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HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ (+)
  LA CASA DE LA MONTAÑA, 1996 - Poemario de HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ


LA CASA DE LA MONTAÑA, 1996 - Poemario de HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ

LA CASA DE LA MONTAÑA

Poemario de HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ

Prólogo de Emilio Barón

Edición digital:

Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001

N. sobre edición original:

Edición digital basada en la de

Asunción (Paraguay), Arandurã, 1996.

 

 

 

 

HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ: EXILIADO DEL TIEMPO

 

I

 

No hace mucho tiempo tuve el placer de leer uno de los más recientes libros poéticos de Hugo Rodríguez-Alcalá, Palabras en los días. De aquella primera lectura conservo una atmósfera gratísima, hecha de mediodías y parras, de soles e higueras, de patios, evocaciones y brillos que el tiempo no venció. Ese mundo sensual y como dormido que es la infancia recordada del poeta -materia de Palabras... y de otros poemas del autor- me captó al instante, sumergiéndome en sus estampas de una infancia que, a fuerza de personal, de ser la infancia del poeta Hugo Rodríguez-Alcalá, se erigía en imagen de la infancia. Si me viera obligado a cifrar en pocos ejemplos aquella faceta del libro que más caló en mi sensibilidad en dicha primera lectura, citaría los siguientes versos:

 

La higuera abrillantada, con hormigas

ciegas de sol y hambrientas, por sus ramas.

 

En la tierra bermeja, reventones,

yacen higos maduros casi negros.

(p. 27)

 

 Una lectura más reciente del libro de H. Rodríguez Alcalá, me ha permitido apreciar en sus versos la presencia de un tema nuevo con respecto a la poesía anterior de este autor; un tema que se repite, además, en su libro último de inminente publicación, El Portón invisible. Quizá convenga, para entendernos desde ahora, llamar a este nuevo tema «el exilio del tiempo». En esta denominación confluyen los dos elementos que articula dicho tema: el sentimiento de ser un exiliado de la juventud, y el presentimiento de la propia muerte que ya se otea en el horizonte y que trae consigo un exilio más inquebrantable que los que el poeta había atravesado hasta ahora: el exilio de la vida.

 

En un bello artículo sobre la poesía de H. Rodríguez Alcalá, Celia Correas de Zapata insiste en la importancia del tema del exilio en dicha poesía. Augusto Roa Bastos, novelista y paisano de Rodríguez-Alcalá, ya había escrito en el «Apunte liminar» que encabeza a Palabras...: «Con Heriberto Fernández y Rubén Bareiro Saguier, Hugo Rodríguez-Alcalá formaría la tríada de los nostálgicos de la tierra perdida» (p. 12). Ambos autores -Correas de Zapata y Roa Bastos- se refieren al exilio de la patria que los citados escritores han sufrido y que ha marcado sus obras. En Palabras de los días este exilio de la patria pasa a segundo término, quedando relegado por la presencia de ese otro exilio del tiempo al que aludí antes. Repárese en la cita que sirve de epígrafe al libro: «That is no country for old men...»; «esa no es tierra para viejos», escribe Yeats. Conviene recordar la posición del poeta irlandés frente al paso de los años. Luis Cernuda escribió al respecto: «La vejez, el hecho de envejecer, producía en Yeats un despecho, una rabia que acaso ningún poeta haya expresado antes que él. No se trata de lamentos sentimentales del género de «Juventud, divino tesoro», sino de un furor impotente que en Yeats encontró expresión acendrada (cosa rara, que pocos hombres, o ninguno, sientan el ultraje que es la vejez)». Ni Yeats, ni Cernuda, se dejan consolar por los elogios a la vejez, los De senectute ciceronianos. Tampoco Hugo Rodríguez-Alcalá. Sin embargo, a diferencia del poeta irlandés y del poeta español, H. Rodríguez-Alcalá no manifiesta en sus versos una rabia feroz contra la vejez. Ante el espectáculo de su propia entrada en esta ausencia de patria, de tierra, que es la vejez, el poeta opta por volverse con ansiedad sensual y melancólica hacia el país de la infancia, aferrándose con todo su sentir, a esos recuerdos de soles y parras, tratando de resucitarlos. Con éxito, en el maravilloso marco del poema:

 

Con un rumor de insecto sobre el mármol

fulge el reloj de plata. El mundo es nuevo:

 

ha renacido mi niñez intacta

en el cristal de la pequeña esfera.

(p. 75)

 

La infancia. Según Sábato, un país no es sino el paisaje de la infancia. Exiliado desde 1947 del Paraguay, su patria, y próximo a un nuevo exilio (la vejez, «There is no country for old men...»), el poeta pugna por romper el primer exilio, el de la patria, a través del recuerdo de la infancia (la verdadera patria, según Sábato). He aquí la confluencia de los dos exilios que acosan al poeta, y el sentido de Palabras de los días: libro que clama contra la vejez a fuerza de rescatar la infancia:


Si pudieras pintar ese retrato

con las palabras justas,

estarías allí, en la vieja casa,

vencedor de tu exilio y, para siempre,

con tu tiempo mejor recuperado.

 

La muerte. Ese blanco desierto ilimitado -según el verso de Cernuda- en el que desemboca la vejez, surge también, inevitablemente, en Palabras... En el poema titulado «Entre dos orillas», el poeta se encuentra con su hermano muerto, y escribe: «Ese semblante se parece al mío» (p. 64).

 

Indirectamente, con miedo casi a nombrarla, el poeta está aludiendo a su propia muerte. Valor de eco, o de proyección, según querramos mirarlo, tiene asimismo la serie «Personas y lugares», cada uno de cuyos poemas alude a la muerte. Pero, ¿qué es la muerte? Cernuda se decía:


Si morir fuera esto,

un recordar tranquilo de la vida,

un contemplar sereno de las cosas,

cuán dichosa la muerte,

rescatando el pasado,

para soñarlo a solas cuando libre,

para pensarlo tal presente eterno

como si un pensamiento valiese más que el

mundo.

 

Y Hugo Rodríguez-Alcalá, en el citado poema «Reloj de plata», tras los versos en que el recuerdo de la infancia se erige, vencedor del tiempo, se pregunta:

 

Señor, ¿hay otra vida

para el hombre mortal tras de su muerte

 

o es la vida vivida la que dura

en trasmundo distante, incorruptible,

 

y nuestra muerte es el principio de una

recordación eterna de la vida?

(p. 76)

 

La vejez, la muerte. Exilio de la juventud, exilio de la vida. Exilio del tiempo. Hugo Rodríguez-Alcalá, exiliado de su patria, se siente ahora en Palabras... exiliado del tiempo.

 

Volverse a la infancia es una solución, don que el poeta sabe aprovechar e intensificar, como el amor, mejor quizá que los demás hombres. Y mientras tanto: el poema. Dije que H. Rodríguez-Alcalá no se desata, como Yeats y Cernuda, en improperios contra la vejez. Bueno, a veces sí; a veces al poeta se le escapa un amargo reproche contra ese enemigo invisible que le roe. Hay en Palabras... un poema, un hermoso poema, que dice así:


(En el patio, en la huerta, en todas partes,

abril, alborotando, retozando,

continúa, el jolgorio).

-¡Abril, cómo hoy me duele

verte tan juvenil cuando envejezco!

(p. 74



II

Palabras de los días, publicado en 1972, reúne poemas que van desde 1962 hasta 1970. Los poemas que componen El Portón invisible han sido escritos en su mayor parte entre 1968 y 1977. Ambos libros representan un periodo muy particular dentro de la poesía de H. Rodríguez-Alcalá. Un periodo dominado por el tema, casi obsesivo, de la infancia. En Palabras de los días, como ya dije, el poeta se vuelve hacia la infancia empujado, en cierto modo, por el espectáculo de la fuga de su propia juventud. Así comienza una aventura lírica que lleva el sello de la eternidad. Esta vuelta al origen como reacción contra el paso del tiempo constituye el primer momento de dicha aventura. Acosado por el fantasma de la vejez, el poeta se deja arrastrar en una especulación sobre la muerte, sobre una muerte que poco a poco, ante la sorpresa del propio autor, va adquiriendo los perfiles de su propia muerte («Ese semblante se parece al mío»). Uno no puede sustraerse al recuerdo de Edipo y de su obstinada búsqueda del asesino del rey, de un asesino anónimo que termina por cobrar la figura del propio Edipo. Dicha especulación marca el segundo momento. El tercero viene dado por la primera parte de El Portón invisible. En estos poemas, tras el anterior desvío, el poeta regresa al mundo mágico, intemporal, de su infancia, para recrearla y recrearse en sus aguas, en esas aguas que aseguran la eterna juventud. El poeta ya ha visto la muerte, ya se ha asomado a ese abismo blanco, pura ausencia de instantes. Ya es un poco como Lázaro. Y como Lázaro, regresa a la vida. ¿A qué momento de ésta? Viniendo de la Nada, ¿a cuál otra podría regresar, sino a la infancia, a la primera eternidad?

 

... Deja abierto

 

el antiguo portón ahora invisible.

Yo habré de entrar para quedarme a solas

 

en el patio, mirando a todos lados,

marchando de puntillas hacía el fondo...

 

Si en Palabras... el autor disponía los elementos y los lugares que habrían de componer el maravilloso retablo de su infancia provinciana, en El Portón... se demora en nombrarlos, y repite una y otra vez esa parra, ese patio, aquella higuera... entregado a su tarea como un virtuoso artesano que ensaya y ensaya, absorto en su búsqueda del fragmento ideal:


Lo sueño, lo entresueño, lo persigo.

Para su acceso no hay más que el recuerdo.


Un ejemplo de esta insistencia, de esa morosidad: la parra, los sucesivos versos en que el autor nombra, canta, define, a este elemento de su infancia, que llega a adquirir categoría de símbolo. Vale la pena citarlos, aunque sólo sea por su belleza:


La casa de la parra prodigiosa

de racimos que asedian los insectos,

 

sombra con su opulencia de racimos

reventones de miel cada verano

 

¡frescura de los pámpanos,

racimos de uvas blancas!

 

Inmenso ser viviente de alma verde,

veo cubrir la parra los dos patios,

 

que lustra los sarmientos de la parra

y a las uvas convierte en yemas rojas.

 

En su ubérrima parra los racimos

fueron la miel de todos los veranos, (etc.)

 

Todas estas variaciones sobre un mismo tema, metamorfosis inagotable de un recuerdo, consiguen crear en el lector el efecto prodigioso de ese mundo transvasado en el sentir del poeta. Y es dicho sentir, hecho arte, el que rescata a la parra de la fuga de las horas: «Ella, en mis sueños, sigue siendo mía...».

 

Surge así en El Portón invisible todo un mundo de la infancia en un marco rural y provinciano. El lector español piensa en Azorín, en Machado, en Cernuda, en tantos autores que dieron forma a ese instante, hechizados por su brillo intemporal. Manuel Mantero, el poeta sevillano, comentó así estos poemas: «Hay en sus poemas «Elegía» y «El escenario», algo como un aire de sueño, como una mitología de la infancia, con sus personajes -dioses y héroes-; un patriarca anciano, su esposa, las hijas, los criados... Ese mundo que tan bien describe -con alma- es el que yo viví también allá en la provincia de Sevilla. El cielo azul, las muchachas «misteriosas» (¡ay, entonces!); las campanas, las palomas, los caballos, los tíos conversando en la esquina sombreada. Yo me instalo en ese mundo, mío y de todos porque es lo efímero no pasando del todo».

 

La vuelta a la infancia suscita, cómo no, el acento elegíaco. Las citas de autores italianos con que se inician varios poemas son suficientemente expresivas y sitúan al lector, de entrada, en la cuerda emocional propia al sentir de dichos poemas: «Ma quel giorno non torna»: «Mas aquel día no vuelve», escribe Cesare Pavese. Y Pasolini: «Ah non e piu per me questa bellezza». («Ay, ya no es más para mí esta belleza»). Acento elegíaco que provoca a su vez un deseo ciego de revivir -no fuese más que por un instante- ese sentirse unido a la creación entera, esa sensación de eternidad que sólo en la infancia gozamos:

 

¡Y vivir otra vez, en un minuto

la plenitud de un día de esos años!

 

En este mismo sentido deben ser leídos esos versos en que el poeta proclama la eternidad de su infancia: eternidad de lo que un día fue:

 

Por eso en ese patio, eternamente

estaba, estoy, y habré de estar jugando.

 

Como escribe el propio autor, el sabor que dejan estos versos, el sentimiento que suscitan, es quizás eso que resuena en la palabra «añoranza». Una última nota sobre estos poemas. Al hablar de Palabras de los días, subrayé que es la proximidad de la muerte la que despierta en el poeta los recuerdos de su infancia. Pues bien, hay en El Portón invisible un poema -biografía en verso de un emigrante-, en el que se dice:

 

Sólo antes de su muerte, un mediodía,

habló de su niñez, triste y nostálgico.

(Don Manuel, el Patriarca)

 

III

 

En El Portón... se pueden distinguir, creo, tres partes bastante distintas entre sí. Una, formada por los poemas de la infancia, ya comentados. Otra, por aquellos cuyo tema es el canto a la mujer (en los que se percibe el eco de Verrà la morte de Pavese), ciertas visiones que tienen algo del sueño, del pasado y de la muerte, y que hacen pensar en los pueblos fantasmales de Juan Rulfo («La casa», «Nocturno»...).

 

Hay, no obstante lo dicho en sentido contrario, un rasgo común que une a las tres partes: la sed de eternidad. Evidente en los poemas que tienen por motivo el rescate del mundo mágico de la infancia, impregna asimismo el resto de los poemas.

 

En la segunda parte -la más heterogénea-, el canto a la mujer tiende a destacar en ésta lo que podríamos llamar el lado metafísico de la carne: el acto de unión con la mujer supone para el poeta la unión, la reconciliación, con el universo entero. El acto amoroso resulta ser así la sustitución de la armonía de la infancia; durante ese instante de la unión de los cuerpos, el poeta y su amada son uno con el cosmos, y el tiempo se borra diluido en «un viento rojo, un suspirar de brisa». De aquí el afán de fusión con la mujer manifestado por el poeta; de fusión y de perpetuación:

 

Una mujer en llamas, toda llamas;

pero una sola, sí, que queme, incendie,

¡y en este sol de carne hacer mi carne!

 

En cuanto a las estampas del presente. El poeta aspira a eternizar ese instante en el que la realidad le libra su belleza: «El día urge a la inmortalidad. A veces ocurre que esa contemplación del presente conduce al poeta a recordar su infancia:

 

El día se parece

a algunos días mágicos de antaño

tanto más bellos cuanto más lejanos.

 

Algunos de estos poemas -como «Vislumbre», «Desayuno en la terraza»- señalan una influencia de la manera cortada, impresionista, un tanto forzada, de Jorge Guillén. Son, por cierto, unos poemas extraños -en cuanto a la dicción del verso- dentro de este periodo de la poesía de H. Rodríguez-Alcalá. Acostumbrado a la fluidez de su verso, el lector es detenido por este cambio un poco brusco en la tónica del libro. Quizá sea ésta la misión que el poeta ha querido darles situándolos en la mitad del conjunto: la de frenar, la de obligarnos a mirar ahora -tras el vuelo melodioso a la infancia- esa realidad no menos maravillosa que está ahí y ahora, esa Clara Belleza sin caducida (Vislumbre)

 

Universidad de Almería,

Facultad de Humanidades Cañada de San Urbano, Almería.

EMILIO BARÓN

 

 

Índice del poemario LA CASA DE LA MONTAÑA (En la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes)

HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ: EXILIADO DEL TIEMPO

 

- I - LA CASA EN LA MONTAÑA

A una casa en el sur de California/ Al pie de la montaña/ Proyecto de poema/ Entre usted en la casa.../ La casa/ La casa de los duendes/ Los cantos de la casa/ Jacaranda en California

- II - MORADORES DE LA MONTAÑA

Zorros plateados/ La virgen de oro o el regreso de Atalanta/ Esperando a los zorros plateados/ Mañanas de la llanura, mañanas de la montaña/ Amores en la montaña/ Apostasía en la montaña/ La musa terrible/ Las dos gigantas

- III - SOBRE QUIENES YA SE HAN IDO

El padre y el hijo: una instantánea/ La larga espera/ Abuelos victorianos/ Cuando los muertos no parecen muertos.../ Lo inalcanzable/ La visitante/ La durmiente

- IV - ÚLTIMO AMOR Y OTROS AMORES

Último amor/ La rosa escarlata/ A una mujer muy blanca/ Tanto gentile e tanto onesta.../ El fuego/ Sueños/ Majita desnuda

- V - UN PUEBLO Y OTROS PUEBLOS

Lázaro Montiel regresa al pueblo/ Dijo el Juez de Paz Lázaro Montiel/ El pueblo/ Areguá/ La casa del cielo/ Génesis del poema/ Alquimia del verso/ Mes de junio en California/ Primer recuerdo/ El pueblo y su arroyo/ Berro de Areguá/ La reina de Villa Rica

- VI - POEMAS DE ASUNCIÓN

Despertar en primavera/ En agosto de mil novecientos.../ Crepúsculos de antaño/ Asunción, 1908/ El triciclo en el patio/ Verso a verso el pasado y el presente/ La lluvia y el lago/ El tajamar del parque/ Iglesia y plaza de San Roque/ El árbol de oro/ San Roque en la iglesia de San Roque.



- I -

LA CASA EN LA MONTAÑA


 


 


A UNA CASA EN EL SUR DE CALIFORNIA

 

A Víctor y Dirma Carugati

 

 

Al contemplarla -ya antes de ser mía

   
 

tranquila y blanca con sus dos palmeras

   
 

y sus huertos en flor, me parecía

   
 

atesorar en sí sus primaveras.

   
 

 

 

En los taludes, flores escarlata;

 

 
 

en los rosales, rosas amarillas,

   
 

y el limonero, rico en oro y plata

   
 

exhibiendo sus mudas maravillas.

   
 

 

 

Había en mí el extraño sentimiento

   
 

de un reencuentro amoroso; yo sabía

 

 
 

que ya esa casa me pertenecía

   
 

de muy antiguo, en el presentimiento.

   
 

 

 

Al pie de la montaña -¡tan discreta

   
 

en su enorme silencio pensativo!-

   
 

la casa donde hoy vivo, donde escribo,

 

 
 

es un cumplido sueño de poeta.

   
 

 

 

El ventanal abierto a la hermosura

   
 

de un panorama de égloga, renueva

   
 

para mí, cada día, la pintura

   
 

de la eterna montaña siempre nueva.

 

 
 
     

 

 

¡Oh casa de las próceres palmeras,

   
 

de huertos y taludes florecidos,

   
 

en cuyas deslumbrantes primaveras

   
 

hallé la paz, la paz y sus olvidos!

   
 

¡Hoy que debo emprender un largo viaje,

 

 
 

un viaje tal vez definitivo,

   
 

quiero llevar conmigo este paisaje,

   
 

estos huertos, la sala donde escribo

   
 

y esta paz en que vivo y me desvivo!

   
 
 

 

California, 1982.

 


 


AL PIE DE LA MONTAÑA

 

 

La casa del Sur reluce

   
 

sobre una altura arbolada.

   
 

En sus cinco patios crecen

   
 

miles de exóticas plantas.

   
 

 

 

No es loma la tierra fértil

 

 
 

que la sostiene y ensalza:

   
 

ella se alza en la fornida

   
 

ladera de una montaña.

   
 

 

 

Dos palmeras gigantescas

   
 

a su vera montan guardia,

 

 
 

y ella, la casa, sonríe

   
 

sabiéndose bien guardada.

   
 

 

 

Los patios le brindan flores

   
 

de variado color, muy raras,

   
 

que al venir la noche cierran

 

 
 

sus corolas hechizadas.

   
 

 

 

Mucho viven estas flores,

   
 

¡quién sabe cuántas semanas:

   
 

cerrándose cada noche

   
 

y abriéndose a la mañana!

 

 
 
     

 

 

El limonero perfuma

   
 

todo cubierto de nácar.

   
 

Palomas revolotean

   
 

sobre el techo de pizarra:

   
 

 

 

tienen sus nidos ocultos

 

 
 

en huecos de la fachada.

   
 

Los ventanales reflejan

   
 

luces de coches que pasan.

   
 

 

 

Orgulloso de su verde

   
 

el pino exhibe sus ramas:

 

 
 

en ellas también hay nidos

   
 

de sinsontes y calandrias.

   
 

 

 

La casa, como sus flores,

   
 

de noche está clausurada;

   
 

pero de día contempla

 

 
 

con arrobo a la montaña.

   
 

 

 

Apenas brilla la aurora

   
 

cada flor mira a la casa;

   
 

y la casa las bendice

   
 

con una quieta mirada.

 

 
 
     

 

 

La casa, a veces, parece

   
 

ascender a la montaña

   
 

cuando la niebla esfumina

   
 

el perfil de su fachada.

   
 

 

 

¿Qué aguardan los cinco patios

 

 
 

que circundan esta casa,

   
 

y qué aguarda ella que bajen

   
 

de allá arriba, por la falda,

   
 

 

 

cuando apenas amanece

   
 

y es aún la luz escasa?

 

 
 

Allá arriba hay hondas cuevas

   
 

y fuentes de limpias aguas:

   
 

 

 

finos zorros plateados

   
 

tienen guarida entre zarzas.

   
 

(Más que zorros, son los duendes

 

 
 

que embrujan a la montaña).

   
 

 

 

La casa y sus cinco patios

   
 

se estremecen en el alba

   
 

si ven bajar a los zorros

   
 

todos vestidos de plata.

 

 
 
 

 

Mayo, 1995.

 


 


PROYECTO DE POEMA

Un poème c'est bien peu de chose...

R. Queneau

               

 

 

 

 

Tema:

   
 

mi madre en la casona vieja,

   
 

entre las cuatro y cinco de la tarde.

   
 

 

 

Que se la pueda ver a sus ochenta

   
 

y tantos años, pulcra y sosegada,

 

 
 

leyendo en su sillón del corredor.

   
 

 

 

Que el corredor se haga imaginable:

   
 

largo, con sus baldosas coloradas

   
 

y las que han sido más o menos blancas.

   
 

 

 

Que, como fondo, el patio sea intuible

 

 
 

con las palmas, la parra, el jazminero,

   
 

y el aljibe en el centro.

   
 

 

 

No abusar de detalles:

   
 

lo esencial es la dueña de la casa

   
 

leyendo en su sillón.

   
 

Rostro moreno,

 

 
 

hermoso todavía,

   
 

capaz

   
 

 

 

de la alegría más vivaz

   
 

como de la tristeza

   
 

más discreta.

 

 
 
     

 

 

El cabello rizado, todo blanco.

   
 

El aire de la patria, dulce y ácido,

   
 

ha de sentirse en torno a su figura.

   
 

 

 

Y no olvidar:

   
 

que a pocos pasos de ella

 

 
 

brinquen y píen cuatro o cinco audaces

   
 

gorriones, reclamando

   
 

las migajas rituales de la tarde.

   
 

 

 

Si pudieras pintar ese retrato

   
 

con las palabras justas,

 

 
 

estarías allí, en la vieja casa,

   
 

vencedor de tu exilio y, para siempre,

   
 

con tu tiempo mejor recuperado.

   
 
 

 

Mayo-junio, 1970.


 


ENTRE USTED EN LA CASA...

 

 

Entre usted en la casa, vea esas palmas,

   
 

esas de finos, variados troncos,

   
 

 

 

troncos pulidos con anillos claros

   
 

que ufanos blanden abanicos verdes.

   
 

Alce la vista de lo verde; expláyela

 

 
 

sobre ese largo corredor: es alto

   
 

 

 

y es ancho, con pilares bien erguidos

   
 

de sobrios capiteles.

   
 

 

 

En ese corredor pavimentado

   
 

de antiguas losas que, enceradas, brillan,

 

 
 

 

 

usted podría ver lo inesperado.

   
 

Mire a su izquierda ahora, mire al patio.

   
 

 

 

¿Ve el jazminero umbrío? Por sí solo

   
 

es un jardín de innumerables flores

   
 

cuyo blanco perfume sube al cielo,

 

 
 

fresco sahumerio que embalsama el patio.

   
 

 

 

¿Y la parra, la parra con techumbre

   
 

de pámpanos que el sol, viril, traspasa

   
 
     

 

 

a la hora del cenit, tejiendo encajes

   
 

de tibia luz sobre baldosas viejas

 

 
 

que hoy no son ni celestes ni rosadas?

   
 

Fíjese bien usted en este cuadro

   
 

 

 

que merece atención: ¿ve allí, en el centro,

   
 

ese duro cilindro, coronado

   
 

 

 

de un artístico adorno de metal,

 

 
 

del que pende, hoy callada, la roldana?

   
 

 

 

Es un aljibe de aguas llovedizas

   
 

en las que giran pececillos de oro.

   
 

La parra, el jazminero y ese aljibe,

   
 

con las lucientes palmas,

 

 
 

 

 

están perpetuamente dialogando.

   
 

Sólo interrumpen el coloquio cuando

   
 

 

 

una niña, hace tiempo fallecida,

   
 

asómase al brocal, mira hacia adentro.

   
 

 

 

(Súbitamente ha aparecido). Y dice:

 

 
 

«¡Hay todavía pececillos! Gracias.

   
 

 

 

La casa es la de siempre». Y cuando ella

   
 

desaparece tal como ha venido,

   
 

 

 

las palmas y la parra y el aljibe

   
 

reanudan, sin palabras, el coloquio.

 

 
 
     

 

 

Llegan entonces gorriones rápidos

   
 

ansiosos del festín, vieja costumbre.

   
 

 

 

Y pasa ahora lo que siempre pasa

   
 

sin que nadie lo vea ni lo sienta:

   
 

 

 

calladamente por la galería,

 

 
 

una dama de blanco, casi niebla,

   
 

 

 

llega hasta el patio y de sus manos vierte

   
 

migajas rituales, favoritas

   
 

 

 

de pájaros asiduos,

   
 

hace ya muchos años, muchos, tantos,

 

 
 

que el mismo aljibe no recuerda cuántos.

   
 
 

 

Octubre, 1995.

 


 


LA CASA

 

A Demetrio y María Luisa Ayala

 

 

Yo estoy, estaba, he de estar, siempre he estado

   
 

en esa soñadora, dulce casa,

   
 

en donde el tiempo, quieto allí, no pasa,

   
 

sino perdura como eternizado.

   
 

 

 

En mi niñez feliz, nunca he gozado

 

 
 

de días como días de esa casa,

   
 

en que el gozo las horas acompasa

   
 

como si uno estuviera allí embrujado.

   
 

 

 

Cuando contemplo su fotografía

   
 

ya anticuada, ya sepia, pero hermosa,

 

 
 

me conmueve su larga galería

   
 

 

 

y recupero mi niñez dichosa,

   
 

mecido en ancha hamaca cadenciosa,

   
 

todo inocencia y todo fantasía.

   
 
 

 

Mayo, 1989.

 


 


LA CASA DE LOS DUENDES

 

A Stella Blanco Sánchez de Saguier

 

 

Quien no ha vivido al pie de una montaña

   
 

como aquella montaña azul y verde,

   
 

 

 

y en una casa como aquella casa,

   
 

en la que el tiempo, deliciosamente

   
 

 

 

se arremansa en mañanas como siglos

 

 
 

de aire delgado y de fulgor celeste;

   
 

 

 

una casa con duendes en los patios,

   
 

a los que en albas en que faltan duendes,

   
 

 

 

descienden en parejas, misteriosos,

   
 

delgados zorros de plateadas pieles;

 

 
 

 

 

quien no ha vivido allí sintiendo el beso

   
 

de la altura bajar sobre su frente

   
 

 

 

en claras noches de estrellado seno,

   
 

no sabe qué es vivir en paz; no sabe

   
 

¡no sabe qué es vivir, sencillamente!

 

 
 
 

 

Mayo, 1985.

 


 


LOS CANTOS DE LA CASA

 

A Yula Riquelme de Molinas

 

 

El corredor termina donde se alza

   
 

la escalera que ofrece tres peldaños

   
 

para acceder al fondo de la casa.

   
 

 

 

Un tibio sol de octubre incendia el patio

   
 

que en dorados y verdes resplandores

 

 
 

acoge la visita de los pájaros.

   
 

 

 

Llegan gorriones grises, benteveos

   
 

más amarillos que su agudo canto,

   
 

y arman un alboroto de gorjeos.

   
 

 

 

Una voz juvenil modula un tango

 

 
 

repitiendo una misma melodía

   
 

de no se sabe qué doliente caso.

   
 

 

 

Chirría la roldana del aljibe

   
 

bajo el brillante toldo de los pámpanos,

   
 

y allí, en la oscura y clara superficie

 

 
 

 

 

del agua subterránea, suena el sordo

   
 

golpe del balde, ansioso de frescura.

   
 

Se oye la triste voz, de allá, del fondo

   
 
     

 

 

de la casa, y el largo corredor

   
 

tiembla con la nostalgia de aquel aire:

 

 
 

 

 

    ¡Caminito que todas las tardes

   
 

    feliz recorría cantando mi amor!

   
 
 

 

Febrero, 1988.

 

 


 


JACARANDA EN CALIFORNIA

 

 

Cuando regreso a la casa

   
 

y lo columbro de lejos,

   
 

todo vestido de gala

   
 

y enamorado del viento,

   
 

 

 

con el lila de sus ramos

 

 
 

tembloroso de deseo,

   
 

se me figura impaciente,

   
 

como si fuera un velero

   
 

queriendo soltar amarras

   
 

y navegar por el cielo.

 

 
 

 

 

Bajo del coche y avanzo

   
 

por la escalera de piedra,

   
 

y a su vera me detengo

   
 

para admirar su belleza.

   
 

 

 

Y él se me antoja que inclina

 

 
 

su copa de primavera

   
 

y que a mis pies, saludando,

   
 

vierte sus flores más tiernas.

   
 
 

 

1979.

 

 

- II -

MORADORES DE LA MONTAÑA


 


 


ZORROS PLATEADOS

 

A Roque González Salazar

 

 

Preguntaba a menudo la extranjera:

   
 

-¿Ha visto usted los zorros plateados?

   
 

La vecina muy vieja cuyos ojos

   
 

verdes serían en sus verdes años.

   
 

 

 

-No -respondía yo. -De la montaña

 

 
 

bajan liebres, conejos y lagartos;

   
 

bajan también coyotes que no he visto,

   
 

y los topos que ahuecan nuestros patios.-

   
 

 

 

-¿Pero no ha visto usted los zorros? -insistía.

   
 

Y yo, alzando la vista hacia los pájaros

 

 
 

que en parvadas oscuras acudían

   
 

a estremecer la paz de nuestro barrio,

   
 

 

 

respondía: -Esos zorros existen en su mente.

   
 

Usted los sueña. Siga usted soñándolos.

   
 

Nadie los vio jamás en las laderas

 

 
 

ni en las cumbres. Acaso algún sonámbulo

   
 

 

 

de los que suben por torcidas sendas

   
 

en la noche, hacia picos escarpados,

   
 

creyó atisbarlos en los matorrales

   
 

y sólo vio visiones de borracho... -

 

 
 
     

 

 

La extranjera mirábame a los ojos:

   
 

yo advertía en los suyos un chispazo

   
 

de su lejana juventud, un brillo

   
 

entre irónico, alegre y apenado.

   
 

 

 

Y aconteció que una mañana, un día

 

 
 

de inolvidable luz de sol temprano,

   
 

miré hacia el sitio donde se alza el pino

   
 

junto al muro encendido de geranios,

   
 

 

 

y de pronto los vi, pareja mágica:

   
 

él, delante, ella atrás, ágiles, rápidos,

 

 
 

pasar todo a lo largo, sobre el muro,

   
 

con su lujoso traje plateado:

   
 

 

 

ambos lumbre y amor, visión furtiva

   
 

de la montaña, en albas de verano...

   
 
 

 

Noviembre, 1983.

 


 


LA VIRGEN DE ORO O EL REGRESO DE ATALANTA

 

(A renowed and swift-footed huntress...)

 

 

Es fama que son sus pies

   
 

más veloces que dos alas;

   
 

al correr se hace invisible

   
 

como una flecha que pasa.

   
 

 

 

«Es más que mujer la virgen»

 

 
 

-se asegura en la montaña-.

   
 

«Todo es áureo en su figura:

   
 

todo, el brillo de su cara,

   
 

el esplendor de sus pechos,

   
 

sus fugaces piernas largas,

 

 
 

sus castos brazos de virgen

   
 

y la lumbre de alborada

   
 

 

 

que incendia su cabellera

   
 

llameante a sus espaldas».

   
 

Reina de toda la selva

 

 
 

que enverdece la montaña,

   
 

 

 

ella, la gran cazadora,

   
 

que lleva flechas de plata

   
 

ansiosas de dispararse,

   
 

resonantes en la aljaba.

 

 
 
     

 

 

No hay fieras que le hagan frente;

   
 

todas huyen espantadas

   
 

si la ven, vertiginosa,

   
 

en correrías de caza.

   
 

 

 

Cuando se quita la túnica

 

 
 

para bañarse en las aguas

   
 

de su fuente, su belleza

   
 

resplandece como un ascua

   
 

que pone el agua de oro

   
 

de puro maravillada.

 

 
 

 

 

Han venido pretendientes

   
 

de muy remotas comarcas

   
 

y a todos ha desdeñado

   
 

su virginidad huraña.

   
 

 

 

El jabalí sanguinario

 

 
 

trajo el pánico a la selva.

   
 

Muchos valientes murieron

   
 

aplastados por la fiera.

   
 

Entonces la virgen de oro

   
 

con un solo par de flechas

 

 
 

hizo del monstruo un cadáver

   
 

bañado en su sangre negra.

   
 
 

 

Julio, 1995.

 


 


ESPERANDO A LOS ZORROS PLATEADOS

Cheveux et gorge au vent...

 

Baudelaire.

               

 

 

 

Antes de la amanecida

   
 

los esperaba en el patio.

   
 

Los dos vendrían, lucientes,

   
 

con ágil y mudo paso.

   
 

 

 

La primavera en el cielo,

 

 
 

floración de lirios blancos,

   
 

resplandecía, latiendo

   
 

mansamente, en los espacios.

   
 

Los mundos no estaban quietos.

   
 

Giraban como soñando:

 

 
 

tarareaban muy quedo

   
 

su casi inaudible canto.

   
 

Y mientras así giraban,

   
 

el rebaño de los astros,

   
 

pestañeaba soñoliento

 

 
 

con diamantes en los párpados.

   
 

 

 

Al primer rayo del alba

   
 

hubo inquietud aquí abajo:

   
 

¿fue que ya de la montaña

   
 

bajaban los plateados?

 

 
 
     

 

 

No. No eran los que venían

   
 

zorros, ni ciervos ni gamos.

   
 

Eran... ¿Quién iba a creerlo?

   
 

eran dos seres alados

   
 

sin alas, pero que vuelan

 

 
 

como flechas de sus arcos,

   
 

como esos trazos de fuego

   
 

punzante que son sus dardos.

   
 

 

 

Eran dos vírgenes rubias

   
 

y de un color de alabastro,

 

 
 

desnudo el pecho y desnudos

   
 

sus firmes, temidos brazos,

   
 

y echando luz todo el cuerpo

   
 

con reflejos nacarados.

   
 

 

 

Me vieron junto al rosal

 

 
 

próximo al linde del patio,

   
 

Y yo las vi de repente:

   
 

-¡Diosas! -grité estupefacto.

   
 

Me pareció, vanidoso,

   
 

que ellas también se asustaron.

 

 
 

¡Iluso! Las fieras vírgenes

   
 

sonrieron con sarcasmo:

   
 

-¿Qué quiere usted con los zorros?-

   
 

dijeron y se marcharon.

   
 
 

 

Enero, 1996.


 


MAÑANAS DE LA LLANURA, MAÑANAS DE LA MONTAÑA

 

A Beatriz Eugenia

 

 

Las mañanas de mi pueblo

   
 

eran plácidas mañanas,

   
 

no como estas imponentes

   
 

mañanas de la montaña.

   
 

 

 

Las mañanas de mi pueblo

 

 
 

-cielo azul y nubes blancas-

   
 

no eran mañanas solemnes

   
 

para telones de dramas.

   
 

 

 

Las mañanas de mi pueblo

   
 

eran modestas y mansas,

 

 
 

con su llanura muy verde

   
 

y cerros en lontananza.

   
 

Las mañanas de mi pueblo

   
 

tenían algo de santas:

   
 

rezaban con un susurro

 

 
 

si repicaban campanas.

   
 

 

 

Nunca había allá coyotes,

   
 

garduñas ni musarañas,

   
 

ni feroces animales

   
 

ni apariciones paganas.

 

 
 
     

 

 

Aquí hay duendes y hay visiones

   
 

que temen las mismas águilas.

   
 

Y cuando rondan los duendes

   
 

vuelan de espanto las garzas,

   
 

 

 

enmudecen las palomas

 

 
 

con las alas congeladas.

   
 

Pero aquí también, a veces,

   
 

hay gloriosas madrugadas,

   
 

 

 

cuando zorros plateados

   
 

de empinadas cumbres bajan,

 

 
 

uno tras otro, muy próximos,

   
 

hocicos y colas largas,

   
 

y apenas tocando el suelo

   
 

el peluche de sus patas...

   
 
 

 

1965.

 


 


AMORES EN LA MONTAÑA

 

 

Una fuente habitaban

   
 

de rumorosas linfas:

   
 

altos chorros de plata,

   
 

incesante armonía.

   
 

 

 

No lejos de la fuente

 

 
 

una caverna umbría

   
 

servía de refugio

   
 

a ambas mozas divinas

   
 

cuando el zigzag del rayo

   
 

la montaña encendía.

 

 
 

 

 

Su amoroso estertor,

   
 

sus jadeos de ninfa

   
 

suspendían a cuantos

   
 

al alba las oían:

   
 

a aves, ciervos y fieras

 

 
 

y hasta a traidoras víboras.

   
 

 

 

Aquellas dos deidades

   
 

ardientes y mellizas,

   
 

eran en la montaña

   
 

un deslumbrante enigma.

 

 
 
     

 

 

Las visitaban siempre

   
 

pero nunca de día,

   
 

un par de extraños seres

   
 

que vivían dos vidas:

   
 

 

 

cabeza y torso de hombre

 

 
 

con gravedad erguían:

   
 

lo demás era equino,

   
 

recia caballería.

   
 

 

 

Los brazos de las diosas

   
 

el tórax les ceñían,

 

 
 

y los hombres-caballos

   
 

piafaban de delicia.

   
 

 

 

Bajo la luna llena

   
 

causaban maravilla

   
 

el galope relámpago

 

 
 

de corceles sin brida

   
 

y las diosas desnudas

   
 

que llevaban encima...

   
 
 

 

1995.

 


 


APOSTASÍA EN LA MONTAÑA

 

A Miguel

 

 

Ella, veinte años en flor

   
 

no era divina, era humana,

   
 

aunque inmortal parecía

   
 

si subía a la montaña.

   
 

 

 

La montaña bien sabía.

 

 
 

La montaña adivinaba

   
 

lo dichosa que era ella

   
 

en noches en que hasta el alba

   
 

 

 

ella miraba los astros

   
 

en las cumbres escarpadas,

 

 
 

cuando las lunas de estío

   
 

su perfil transfiguraban.

   
 

 

 

Muy negra su cabellera

   
 

para que fuera más blanca

   
 

la blancura de su cuerpo

 

 
 

en ella dos veces casta.

   
 

 

 

En vano en noches de luna

   
 

cuando ella se desnudaba

   
 

para bañarse en la fuente

   
 

que decían de Las Hadas,

 

 
 
     

 

 

en vano zorros y ciervos

   
 

en la sombra la espiaban:

   
 

nunca vieron los tesoros

   
 

que había visto la montaña.

   
 

 

 

Era hermosa sin saberlo

 

 
 

en su inocencia cristiana:

   
 

en roja Biblia de herejes

   
 

su misticismo exaltaba.

   
 

 

 

Pero un día esta inocente

   
 

volviose -dicen- pagana.

 

 
 

Dicen que un duende en el bosque...

   
 

¿Un duende? Un duende con alas

   
 

 

 

le disparó una saeta

   
 

invisible por lo mágica.

   
 

Y esta saeta invisible

 

 
 

penetró su carne blanca

   
 

 

 

y entre dos pechos dulcísimos

   
 

le entró hasta el fondo del alma.

   
 

Transformada entonces, ella,

   
 

loca ya, desmemoriada,

 

 
 

 

 

ella, la tan inocente

   
 

y piadosa si no santa,

   
 

olvidó su religión

   
 

y Amor la volvió pagana.

   
 
 

 

1996.


 


LA MUSA TERRIBLE

 

 

Protege su carne rosa

   
 

relumbrosa piel de fiera:

   
 

puma o jaguar que ella misma

   
 

hirió de muerte en la selva.

   
 

 

 

(Toda flecha que dispara

 

 
 

pone a sus pies una pieza).

   
 

Recelosa, nadie sabe

   
 

dónde ha elegido su cueva:

   
 

 

 

hay muchas en la montaña

   
 

pero ninguna es de ella.

 

 
 

Rara vez la ven sus ciervos

   
 

tendida sobre la hierba,

   
 

 

 

dormida, resplandeciente,

   
 

en el sopor de la siesta.

   
 

Revolotean palomas

 

 
 

sobre su rubia belleza:

   
 

palomas que la acompañan

   
 

y la sirven dondequiera.

   
 
     

 

 

Cuando más veloz que el viento,

   
 

llameante la cabellera,

 

 
 

tensado el arco de plata,

   
 

los fieros ojos alerta,

   
 

 

 

cruza el bosque donde tigres,

   
 

pumas y linces acechan,

   
 

todos huyen con espanto,

 

 
 

temiendo dardos o flechas

   
 

o el brillo de una mirada

   
 

que puede hacerlos de piedra.

   
 
 

 

Junio, 1995.

 


 

 


LAS DOS GIGANTAS

J'euse a viure auprés d'une jeune géante...

 

Ch. Baudelaire.

               

 

 

 

Idénticas son las dos

   
 

y de estatura muy alta.

   
 

Rara vez se dejan ver

   
 

por gente de la montaña.

   
 

 

 

Y huyen si alguien las acecha

 

 
 

no se sabe si asustadas.

   
 

Pero ¿a quién pueden temer

   
 

si son un par de gigantas?

   
 

 

 

Se ponderan su hermosura

   
 

y su titánica gracia,

 

 
 

pero quienes las ponderan

   
 

jamás les vieron la cara

   
 

 

 

y mucho menos sus formas

   
 

entre divinas y humanas.

   
 

Se cree que son parientas

 

 
 

de la virgen Atalanta.

   
 
     

 

 

Con áureo nudo en la nuca

   
 

sus largos cabellos atan.

   
 

Por la selva sin caminos

   
 

andan, se dice, descalzas.

 

 
 

Pero tanto aquí se miente

   
 

entre las cumbres y escarpas,

   
 

que entre tantos vanos díceres

   
 

es mejor no creer nada.

   
 

«¡Amazonas, Amazonas!»

 

 
 

-un montañés las retrata-

   
 

«Son dos mujeres brutales

   
 

armadas de arcos y lanzas,

   
 

que gozan vertiendo sangre

   
 

y que con sangre se bañan».

 

 
 

 

 

Pura leyenda. Hoy sabemos

   
 

que ellas son en la montaña

   
 

las nodrizas de esos zorros

   
 

que lucen pieles de plata.

   
 
 

 

Julio, 1995.

 

- III -

SOBRE QUIENES YA SE HAN IDO

 


 


EL PADRE Y EL HIJO: UNA INSTANTÁNEA

 

(Año 1924)

 

A Ramiro

 

 

 

El caballero y el adolescente

   
 

andando vienen por la angosta acera.

   
 

 

 

La calle es una calle silenciosa

   
 

de Villarrica, al promediar la siesta.

   
 

 

 

Hay umbríos follajes sobre un muro.

 

 
 

El sol de enero desde lo alto ciega.

   
 

 

 

Casonas centenarias

   
 

sostienen sus fachadas soñolientas

   
 

 

 

como cansadas ya de erguir los siglos.

   
 

En el pleno vigor de la existencia,

 

 
 

 

 

el caballero evoca con su aplomo

   
 

el recio señorío de otra época.

   
 

 

 

Sus botines brillantes pisan fuerte

   
 

las losas blancas; su robusta diestra

   
 

 

 

adelantada a su figura prócer,

 

 
 

oprime el ala del sombrero y lleva

   
 
 

 

 

la prenda alzada con soltura y garbo,

   
 

en ademán resuelto que a la prenda

   
 

confiere un no sé qué prestigio ufano,

   
 

cual si ésta fuese un arma o una enseña.

 

 
 

 

 

En su mirar impávido y austero

   
 

arde la voluntad de un alma ascética.

   
 

 

 

Su hijo el adolescente apura el paso.

   
 

Se sabe junto al padre un niño apenas

   
 

 

 

a quien, entre inhibido y orgulloso

 

 
 

la acera le parece aún más estrecha.

   
 
 

 

 

 

Esta fotografía es enigmática.

   
 

No sé qué extraña sugestión encierra.

   
 

 

 

Hay un contraste tal en las figuras,

   
 

como también una emoción secreta.

 

 
 

 

 

Sin dialogar dialogan padre e hijo:

   
 

el uno, sin hablar, guía y enseña:

   
 

 

 

el otro, sin mirar, siente la magia

   
 

del ejemplo y vigor de la presencia

   
 

 

 

del caballero. Y ambos, en silencio,

 

 
 

en recíproco amor se compenetran.

   
 
 
     

 

 

 

Muchos años pasaron desde entonces.

   
 

Cambió la vida de aquel viejo pueblo.

   
 

 

 

Esa casa hoy no existe, ni esa acera

   
 

ni esos umbrosos árboles, que han muerto.

 

 
 

 

 

Cambió también el mundo como siempre.

   
 

Lo único que perdura es el recuerdo

   
 

 

 

de aquel amado pueblo y de su gente,

   
 

gente que era el decoro de aquel tiempo.

   
 

 

 

Y un día, hoy ya remoto, muy anciano

 

 
 

y baldado, muriose el caballero.

   
 

 

 

Perdida el habla, opaca la mirada,

   
 

ruina en fin de sí mismo, era un espectro

   
 

que poco a poco en la casona triste,

   
 

desmemoriado, se nos fue extinguiendo.

 

 
 

 

 

El muchacho creció. Como su padre,

   
 

tan gran señor, fue su heredero auténtico.

   
 

 

 

La hoy larga trayectoria de sus años

   
 

refleja fiel, como vital espejo,

   
 
   

 

 

momentos de la vida de su padre:

 

 
 

se percibe en sus actos un modelo,

   
 

 

 

tal como en rostro y ademán y aire,

   
 

el padre muerto en él sigue viviendo

   
 
 

 

 

 

¿Aconteció quizás que en aquel día,

   
 

a media siesta en el callado pueblo,

 

 
 

 

 

tuviera él vislumbres de un destino,

   
 

del destino cabal de un caballero?

   
 
 
 

 

1983.



 


LA LARGA ESPERA

 

A María Teresa

 

 

Quiso ella verla, verla a treinta años

   
 

de la muerte. La madre nunca vista.

   
 

 

 

La que al darle la vida dio la suya

   
 

en una primavera remotísima.

   
 

 

 

Y fuese al panteón toda expectante

 

 
 

y temblorosa pero decidida.

   
 

 

 

Hombres oscuros con sus herramientas

   
 

tras mucho esfuerzo el ataúd abrían.

   
 

 

 

Y columbró primero bajo el vidrio

   
 

y luego sin el vidrio, blanca y nítida,

 

 
 

 

 

una apacible joven en reposo,

   
 

una joven hermosa, palidísima,

   
 

 

 

de anchos ojos cerrados como en sueños;

   
 

denso el cabello en torno a las mejillas,

   
 

 

 

blanco el vestido aquel del desposorio

 

 
 

y un Cristo blanco en manos casi niñas.

   
 
 

 

 

Estaba intacta. En los pequeños labios

   
 

se había eternizado una sonrisa

   
 

 

 

apenas perceptible. Era la novia

   
 

tan admirada en la fotografía

 

 
 

 

 

de las bodas cercanas a la muerte.

   
 

Era la novia tantas veces vista:

   
 

 

 

-Esa es mamá, mamá que está en el cielo-

   
 

le decían cuando era pequeñita.

   
 

 

 

Idéntica al retrato, incorruptible,

 

 
 

el vestido nupcial de tela fina

   
 

 

 

con pliegues relucientes. Sobre el pecho

   
 

el Cristo de marfil no se le hundía.

   
 

 

 

La madre joven en la caja negra

   
 

parecía esperarla, aunque dormida.

 

 
 
 



 


 


ABUELOS VICTORIANOS

 

(Dos retratos al óleo)

 

A Nicolás

 

 

Están allí callados y abstraídos

   
 

en su visión lejana de otro mundo,

   
 

 

 

hombre y mujer, aún jóvenes -viejísimos-

   
 

en una eternidad sin tiempo que es su asilo.

   
 

 

 

Pero residen hoy y no lo saben

 

 
 

en una casa de desconocidos,

   
 

 

 

de insospechados nietos, allende el vasto espacio

   
 

del Atlántico. Aquí los dos perviven.

   
 

 

 

Y es que alguien, de muy lejos, hace años

   
 

de vidas y de muertes y catástrofes,

 

 
 

 

 

quiso que el polvo y el olvido turbios

   
 

no destruyeran esos viejos lienzos.

   
 

 

 

Él, sobrio y sosegado y victoriano,

   
 

tan victoriano como su pareja,

   
 

 

 

es como ella una imagen puritana

 

 
 

de a mediados del siglo diez y nueve.

   
 

 

 

Marcos dorados, cuerdas centenarias,

   
 

ya os espera el taller indiferente

   
 
     

 

 

de algún restaurador de cuadros viejos.

   
 

Pero señor, señora, estáis presentes

 

 
 

 

 

en vuestra dulce ausencia soñadora,

   
 

 

 

mirando este vivir incomprensible,

   
 

sobre un televisor que os estremece,

   
 

 

 

cerca del grito urgente del teléfono,

   
 

en otro mundo, y sonreís acaso

 

 
 

 

 

cuando mueren las luces cada noche,

   
 

y os sentís en la sombra acompañados.

   
 
 

 

Agosto, 1976.


 


CUANDO LOS MUERTOS NO PARECEN MUERTOS...

 

 

Cuando los muertos no parecen muertos

   
 

y se los oye en las habitaciones

   
 

contiguas de la casa

   
 

conversar y reír y estar a gusto

   
 

expresando comunes emociones,

 

 
 

y estar tan vivos como los que viven

   
 

y los recuerdan con angustia y pena;

   
 

 

 

Cuando cómodamente sentados en sillones

   
 

para ellos y nosotros, familiares,

   
 

los sentimos tan cerca, tan reales,

 

 
 

¿cómo creer que se nos hayan muerto

   
 

y que no gocen de la luz y el aire?

   
 
 

 

Enero, 1996


 


LO INALCANZABLE

 

 

Cuanto más exquisita la Princesa

   
 

es tanto más difícil ser su amante.

   
 

 

 

Amar su cuerpo, su mirar, su gracia,

   
 

es un duro ejercicio,

   
 

una aventura

 

 
 

 

 

en que el amante pierde rumbo y pierde

   
 

en un ofuscamiento, en un delirio

   
 

 

 

el dulce paraíso en que soñaba.

   
 

En un bosque de luces cegadoras

   
 

la ve el amante huir, entristecida,

 

 
 

con los ojos llorosos. Y él comprende

   
 

 

 

que ese bosque, esas luces y ese lloro

   
 

son la inmortal Belleza Inalcanzable.

   
 
 

 

Diciembre, 1985.


 


LA VISITANTE

 

 

Rápido el paso, la melena al viento,

   
 

los brazos extendidos, la mirada

   
 

brillante de impaciente sentimiento:

   
 

entreabiertos los labios, agitada,

   
 

 

 

comunicando a cada movimiento

 

 
 

el ansia de besar y ser besada,

   
 

de confundir su aliento con mi aliento,

   
 

en muy estrecho abrazo a mí abrazada...

   
 

 

 

Veinte gradas tenía la escalera:

   
 

ella subía y yo bajaba y era

 

 
 

cada encuentro un chocar de corazones.

   
 

 

 

¡Ningún amor como ese amor perdido

   
 

sobre un fondo de muertas ilusiones,

   
 

sin posible consuelo en el olvido!

   
 
 

 

Julio, 1989.

 


LA DURMIENTE

 

 

Más ágil era que un pájaro

   
 

viniendo como venía

   
 

en primavera, volando,

   
 

por la arbolada avenida.

   
 

 

 

Las duras gradas de piedra

 

 
 

con asombro la veían

   
 

subir en un torbellino

   
 

de leves faldas y risas

   
 

hasta los brazos que ansiosos

   
 

su grácil talle ceñían.

 

 
 

 

 

Se dijera que las alas

   
 

invisibles de su prisa,

   
 

se plegaran al sentir

   
 

presión de amor y delicia

   
 

en sus labios sin aliento,

 

 
 

en su espalda estremecida.

   
 

En el sofá, luego, hablaba,

   
 

hablaba mucho y reía,

   
 

con una luz fulgurante

   
 

en las pupilas verdísimas.

 

 
 
     

 

 

El silencio la calmaba

   
 

hasta dejarla dormida

   
 

de perfil, sobre la almohada,

   
 

las manos blancas unidas.

   
 

 

 

Al despertar suspiraba

 

 
 

con una tierna sonrisa

   
 

toda sorpresa y deleite

   
 

de sentirse tan tranquila.

   
 

 

 

Íbase, luego, gozosa,

   
 

ahíta de besos y ahíta

 

 
 

de miel, el cuerpo vibrante

   
 

por un millón de caricias.

   
 

 

 

Dejaba una flor brillando

   
 

sobre la mesa amarilla,

   
 

y un rumor como de alas

 

 
 

en la casa atardecida.

   
 
 

 

12 de marzo, 20 de mayo, 1979.



 

 

 

- IV -

ÚLTIMO AMOR Y OTROS AMORES


 


ÚLTIMO AMOR

 

 

¡Cómo se va mi corazón al tuyo

   
 

y cómo es imposible retenerlo!

   
 

¡Último amor se llama esta locura,

   
 

último amor, más dulce que el primero!

   
 

 

 

Yo te conozco pero desconozco

 

 
 

aún mucho más de lo que en ti sospecho;

   
 

¡tan remota y tan próxima, muchacha

   
 

transparente, velada de misterio,

   
 

 

 

irradiante de gracia y cortesía!

   
 

Corazón: no delires, ya estás viejo.

 

 
 

último amor se llama tu locura,

   
 

último amor, más dulce que el primero.

   
 
 

 


 


LA ROSA ESCARLATA

 

 

 

La rosa llegó en la tarde

   
 

que ya estaba anochecida:

   
 

con ella vino un mensaje

   
 

y el mensaje contenía

   
 

un mundo de fantasía.

 

 
 

 

 

La rosa roja de vida

   
 

ni un punto languidecía.

   
 

Creció en rojez y fragancia

   
 

en perfecta lozanía

   
 

y eterna me parecía

 

 
 

y más rosa cada día.

   
 

Llegué a soñar con la rosa

   
 

y, apenas amanecía,

   
 

corría a ver si algún pétalo

   
 

desmayaba y se moría.

 

 
 

 

 

Pero cada día más

   
 

triunfaba su lozanía,

   
 

¡y ahora el viejo corazón

   
 

orgulloso florecía!

   
 
 
     

 

 

¿Sabrá quien envió la rosa

 

 
 

que me envió la Poesía?

   
 

¿Sabrá que un ángel sonríe

   
 

cuando, en secreto, la cuida?

   
 
 



 


 


A UNA MUJER MUY BLANCA

 

 

Sospecho que los hombres que te amaron

   
 

y cuyo amor te sueña todavía,

   
 

se enamoraron de tu voz sedante,

   
 

amiga mía.

   
 

 

 

Y si tu voz no ha sido lo que un día

 

 
 

sintieron les llegaba al corazón,

   
 

se enamoraron de tu fantasía,

   
 

se enamoraron de tu dulce risa

   
 

y de tu pura y cálida alegría.

   
 

 

 

Pero si yo llegara a enamorarme,

 

 
 

sería por tus senos redonditos,

   
 

-tibias, suaves naranjitas blancas-;

   
 

 

 

sería por tus manos diminutas,

   
 

tan blancas en su gracia,

   
 

 

 

tan ágiles y tiernas,

 

 
 

que en ellas ha de residir tu alma

   
 

 

 

y desde ellas dejar sobre las cosas

   
 

un rayito de luz que no se apaga.

   
 
 

 

1983, 1995.


 


TANTO GENTILE E TANTO ONESTA...

 

 

¡Oh modestia gentil de su figura!

   
 

¡Oh verde luz de su mirar sereno!

   
 

¡Oh paz del corazón cuya dulzura

   
 

al atrevido amor ponía freno!

   
 

 

 

¡Aquel ser candoroso, casto y bueno,

 

 
 

raro por su inocencia y su hermosura,

   
 

tan ajeno al doblez y a la amargura,

   
 

y a la humana bajeza tan ajeno!

   
 

 

 

¡Aquel talle flexible, aquellos pechos

   
 

para los besos temerosos hechos,

 

 
 

temerosos de herir por lo ardorosos,

   
 

 

 

y aquel solaz del corazón florido!

   
 

¡Todo debo olvidar días gloriosos,

   
 

todo debo olvidar pero no olvido!

   
 
 

 

Febrero, 1988.

 


 


EL FUEGO

 

 

Nadie ha de sospechar cuánto la extraño

   
 

y trato de apartarla de mi mente.

   
 

Pero han pasado un año y otro año

   
 

y muchos más y no la siento ausente.

   
 

 

 

Tras tanto repetido desengaño

 

 
 

sólo ella es la gentil y la inocente

   
 

que a mí, el autor de su inquerido daño,

   
 

jamás inculpa su sentir doliente.

   
 

 

 

Hay en los dos un fuego que no quema,

   
 

el fuego del tristísimo poema

 

 
 

en que urdimos los dos nuestros amores.

   
 

 

 

Un fuego que los dos secretamente

   
 

llevamos día a día entre la gente

   
 

velando sus prohibidos resplandores...

   
 
 

 

1988.

1996.


 


SUEÑOS

 

 

La hermosa niña soñaba

   
 

con el Diablo; pero el Diablo

   
 

que por milagro dormía,

   
 

también la estaba soñando.

   
 

 

 

A la mañana siguiente

 

 
 

contó la niña su sueño.

   
 

Unos ángeles de blanco

   
 

atentamente la oyeron.

   
 

 

 

Quedáronse cavilosos

   
 

junto a la verja del cielo.

 

 
 

Y de pronto se miraron:

   
 

-El Malo es bueno, dijeron-.

   
 
 

 

Agosto, 1979.


 


MAJITA DESNUDA

 

 

-Te entregas cual la muerte-

   
 

¡Tierna azucena eras!

   
 

¡Desnuda!


Juan Ramón Jiménez

   

 


               

 

 

 

 

Eran las dos de la tarde

   
 

en la casa de la altura.

 

 
 

Y en la cama, la Majita,

   
 

estaba tensa, desnuda.

   
 

 

 

Blanco, muy blanco su cuerpo,

   
 

de la más casta blancura.

   
 

Las dos manos virginales

 

 
 

unidas bajo la nuca.

   
 

 

 

No imitó el cuadro de Goya:

   
 

su actitud fue toda suya.

   
 

Más delgada que la Maja,

   
 

más púdica su hermosura.

 

 
 

 

 

Erguidos los tiernos pechos

   
 

con sus dos rosadas puntas.

   
 

Cerrados los ojos verdes,

   
 

y las suaves piernas, juntas.

   
 
     

 

 

Temblaba la piel dulcísima

 

 
 

de esta Majita desnuda:

   
 

temblaban sus finos labios,

   
 

temblaban sus comisuras.

   
 

 

 

¿Cómo ocurrió esto tras tanta

   
 

y vana amorosa lucha?

 

 
 

¿Cómo explicar esta entrega

   
 

tan libre en mujer tan pura?

   
 
 

 

 

 

El sinsonte aquella siesta,

   
 

más inspirado que nunca,

   
 

desde una rama del pino

 

 
 

vertió oleadas de música.

   
 

 

 

Y en los taludes las flores,

   
 

las raras flores diurnas,

   
 

de noche no se cerraron

   
 

y se bañaron de luna.

 

 
 
 
 

 

Mayo, 1995.

 

 

 

- V -

UN PUEBLO Y OTROS PUEBLOS


 


 


LÁZARO MONTIEL REGRESA AL PUEBLO

 

 

 

Un pueblo de Misiones limpio y blanco

   
 

como otros pueblos de esas pampas verdes.

   
 

Este pueblo tenía un camposanto,

   
 

el más santo de toda la comarca.

   
 

 

 

Y aconteció que un día, a mediodía,

   
 

un hombre recio y fuerte,

   
 

salió de la más blanca de las tumbas,

   
 

y arengó a aquella gente silenciosa:

   
 

 

 

«-Señoras y señores:

   
 

¿Por qué estamos aquí tantas personas útiles,

   
 

aunque dormidas en profundo sueño?

   
 

¡Levántense, sacúdanse, despiértense,

   
 

péinense con los dedos el cabello,

   
 

y volvamos sin miedo a nuestras casas!».

   
 

 

 

Se levantaron todos

   
 

alegres, sin esfuerzo.

   
 
 
     

 

 

 

Cuando llegaron ágilmente al pueblo,

   
 

nadie en el pueblo se extrañó de verlos.

   
 

 

 

Al hombre recio fuerte

   
 

honraron todos como a Juez de Paz.

 

 
 

 

 

Y la paz más feliz reinó en el pueblo.

   
 

Del cementerio hicieron un jardín

   
 

con una rosalera cuyas rosas

   
 

dicen que nunca se marchitan.

   
 

La Muerte entonces se marchó muy lejos,

 

 
 

hacia el confín de la llanura inmensa,

   
 

y se olvidó de los resucitados.

   
 
 
 

 

Abril, 1991.

 


 

DIJO EL JUEZ DE PAZ LÁZARO MONTIEL

 

 

«Queridos compueblanos:

   
 

gracias por la adhesión, por el apoyo

   
 

que, como a Juez de Paz, me brindan todos.

   
 

 

 

Yo, Lázaro Montiel,

   
 

me he podido escapar del cementerio

 

 
 

y despertar del sueño a mucha gente.

   
 

 

 

Hoy les propongo yo un experimento:

   
 

declaremos un paro general

   
 

tocante a la vejez,

   
 

la enfermedad, la muerte.

 

 
 

¡Sencillamente seamos inmortales!

   
 

 

 

Todo niño varón que nazca en nuestro pueblo,

   
 

debe llamarse Lázaro como este servidor.

   
 

Yo di el ejemplo.

   
 

Lo que propongo no es cosa imposible.

 

 
 

Mírenme bien. ¿No estoy mejor que nunca?».

   
 

 

 

El pueblo todo, unido en asamblea

   
 

aclamó al Juez de Paz.

   

 

Y el pueblo prosperó sano y dichoso.

   
 

El Paro General obró milagros.

 

 
 

Y nadie se enfermaba ni moría.

   
 

 

 

Aconteció, no obstante,

   
 

que por envidia o por superstición,

   
 

los otros pueblos le tuvieron miedo.

   
 

 

 

«Ese pueblo de Lázaros -decían-

 

 
 

cree ser inmortal pero se engaña.

   
 

Del cementerio hicieron un jardín.

   
 

Pero esos vivos sanos y orgullosos

   
 

no son de carne y hueso: son fantasmas».

   
 

 

 

Marginaron al pueblo. Lo evitaron.

 

 
 

El pueblo sonrió: «-Mejor -se dijo-;

   
 

nosotros somos únicos, felices.

   
 

¿Qué nos importa lo que piense el mundo?

   
 
 

 

Abril, 1991.

 


 

EL PUEBLO

 

 

Lo sueño, lo entresueño, lo persigo.

   
 

Para su acceso no hay más que el recuerdo.

   
 

 

 

Faltan los ojos puros, la inocencia.

   
 

Faltan los pies pequeños.

   
 

 

 

La calle larga, de calzada roja,

 

 
 

de la casa dormida en el silencio,

   
 

 

 

está en aquel lugar, acaso idéntica,

   
 

bajo idéntico cielo.

   
 

 

 

La que entreveo no es la misma calle

   
 

y se esfumina y se me pierde, lejos.

 

 
 

 

 

La casa del zaguán siempre cerrado

   
 

y oscuro de misterio;

   
 

 

 

la casa de la parra prodigiosa

   
 

de racimos que asedian los insectos

   
 

 

 

no existe ya. Lo sé. Ya es otra casa.

 

 
 

Ha cambiado de dueños:

   
 
     

 

 

La habitan hoy ancianas como brujas

   
 

horribles de vejez y de ojos ciegos.

   
 

 

 

Acaso el pueblo es pura fantasía.

   
 

O un pueblo en que conozco a los espectros,

 

 
 

 

 

pero en el que los vivos son extraños

   
 

que nunca conocieron a mis muertos.

   
 

 

 

Pero lo sueño siempre, lo persigo,

   
 

y si jamás lo encuentro y recupero

   
 

 

 

para mirarlo, allí palpable y vivo

 

 
 

como se ven, palpables, otros pueblos,

   
 

 

 

es porque es invisible, por llevarlo

   
 

adentro, adentro, demasiado adentro.

   
 
 

 

Abril 3, 1974.

 


AREGUÁ

 

(A Gabriel Casaccia, que duerme el sueño eterno en Areguá)

 

 

 

La calle principal (como la sueña

   
 

el novelista acerbo), a media siesta:

   
 

 

 

Su largo y ancho ámbito respira,

   
 

pueblerina, apacible mansedumbre;

   
 

 

 

una humildad que sabe ser amable,

 

 
 

amable y dulce en su sosiego cálido.

   
 

 

 

La calle principal sube a la loma

   
 

y se detiene ante la iglesia blanca,

   
 

 

 

y baja lentamente de la loma

   
 

hasta llegar al lago: allí difunde

 

 
 

 

 

el son de las campanas que ha escuchado

   
 

y lleva luego a lo alto un son de aguas.

   
 

 

 

Hagamos alto en esta calle sola:

   
 

A la derecha vemos una acera

   
 

 

 

-que se diría nunca transitada-

 

 
 

y una verja de hierro. Detrás de ella

   
 
     

 

 

un espacioso corredor callado.

   
 

Es la fachada de una gran casona:

   
 

 

 

una vivienda en que no vive nadie,

   
 

en que no vive nadie sino el sueño

 

 
 

 

 

de otro tiempo mejor: una nostalgia

   
 

de antiguos días prósperos, de mozas

   
 

 

 

vestidas de percal y muselina,

   
 

que los domingos iban a la iglesia

   
 

-la iglesia de la loma- ¡tan gentiles!,

 

 
 

 

 

tocadas de mantilla o tul diáfano,

   
 

bajo cuyo misterio sus miradas

   
 

 

 

ardían en relámpagos esquivos

   
 

ante la admiración de los varones.

   
 

 

 

Ha tiempo que se fueron esas mozas

 

 
 

y ni sus hijas ni sus nietas nunca

   
 

 

 

vienen al pueblo tan feliz otrora;

   
 

nadie entra en estas casas señoriales

   
 

 

 

sumidas en un sueño melancólico.

   
 
 

 

 

 

Cerradas puertas y ventanas, mudas,

 

 
 
 

todas las casas saben un lenguaje

   
 

 

 

que comprenden los árboles, los pájaros

   
 

y el mismo cielo azul, que está tan alto:

   
 

 

 

preguntan, se preguntan si habrá alguien

   
 

que regrese, que oree las alcobas,

 

 
 

 

 

que traiga del jardín abandonado

   
 

un ramo de claveles o de rosas,

   
 

 

 

que hoy, en arriates que no cuida nadie,

   
 

piadosamente abren sus corolas.

   
 
 

 

 

 

En esta calle, árboles muy viejos,

 

 
 

pintados a la cal sus rudos troncos,

   
 

 

 

dialogan en diálogo secreto

   
 

con la brisa viajera. Se resignan

   
 

 

 

a estar allí evocando días muertos

   
 

y esperando, esperando que la vida

 

 
 

 

 

que fue en el pueblo música y amores

   
 

de juventud gozosa ya abolida,

   
 

 

 

vuelva a traer su ruido y resucite

   
 

todo el ardor que se ha llevado el viento.

   
 
 
     

 

 

 

El final de la calle es invisible:

 

 
 

el resol esfumina la distancia.

   
 

 

 

En los patios guardados por las verjas

   
 

que inútilmente yerguen lanzas negras,

   
 

 

 

los mangos de follaje verde oscuro

   
 

y tan tupido que ni el sol ni lluvias

 

 
 

 

 

pueden filtrarse entre el verdor compacto:

   
 

los mangos dicen un adiós callado

   
 

 

 

a sus frutos dulcísimos que caen

   
 

en madurez ya próxima a la muerte

   
 

y dorados, se pudren en la tierra.

 

 
 
 
 

 


 

LA CASA DEL CIELO

 

 

¡Casa de Villarrica simple y fresca

   
 

como un antiguo cántaro de arcilla!

   
 

 

 

¡Casa de Villarrica hoy ya fantasma,

   
 

en que alojé delicias de mi infancia!

   
 

 

 

¡Casa de Villarrica en que persigo

 

 
 

atisbos de unas piezas silenciosas

   
 

 

 

como aquel dormitorio donde el sueño

   
 

se posaba en mis párpados de niño

   
 

 

 

tal como una dorada mariposa

   
 

y aleteando sobre mí, muy dulce

 

 
 

 

 

infundíame imágenes, visiones,

   
 

que a veces hoy en la vigilia encienden

   
 

relámpagos de cándidos reflejos!

   
 

 

 

¡Antigua casa de mi antigua dicha

   
 

que en vano ansío recobrar, andando

 

 
 

 

 

por otros cuartos como aquellos cuartos

   
 

que algo me dicen de mis viejos sueños!

   
 
     

 

 

¡Casa de Villarrica, de altos patios,

   
 

eres perdido cielo que quisiera

   
 

fuese el eterno cielo del mañana!

 

 
 
 

 

Febrero 28, 1988.



GÉNESIS DEL POEMA


(A María Teresa)

 

 

¡Los estímulos son tan misteriosos

   
 

en el alumbramiento del poema!

   
 

 

 

Vemos un muro blanco, por ejemplo;

   
 

el muro bajo el sol relampaguea.

   
 

 

 

Es sábado. Hay reposo y hay silencio.

 

 
 

El relámpago blanco nos recuerda

   
 

 

 

quién sabe qué solar deslumbramiento

   
 

ante la hondura de la azul esfera.

   
 

 

 

Y ya sabemos que recuperamos

   
 

una intuición del Ser que se renueva.

 

 
 

 

 

Y entonces nos sentimos más ligeros,

   
 

como impelidos por febril urgencia:

   
 

 

 

hay algo que decir y hacerlo canto,

   
 

y de un ardor de sol surge el poema.

   
 

 

 

El muro blanco, nada más; un sábado,

 

 
 

un resplandor oscuro que nos ciega

   
 

 

 

pero que en una zona del espíritu

   
 

¡una anhelosa música despierta!

   
 
 

 

Julio 12, 1986.

 

 


ALQUIMIA DEL VERSO

 

(A Neida Mendonça)

 

 

Mi verso, servidor de mi albedrío,

   
 

me devuelve mañanas abolidas

   
 

 

 

y muy lejanas siestas de mis juegos

   
 

en que fui más que yo en mis alegrías.

   
 

 

 

Lo que fui, lo que quise, lo soñado,

 

 
 

son un soy y un querer en llama viva.

   
 

 

 

Si se ha apagado el fuego, lo reenciende

   
 

quemándome las manos y mejillas.

   
 

 

 

Y así me encuentro con que soy los seres

   
 

que se desperdigaron por la vida.

 

 
 

 

 

El presente, el pasado, transfundidos

   
 

modulan una sola melodía.

   
 

 

 

Mi ayer, mi hoy y hasta el mañana incierto

   
 

unidos forman una serie íntima.

   
 
 

 

Julio 9, 1986.

 

 


MES DE JUNIO EN CALIFORNIA

 

 

¡Esto de estar en ti, en tus treinta días

   
 

atenido al sinsonte,

   
 

 

 

con los ojos colgantes

   
 

del eucalipto alado!

   
 

 

 

¡Esto

 

 
 

de flotar en el aire

   
 

voluptuoso,

   
 

de oler la tierra que tu aliento orea!

   
 

 

 

¡Mes del calor amable y cielo índigo,

   
 

mes del sol con almíbar,

 

 
 

mes del más hondo amor a lo creado!

   
 

 

 

¡Oh Junio, Junio amigo,

   
 

qué exaltación me dan tus días fugitivos

   
 

hechos de muchedumbres

   
 

de besos y de silbos!

 

 
 

 

 

¡Esto es, Junio,

   
 

la dicha:

   
 

la dicha humana, breve, entre tus límites,

   
 

Junio feliz que vives y que mueres

   
 

palpitando en mi sangre,

 

 
 

como el canto del pájaro que es eco

   
 

de cantos infinitos sobre el mundo!

   
 
 

 

Junio, 1972.

 

 


PRIMER RECUERDO

 

(1919)

 

 

Primero fue la lluvia.

   
 

Fue lo primero, la ilusión primera.

   
 

Vi una puerta entreabierta

   
 

que daba a un patio

   
 

Vi sobre baldosas

 

 
 

crearse y deshacerse

   
 

copas brillantes, sin ruido.

   
 

 

 

Vi las mojadas plantas,

   
 

vi el paredón mojado,

   
 

vi el viento impetuoso

 

 
 

que aplastaba

   
 

las copas instantáneas sobre el piso.

   
 

 

 

Vi contra el cielo oscuro

   
 

un tremolar de sábanas de fuego.

   
 

 

 

Vi el agua, el agua interminable

 

 
 

sobre los vahos del verano.

   
 

 

 

Vi, dentro, luz eléctrica:

   
 

vi unas figuras vagas

   
 

mirar la lluvia.

   
 
     

 

 

Yo, tras cristales húmedos,

 

 
 

estaba, en brazos fuertes, mudo y tibio.

   
 

 

 

Afuera, la frescura

   
 

y la cristalería renovada

   
 

sobre el piso.

   
 

Y el viento rápido

 

 
 

que iba y volvía impetuoso...

   
 

 

 

Fue la ilusión primera.

   
 

Fue el principio del mundo.

   
 
 

 

1962.

 

 


EL PUEBLO Y SU ARROYO

 

(Piribebuy)

 

A Carlos Villagra Marsal

 

 

Lo cruza de arriba abajo

   
 

un arroyo transparente:

   
 

un arroyo que va lejos

   
 

y que de muy lejos viene;

   
 

 

 

un arroyo en que desafían

 

 
 

cardúmenes diferentes,

   
 

unos de peces comunes

   
 

y otros de muy raros peces.

   
 

 

 

¡Ah, los eucaliptos blancos

   
 

que como atletas se yerguen

 

 
 

a lo largo del camino

   
 

que desde el pueblo desciende!

   
 

 

 

El pueblo antiguo y callado,

   
 

de calles todas de césped,

   
 

sombreado de mil árboles

 

 
 

es casi del todo verde.

   
 

Pero bajo el cielo azul

   
 

que verde, a veces parece,

   
 

las casas de muros blancos

   
 

bermejos tejados tienen.

 

 
 

   

 

 

A la iglesia austera y firme,

   
 

heroica historia embellece:

   
 

tronó el cañón contra ella;

   
 

y aún hoy día pueden verse

   
 

cicatrices que dejaron

 

 
 

granadas rojas de muerte.

   
 

 

 

¡Pero qué pueblo tranquilo

   
 

el que este arroyo fulgente

   
 

atraviesa susurrante,

   
 

y luego desaparece

 

 
 

para emerger victorioso

   
 

tras galope subterráneo

   
 

por soledades agrestes!

   
 

 

 

Hay una casa en el pueblo

   
 

merecidamente célebre

 

 
 

donde todos los domingos

   
 

bien se come y bien se bebe.

   
 

 

 

Los que visitan el pueblo

   
 

acuden siempre a este albergue,

   
 

y allí le toman el pulso

 

 
 

feliz, al pueblo y su gente.

   
 
 

 

Julio, 1995.


 


BERRO DE AREGUÁ

 

A Gilda

 

 

El berro que flotaba, que crecía,

   
 

que fulgía muy verde en aguas tímidas;

   
 

 

 

el berro era una magia de las vías

   
 

del tren, en Areguá, mi patria antigua.

   
 

 

 

Venía el tren y en Areguá abrevaba

 

 
 

el agua de su máquina sedienta;

   
 

y el agua que sobraba, que caía

   
 

entre una y otra vía,

   
 

 

 

daba vida a las hojas, a los tiernos

   
 

y picantes pecíolos del berro.

 

 
 

 

 

Y el berro era tan berro a los reflejos

   
 

del Padre Sol de mi Areguá ya mítica,

   
 

 

 

que yo creía que su nombre era

   
 

una deformación color muy tierno

   
 

 

 

de la palabra beso, en que la ese

 

 
 

de puro verde se volvía erre.

   
 
 

 

6 de enero, 1984.

 


 


LA REINA DE VILLA RICA

 

 

La Reina de Villa Rica

   
 

mira con ojos muy negros

   
 

sobre los que le fulguran

   
 

oro puro, sus cabellos.

   
 

 

 

La Reina de Villa Rica

 

 
 

es de andares tan angélicos,

   
 

que parece descendida

   
 

este minuto, del cielo.

   
 

 

 

La Reina de Villa Rica

   
 

es virgen toda misterio:

 

 
 

a su paso cadencioso,

   
 

-que va imponiendo silencio-

   
 

la gente baja los ojos

   
 

y queda como en suspenso:

   
 

nadie se atreve a mirarla

 

 
 

para leerle el pensamiento.

   
 

 

 

Dorada nieve sus manos

   
 

de largos, de finos dedos,

   
 

sueñan tañer una música

   
 

que ella entreoye en los sueños.

 

 
 
     

 

 

Siempre está como de paso

   
 

por este mundo imperfecto,

   
 

atenta a voces profundas

   
 

que le hablan de muy lejos.

   
 

 

 

La Reina de Villa Rica

 

 
 

inaccesible en su Reino,

   
 

cuando siente que la llaman

   
 

entorna los ojos negros:

   
 

y entonces le resplandecen

   
 

aún más oro, los cabellos.

 

 
 
 

 

Villarrica, 1995.



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