.
¿Ve el jazminero umbrío? Por sí solo
es un jardín de innumerables flores
cuyo blanco perfume sube al cielo,
fresco sahumerio que embalsama el patio.
¿Y la parra, la parra con techumbre
de pámpanos que el sol, viril, traspasa
a la hora del cenit, tejiendo encajes
de tibia luz sobre baldosas viejas
que hoy no son ni celestes ni rosadas?
Fíjese bien usted en este cuadro
que merece atención: ¿ve allí, en el centro,
ese duro cilindro, coronado
de un artístico adorno de metal,
del que pende, hoy callada, la roldana?
Es un aljibe de aguas llovedizas
en las que giran pececillos de oro.
La parra, el jazminero y ese aljibe,
con las lucientes palmas,
están perpetuamente dialogando.
Sólo interrumpen el coloquio cuando
una niña, hace tiempo fallecida,
asómase al brocal, mira hacia adentro.
(Súbitamente ha aparecido). Y dice:
«¡Hay todavía pececillos! Gracias.
La casa es la de siempre». Y cuando ella
desaparece tal como ha venido,
las palmas y la parra y el aljibe
reanudan, sin palabras, el coloquio.
Llegan entonces gorriones rápidos
ansiosos del festín, vieja costumbre.
Y pasa ahora lo que siempre pasa
sin que nadie lo vea ni lo sienta:
calladamente por la galería,
una dama de blanco, casi niebla,
llega hasta el patio y de sus manos vierte
migajas rituales, favoritas
de pájaros asiduos,
hace ya muchos años, muchos, tantos,
que el mismo aljibe no recuerda cuántos.
Octubre, 1995.
LA CASA
A Demetrio y María Luisa Ayala
Yo estoy, estaba, he de estar, siempre he estado
en esa soñadora, dulce casa,
en donde el tiempo, quieto allí, no pasa,
sino perdura como eternizado.
En mi niñez feliz, nunca he gozado
de días como días de esa casa,
en que el gozo las horas acompasa
como si uno estuviera allí embrujado.
Cuando contemplo su fotografía
ya anticuada, ya sepia, pero hermosa,
me conmueve su larga galería
y recupero mi niñez dichosa,
mecido en ancha hamaca cadenciosa,
todo inocencia y todo fantasía.
Mayo, 1989.
LA CASA DE LOS DUENDES
A Stella Blanco Sánchez de Saguier
Quien no ha vivido al pie de una montaña
como aquella montaña azul y verde,
y en una casa como aquella casa,
en la que el tiempo, deliciosamente
se arremansa en mañanas como siglos
de aire delgado y de fulgor celeste;
una casa con duendes en los patios,
a los que en albas en que faltan duendes,
descienden en parejas, misteriosos,
delgados zorros de plateadas pieles;
quien no ha vivido allí sintiendo el beso
de la altura bajar sobre su frente
en claras noches de estrellado seno,
no sabe qué es vivir en paz; no sabe
¡no sabe qué es vivir, sencillamente!
Mayo, 1985.
LOS CANTOS DE LA CASA
A Yula Riquelme de Molinas
El corredor termina donde se alza
la escalera que ofrece tres peldaños
para acceder al fondo de la casa.
Un tibio sol de octubre incendia el patio
que en dorados y verdes resplandores
acoge la visita de los pájaros.
Llegan gorriones grises, benteveos
más amarillos que su agudo canto,
y arman un alboroto de gorjeos.
Una voz juvenil modula un tango
repitiendo una misma melodía
de no se sabe qué doliente caso.
Chirría la roldana del aljibe
bajo el brillante toldo de los pámpanos,
y allí, en la oscura y clara superficie
del agua subterránea, suena el sordo
golpe del balde, ansioso de frescura.
Se oye la triste voz, de allá, del fondo
de la casa, y el largo corredor
tiembla con la nostalgia de aquel aire:
¡Caminito que todas las tardes
feliz recorría cantando mi amor!
Febrero, 1988.
JACARANDA EN CALIFORNIA
Cuando regreso a la casa
y lo columbro de lejos,
todo vestido de gala
y enamorado del viento,
con el lila de sus ramos
tembloroso de deseo,
se me figura impaciente,
como si fuera un velero
queriendo soltar amarras
y navegar por el cielo.
Bajo del coche y avanzo
por la escalera de piedra,
y a su vera me detengo
para admirar su belleza.
Y él se me antoja que inclina
su copa de primavera
y que a mis pies, saludando,
vierte sus flores más tiernas.
1979.
- II -
MORADORES DE LA MONTAÑA
ZORROS PLATEADOS
A Roque González Salazar
Preguntaba a menudo la extranjera:
-¿Ha visto usted los zorros plateados?
La vecina muy vieja cuyos ojos
verdes serían en sus verdes años.
-No -respondía yo. -De la montaña
bajan liebres, conejos y lagartos;
bajan también coyotes que no he visto,
y los topos que ahuecan nuestros patios.-
-¿Pero no ha visto usted los zorros? -insistía.
Y yo, alzando la vista hacia los pájaros
que en parvadas oscuras acudían
a estremecer la paz de nuestro barrio,
respondía: -Esos zorros existen en su mente.
Usted los sueña. Siga usted soñándolos.
Nadie los vio jamás en las laderas
ni en las cumbres. Acaso algún sonámbulo
de los que suben por torcidas sendas
en la noche, hacia picos escarpados,
creyó atisbarlos en los matorrales
y sólo vio visiones de borracho... -
La extranjera mirábame a los ojos:
yo advertía en los suyos un chispazo
de su lejana juventud, un brillo
entre irónico, alegre y apenado.
Y aconteció que una mañana, un día
de inolvidable luz de sol temprano,
miré hacia el sitio donde se alza el pino
junto al muro encendido de geranios,
y de pronto los vi, pareja mágica:
él, delante, ella atrás, ágiles, rápidos,
pasar todo a lo largo, sobre el muro,
con su lujoso traje plateado:
ambos lumbre y amor, visión furtiva
de la montaña, en albas de verano...
Noviembre, 1983.
LA VIRGEN DE ORO O EL REGRESO DE ATALANTA
(A renowed and swift-footed huntress...)
Es fama que son sus pies
más veloces que dos alas;
al correr se hace invisible
como una flecha que pasa.
«Es más que mujer la virgen»
-se asegura en la montaña-.
«Todo es áureo en su figura:
todo, el brillo de su cara,
el esplendor de sus pechos,
sus fugaces piernas largas,
sus castos brazos de virgen
y la lumbre de alborada
que incendia su cabellera
llameante a sus espaldas».
Reina de toda la selva
que enverdece la montaña,
ella, la gran cazadora,
que lleva flechas de plata
ansiosas de dispararse,
resonantes en la aljaba.
No hay fieras que le hagan frente;
todas huyen espantadas
si la ven, vertiginosa,
en correrías de caza.
Cuando se quita la túnica
para bañarse en las aguas
de su fuente, su belleza
resplandece como un ascua
que pone el agua de oro
de puro maravillada.
Han venido pretendientes
de muy remotas comarcas
y a todos ha desdeñado
su virginidad huraña.
El jabalí sanguinario
trajo el pánico a la selva.
Muchos valientes murieron
aplastados por la fiera.
Entonces la virgen de oro
con un solo par de flechas
hizo del monstruo un cadáver
bañado en su sangre negra.
Julio, 1995.
ESPERANDO A LOS ZORROS PLATEADOS
Cheveux et gorge au vent...
Baudelaire.
Antes de la amanecida
los esperaba en el patio.
Los dos vendrían, lucientes,
con ágil y mudo paso.
La primavera en el cielo,
floración de lirios blancos,
resplandecía, latiendo
mansamente, en los espacios.
Los mundos no estaban quietos.
Giraban como soñando:
tarareaban muy quedo
su casi inaudible canto.
Y mientras así giraban,
el rebaño de los astros,
pestañeaba soñoliento
con diamantes en los párpados.
Al primer rayo del alba
hubo inquietud aquí abajo:
¿fue que ya de la montaña
bajaban los plateados?
No. No eran los que venían
zorros, ni ciervos ni gamos.
Eran... ¿Quién iba a creerlo?
eran dos seres alados
sin alas, pero que vuelan
como flechas de sus arcos,
como esos trazos de fuego
punzante que son sus dardos.
Eran dos vírgenes rubias
y de un color de alabastro,
desnudo el pecho y desnudos
sus firmes, temidos brazos,
y echando luz todo el cuerpo
con reflejos nacarados.
Me vieron junto al rosal
próximo al linde del patio,
Y yo las vi de repente:
-¡Diosas! -grité estupefacto.
Me pareció, vanidoso,
que ellas también se asustaron.
¡Iluso! Las fieras vírgenes
sonrieron con sarcasmo:
-¿Qué quiere usted con los zorros?-
dijeron y se marcharon.
Enero, 1996.
MAÑANAS DE LA LLANURA, MAÑANAS DE LA MONTAÑA
A Beatriz Eugenia
Las mañanas de mi pueblo
eran plácidas mañanas,
no como estas imponentes
mañanas de la montaña.
Las mañanas de mi pueblo
-cielo azul y nubes blancas-
no eran mañanas solemnes
para telones de dramas.
Las mañanas de mi pueblo
eran modestas y mansas,
con su llanura muy verde
y cerros en lontananza.
Las mañanas de mi pueblo
tenían algo de santas:
rezaban con un susurro
si repicaban campanas.
Nunca había allá coyotes,
garduñas ni musarañas,
ni feroces animales
ni apariciones paganas.
Aquí hay duendes y hay visiones
que temen las mismas águilas.
Y cuando rondan los duendes
vuelan de espanto las garzas,
enmudecen las palomas
con las alas congeladas.
Pero aquí también, a veces,
hay gloriosas madrugadas,
cuando zorros plateados
de empinadas cumbres bajan,
uno tras otro, muy próximos,
hocicos y colas largas,
y apenas tocando el suelo
el peluche de sus patas...
1965.
AMORES EN LA MONTAÑA
Una fuente habitaban
de rumorosas linfas:
altos chorros de plata,
incesante armonía.
No lejos de la fuente
una caverna umbría
servía de refugio
a ambas mozas divinas
cuando el zigzag del rayo
la montaña encendía.
Su amoroso estertor,
sus jadeos de ninfa
suspendían a cuantos
al alba las oían:
a aves, ciervos y fieras
y hasta a traidoras víboras.
Aquellas dos deidades
ardientes y mellizas,
eran en la montaña
un deslumbrante enigma.
Las visitaban siempre
pero nunca de día,
un par de extraños seres
que vivían dos vidas:
cabeza y torso de hombre
con gravedad erguían:
lo demás era equino,
recia caballería.
Los brazos de las diosas
el tórax les ceñían,
y los hombres-caballos
piafaban de delicia.
Bajo la luna llena
causaban maravilla
el galope relámpago
de corceles sin brida
y las diosas desnudas
que llevaban encima...
1995.
APOSTASÍA EN LA MONTAÑA
A Miguel
Ella, veinte años en flor
no era divina, era humana,
aunque inmortal parecía
si subía a la montaña.
La montaña bien sabía.
La montaña adivinaba
lo dichosa que era ella
en noches en que hasta el alba
ella miraba los astros
en las cumbres escarpadas,
cuando las lunas de estío
su perfil transfiguraban.
Muy negra su cabellera
para que fuera más blanca
la blancura de su cuerpo
en ella dos veces casta.
En vano en noches de luna
cuando ella se desnudaba
para bañarse en la fuente
que decían de Las Hadas,
en vano zorros y ciervos
en la sombra la espiaban:
nunca vieron los tesoros
que había visto la montaña.
Era hermosa sin saberlo
en su inocencia cristiana:
en roja Biblia de herejes
su misticismo exaltaba.
Pero un día esta inocente
volviose -dicen- pagana.
Dicen que un duende en el bosque...
¿Un duende? Un duende con alas
le disparó una saeta
invisible por lo mágica.
Y esta saeta invisible
penetró su carne blanca
y entre dos pechos dulcísimos
le entró hasta el fondo del alma.
Transformada entonces, ella,
loca ya, desmemoriada,
ella, la tan inocente
y piadosa si no santa,
olvidó su religión
y Amor la volvió pagana.
1996.
LA MUSA TERRIBLE
Protege su carne rosa
relumbrosa piel de fiera:
puma o jaguar que ella misma
hirió de muerte en la selva.
(Toda flecha que dispara
pone a sus pies una pieza).
Recelosa, nadie sabe
dónde ha elegido su cueva:
hay muchas en la montaña
pero ninguna es de ella.
Rara vez la ven sus ciervos
tendida sobre la hierba,
dormida, resplandeciente,
en el sopor de la siesta.
Revolotean palomas
sobre su rubia belleza:
palomas que la acompañan
y la sirven dondequiera.
Cuando más veloz que el viento,
llameante la cabellera,
tensado el arco de plata,
los fieros ojos alerta,
cruza el bosque donde tigres,
pumas y linces acechan,
todos huyen con espanto,
temiendo dardos o flechas
o el brillo de una mirada
que puede hacerlos de piedra.
Junio, 1995.
LAS DOS GIGANTAS
J'euse a viure auprés d'une jeune géante...
Ch. Baudelaire.
Idénticas son las dos
y de estatura muy alta.
Rara vez se dejan ver
por gente de la montaña.
Y huyen si alguien las acecha
no se sabe si asustadas.
Pero ¿a quién pueden temer
si son un par de gigantas?
Se ponderan su hermosura
y su titánica gracia,
pero quienes las ponderan
jamás les vieron la cara
y mucho menos sus formas
entre divinas y humanas.
Se cree que son parientas
de la virgen Atalanta.
Con áureo nudo en la nuca
sus largos cabellos atan.
Por la selva sin caminos
andan, se dice, descalzas.
Pero tanto aquí se miente
entre las cumbres y escarpas,
que entre tantos vanos díceres
es mejor no creer nada.
«¡Amazonas, Amazonas!»
-un montañés las retrata-
«Son dos mujeres brutales
armadas de arcos y lanzas,
que gozan vertiendo sangre
y que con sangre se bañan».
Pura leyenda. Hoy sabemos
que ellas son en la montaña
las nodrizas de esos zorros
que lucen pieles de plata.
Julio, 1995.
- III -
SOBRE QUIENES YA SE HAN IDO
EL PADRE Y EL HIJO: UNA INSTANTÁNEA
(Año 1924)
A Ramiro
El caballero y el adolescente
andando vienen por la angosta acera.
La calle es una calle silenciosa
de Villarrica, al promediar la siesta.
Hay umbríos follajes sobre un muro.
El sol de enero desde lo alto ciega.
Casonas centenarias
sostienen sus fachadas soñolientas
como cansadas ya de erguir los siglos.
En el pleno vigor de la existencia,
el caballero evoca con su aplomo
el recio señorío de otra época.
Sus botines brillantes pisan fuerte
las losas blancas; su robusta diestra
adelantada a su figura prócer,
oprime el ala del sombrero y lleva
la prenda alzada con soltura y garbo,
en ademán resuelto que a la prenda
confiere un no sé qué prestigio ufano,
cual si ésta fuese un arma o una enseña.
En su mirar impávido y austero
arde la voluntad de un alma ascética.
Su hijo el adolescente apura el paso.
Se sabe junto al padre un niño apenas
a quien, entre inhibido y orgulloso
la acera le parece aún más estrecha.
Esta fotografía es enigmática.
No sé qué extraña sugestión encierra.
Hay un contraste tal en las figuras,
como también una emoción secreta.
Sin dialogar dialogan padre e hijo:
el uno, sin hablar, guía y enseña:
el otro, sin mirar, siente la magia
del ejemplo y vigor de la presencia
del caballero. Y ambos, en silencio,
en recíproco amor se compenetran.
Muchos años pasaron desde entonces.
Cambió la vida de aquel viejo pueblo.
Esa casa hoy no existe, ni esa acera
ni esos umbrosos árboles, que han muerto.
Cambió también el mundo como siempre.
Lo único que perdura es el recuerdo
de aquel amado pueblo y de su gente,
gente que era el decoro de aquel tiempo.
Y un día, hoy ya remoto, muy anciano
y baldado, muriose el caballero.
Perdida el habla, opaca la mirada,
ruina en fin de sí mismo, era un espectro
que poco a poco en la casona triste,
desmemoriado, se nos fue extinguiendo.
El muchacho creció. Como su padre,
tan gran señor, fue su heredero auténtico.
La hoy larga trayectoria de sus años
refleja fiel, como vital espejo,
momentos de la vida de su padre:
se percibe en sus actos un modelo,
tal como en rostro y ademán y aire,
el padre muerto en él sigue viviendo
¿Aconteció quizás que en aquel día,
a media siesta en el callado pueblo,
tuviera él vislumbres de un destino,
del destino cabal de un caballero?
1983.
LA LARGA ESPERA
A María Teresa
Quiso ella verla, verla a treinta años
de la muerte. La madre nunca vista.
La que al darle la vida dio la suya
en una primavera remotísima.
Y fuese al panteón toda expectante
y temblorosa pero decidida.
Hombres oscuros con sus herramientas
tras mucho esfuerzo el ataúd abrían.
Y columbró primero bajo el vidrio
y luego sin el vidrio, blanca y nítida,
una apacible joven en reposo,
una joven hermosa, palidísima,
de anchos ojos cerrados como en sueños;
denso el cabello en torno a las mejillas,
blanco el vestido aquel del desposorio
y un Cristo blanco en manos casi niñas.
Estaba intacta. En los pequeños labios
se había eternizado una sonrisa
apenas perceptible. Era la novia
tan admirada en la fotografía
de las bodas cercanas a la muerte.
Era la novia tantas veces vista:
-Esa es mamá, mamá que está en el cielo-
le decían cuando era pequeñita.
Idéntica al retrato, incorruptible,
el vestido nupcial de tela fina
con pliegues relucientes. Sobre el pecho
el Cristo de marfil no se le hundía.
La madre joven en la caja negra
parecía esperarla, aunque dormida.
ABUELOS VICTORIANOS
(Dos retratos al óleo)
A Nicolás
Están allí callados y abstraídos
en su visión lejana de otro mundo,
hombre y mujer, aún jóvenes -viejísimos-
en una eternidad sin tiempo que es su asilo.
Pero residen hoy y no lo saben
en una casa de desconocidos,
de insospechados nietos, allende el vasto espacio
del Atlántico. Aquí los dos perviven.
Y es que alguien, de muy lejos, hace años
de vidas y de muertes y catástrofes,
quiso que el polvo y el olvido turbios
no destruyeran esos viejos lienzos.
Él, sobrio y sosegado y victoriano,
tan victoriano como su pareja,
es como ella una imagen puritana
de a mediados del siglo diez y nueve.
Marcos dorados, cuerdas centenarias,
ya os espera el taller indiferente
de algún restaurador de cuadros viejos.
Pero señor, señora, estáis presentes
en vuestra dulce ausencia soñadora,
mirando este vivir incomprensible,
sobre un televisor que os estremece,
cerca del grito urgente del teléfono,
en otro mundo, y sonreís acaso
cuando mueren las luces cada noche,
y os sentís en la sombra acompañados.
Agosto, 1976.
CUANDO LOS MUERTOS NO PARECEN MUERTOS...
Cuando los muertos no parecen muertos
y se los oye en las habitaciones
contiguas de la casa
conversar y reír y estar a gusto
expresando comunes emociones,
y estar tan vivos como los que viven
y los recuerdan con angustia y pena;
Cuando cómodamente sentados en sillones
para ellos y nosotros, familiares,
los sentimos tan cerca, tan reales,
¿cómo creer que se nos hayan muerto
y que no gocen de la luz y el aire?
Enero, 1996
LO INALCANZABLE
Cuanto más exquisita la Princesa
es tanto más difícil ser su amante.
Amar su cuerpo, su mirar, su gracia,
es un duro ejercicio,
una aventura
en que el amante pierde rumbo y pierde
en un ofuscamiento, en un delirio
el dulce paraíso en que soñaba.
En un bosque de luces cegadoras
la ve el amante huir, entristecida,
con los ojos llorosos. Y él comprende
que ese bosque, esas luces y ese lloro
son la inmortal Belleza Inalcanzable.
Diciembre, 1985.
LA VISITANTE
Rápido el paso, la melena al viento,
los brazos extendidos, la mirada
brillante de impaciente sentimiento:
entreabiertos los labios, agitada,
comunicando a cada movimiento
el ansia de besar y ser besada,
de confundir su aliento con mi aliento,
en muy estrecho abrazo a mí abrazada...
Veinte gradas tenía la escalera:
ella subía y yo bajaba y era
cada encuentro un chocar de corazones.
¡Ningún amor como ese amor perdido
sobre un fondo de muertas ilusiones,
sin posible consuelo en el olvido!
Julio, 1989.
LA DURMIENTE
Más ágil era que un pájaro
viniendo como venía
en primavera, volando,
por la arbolada avenida.
Las duras gradas de piedra
con asombro la veían
subir en un torbellino
de leves faldas y risas
hasta los brazos que ansiosos
su grácil talle ceñían.
Se dijera que las alas
invisibles de su prisa,
se plegaran al sentir
presión de amor y delicia
en sus labios sin aliento,
en su espalda estremecida.
En el sofá, luego, hablaba,
hablaba mucho y reía,
con una luz fulgurante
en las pupilas verdísimas.
El silencio la calmaba
hasta dejarla dormida
de perfil, sobre la almohada,
las manos blancas unidas.
Al despertar suspiraba
con una tierna sonrisa
toda sorpresa y deleite
de sentirse tan tranquila.
Íbase, luego, gozosa,
ahíta de besos y ahíta
de miel, el cuerpo vibrante
por un millón de caricias.
Dejaba una flor brillando
sobre la mesa amarilla,
y un rumor como de alas
en la casa atardecida.
12 de marzo, 20 de mayo, 1979.
- IV -
ÚLTIMO AMOR Y OTROS AMORES
ÚLTIMO AMOR
¡Cómo se va mi corazón al tuyo
y cómo es imposible retenerlo!
¡Último amor se llama esta locura,
último amor, más dulce que el primero!
Yo te conozco pero desconozco
aún mucho más de lo que en ti sospecho;
¡tan remota y tan próxima, muchacha
transparente, velada de misterio,
irradiante de gracia y cortesía!
Corazón: no delires, ya estás viejo.
último amor se llama tu locura,
último amor, más dulce que el primero.
LA ROSA ESCARLATA
La rosa llegó en la tarde
que ya estaba anochecida:
con ella vino un mensaje
y el mensaje contenía
un mundo de fantasía.
La rosa roja de vida
ni un punto languidecía.
Creció en rojez y fragancia
en perfecta lozanía
y eterna me parecía
y más rosa cada día.
Llegué a soñar con la rosa
y, apenas amanecía,
corría a ver si algún pétalo
desmayaba y se moría.
Pero cada día más
triunfaba su lozanía,
¡y ahora el viejo corazón
orgulloso florecía!
¿Sabrá quien envió la rosa
que me envió la Poesía?
¿Sabrá que un ángel sonríe
cuando, en secreto, la cuida?
A UNA MUJER MUY BLANCA
Sospecho que los hombres que te amaron
y cuyo amor te sueña todavía,
se enamoraron de tu voz sedante,
amiga mía.
Y si tu voz no ha sido lo que un día
sintieron les llegaba al corazón,
se enamoraron de tu fantasía,
se enamoraron de tu dulce risa
y de tu pura y cálida alegría.
Pero si yo llegara a enamorarme,
sería por tus senos redonditos,
-tibias, suaves naranjitas blancas-;
sería por tus manos diminutas,
tan blancas en su gracia,
tan ágiles y tiernas,
que en ellas ha de residir tu alma
y desde ellas dejar sobre las cosas
un rayito de luz que no se apaga.
1983, 1995.
TANTO GENTILE E TANTO ONESTA...
¡Oh modestia gentil de su figura!
¡Oh verde luz de su mirar sereno!
¡Oh paz del corazón cuya dulzura
al atrevido amor ponía freno!
¡Aquel ser candoroso, casto y bueno,
raro por su inocencia y su hermosura,
tan ajeno al doblez y a la amargura,
y a la humana bajeza tan ajeno!
¡Aquel talle flexible, aquellos pechos
para los besos temerosos hechos,
temerosos de herir por lo ardorosos,
y aquel solaz del corazón florido!
¡Todo debo olvidar días gloriosos,
todo debo olvidar pero no olvido!
Febrero, 1988.
EL FUEGO
Nadie ha de sospechar cuánto la extraño
y trato de apartarla de mi mente.
Pero han pasado un año y otro año
y muchos más y no la siento ausente.
Tras tanto repetido desengaño
sólo ella es la gentil y la inocente
que a mí, el autor de su inquerido daño,
jamás inculpa su sentir doliente.
Hay en los dos un fuego que no quema,
el fuego del tristísimo poema
en que urdimos los dos nuestros amores.
Un fuego que los dos secretamente
llevamos día a día entre la gente
velando sus prohibidos resplandores...
1988.
1996.
SUEÑOS
La hermosa niña soñaba
con el Diablo; pero el Diablo
que por milagro dormía,
también la estaba soñando.
A la mañana siguiente
contó la niña su sueño.
Unos ángeles de blanco
atentamente la oyeron.
Quedáronse cavilosos
junto a la verja del cielo.
Y de pronto se miraron:
-El Malo es bueno, dijeron-.
Agosto, 1979.
MAJITA DESNUDA
-Te entregas cual la muerte-
¡Tierna azucena eras!
¡Desnuda!
Juan Ramón Jiménez
Eran las dos de la tarde
en la casa de la altura.
Y en la cama, la Majita,
estaba tensa, desnuda.
Blanco, muy blanco su cuerpo,
de la más casta blancura.
Las dos manos virginales
unidas bajo la nuca.
No imitó el cuadro de Goya:
su actitud fue toda suya.
Más delgada que la Maja,
más púdica su hermosura.
Erguidos los tiernos pechos
con sus dos rosadas puntas.
Cerrados los ojos verdes,
y las suaves piernas, juntas.
Temblaba la piel dulcísima
de esta Majita desnuda:
temblaban sus finos labios,
temblaban sus comisuras.
¿Cómo ocurrió esto tras tanta
y vana amorosa lucha?
¿Cómo explicar esta entrega
tan libre en mujer tan pura?
El sinsonte aquella siesta,
más inspirado que nunca,
desde una rama del pino
vertió oleadas de música.
Y en los taludes las flores,
las raras flores diurnas,
de noche no se cerraron
y se bañaron de luna.
Mayo, 1995.
- V -
UN PUEBLO Y OTROS PUEBLOS
LÁZARO MONTIEL REGRESA AL PUEBLO
Un pueblo de Misiones limpio y blanco
como otros pueblos de esas pampas verdes.
Este pueblo tenía un camposanto,
el más santo de toda la comarca.
Y aconteció que un día, a mediodía,
un hombre recio y fuerte,
salió de la más blanca de las tumbas,
y arengó a aquella gente silenciosa:
«-Señoras y señores:
¿Por qué estamos aquí tantas personas útiles,
aunque dormidas en profundo sueño?
¡Levántense, sacúdanse, despiértense,
péinense con los dedos el cabello,
y volvamos sin miedo a nuestras casas!».
Se levantaron todos
alegres, sin esfuerzo.
Cuando llegaron ágilmente al pueblo,
nadie en el pueblo se extrañó de verlos.
Al hombre recio fuerte
honraron todos como a Juez de Paz.
Y la paz más feliz reinó en el pueblo.
Del cementerio hicieron un jardín
con una rosalera cuyas rosas
dicen que nunca se marchitan.
La Muerte entonces se marchó muy lejos,
hacia el confín de la llanura inmensa,
y se olvidó de los resucitados.
Abril, 1991.
DIJO EL JUEZ DE PAZ LÁZARO MONTIEL
«Queridos compueblanos:
gracias por la adhesión, por el apoyo
que, como a Juez de Paz, me brindan todos.
Yo, Lázaro Montiel,
me he podido escapar del cementerio
y despertar del sueño a mucha gente.
Hoy les propongo yo un experimento:
declaremos un paro general
tocante a la vejez,
la enfermedad, la muerte.
¡Sencillamente seamos inmortales!
Todo niño varón que nazca en nuestro pueblo,
debe llamarse Lázaro como este servidor.
Yo di el ejemplo.
Lo que propongo no es cosa imposible.
Mírenme bien. ¿No estoy mejor que nunca?».
El pueblo todo, unido en asamblea
aclamó al Juez de Paz.
Y el pueblo prosperó sano y dichoso.
El Paro General obró milagros.
Y nadie se enfermaba ni moría.
Aconteció, no obstante,
que por envidia o por superstición,
los otros pueblos le tuvieron miedo.
«Ese pueblo de Lázaros -decían-
cree ser inmortal pero se engaña.
Del cementerio hicieron un jardín.
Pero esos vivos sanos y orgullosos
no son de carne y hueso: son fantasmas».
Marginaron al pueblo. Lo evitaron.
El pueblo sonrió: «-Mejor -se dijo-;
nosotros somos únicos, felices.
¿Qué nos importa lo que piense el mundo?
Abril, 1991.
EL PUEBLO
Lo sueño, lo entresueño, lo persigo.
Para su acceso no hay más que el recuerdo.
Faltan los ojos puros, la inocencia.
Faltan los pies pequeños.
La calle larga, de calzada roja,
de la casa dormida en el silencio,
está en aquel lugar, acaso idéntica,
bajo idéntico cielo.
La que entreveo no es la misma calle
y se esfumina y se me pierde, lejos.
La casa del zaguán siempre cerrado
y oscuro de misterio;
la casa de la parra prodigiosa
de racimos que asedian los insectos
no existe ya. Lo sé. Ya es otra casa.
Ha cambiado de dueños:
La habitan hoy ancianas como brujas
horribles de vejez y de ojos ciegos.
Acaso el pueblo es pura fantasía.
O un pueblo en que conozco a los espectros,
pero en el que los vivos son extraños
que nunca conocieron a mis muertos.
Pero lo sueño siempre, lo persigo,
y si jamás lo encuentro y recupero
para mirarlo, allí palpable y vivo
como se ven, palpables, otros pueblos,
es porque es invisible, por llevarlo
adentro, adentro, demasiado adentro.
Abril 3, 1974.
AREGUÁ
(A Gabriel Casaccia, que duerme el sueño eterno en Areguá)