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HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ (+)

  LA POÉTICA DE HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ: TÉCNICA Y ESTILO - JUAN MANUEL MARCOS


LA POÉTICA DE HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ: TÉCNICA Y ESTILO - JUAN MANUEL MARCOS

LA POÉTICA DE HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ:

TÉCNICA Y ESTILO


JUAN MANUEL MARCOS

 

 

  • La poética de Hugo Rodríguez-Alcalá: técnica y estilo

    • Tres juicios críticos a manera de prólogo

      • Símbolos en la poesía de Hugo Rodríguez-Alcalá

Luis Leal


    • Hugo Rodríguez-Alcalá: poeta del exilio

Celia Correas de Zapata


    • El canto del aljibe, de Hugo Rodríguez-Alcalá

Enrique Pupo-Walker


    • Introducción

Juan Manuel Marcos


    • La poética de Hugo Rodríguez-Alcalá

La pureza recuperada


    • Apéndice

Pequeña Antología de Hugo Rodríguez-Alcalá

  • Villarrica
  • El portón invisible
  • La Villarrica de mis tiempos era...
  • Domingos
  • Extraña visita
  • El pueblo
  • La cita
  • A una casa en el sur de California
  • Al pie de la montaña
  • Zorros plateados
  • Abuelos victorianos
  • Último amor
  • La rosa escarlata
  • Sueños
  • El tajamar del parque
  • San Roque en la iglesia de San Roque
  • Visita de la sombra
  • El beso
  • El viejo tío de Villarrica
  • Rincón del banco rojo
  • Muerte de Eligio Ayala
  • Elogio de la piririta
  • Elegía
  • Traje marinero
  • Crepúsculo en el patio
  • Oda a Estigarribia
  • María Estuardo, dijo...
  • Almuerzo remoto
  • Sinsonte bajo el plenilunio
  • Al contemplarla -ya antes de ser mía-
  • Allí el zaguán. Al fondo el patio verde
  • ¡Cómo se va mi corazón al tuyo
  • De una sala de viejas
  • Durante toda la noche
  • El general Freydenberg, delegado
  • El largo viaje en tren con mucho polvo
  • El retrato cayó a las ocho y media
  • En la fotografía busco el alto
  • Entra la tarde en la noche
  • Están allí callados y abstraídos
  • Estigarribia enciende un cigarrillo.
  • Esto ha pasado en Madison, Wisconsin,
  • Fue el regreso de toda la familia
  • Ha atravesado hierros, muros, puertas,
  • ¿Habéis oído el canto campesino
  • Hoy apenas recuerdo vagamente
  • La casa del Sur reluce
  • La hermosa niña soñaba
  • La rosa llegó en la tarde
  • La Villarrica de mis tiempos era
  • Le dijo que vendría, que esperara.
  • Lo sueño, lo entresueño, lo persigo.
  • Los domingos había allá una calma
  • Preguntaba a menudo la extranjera:
  • -¿Recuerdas? -preguntó con un suspiro
  • San Roque junto a su perro
  • Se pusieron de acuerdo. Nadie supo
  • Temprano me levanto, Villarrica.
  • Trato de rescatarlo tal como era

 

 

 

 

Al lector

Este volumen reproduce dos textos del profesor JUAN MANUEL MARCOS. El primero, La Introducción, es un ensayo publicado en la revista mexicana Cuadernos Americanos (enero-febrero de 1981), y el segundo es parte de la tesis doctoral del profesor Marcos elaborada en la Universidad Complutense de Madrid, bajo la dirección del filósofo López Quintás, La poética de Hugo Rodríguez-Alcalá (1978-1979). Ambos trabajos del profesor Marcos, escritos desde el punto de vista filosófico, son anteriores a la publicación de varios libros poéticos de H.R.-A.: Visita de una sombra y otras sombras, San Bernardino, historia, imágenes, poesía. La casa en la montaña. Estos poemarios no han sido, pues, considerados en la tesis doctoral ni en el ensayo dado a luz en Cuadernos Americanos en 1981. No obstante, la crítica de J. M. M. es perfectamente adecuada a la obra poética posterior a 1979.

A manera de prólogo este libro incluye juicios de autores de tres países americanos: México, Argentina y Cuba respectivamente. Es decir, los profesores Luis Leal, Celia Correas de Zapata y Enrique Pupo-Walker.

El enfoque filosófico de Juan Manuel Marcos, lejos de menguar el ímpetu poético, potencia sus dotes literarias de poeta lírico y narrador.



 

Tres juicios críticos a manera de prólogo


Símbolos en la poesía de Hugo Rodríguez-Alcalá

Sobre El canto del aljibe


Luis Leal


 

Con este libro, dividido en tres partes («Poemas del sur», «Poemas del norte», «Poemas antiguos»), Hugo Rodríguez-Alcalá, ampliamente conocido como ensayista y crítico, obtiene puesto distinguido entre los poetas de nuestra América.

Poesías de evocación nostálgica, las de la primera parte del Canto del aljibe son también un intento de reconstruir, desde el exilio, el pasado perdido de su juventud paraguaya. El poeta logra, a través de la creación   —8→   de imágenes sacadas del recuerdo soterrado, elevar lo regional al nivel de lo continental americano. El libro tiene valor, por eso, tanto para un paraguayo como para un mexicano, esto es, para los del norte como para los del sur.

Es el del poeta, en este libro, un tiempo juvenil recobrado en la entera madurez de la vida. Por medio de la magia de la palabra, se conquista el pasado y se recupera el Paraíso perdido:


 

 

Si pudieras pintar ese retrato

   
 

con las palabra justas,

   
 

estarías allí, en la vieja casa,

   
 

vencedor de tu exilio y, para siempre,

   
 

con tu tiempo mejor recuperado.

   
 


 

 


 

(«Proyecto de poema»)

               



 

Las imágenes con las que recobra ese Paraíso perdido son aquéllas que han dado continuidad a la cultura mediterránea en América y, al mismo tiempo, unidad continental a nuestros pueblos: la parra, la higuera, el aljibe: pero siempre engarzadas a imágenes cósmicas de ámbito universal:


 

 

Al final de la parra está el aljibe

   
 

y, dentro de él, un círculo celeste

   
 

copia el vuelo fugaz de las palomas.

   
 

.......................................

   
 
 

mi infancia vivirá mientras yo viva

   
 

y habrá sobre ella una encendida parra:

   
 

lejano cielo verde sobre el mundo.

   
 


 

 

(«La parra»)

               



 

La imagen clave es la del aljibe, en el patio de la casa donde se pasó la niñez y la juventud, desde ese patio, centro de la vida familiar, el poeta se apodera del universo a través de la seguridad que le proporcionan los objetos cotidianos, que con el tiempo han de ser realzados a un nivel mítico paradisíaco. El aljibe, con su agua simbólica de la vida, es el centro del mundo del poeta:


 

 

Que, como fondo, el patio sea intuible

   
 

con las palmas, la parra, el jazminero,

   
 

y el aljibe en el centro.

   
 


 

 


 

(«Proyecto de poema»)

               



 

El aljibe representa la vida segura, tranquila, apacible, pródiga, la vida que sin contratiempos se desliza placentera en la casa solariega:


 

 

Ir del aljibe al corredor lejano:

   
 

arriba, los sarmientos y racimos:

   
 

a ambos lados, higueras y rosales,

   
 

y, en el aire, el silencio y la canícula,

   
 

el duende de las siestas, la cigarra!

   
 


 

 


 

(«La parra»)

               



 

Y es, también, fuente de placer estético:


 

 

Pero no hay un rumor, un son, un himno,

   
 

un canto tan beatífico y doméstico

   
 

como el que llega del aljibe.

   
 


 

 


 

(«El canto del aljibe»)

               



 

Pero, al mismo tiempo, en el aljibe se proyecta la visión del Paraíso perdido:


 

 

Descendí hasta el brocal, miré hacia adentro:

   
 

sólo hallé oscuridad y telarañas.

   
 

Lancé un grito esperando antiguos ecos,

   
 

pero siguió el aljibe ciego y mudo.

   
 


 

 


 

(«La parra»)

               




Esa visión del Paraíso perdido es el producto del sueño, no de la vigilia. En el sueño, el poeta vuelve al Paraíso y no lo encuentra. La ilusión se desvanece al enfrentarse a un pasado muerto:


 

 

La parra no existía: unos sarmientos

   
 

oscuros se morían de tristeza

   
 

sobre el gran esqueleto ennegrecido

   
 

que era antaño telar de su verdura.

   
 


 

 


 

(«La parra», II)

               


 

 

Pero el poeta rechaza el sueño y se acoge al recuerdo para reconstruir el Paraíso, aquel Paraíso donde la vida se había iniciado con la imagen de la lluvia, primera ilusión de un mundo que poco a poco cobra realidad por medio de los sentidos, más allá de la puerta entreabierta que desemboca en el aljibe; es un mundo formado por imágenes que dan realidad a un patio simbólico del universo: las baldosas, las mojadas plantas, el cielo oscuro; imágenes que con los años han de ser recobradas en el exilio como las primeras que quedaron plasmadas en la mente del niño, del futuro poeta; es la primera ilusión, es la creación del mundo, mundo que ha de irse ampliando lentamente para incluir carcajadas y violines, trenes y muchachas altas que saben cantar. Pero como en todo Paraíso, la serpiente pronto manifiesta su presencia; primero, como destructora de la naturaleza que da forma al Paraíso:


 

 

La higuera abrillantada, con hormigas

   
 

ciegas de sol y hambrientas, por sus ramas.

   
 


 

 


 

(«Higuera y parra»)

               



 

Y más tarde, como destructora de la seguridad social:


 

 

El tiroteo pica el horizonte.

   
 

La casa, insomne, escucha el trazo aéreo

   
 

de los escalofríos de la noche.

   
 

[...]

   

 

 

Ese cañón se acerca.

   
 

Cada hora más próximo martilla.

   
 

Llueven trozos de vidrio.

   
 

El aire es pólvora y relámpago.

   
 


 

 


 

(«Revolución»)

               



 

Pero vuelve la calma, la seguridad se extiende ahora a la ciudad circunvalada, en donde se goza de las fragantes frutas, del olor de la yerba mate, del zaguán oscuro y silencioso:


 

 

Pero el zaguán aquel donde dormían

   
 

las tacuaras su sueño de inocencia

   
 

era un rincón del Paraíso.

   
 


 

 


 

(«Tienda y zaguán»)

               



 

Y en la distancia, Asunción, con sus victrolas y heladeras, sus militares alarmas y cuarteladas, su miseria y agua podrida, sus poetas, sus hombres que viven en el recuerdo de la felicidad perdida:


 

 

Supongo que hoy serás otro esqueleto

   
 

blanco, como cualquier otro esqueleto.

   
 

Pero no hace diez años todavía

   
 

que eras un hombre único y dichoso.

   
 


 

 


 

(«El hombre feliz»)

               




¿Y en qué consiste esa felicidad tan añorada? En tener una mujer a quien se ama y una casa con canarios amarillos y loros verdes; en poder tomar mates cebados por la mañana y tener en el patio una higuera a cuya sombra se pueda descansar; en fin, el Paraíso perdido refleja mucho de la vida en provincia, libre de las manifestaciones que complican la existencia en las grandes urbes; la decadencia física y moral, la intolerancia, las lacras sociales, la falta de un espíritu poético.

En el norte del poeta no hay aljibes. Sí hay, como en el sur, primaveras y pájaros, otoños de follajes amarillos y el morir callado. Se entrelazan estos dos mundos americanos, el norte y el sur, por medio de la imagen de la casa, imagen con la cual se recupera el pasado, el ayer que hoy se hace fantasmal («Mirando casas»). Pero no es suficiente. Se añora la tierra nativa:


 

 

¡Ir y ver y pisar la dulce tierra madre!

   
 

.......................................

   
 

¡Y hundirme...

   
 

hundirme, reintegrado,

   
 

vuelto ya, al fin, al aire

   
 

de fuego y de naranjos de la patria!

   
 


 

 


 

(«Anticipación»)

               




Y así, después del intermedio norteño volvemos, con los «Poemas antiguos», al tema nacional por excelencia,    la guerra del Chaco; aquí, ya no en el recuerdo, como en la primera parte, sino al calor de la experiencia vivida. El círculo se cierra. De un Paraíso perdido hemos ido a un exilio en el norte, para de allí volver al pasado histórico, a los años trágicos, años de dolor, sacrificio, sufrimiento, agonía y muerte. Aquí las imágenes, contrapuestas a las del mundo paradisíaco de la primera parte, sólo nos dejan entrever un mundo de espinas, esqueletos, soledad y muerte:


 

 

Jardín de Soledad. Hosco paisaje

   
 

de lejanías infinitas.

   
 

Aún te pueblan la Muerte,

   
 

y la Sed, y el Dolor, y la Agonía.

   
 

Aún vagan los fantasmas de los mártires

   
 

sobre tus lomas amarillas...

   
 


 

 



Así cierra este Canto del aljibe, este canto a la vida que se transforma en verdadera letanía de la muerte.

Luis Leal

University of California

Santa Bárbara, California, U. S. A.

(Inter-American Review of Bibliography, Vol. XXVII, n.º 4, 1977).



 

Hugo Rodríguez-Alcalá: poeta del exilio

Celia Correas de Zapata


La poesía de Hugo Rodríguez-Alcalá es una poesía de radicalidades, como diría Ortega y Gasset. Su afán, recuperar el pasado con fidelidad máxima al recuerdo y firme voluntad de transparencia. Lo poético, realidades contempladas por un niño, reflejadas por el ingenuo espejo de la mente de un niño, ha de ser revivido con su frescura y sencillez originales. La poesía se nutre del recuerdo y de la esperanza. Rodríguez-Alcalá vuelve por el camino desandado del recuerdo al lugar donde ha quedado un mágico reducto intocado por la escoria del tiempo: su infancia.

La obra poética de Hugo Rodríguez-Alcalá nos presenta un curioso itinerario cronológico al suscitar ciertas   —16→   reflexiones definitorias que en gran medida actúan como proyección iluminante sobre el poeta y su artesanía. Estampas de la guerra (1939), Horas líricas (1939), A la sombra del pórtico (1942), Abril que cruza el mundo (1960), La dicha apenas dicha (1967), Palabras de los días (1967), El canto del aljibe(1973), y El portón invisible, inédita.

Augusto Roa Bastos ha considerado a Heriberto Fernández, Rubén Bareiro Saguier y Hugo Rodríguez-Alcalá como miembros de «la tríade de los nostálgicos de la tierra perdida». Según el mismo Roa Bastos, el Paraguay fue tenido desde tiempos muy remotos como el centro del Paraíso terrestre donde se creó al Primer hombre de acuerdo a crónicas de León Pinelo, el teólogo de Chuquisaca, y cuya ruta siguió el francés George Bernanos en 1938 tratando en vano de hallar esa senda de felicidad «borrada ya de la memoria de los hombres». Para Rodríguez-Alcalá quedó, sí, en el Paraguay, más precisamente en Villarrica del Espíritu Santo, el Paraíso que buscó Bernanos y el que creyó hallar Pinelo. «Si no está el Paraíso en el futuro/ en el pasado está perdido a medias:/ mi infancia vivirá mientras yo viva/ y habrá sobre ella una encendida parra:/ lejano cielo verde sobre el mundo». (XII, 1968, «La parra», Palabras de los días, p. 23).

Estos versos equivalen a un acto de fe poética a   —17→   partir del cual, Rodríguez-Alcalá ha de elaborar toda una cosmovisión lírica. Si bien es cierto que pueden determinarse varias constantes en su obra tales como la fugacidad del tiempo, la nostalgia de la Patria y la magia del recuerdo como restaurador del instante perdido, sería oportuno intentar una aproximación al estudio de su trayectoria poética dividiéndola en cuatro etapas más o menos definitorias.

 

- I -
Etapa de la guerra del Chaco



Poemas del primer libro Estampas de la guerra (1939) cuya temática se reanuda en El portón invisible en versos más depurados estéticamente y a modo de romances, aunque vibrantes aún de la emoción primera -¡después de treinta años!- que suscitaron el dolor y la muerte de sus hermanos.

Es claro que las estampas de este primer libro presentan una visión impresionista y juvenil del autor pero aún entonces es digno destacar que la acción, por brutal que fuere, nunca es romantizada y que se anticipa la mesura que irá signando la obra posterior de Rodríguez-Alcalá con el pausado acento que recoge en su expresión más acabada en «Terror bajo la luna» de El portón invisible. Este largo poema narrativo de dicado por Rodríguez-Alcalá a su hermano Hiram, [...]   guerra del Chaco, está escrito en versos pareados, endecasílabos asonantados o blancos que van imprimiéndole un ritmo ágil al relato lírico mientras detallan la marcha de un batallón de ochenta hombres al mando del bisoño hermano del poeta:


 

 

Eran ochenta hombres a mi mando,

   
 

ochenta campesinos veteranos...

   
 


 

 


 

Tras una marcha forzada de «tres días y tres noches selva adentro» sin pausa, el comandante da orden de alto resuelto a descansar después de confiarle la guardia a diez centinelas. Duerme un sueño profundo y despierta con la luna. Todos duermen petrificados y en este paisaje lunar empieza a infiltrarse el terror dentro de un clima onírico. El poeta describe el sueño del hermano: la amenaza y la angustia de un ataque enemigo a su destacamento dormido en un sueño semejante a la muerte, indefenso y ajeno a los fusiles que lo asedian.


 

 

.......................................

   
 

Ochenta muertos mis soldados eran;

   
 

ochenta muertos de torpor de piedra.

   
 

¡Nunca tuve más miedo, nunca, nunca,

   
 

      como en aquel suave plenilunio

   
 

que vertía piedad y mansedumbre

   
 

sobre el vasto desierto!

   
 


 

 



 

Los poemas de la guerra del Chaco que figuran en la última sección de El portón invisible son siete: «Estigarribia»; «El coronel Garay llega a Yrendagüe»; «Nadie oyó ese lenguaje de la muerte», «Muerte de Pablo Lagerenza» cuyo antecedente aparece en «In memoriam» del Teniente Pablo Lagerenza muerto en abril de 1935 (p. 52) incluido en Estampas de la guerra (1939); «Terror bajo la luna»; «El Rengo León hace cortar un cable» y «Puesto sanitario». Estos siete poemas constituyen un valioso documento histórico entregado en forma de estampas heroicas que parecen, aunque no son reminiscencias del capítulo VIII de Hijo de hombre, de Roa Bastos. En rigor, este capítulo VIII se inspira, conforme lo ha dicho el mismo Roa, en Estampas de la guerra. La articulación poética se afina y adelgaza en este estilo de romance épico que Rodríguez-Alcalá configura en su mejor artesanía. Al conjuro del recuerdo, revive el pasado heroico del Paraguay inmortalizando el valor y la gallardía de aquellos valientes mozos que lucharon en la guerra del Chaco.




- II -
Etapa del romance propiamente dicho en Hugo Rodríguez-Alcalá

Si bien es cierto que los poemas anteriores podrían considerarse romances por su extensión y por el elemento narrativo que contienen, aunque escritos en versos endecasílabos, los romances propiamente dichos se encuentran en Abril que cruza el mundo (1960).   —20→   «Romance de Juan Lobo» (p. 41) y «Romance de Nanawa: enero-julio: 1933» difieren radicalmente en temática mas no en estilo. El de Nanawa despliega el ardor bélico de sus primeros y de sus versos más recientes. «Romance de Juan Lobo», en cambio, sigue la tradición gauchesca de Santos Vega y la más pura línea del romance español, y pertenece a un punto intermedio en su trayectoria lírica.

Aunque Rodríguez-Alcalá ha sido aclamado por Juan Ramón Jiménez y nos trae ecos de Machado a veces, nuestro poeta rehúsa que se le atribuya influencia de aquél («Azorín y Machado, sí; Juan Ramón, no»). Y sin embargo, cuando se trata del paisaje, Hugo Rodríguez-Alcalá lo reproduce como un estado de ánimo desde la atalaya de aire cristalino del Juan Ramón Jiménez en sus albores poéticos... veamos en «Juan Lobo»:



 


 

 

.......................................

   
 

Abre la puerta mi vida

   
 

que ya la sangre me quema;

   
 

tengo un rosal de caricias

   
 

deshojándose en tu ausencia.

   
 
 

.......................................

   
 

La luz del amanecer

   
 

entró dorada en la pieza.

   
 

Rosario duerme con besos

   
 

enroscados en sus trenzas.

   
 
 


 

 

Hemos subrayado las imágenes poéticas que más destacan la etapa que pudiera llamarse neorromántica-impresionista de Hugo Rodríguez-Alcalá y que sólo se da fugaz y esporádicamente en la «poesía absoluta» de Palabras de los días.




- III -
Etapa neorromántica: el paisaje como estado de ánimo en Abril que cruza el mundo

 

En esta etapa Hugo Rodríguez-Alcalá se nos presenta sin saberlo quizá, poseedor de todos los rasgos temáticos y estilísticos que caracterizan a la llamada «Generación del 40» en la Argentina. Los miembros más destacados de esta generación son César Fernández Moreno, Vicente Barbieri, Silvina Ocampo, Olga Orozco, Enrique Molina y Alfonso Sola González. Alrededor de 1940 estos escritores se encuentran entre los veinte y treinta años de edad encauzados hacia un neorromanticismo, una primacía de los sentimientos allá donde los surrealistas previamente abogaron por la libre asociación de ideas y por la exploración del subconsciente.

Tres poemas titulados «Otoño» aparecen en Abril que cruza el mundo. El primero (p. 14) es sin duda el más trágico y responde verso por verso a los postulados neorrománticos. Veamos:


 

Otoño VI

 

Todo me habla del fin. Es el otoño.

     
 

Fuera y dentro de mí lo inexorable siento.

     
 

La hojita desvalida

     
 

que ha caído en silencio,

     
 

dejó toda su muerte

     
 

aleteando en mi pecho.

     
 

Bajo nubes oscuras

     
 

Columbro -verde y blanco- el cementerio.

     
 

Un gran deseo de partir me llena:

     
 

de partir hacia donde no se derrumbe el tiempo.

     
 


 

 

Ese tiempo que lo angustia, tiempo explícito, tiempo-vida según la ecuación de Machado es todavía un obstáculo doloroso e invencible para el poeta. Al empezar su escala ascendente hacia la poesía absoluta, también se irá desprendiendo de las adherencias que lo atan al tiempo y ya su voz jubilante afirmará la existencia de un tiempo hierofánico, sacralizado por el poeta en virtud del recuerdo. Cada instancia poética iniciará un tiempo nuevo.

En el segundo «otoño» (p. 29), Hugo Rodríguez-Alcalá acierta a dar con una de las estrofas más logradas de toda su trayectoria poética. Tras señalar los follajes amarillos de los álamos taciturnos y la ausencia de los pájaros en las despedidas de octubre en dos   oraciones exclamativas de la primera estrofa, el poeta irrumpe en una inolvidable reflexión de clásica hechura y trascendental resonancia lírica:


 


 

Otoño XX

 

¡Qué morir más hermoso

     
 

este morir callado!

     
 

Las infinitas vidas

     
 

se doran un sudario

     
 

y eligen un minuto

     
 

de gala, para el tránsito.

     
 


 

 

Todo está dicho ya. Por sobre la suerte del hombre a cuya muerte se le ha negado gracia y armonía de formas en el gesto de inmovilidad final, la naturaleza en cambio, se rinde a la caducidad vegetal con evidente superioridad estética. El tránsito postrero de la hoja es un minuto de gala. El del hombre, no. Así en el silencio, en la comparación implícita mas no explícita, se fragua una suerte de filosofía panteísta donde la naturaleza llega a darnos la respuesta que buscamos a ciegas: morir, sí, pero morir como el follaje uncido a la belleza para renacer después.

El último «Otoño XXI» deja también una reverberación entre nostálgica y jubilosa puesto que la sonrisa de este otoño fue tan melancólica, «que interrumpiendo   el canto/ los pájaros, absortos,/ se acordaron de abril y lloraron/ de nostalgia y de gozo». Es sin duda el «Otoño XX», el del mayor acierto poético, no sólo por su filiación neorromántica sino por la hondura de las reflexiones que suscita.

En esta tercera etapa de la obra de Hugo Rodríguez-Alcalá se diluye la búsqueda de las circunstancias paraguayas que predomina en Estampas de la guerraPalabras de los días y El portón invisible. Como ha señalado el mismo Fernández Moreno sobre su generación, los temas más abundantes son: el otoño, el atardecer, los parques abandonados, la infancia perdida, el amor concluso, «todo aquello que respira ruina y desolación».

Rodríguez-Alcalá, empero, no se deja llevar al extremo por ningún «ismo». El aire de los tiempos lo roza levemente al pasar sin envolverlo jamás del todo. Como Paul Valéry que se refiere a su etapa «Wagneriana, gótica y de sentimental catolicismo español» antes de emprender la senda definitiva hacia la poesía absoluta, Hugo Rodríguez-Alcalá se distrae en devaneos neorrománticos nada desdeñables, antes de entrar de lleno a su poesía desnuda.



 

- IV -

Arte poética de Hugo Rodríguez-Alcalá y comienzo de la última etapa

Fue William Blake quien en uno de sus poemas de mayor lucidez, habló de la muerte de las Musas, trazando así uno de los rasgos fundamentales de la poesía moderna. Mientras todavía hacia mediados del siglo XVIII el poeta cantaba con normas objetivas y reconocidas estética y socialmente para fundar su obra, esta normativa no sólo caducará en los tiempos que llegan hasta nosotros sino que cualquier referencia a estas instancias será tenida por sospechosa y casi siempre como muestra de impotencia creadora. Desde el Romanticismo, para realizar su vida, para ser realmente quien es, el poeta siente que sólo cuenta consigo mismo. Y este consigo mismo, nótese bien, no consiste en algo que por lo pronto tenga como posesión segura, sino, muy por el contrario, es una interrogación, una conquista que tampoco en última instancia puede anticiparse con el mínimo de precisión normal y exigible a otros proyectos humanos. El poeta siente su propio devenir en la búsqueda apasionadamente ansiosa de sí mismo, búsqueda a veces doliente donde quisiera hallar reposo, ya no respuesta, a la interrogación acezante de su vida. Rodríguez-Alcalá nos dice en «Paisaje»:


 

 

Hacia el futuro voy en la penumbra

   
 

hecha de luces y tinieblas mías,

   
 

buscándome a mí mismo y no encontrando

   
 

la imagen firme que pedí a la vida.

   
 


 

 


 

(Abril que cruza el mundo, p. 2)

               



 

El poeta moderno, cuando compone un Arte Poética lo hace como un intento más, a veces desesperado, con frecuencia escéptico o irónico, de aclarar su propia poesía y su propio destino. Se trata de un testimonio biográfico y no de una normativa. El poeta paraguayo apunta a esta realidad literaria y humana desde su Arte poética.


 

 

Pasamos

   
 

por una calle con un árbol rosa;

   
 

miramos

   
 

unos ojos brillantes en la sombra;

   
 

oímos

   
 

una casi apagada melodía;

   
 

sentimos

   
 

la hermosura final con que una tarde expira.

   
 

Mas vamos

   

de prisa, sin pasar y sin mirar

   

y sin oír y sin sentir.

   

Vivir

   

la vida del amor más verdadero,

   

es ir potenciando el vivir -¡tan pasajero!

   

y llegar al sentido

   

de todo cuanto hayamos mal vivido.

   
 
 


 

 


 

(Abril que cruza el mundo, p. 28).

               



 

Los últimos versos parecen referirse a la virtud cognoscitiva del amor, la única pasión redentora capaz de ensanchar la apertura afectiva del hombre, enriqueciendo y ahondando su apetencia vital. La exclamación sobre el vivir «tan pasajero» entre signos de exclamación, se pliega como una sombra dolorosa y resignada sobre el hecho irreversible de la fugacidad de la existencia que viene acompañando desde siempre el lamento elegíaco de las coplas de Jorge Manrique. Sin embargo, el Arte Poética de Rodríguez-Alcalá, fiel a su consigna de verdad e idealismo y de dicha como estado existencial, nos entrega en final instancia iluminadora, un atisbo de esperanza para comprender el sentido de la vida malograda y la implícita promesa de un poder vivir más conscientes de este continuo acontecer milagroso. Un arte poética, tratándose de un poeta moderno, desprovisto del amparo de pautas o normativas rigurosas, es desde el rótulo, una afirmación contradictoria que destaca aún más la radical soledad del poeta.

En «La voz», Rodríguez-Alcalá clama por una voz propia apresada en el anhelo, que le dé saber de la expresión poética siempre buscada mas sin cabal logro, según el poeta.


 

 

Ella es la voz que nunca ha sido mía

   
 

siempre dormida en el anhelo,

   
 

clamor de una esfumada epifanía

   
 

que sólo fue crepúsculo en el cielo

   
 

de la melancolía...

   
 


 

 


 

(Abril que cruza el mundo, p. 23)

               



 

En esta situación de búsqueda irremediable y como un ingrediente de ella no deja de aparecer un sentimiento más o menos preciso de nostalgia. Como una época feliz, el poeta alude a veces, generalmente como un anhelo y un respiro a los tiempos en que los dioses sostenían, iluminaban y orientaban el mundo de las palabras. Podría trazarse toda una historia de este soplo de felicidad pasada que atraviesa la poesía moderna. Acotemos, de paso, como mera sugestión, y a sabiendas de todos los interrogantes planteados por el tema, que las corrientes poéticas que acentúan la inconsciencia creadora pueden explicarse como un intento de buscar un asidero, una suerte de Musa abismal, que opera para la abrumadora lucidez del poeta como una garantía que él acata en un sentido nouménico del aedo cuando le pedía a la musa que le contara la cólera de Aquiles o las penalidades de Odiseo. Nuestro poeta niega validez a la pura inconsciencia creadora. El poeta ha de hacerse lúcidamente responsable del poema que crea.

Vemos en «Ulises» el llamado del «dulce canto» o  del «canto mágico» como si fuera la voz de Polimnia tratando de seducir al poeta:

 


 

 

... Y marineros ágiles

   
 

te ligarán al mástil,

   
 

y el dulce canto oirás desde tu nave.

   
 
 

Y, sin embargo,

   
 

te ha de doler el canto mágico

   
 

y llorarás los besos ignorados.

   
 
 


 

 


 

(Abril que cruza el mundo, p. 20)

               



 

De acuerdo con este valor sagrado y misterioso que se abre primitivamente al comienzo de los tiempos, se ha afirmado a menudo con un mayor grado metafísico que literario que la actividad poética en su virtud ontológica de carácter «creativo» posee una inspiración sobrenatural o confiere al poeta una cualidad casi divina. Platón afirma que la creación poética entraña una labor que permite a la configuración imaginaria su «paso del no ser al ser». Rodríguez-Alcalá no se rinde fácilmente a lo de «inspiración sobrenatural». El poeta es un artesano y la poesía, su oficio.




Valéry y la poesía de Hugo Rodríguez-Alcalá

No deja de ser significativo que uno de los aspectos más recalcados de los poetas modernos consiste   no en explicar qué es lo poético o cómo se logra sino su radical imposibilidad. La Poesía sólo depara así una visión segura: que el poema es un intento de aproximarse a una realidad inasequible. Más aún, este intento se manifiesta, por su condición declaradamente falible, como una falta o culpa cometida contra la pureza poética. No sería arriesgado sugerir que la pérdida de arraigo en una realidad poéticamente sagrada, las musas perdidas de Blake, se convierte en una consagración religiosa de la poesía. Una poesía que no está en el poema sino que éste apenas refleja y casi siempre o siempre, enturbia o corrompe. Un ejemplo brillante y notorio de esta actitud es Paul Valéry. El gran tema de su poesía son los modos, las acechanzas, las paradojas y las efímeras felicidades que acompañan la gestación de un poema. Este, el poema, es reconocido por anticipado como una suerte de apuesta hacia el infinito o la nada. Sobra recordar el recelo profesional de Valéry a toda apelación mística o trascendente. Y no obstante, el resultado de sus inquisiciones   se reduce a un reconocimiento de la condición inexorable del silencio como origen y fragua del intento poético. Así llegamos repito, por el «recelo profesional a toda apelación mística que rige» tanto a Valéry, como a Rodríguez-Alcalá, al credo de «poésie pure» o «poésie absolue» bajo cuya advocación parecen nacer los versos sobrios y trascendentes de Palabras de los días y El canto del aljibe de Hugo Rodríguez-Alcalá.

Veamos el «Proyecto de Poema» de Hugo Rodríguez-Alcalá para apreciar la sorprendente desnudez de su palabra poética, la ausencia de retórica, la economía de la imagen que se resuelve en una sobriedad de líneas sin detener la fuerza agresiva del impacto nostálgico en la expresión de la imposibilidad de su deseo final donde se resume la suprema aspiración del hombre y su desgarradora impotencia.


 


 

Proyecto de poema

Un poème c'est bien peu de chose.

 


 

R. Queneau.

               


 

 

   
 

Tema:

   
 

   mi madre en la casona vieja

   
 

entre las cuatro y cinco de la tarde.

   
 
 

   Que se la pueda ver a sus ochenta

   
 

y tantos años, pulcra y sosegada,

   
 

leyendo en su sillón del corredor.

   
 
 

   Que el corredor se haga imaginable:

   
 

largo, con sus baldosas coloradas

   
 

y las que han sido más o menos blancas.

   
 
 

   Que, como fondo, el patio sea intuible,

   
 

con las palmas, la parra, el jazminero,

   
 

y el aljibe en el centro.

   
 
 

   No abusar de detalles;

   
 

lo esencial es la dueña de la casa

   
 

leyendo en su sillón.

   
 
 

      Rostro moreno,

   
 

hermoso todavía,

   
 

capaz

   
 

de la alegría más vivaz

   
 

como de la tristeza

   
 

más discreta.

   
 

   El cabello rizado, todo blanco.

   

El aire de la patria, dulce y ácido,

   

ha de sentirse en torno a su figura.

   
 
 

   Y no olvidar:

   
 
 

      que a pocos pasos de ella

   
 

brinquen y píen cuatro o cinco audaces

   
 

gorriones, reclamando

   
 

las migajas rituales de la tarde.

   
 
 

   Si pudieras pintar ese retrato

   
 

con las palabras justas,

   
 

estarías allí, en la vieja casa,

   
 

vencedor de tu exilio y, para siempre,

   
 

con tu tiempo mejor recuperado.

   
 
 


 

 


 

(Palabras de los días, pp. 19-20)

               



 

Este poema fechado en mayo-junio de 1970 convoca a toda una sucesión de imágenes visuales, olfatorias, táctiles, auditivas, gustativas y conceptuales. La poesía aquí logra la más cabal «consagración del instante» de la que nos habla Octavio Paz. El tiempo detenido a esa hora refrescante y serena que sucede a las siestas del interior en los países de Sudamérica. Esa hora tiene en sí un sabor sosegado, es el segundo amanecer del día, y es a su modo otro comienzo donde se corresponden el momento y la figura de la madre, «pulcra y sosegada/ leyendo en su sillón del corredor». Sólo aquéllos que hemos vivido la fragancia y la quietud de los jazmines, la parra, las palmas y el aljibe donde se ha decantado la imagen de una anciana recién levantada de la siesta, oliendo a agua de Colonia, con su pelo blanco recogido en un nudo en la nuca, entregada dulcemente a la lectura; sólo aquéllos, repito, podemos compartir la imagen del poeta y hacerla vivencia personal como si los dos estuviéramos soñando el mismo sueño.

El poema, «Tienda y zaguán» (pp. 45-46) de Palabras de los días, se da a modo de candoroso diálogo en una voz que evoca reminiscencias de ayer ante un oyente absorto -quizá un niño- y fluye quietamente como un ancho río somnoliento que deja entreverarse la nostalgia del poeta siempre contenida y noble.

El recurso poético característico del romance donde una voz pregunta y otra responde, aquí se manifiesta en un estilo completamente novedoso. El poeta es narrador-testigo-protagonista de una experiencia pasada que se complace en recobrar, en dulcísima evocación personal delicadamente envuelta en olores, colores y sensaciones semirremotas, para un oyente cuya inocencia parece dar la pauta del poema, efecto que se refuerza prodigiosamente en la «inocencia» de las tacuaras. «Pero el zaguán aquel donde dormían/ las tacuaras su sueño de inocencia,/ era un rincón del Paraíso/ Allí quedó esperando una niña de luz mi   —35→   sueño de hombre./ -¿Niña de luz en un zaguán de tierra? -Sí, en el zaguán de tierra colorada y techo negro y alto con murciélagos...». La «niña de luz» que quedó aguardando su «sueño de hombre» introduce con exquisita resonancia asordinada, la alusión de un primer amor trunco por el tiempo y la distancia. Ah, ¡qué desgarrador este sobrio varón senequista al llamar con templado acento aquello que ya fue y que jamás volverá a ser! Es el mando imperioso de Garcilaso que dejará fluir las lágrimas sin controlar dignamente el duelo: «¡Salid sin duelo lágrimas corriendo!» El hombre no ha de rendirse al dolor aunque darle cauce en su vida para no perder jamás la virtud de enternecerse y de ir «potenciando el vivir».

Esta obra de Hugo Rodríguez-Alcalá es un bello y profundo canto elegíaco. Aun en los arpegios donde se entreveran dicha y melancolía. Hugo está destacando, sin proponérselo quizá, la oposición inmanente a todo lo vivo y la inevitable coincidencia de lo opuesto, coincidencia oppositorum. Si la dicha para nuestro poeta es un estado existencial como la angustia lo fuera para Sartre, cabe afirmar que su espíritu se afinca con ahínco en ambas modalidades existenciales para resolverse en inconfundible vibración lírica. Porque Hugo Rodríguez-Alcalá siente en entrañada encarnación el amor y la nostalgia de lo suyo, y por lo suyo me refiero a su   —36→   terruño y a su ámbito, puede contarlo con viril contención. Porque sabe irreparable su pérdida del tiempo perdido, puede salir en su búsqueda y llorarlo en un dulce lamento elegíaco que queda reverberando en el aire después que el silencio ha caído como empolvado celaje sobre el alma.

Los «ismos» en literatura van y vienen. Muchos poetas celebrados de este siglo pasarán, caerán rodando en el olvido y nadie se acordará de ellos. Hugo Rodríguez-Alcalá, aunque la profecía es acaso -según palabras de Borges- el más inseguro de los géneros literarios, no ha de pasar por haber trascendido la transitoriedad de las modas. En la suprema sencillez está la verdad. No todos los poetas pueden rescatar sus recuerdos de la escoria del tiempo.

 

Celia Correas de Zapata

California State University,

San José, California.

Estados Unidos.






El canto del aljibe, de Hugo Rodríguez-Alcalá

Enrique Pupo-Walker 



(Ínsula, Madrid, Año XXXIII, marzo, 1978)

El prestigio intelectual de Hugo Rodríguez-Alcalá se ha consolidado a partir de un discurso que es, por definición, metalenguaje. Su extensa producción como crítico literario y ensayista se reconoce hoy dentro y fuera del ámbito hispánico. Pero ocurre que esas aportaciones   —38→   suscitan una contradicción inesperada que el lector medio no suele resolver con facilidad. Me refiero a que Rodríguez-Alcalá también es poeta. Sus versos han tomado cuerpo en varios libros: La dicha apenas dicha (Madrid, 1967) y Palabras de los días (Venezuela, 1972), que han sido comentados en España e Hispanoamérica. Emanan, pues, de la misma persona dos escrituras disímiles. E inevitablemente el lector establece correspondencias -casi siempre equívocas- entre la creación verbal y el discurso expositivo que exige la actividad crítica. Si en el caso de algunos escritores esas analogías nos parecen factibles, pensemos en Eduardo Mallea y aun en el mismo Carlos Fuentes; no creo, sin embargo, que existan correspondencias de esa índole en los textos múltiples de Rodríguez-Alcalá.

Su poesía se inscribe en un registro sutil de vivencias que siempre son evocadas con admirable precisión. Es un lenguaje que abandona la operación expositiva para transformarse en imágenes resplandecientes que, a su vez transmiten un conocimiento logrado en formas, sonidos y colores. En El canto del aljibe se ofrece una escritura que no está prefigurada por la actividad intelectual y que como tal no es subsidiaria de otros textos. Libre de las mordazas que impone una postura dialéctica, el lenguaje se interioriza y fundamenta sus propios valores en la calidad expresiva del verso. De ese modo, surge la palabra que se nombra a sí misma y que instaura su significación  poética dentro de un sistema casi imperceptible de valores fónicos y semánticos.

Los versos de Rodríguez-Alcalá fluyen casi siempre con engañosa suavidad; exhiben la precisión, al parecer involuntaria, que hemos admirado en leyendas magistrales. Pero en última instancia el signo primordial de esa poesía no radica en el virtuosismo fónico y la capacidad de evocación. A menudo, en El canto del aljibe el verso se vuelca sobre sí mismo; encuentra en el acto de creación su tema y razón de ser. Es, por tanto, la palabra que emite un conocimiento y que se contempla al hacerlo. Rodríguez-Alcalá confirma, como casi todo escritor, la sospecha formulada por Sartre: «La literatura es siempre la expresión de una carencia». Pero aunque así es, las insuficiencias de la palabra no reprimen la sensación de júbilo que contienen los versos de Rodríguez-Alcalá. Su obra de creación es afirmativa y festeja como nos dijo Ricardo Güiraldes, «el bienestar lúcido de la creación». En El canto del aljibe asistimos con deleite a la creación de un lenguaje que celebra la vida misma y que se aparta de la ganga retórica y el ademán emotivo e inoportuno. Esas y otras virtudes están señaladas en el fino prólogo que Manuel Durán dedica a este libro.





 

Introducción

JUAN MANUEL MARCOS
 

Este estudio crítico de una parte de la obra del poeta paraguayo contemporáneo Hugo Rodríguez-Alcalá está basado en la tesis doctoral que presenté en la Universidad Complutense de Madrid en 1979. Aunque carece de otro mérito que el interés suscitado por los propios textos analizados, quisiera contribuir a la tarea de las nuevas generaciones de intelectuales del Paraguay: el esclarecimiento riguroso de la realidad histórica y la intimidad cultural del país, por encima de no pocas efusiones sectarias y personalistas, que de un modo u otro han opacado la imagen de un proceso humano colectivo singularmente revelador de ciertas claves rioplatenses y, en general, latinoamericanas. Uno de los caminos hacia esa misión, en el campo   de la crítica literaria, consiste en la indagación monográfica acerca de los autores nacionales -más correcto sería decir: de cada país de la Nación Latinoamericana-, como sin duda el que aquí nos ocupa.

Hugo Rodríguez-Alcalá nació en Asunción en 1917, hijo de distinguidos escritores. Sus poemas testimonian el ambiente, asunceno y guaireño, donde creció. Se doctoró en Derecho en la Universidad Nacional de Asunción, y en Filosofía y Letras en la Universidad de Wisconsin (Madison). Ha desempeñado una brillante carrera como Profesor de Literatura Hispánica en los Estados Unidos; actualmente dirige -desde su fundación- el Departamento de Lengua y Literatura de la Universidad de California (Riverside). Ha publicado una treintena de libros de crítica y ensayo, poemas, cuentos, y artículos en decenas de revistas y diarios de varios países, y poemarios como los que se citan en la bibliografía de este estudio.

Como varios poetas contemporáneos, incluidos no pocos vinculados con el vanguardismo, Rodríguez-Alcalá emplea constantemente metros clásicos. Pero la cosmovisión y la técnica de estructuración de su poesía corresponden cabalmente a la más radical contemporaneidad literaria. Su tema fundamental, la búsqueda de la integridad de sí mismo, configura un universo dinamizado, en lo esencial, por cuatro motivos líricos: la recuperación de la pureza y la plenitud de sus vivencias infantiles; la descripción humanitaria de personajes y situaciones de la guerra del Chaco entre   Paraguay y Bolivia (1932-1935), que lo contó como adolescente protagonista y testigo; la visión crítica y nostálgica de la patria natal; y la intuición angustiosa pero no desesperada de la circunstancia humana sin más. En estos textos, de una valoración positiva del mundo y de la vida, Rodríguez-Alcalá propone la dicha como un éxtasis legítimo, y tiende la mano agradecida hacia la fuente misma de la Creación, con laico fervor. Una poesía que ilumina la intimidad exultante de la existencia, desde la exaltación vívida de los momentos más tiernos y plenos, hasta la melancólica memoria de la felicidad perdida. Esta actitud singulariza dicha experiencia poética, en el contexto generacional de una literatura que podría ser definida como un todo elegíaco, sombrío, y -no sin motivo- desgarrado.

Examinemos, primero, el poema «Primavera, otra vez», de La dicha apenas dicha.


 

 

 

¡Qué cosa extraña es ésta de los versos!

   
 

Uno se olvida de que los escribe.

   
 

Se olvida de poetas y poemas.

   
 

Y, de pronto, reincide.

   
 
 

A mí me pasa así. Yo soy un hombre

   
 

ocupado y sin éxito

   
 

en cosas de poetas,

   
 

y he renunciado, ha mucho tiempo, a serlo.

   
 

Sin embargo, me ocurre que, un buen día,

   

luchando, por ejemplo, con los números,

   

la pluma, sola, empieza a escribir versos

   

y me lleno de júbilo.

   
 
 

Entonces noto que la primavera

   
 

está otra vez viniendo;

   
 

que el aire, afuera, está lleno de píos

   
 

y que también yo estoy lleno de versos.

   
 
 


 

 

La composición es una silva irregular, de pares asonantes. Nótese, además de la asonancia en el endecasílabo y el heptasílabo pares de la primera estrofa, la suerte de ritmo al mezzo, por epanalepsis, en sus versos segundo y tercero. La palabra «extraña» posee una deliberada polisemia: los versos son misteriosos en sí mismos, y más para el poeta, que declara sentirse ajeno a ellos desde hace tiempo. La elipsis del verso cuarto sugiere el papel que desempeña la memoria en la lírica de Rodríguez-Alcalá: el poeta ha olvidado una doble circunstancia, los poetas que lo rodeaban -su madre, su padre, sus compañeros de generación-, y los poemas que él mismo había escrito; es decir, había olvidado al poeta que él había sido. Pero, si «reincide» en el ejercicio poético, es porque recuerda. El recuerdo, a la manera platónica, le inspira nuevos poemas y, en suma, lo configura. El empleo del verbo «reincidir» -recaer en una falta- tiene naturaleza humorística, propia de la ironía coloquial y chispeante de todo el texto. Por otra parte, la idea de sorpresa -ese «de pronto» se encuentra reforzada    por lo repentino del verso: el único semánticamente heptasílabo de toda la composición; hay más heptasílabos métricos, pero todos encabalgados. En la segunda estrofa, el poeta confiesa que no sólo ha olvidado a los poetas, sino que «ha renunciado» a serlo. Pero, a veces, le pasa que, haciendo cuentas, la pluma, «sola», se pone a escribir versos. Lo activo en esta tercera estrofa no es la escritura sino el júbilo, no lo mecánico, sino lo emotivo. La estrofa cuarta, y última, constituye la más sonora, resplandeciente, y exultante. Fijémonos en la triunfal construcción de su primer verso, una suerte de endecasílabo provenzal. El estallido, «a toda orquesta», de la cesura épica, expande el vibrante ritmo en dos hemistiquios libres, el primero como cabo roto («Entonces no»), que prepara, al modo versicular, el otro estruendo, el definitivo, ese rarísimo acento en 5.ª, exhumado con toda su fragante armonía de quién sabe qué remota memoria del endecasílabo galaico antiguo, ese exacto acento que cae, precisamente, en el «yo» del último verso, en ese potente pronombre en el que el poeta -como Pedro Salinas- se encuentra, y se reencuentra, y lo encuentra casi todo. Ese extraordinario acento 5.º que rompe la métrica y obliga a una diéresis («y que también yö estoy lleno de versos»), con lo que nos vamos a un dodecasílabo, muerta la sinalefa. Así, el primer verso de esta estrofa es de diez sílabas, y el tercero, de doce. Ninguno endecasílabo, y, sin embargo, ambos endecasílabos para el cómputo armónico de la silva libre. Pero..., miremos aún más de cerca. El «decasílabo» al dejar átona la primitiva 5.ª del endecasílabo («Entonces no   -que la primavera»), imita el verso épico medieval francés de diez, con la típica cesura después de la cuarta tónica. El segundo hemistiquio es un leve hexasílabo trocaico que mitiga el ímpetu anterior («que la primavera»). Ahora bien, «dodecasílabo» («y que también yö estoy lleno de versos») es de cinco más siete. Pero ese hemistiquio de cinco resulta hexasílabo («y que también yo»). Y este «hexasílabo», en su variedad dactílica, sugiere un paralelismo rítmico con el hemistiquio trocaico del primer verso. Mientras que un nuevo dactílico, el heptasílabo del segundo hemistiquio («estoy lleno de versos») ratifica y clausura, al cabo del último verso del poema, la nueva circunstancia existencial asumida por el poeta: redescubierto su «yo», se siente otra vez poeta. Hay otras formas, claro, de leer este texto. Pero ésta, árida y excesivamente técnica, nos permite participar en el juego interno del poema, y percibir genéticamente, palabra por palabra, la marcha del poeta hacia sí mismo. Si comencé por «Primavera, otra vez», y mediante estos aburridos pero imprescindibles tecnicismos, es, precisamente, porque este texto es de veras un poema heráldico en la lírica de Rodríguez-Alcalá.

Leamos «Pensamiento de abril», de Abril, que cruza el mundo...


 

 

 

Ya vino abril, fingiéndose inocente.

   
 

Como él vino una vez la voz perdida,

   
 

vino cantando y se alejó muriendo

   
 

y yo quedé más solo todavía.

   
 

 

   
 

Abril es lo que pasa, el dulce engaño:

   
 

sombra de inaccesible encantamiento,

   
 

abril no falta nunca, pero pasa,

   
 

y de su canto de oro muere el eco.

   
 
 

Ese beso en la boca que adoramos,

   
 

ese temblor frente a unos ojos puros,

   
 

todo ese frenesí no es más que engaño,

   
 

canto fugaz de abril que cruza el mundo.

   
 
 

Ya vino abril, el mago fugitivo

   
 

que en luz envuelve su mensaje oscuro.

   
 
 


 

 

 

En el mes de abril no hace primavera en el Paraguay, sino en los Estados Unidos -para circunscribirnos a los dos ámbitos del poeta-: la «imagen encarnada» de esta estación, en el poema, corresponde a una mujer de aspecto anglosajón -al menos si suponemos que los cabellos de ella, que es abril, son «de oro», y la «pureza» de sus ojos, de zafiro-. Conviene observarlo, para inferir de aquí algunas ideas en torno al juego simbólico de las estaciones en la poesía de Rodríguez-Alcalá. Por ejemplo, los veranos guaireños de la infancia del poeta no aparecen engañosos, sino nítidos, permanentes. El norte configura, en cambio, una ilusión, un espejismo, y el abril norteño no comunica una certidumbre del ser, sino ecos perdidos y fugaces. La primera llega «cantando», y el ritmo parece    imitar la eufonía fulgurante de la naturaleza. Hay una combinación musical de endecasílabos; véase, en la primera estrofa, la sucesión de los endecasílabos a la francesa, heroico, sáfico, y el retorno del yámbico en el segundo par, plegado sobre la asonancia que constituye la estructura esencialmente polirrítmica de la composición. Llegó esta primavera, grávida de sonoridades, mas «se alejó muriendo». El poeta no se siente ebrio de dicha, como a la sombra de la parra de su Tío Manuel -uno de los héroes de sus recuerdos de niño-. Tampoco se siente extendido en los otros, como en la hora trágica del Chaco; ni aferrado a sus raíces más próximas. Lejos de sí mismo, se siente solo. La fugacidad de la primavera le anuncia la fugacidad de la vida. La fragancia ritual de las flores, la cíclica juventud del mundo natural, «no falla», se repite inevitablemente, inexpresivamente, cada año. Y, a su paso, secuestra vivencias e ilusiones, nos hurta momentos dichosos y hasta esos, más ácidos, que tampoco regresarán con los nuevos capullos. El poeta proyecta su amor hacia una mujer -primavera fulgurante del cosmos-, pero también ella será efímera. Las flores en flor, unos labios frescos, el aire aromado, una mirada traslúcida, todo es fugaz. El poeta intuye que las cosas, el paisaje, no son sino una huida inexorable y unánime del tiempo y el espacio que somos, de la vida que nos configura y somete a sus leyes inescrutables, la vida como «canto fugaz de abril que cruza el mundo». Emerge de esta meditación sobre la vida, de este «pensamiento de abril», el presentimiento de la muerte; más que fin, un umbral del infinito, el completarse    definitivo del ser del poeta en una unívoca, expresiva, fundante y perenne Cosa: la incorruptibilidad de la cíclica y comunicante armonía poética. No un «mago fugitivo»; mago permanente el poeta cifra su ser en el de la poesía, y éste lo sobrevive en los demás. Vendrá la primavera, emblema de la vida y anuncio de su propia fugacidad; pero el poeta estará, entero, en una palabra de manantial y roca; en el umbral del infinito: la prodigiosa eternidad de la poesía, ese río inmaterial, luminoso y fragante, amasado con el dolor, la ternura, y la dicha de los hombres.

En "Domingo", de Abril que cruza el mundo..., se percibe la influencia de Jorge Guillén.


 

 

¡Domingo! ¡Todo en ti existe!

   
 

En la cascada del sol

   
 

lo real se dinamiza

   
 

en plenitud de color.

   
 
 

¡Eco, pájaro, ansiedad;

   
 

brisa y celaje; dolor

   
 

antiguo y nuevo, rebosan

   
 

de realidad interior!

   
 
 

Mayo llega a su cenit,

   
 

¡el mundo es un gran rumor

   
 

pleno, unánime, potente:

   
 

¡sólo a mí me falta Dios!

   
 
 


 

 

Cuando Rodríguez-Alcalá describe esos engañosos abriles y mayos, los sitúa lejos de sus raíces, en los Estados Unidos. Sus alegrías fundantes están contenidas en sus poemas guaireños. Aquí, «Domingo» es otro nombre de la primavera. El poeta se deja arrebatar por el éxtasis cósmico. Su espíritu se inunda de luz y colores. Los octosílabos ceñidos, con asonancia en los pares, sugieren la sensación de movimiento, de encendida vitalidad. El poeta parece tocar con sus manos el corazón de la primavera. Ebrio de sol y de píos, de la brisa espléndida y el cielo a mediodía, el poeta concibe el mundo como música. Y, de pronto, estalla esta aparente antífrasis: «¡Sólo a mí me falta Dios!». Este verso parece una ironía; al cabo de una descripción casi panteísta, la exclamación final, más que mitigar la sensación de exaltación lírica, confirma, de algún modo ambiguo, la euforia efusiva del poeta. ¿Por qué, pues, «Domingo»? En la tradición cristiana, el Domingo simboliza el homenaje semanal y colectivo de los fieles a Dios. La «maravilla del mundo» estimula la devoción cristiana. La belleza de la naturaleza se concibe como una gracia divina. Si miramos bien, podemos ver que lejos de una enigmática antífrasis, este último verso expresa una confidencia punzante y profunda: el poeta se siente sin Dios; es decir, sin lo «divino» de la primavera: su eternidad. Por eso no es lunes, martes, o sábado, en el poema, sino «Domingo». El poeta describe una plenitud luminosa pero efímera, una visión cenital del mundo exterior, que sopla, en el oído del lírico, una advertencia sobrecogedora: que él no es Dios, que es mortal. Entre la fatalidad   —51→   y la conjetura, este epigrama oximorónico opone el deslumbramiento del poeta ante el esplendor de la Creación, y su frustración íntima, pequeño creador también él, ante la transitoriedad de su propia existencia, que sólo la palabra podrá contener más allá de los «Domingos» en que todo existe, en que todo es Dios, menos el poeta, confinado en su delgada contingencia, sometido al destino de recordar para ser, de escribir para perpetuarse, de morir para acabar su último verso.

En el poema «Cordura», también de Abril que cruza el mundo..., el poeta dialoga con la primavera, otra vez símbolo de la fugacidad de la vida. Le sugiere que modere su arrogancia.


 

 

Ya no estás, primavera, tan triunfante:

   
 

deja al verano iluminar el cielo

   
 

y lleva tus celajes, tus auroras,

   
 

adonde no haya sol y falten besos.

   
 

Yo también, en mi vida ilusionada,

   

diré adiós al enjambre de deseos

   

que a un ya maduro corazón envuelven

   

en su revuelo de enervantes pétalos.

   

Dejemos que otro sol y otros azules

   

formen distintos cielos.

   

Tú, primavera, vete; y tú, locura

   

tardía de mis años, apaga ya tus fuegos:

   

hora es de abrir ventanas al poniente

   

y de orientar el alma a otros luceros.

   
 
 


 

 


La imagen de lo temporal, y por tanto, de lo humano, debe retirarse; admitir, la luz del verano -alegoría de la auténtica plenitud-. La florida estación debe abandonar al poeta, a quien no engañan sus espejismos, y dirigirse, en todo caso, a iluminar otros labios, acaso más jóvenes. Ya no lo seduce con sus «enervantes pétalos». Indiferente a cielos «distintos» -es decir, cíclicos-, el poeta aconseja a la primavera que renuncie a persuadirlo con el hechizo con que, antes, lo acosaba hasta la «locura». Pero la «cordura» del poema no radica en una especie de sensatez melancólica y crepuscular; ni en una preparación para la muerte, sino un mudar de ser. El poeta se aconseja a sí mismo, no tanto a una resignación taciturna, sino a una esperanza de otra vida: el ser de la poesía, en el que el poeta sobrevivirá a su propia carne. Así, «Cordura» no clausura las ventanas; las abre, aunque al poniente. Poesía repartida en los demás, unánime y varia, encendida siempre en «otros luceros», en los que el alma del poeta no habrá de apagarse jamás.

El ambiente de «Entre dos orillas», de Palabras de los días, a la inversa de la mayoría de los de Rodríguez-Alcalá, es lóbrego, enigmático.


 

 

Yo voy cruzando la calzada

   
 

para escapar, hacia la opuesta acera,

   
 

del hombre hundido en el confuso fango.

   
 
 

Del hombre pude ver sólo una pierna

   
 

y un trozo de la cara, no los ojos

   
 

ni la nariz. Le vi también la nuca

   
 

y la oreja derecha.

   
 
 

      Voy cruzando

   
 

este río de fango en plena urbe

   
 

sin nombre conocido -tal vez sin habitantes-.

   
 
 

Noto que me sumerjo, que no avanzo

   
 

aunque me es dado ver la acera salvadora.

   
 
 

Este gabán que tengo es todo cieno.

   
 

Mis piernas, que se hunden, son de fango.

   
 

Mis brazos, que se rompen, son de lodo.

   
 

Miro hacia el cuerpo casi sepultado,

   
 

en el ocaso ceniciento.

   
 

La corriente me empuja hacia ese muerto.

   
 

Mi cuerpo, en su gabán, ahora flota

   
 

cual resto pestilente de un naufragio.

   
 
 

Frente al cadáver que me evita el rostro

   
 

estudio su mejilla y la oreja y la nuca

   
 

que a tenebrosa luz se me relevan.

   
 
 

En la acera, de pie, veo a mi hermano.

   
 

Está como antes de su muerte.

   
 

Lo único extraño es que su pelo, blanco,

   
 

es demasiado blanco, y fosforece.

   
 

Él me tiende una mano. Yo piso sobre el muerto.

   
 
 

Guido desaparece y quedo solo

   
 

mirando el cuerpo que ahora, desde el fango,

   
 

me enseña su semblante muerto y duro.

   
 

Ese semblante se parece al mío.

   
 
 


 

 

 

El poeta huye. Quiere dejar atrás a un hombre «hundido en el confuso fango». No sospecha el nombre de aquel espectro. El texto -lejos de todo neorromanticismo- consiste en una elegía metafísica en la que el paisaje sin rostro que acosa al lírico parece disolverse en una selva de presagios todavía más sombríos que la definitiva nitidez de la muerte. Alargado como una pesadilla oscura, erizado de esquinas infames y desesperadas, el poema se debate «entre dos orillas»: vida y muerte electrizan la intuición de la fatalidad, no en esa «urbe sin nombre conocido», sino en el propio espíritu del poeta. La existencia lo ahoga como un suplicio tantálico; le comunica el radical sentimiento del no-ser. Inmerso en la angustia, él percibe su contingencia en la muerte de los otros, y sabe que la muerte humana es siempre fraterna, inexorable, única. En esa  pesadilla profética, descubre la muerte como un fenómeno solidario, como río unánime, como destino colectivo y esencial. No ha podido huir. La «corriente» lo lleva hacia el cadáver. La concepción de la muerte como «naufragio» transparenta el universo íntimo del poeta, fundado en la palabra viva, y en su memoria mágica, que descree de la fatalidad y confía en la eternidad de la armonía poética como superación del no-ser. Así, la muerte, como un no-existir, resulta una «caída», una impericia, un naufragio. De pronto, aparece una imagen fulgurante, erguida y espléndida, en la acera. Guido, el difunto hermano del poeta no está en la corriente pestilente, sino «como antes de su muerte»: vivo. Sobrevive. Aquella sobrevida es, sin embargo, «extraña», ajena a la naturaleza humana, mágica. Y este hermano mítico tiende una mano al poeta: lo salva de la muerte; en medio del sueño, le comunica el secreto de la eternidad poética, antes de esfumarse. Y el semblante del cadáver anónimo que sigue en el fango se parece al del poeta, porque es el rostro plural y uno de todos los hombres, «seres para la muerte», pero, más aún, para la vida, rescatados por la emoción y la incorruptibilidad de la poesía. Rodríguez-Alcalá ha compuesto una elegía catártica, una meditación metafísica sobre el destino del ser. De esta radical introspección, ha despertado «salvado de las aguas», del fango inexorable, con la vitalidad de la palabra, y la brújula de la comunicación lírica como señal y profecía. Salvado él, ha salvado también a su hermano del no-ser y, en la ternura de su imaginación, nos lo ha propuesto, como en un espejo entrañable, tendiéndole la mano.  Una mano, no desde la nada, sino desde la permanencia, intacta en la memoria estremecida y cálida de los suyos, y fundada, otra vez, en el poema, en el tiempo sin fin de la poesía. Lenguaje de la imaginación, el amor, y el sueño, ella lo es, en definitiva, de la vida.

Sobre el poema «Ir, ir, ir...», de Palabras de los días me dice Rodríguez-Alcalá en una carta: «Es una meditación pesimista sobre la vida cotidiana, la repetición de los actos, la rutina y el ajetreo de la vida moderna».


 

 

¡Eso de ir de la navaja al peine,

   
 

del peine a la camisa, a la corbata!

   
 
 

(¿Tomaste el desayuno?

   
 

¿Te lavaste los dientes?)

   
 

Es tarde. Es siempre tarde. Darse prisa.

   
 

Eso de ir al coche,

   
 

ponerlo en marcha y luego

   
 

ir entre luces verdes,

   
 

ir entre ruidos y humo gris a escape,

   
 

ir de una cosa a otra

   
 

sin reposar en nada.

   
 
 

Es siempre tarde y si no es tarde, urge

   
 

ir hacia algo, hacer alguna cosa

   
 

porque hay que ir, que ir de esto a lo otro,

   
 
 

como del peine a la camisa, a la corbata,

   
 

del desayuno al baño,

   
 

del baño al coche, en coche a la autopista

   
 

de prisa porque es tarde o por costumbre...

   
 

Ir, ir, ir. ¡Siempre ir hacia lo mismo,

   
 

ir hasta el mismo sueño como en coche,

   
 

como si, si quedáramos inmóviles,

   
 

con ansias de no ir, de ser tan sólo,

   
 

no nos iríamos también sin falta!

   
 
 


 

 

Una variación epigramática de tono conversacional. El léxico subraya el énfasis coloquial. Aunque predominan los habituales heptasílabos, se percibe un esfuerzo en favor de una mayor libertad y soltura en la versificación. Un festival de repeticiones retóricas, desde la epanalepsis de su mismo título y la epímone de sus dos versos primeros, la composición constituye una vasta y sugestiva anáfora, una sátira del ritual cotidiano. De la expolitio interpretativa del quinto verso, pasamos a la rauda estrofa siguiente, donde un par de oportunos encabalgamientos, y la agobiante epanáfora del infinitivo epónimo, transmiten la sensación de ansiedad y vértigo. La estrofa posterior «repite», a su vez, métodos similares. Pero lo conversacional del poema no reside solamente en su estructura versicular. Tras esa irónica descripción de los hábitos diarios, el poeta propone una confidencia. La vida no es más que absurdo ritual, pero si nos negáramos a él, no por ello conseguiríamos alargarla. Rodríguez-Alcalá   comprende que no puede fundar su permanencia en la ilusión de detener el dinamismo natural de la existencia. Y el poeta aspira a quedarse, a quedarse en la vida, a través de la comunicación de su entidad espiritual a los demás en el misterio de la permanencia poética.

«Fin del exilio», uno de los poemas más conmovedores de Rodríguez-Alcalá, pertenece a su poemario El portón invisible.


 

 

Abren camino, los del duelo, a un deudo

   
 

de porte militar, y de ojos duros

   
 

que, llegando al ataúd recién abierto,

   
 

con cerrado color sobre él se inclina.

   
 

De tierra lejanísima, por aire,

   
 

el difunto llegó, la víspera, de incógnito.

   
 

Cuando el deudo descubre el rostro muerto

   
 

y dice: -Es él-, el duelo advierte

   
 

que el vivo y el difunto se parecen,

   
 

y que ambos, sin palabras, se saludan.

   
 

Cumplido el rito fúnebre, introducen

   
 

el ataúd en nicho a cal pintado.

   
 

Y el cortejo disuélvese entre tumbas.

   
 

En su tiniebla el muerto abre los ojos

   

y los cierra, sobre una terca lágrima.

   

Tal vez comprende ahora

   

que la muerte, en la tierra lejanísima,

   

lo ha liberado del exilio;

   

que ahora, por fin, se encuentra de regreso.

   
 
 


 

 


Rodríguez-Alcalá fue modesto y lacónico al comentar, a mi solicitud, este texto: «Es homenaje a Pablo Max Ynsfrán, muerto en Texas y repatriado en su ataúd. Fue corresponsal mío durante casi treinta años». Leamos: un pariente del difunto se encarga de reconocer la identidad del cadáver que acaba de llegar por avión; cumplido el formalismo, el entierro se verifica como de costumbre. Hasta aquí el poema no es más que un austero romance heroico irregular, de versos blancos. Con escrupulosa economía verbal, el poeta ha narrado la repatriación y el entierro. Mas los últimos seis versos nos estremecen. El cadáver abre los ojos en su tiniebla, en su oscura e intransferible soledad irremediable. Ese complemento circunstancial de lugar, en la función propia del epithetum ornans, acentúa el sentimiento de solidaria angustia del poeta ante esos ojos en sombra. El muerto, en una proyección prosopopéyica de las lágrimas reales del autor, parece experimentar una sensación vivísima, sufrir la nostalgia y la ausencia, llorar en la transparencia de su propio dueño, el presagio de otros destinos comunes. Un alto precio, la vida, ha tenido que pagar el transterrado para estar, de nuevo, entre los suyos. Y, en el desamparo y la infinitud de aquella irreparable soledad, recuperar su tierra. La poesía elegíaca de Rodríguez-Alcalá   no consiste en un canto sobre la muerte, sino una lírica apuesta por la afirmación de lo espiritual sobre la corruptibilidad humana: es una poesía contra la muerte. Al recuperar su integridad en la pureza de sus recuerdos infantiles, en el humanitarismo descubierto en el desgarramiento chaqueño, y en la singularidad entrañable de su propia comunidad nacional, el poeta confía, en el umbral del infinito, que esta actitud puede continuarlo, y continuar a los suyos, más allá del silencio inevitable, contra el tiempo y sus terribles auroras. La poesía de Rodríguez-Alcalá aspira, con pasión y lucidez, a conocer el mundo, a describirlo e interrogarlo; a explorar la realidad hasta sus misteriosas raíces, con rigor y con amor, con música y con luz; a despojarnos de la frivolidad y del absurdo, sin abatimiento, y así, sentirnos ser. El poeta de los recuerdos guaireños está enamorado de la inocencia, la plenitud y la pureza de aquellos momentos cálidos y deslumbrantes de la Villarrica de su niñez. El poeta de la epopeya chaqueña, enamorado de una humanidad convocada a la lucha fratricida y a la muerte anónima, sin discriminación de banderas. El poeta de la nostalgia y la revisión de la intrahistoria nacional, enamorado de su patria sancionada con la tragedia, y tan espléndida e intransferible siempre en la policromía de sus paisajes y, sobre todo, en la infinita ternura de su pueblo. El poeta maduro, que presiente sin amargura la inexorabilidad del tiempo, enamorado de la palabra, de la poesía que ha fundado la mitad acaso más viva de su condición humana, de ese verso circular, fundante, perpetuo.

En «Jardín Botánico», de Palabras de los días, su protagonista, el propio poeta, tiene cuatro años. Su madre lo ha llevado a una fiesta al aire libre, en el Jardín Botánico, un vasto parque público, en las afueras de Asunción. Se celebra una boda, un aniversario... En un claro del bosquecillo hay «bullicio de baile, carcajadas y violines». El niño rodeado de rostros desconocidos, de unas muchachas de las que sólo sabe decir que son «altas», de los mozos, unos «hombres de blanco», con «cestos», que sirven «el agua», no encuentra a nadie familiar más que a su madre. Ella, dice con vago asíndeton, es «joven, ágil». (Doña Teresa Lamas Carísimo de Rodríguez-Alcalá tenía treintaicuatro años en 1921; en 1921, publicaría el primer volumen de sus Tradiciones del hogar). El niño se aburre. Pasea entre los «grandes», indiferente a los trajes de gala, las danzas, la comida. Admira los caballos que pastan bajo la sombra de los árboles. Aunque la mayoría de los invitados ha llegado en tren, algunos han venido en carruaje. Alguien descubre la curiosidad del niño por los animales, y lo monta, para distraerlo; el pequeño, un poco embriagado por el sol y el desconcierto, acepta.



 

Alguien sobre un caballo al trote largo

   
 

entre árboles veloces

   
 

me conduce en zigzags de sol y sombra.

   
 
 

En un claro del bosque oigo bullicio

   
 
 

de baile, carcajadas y violines.

   
 
 

Me hallo solo, de pronto, en un sendero.

   
 

(¿Y el caballo, por Dios, qué es del caballo?)

   
 
 

El bosque está en silencio. El sol declina.

   
 

Bajas, en el crepúsculo chirrían las cigarras.

   
 

¿Se han ido todas las muchachas altas,

   
 

y con ellas mi madre -joven, ágil-

   
 

y los hombres de blanco con los cestos,

   
 

los violines y el agua?

   
 
 

Oigo venir el tren. Veo a lo lejos

   
 

subir a todos.

   
 

Corro.

   
 

Grito.

   
 

Lloro.

   
 

Nadie me ve ni siente.

   
 

Atruena el aire

   
 

el resollar del tren.

   
 

Con gran esfuerzo

   
 

me aúpo en el estribo enorme y duro.

   
 

Y en ese instante el tren se pone en marcha.

   
 
 


 

«Alguien sobre un caballo...» Una silva, breve como    el protagonista, nos introduce a la «selva» del Jardín Botánico. La sinalefa en el heptasílabo, y el oxímoron, nos sugieren la sensación de salto, de agilidad, de movimiento. De pronto, el niño queda solo. El caballo y el jinete se han ido. El niño, desesperado, no sabe orientarse. Pasan las horas. Las cigarras son ahora hostiles, no como las de los patios guaireños. Ahora, chirrían. La aspereza de la aliteración nos contagia el escalofrío del desamparo infantil. De repente -todo ocurre a fogonazos en esta secuencia impregnada de pánico-, el niño escucha el tren. Frenético, corre hacia donde el ruido lo apela. Por fin, casi sin aliento, alcanza un claro, desde donde divisa, a lo lejos, el tren. Pero ya está a partir. La gradación nos lleva hasta el clímax del poema. Los «grandes» suben al tren. Nadie lo echa de menos. La angustia sobrecoge al niño. Se quedará solo, definitivamente solo. El estruendo de la locomotora, el trueno de aquella máquina infernal, estalla en esas erres desgarradoras; los cinco últimos versos son onomatopéyicos. Pero el pequeño no se da por vencido. Ahogado casi por la desesperación, prosigue su carrera, tropezando y reincorporándose enmedio de sus débiles alaridos, hasta aferrar, jadeante, sus cuatro años, al postrer estribo del tren. El encabalgamiento suave sugiere, bajo la tensión todavía asfixiante de la onomatopeya, el alivio del niño al sentirse seguro en aquel estribo. Sólo entonces la máquina, con la multitud de invitados, se pone en movimiento. Es un trrrennn, que arranca... Ray Verzasconi ha distinguido dos puntos de vista en este texto, el del adulto y el del niño (cf. el estudio crítico citado en la  bibliografía). Encuentra en la primera estrofa vocablos de persona mayor, mientras que más adelante «predomina la visión del niño». Al trazar una enumeración de ciertos aspectos del poema, que le parecen ejemplos de esta perspectiva infantil, cree advertir en todos ellos una «falta de lógica». Opino que Rodríguez-Alcalá, inspirado en la técnica del montaje cinematográfico, más bien ha fragmentado algunas escenas, y las ha revuelto, no tanto para sugerir «la visión del niño», como el desasosiego interior del adulto; más que un «caos», pues, un «film», minuciosa y racionalmente «montado». Pero estoy de acuerdo con la distinción de esa doble perspectiva, que sugiere Verzasconi. Su análisis de la fusión de ambas visiones es excelente:

Es en la quinta estrofa... Donde la fusión de las dos perspectivas es más evidente. Si el niño se pregunta adónde se han ido todos porque le han dejado solo en alguna parte, el hombre puede hacerse la misma pregunta porque, con el transcurso del tiempo, las muchachas ya no le parecen altas ni su madre joven. Por eso, en las últimas estrofas, la desesperación del niño para alcanzar el tren y el terror que siente ante la posibilidad de hallarse solo durante la noche representan también la desesperación del hombre para recuperar su pasado y el terror que siente ante la posibilidad de encontrarse solo en la noche que será la muerte. Cuando el niño «con gran esfuerzo» se aúpa «en el estribo enorme y duro» del tren, el hombre, ya ligado  con él, logra lo imposible, lo ilógico: recupera el tiempo perdido.

Si en el poema «El canto del aljibe», del poemario del mismo nombre, el poeta emergía del «aljibe» de su mundo interior, con el agua amanecida de sus vivencias infantiles, revividas y perennizadas en el texto: «Jardín Botánico», asume la mirada del niño, el riesgo y la agonía de la meditación y la soledad, hasta alcanzar, por fin, el «estribo» de su propio ser, aupándose al tren de la vida, al tren que son los otros, esa caravana de imágenes vestidas de olvido, donde lo humano es inmortal. A la par que captura el tiempo en una emoción y una melodía que resistirán la corrupción y lo inexorable, el poeta recuerda; y, como escribe Augusto Roa Bastos, en el prólogo de este libro. «Hugo Rodríguez-Alcalá habla de estos recuerdos. Luz mestiza, su poesía... de vida y deseo, de tiempo y recuerdo, de lo que fue y es, de lo que sigue siendo para él la realidad perdida pero transformada y recobrada en canto dentro de sí...». Recordar, pues, para que aquel niño del Botánico continúe aleteando entre esas muchachas altas y esos hombres de blanco, entre caballos misteriosos, violines mágicos y cigarras taciturnas, tras un tren a pesar, de todo puntual, estrepitoso, de estribos enormes y hospitalarios, duros como la ternura de un ocaso.

Leamos, por último, «Proyecto de poema» -uno de los más espléndidos de la poesía paraguaya-, también de Palabras de los días.

 


 

 

Tema:

   
 

   mi madre en la casona vieja,

   
 

entre las cuatro y cinco de la tarde.

   
 
 

   Que se la pueda ver a sus ochenta

   
 

y tantos años pulcra y sosegada,

   
 

leyendo en su sillón del corredor.

   
 
 

   Que el corredor se haga imaginable:

   
 

largo, con sus baldosas coloradas

   
 

y las que han sido más o menos blancas.

   
 
 

   Que, como fondo, el patio sea intuible

   
 

con las palmas, la parra, el jazminero,

   
 

y el aljibe en el centro.

   
 
 

   No abusar de detalles:

   
 

lo esencial es la dueña de la casa

   
 

leyendo en su sillón.

   
 
 

      Rostro moreno,

   
 

hermoso todavía,

   
 

capaz de la alegría más vivaz

   
 

como de la tristeza más discreta.

   
 
 

   El cabello rizado, todo blanco.

   
 

El aire de la patria, dulce y ácido,

   
 

ha de sentirse en torno a su figura.

   
 

 

   
 

   Y no olvidar:

   
 

      que a pocos pasos de ella

   
 

brinquen y píen cuatro o cinco audaces

   
 

gorriones, reclamando

   
 

las migajas rituales de la tarde.

   
 
 

   Si pudieras pintar ese retrato

   
 

con las palabras justas,

   
 

estarías allí, en la vieja casa,

   
 

vencedor de tu exilio y, para siempre,

   
 

con tu tiempo mejor recuperado.

   
 
 


 

 

El arte literario de Hugo Rodríguez-Alcalá, que alcanza en este texto su máxima altura y madurez, nos muestra cómo, una vez más, una poesía nacida de una emoción individualísima e intransferible puede ascender a lo universal y abrazar los sentimientos de todo el género humano. Y, en especial, los de los paraguayos que lejos de la tierra natal beben en los grandes poemas escritos por su pueblo el néctar nostálgico y esperanzado de sus raíces; su pasado heroico, de Las leyendas de Alejandro Guanes, la ternura melancólica de Un puñado de tierra de Hérib Campos Cervera, el sueño de un «tiempo mejor recuperado» de este «Proyecto de poema».

El empleo de recursos distanciadores es frecuente en la poesía de Rodríguez-Alcalá. Aquí, el poeta nombra     «proyecto» a su texto compuesto de endecasílabos blancos en casi toda su extensión, que gana así fuerza dinámica y evocadora, como si fluyera en un perpetuo «hacerse», abierto y circular. Los dos primeros versos precisan el motivo, el protagonista, y la situación del cuadro. A este portal temático, siguen tres rigurosos tercetos, encabezados por el pronombre «que», en función anafórica. Subyace, además, una epanalepsis en la reiteración del subjuntivo exhortativo en tercera persona. La imprecisión temporal, propia del subjuntivo, suaviza delicadamente la energía del imperativo. La imagen de la anciana madre del poeta emerge así con levedad conmovedora. Una epímone encadena, con espontaneidad, el segundo terceto. Aparece ahora, después del close up del personaje, un primer plano del ambiente; el autor no describe el corredor: sólo aspira a hacerlo «imaginable». La lítote sugiere apenas la opacidad de las baldosas; reina una voluntad de diafanidad en la composición. Hasta ese instante, todo ha sido tenue en el poema. Pero en el último terceto de la trilogía anafórica brota un segundo plano del ambiente: el patio, símbolo de la plenitud ontológica en la lírica de Rodríguez-Alcalá, quien lo desea intuible, deslumbrador, incorruptible. El autor renuncia al asíndeton, y describe el patio mediante una enumeración completa de sus notas, cerrada con una firme conjunción en el último verso -el único heptasílabo de la serie-. La espléndida nitidez del patio, a pesar de vérselo en el fondo, en contraste con la vaguedad de las imágenes anteriores, produce en el terceto un intenso efecto oximorónico: el poeta subraya de este   modo su pasión trascedente, cifrada en la alegoría cíclica del patio, y su icono axial, el aljibe. Parra, patio, aljibe: casi toda la poesía de Rodríguez-Alcalá cabe en este fragante terceto. Pero el autor interrumpe sus planos generales, corta, y en el umbral de una nueva secuencia ilumina, otra vez, a su heroína: unas pinceladas de la espiritualidad de la ancianita. Los años se le han quedado, fulgurantes, en el pelo. Y, «la patria» la acompaña como irrenunciable aureola. El subjuntivo retorna en los brincos y píos de unos gorriones, cuya condición humilde refuerza, en prosopopeya empática, la beatitud del personaje. Nótese, también, el empleo del infinitivo, no como vicario del imperativo, sino con la intención de sugerir modestia, introspección; como si el poeta se aconsejara a sí mismo, en un lírico borrador. La idea de «proyecto», del título, impregna la rigurosa arquitectura del poema, con exacta coherencia. Lo conmovedor en esta original actitud proyectiva radica en la timidez reverente del autor, que así parece no osar a trazar un retrato definitivo, acaso siempre imperfecto, de su madre. El carácter ritual de las migajas evoca la cotidianidad del cuadro. La última estrofa disuelve todo rastro de voluntad imperativa, y consiste ya en un soliloquio triunfal. En estos cinco versos destellan las claves esenciales de la poética de Rodríguez-Alcalá. En este contexto, no es difícil comprender que «pintar un retrato con las palabras justas» sólo resulta accesible a un poeta auténtico. Las notas de «casa», «abolición del exilio», y recuperación y perfeccionamiento del tiempo o la vida, expresan claramente un estado de gracia poético: la dicha. La     aspiración de Hugo Rodríguez-Alcalá es alcanzar la felicidad mediante la armonía de la comunicación poética. Y, en definitiva, esta dialéctica Poesía/Dicha, se funde en una radical plenitud: la del Ser.

 

Bibliografía

Appleyard, José-Luis, «La sencilla poesía de Rodríguez-Alcalá», La Tribuna, 7 de marzo de 1973. Intuye brillantemente, a propósito de Palabras de los días, que el mundo poético de los recuerdos, de Rodríguez-Alcalá, «se convierte, de pronto, en nuestro propio mundo», en una posesión, no personal, sino colectiva.

Ayala, Eusebio, Carta a Hugo Rodríguez-Alcalá, 10 de junio de 1939. El Presidente paraguayo, bajo cuyo gobierno el país alcanzó la victoria en la guerra del Chaco, escribe al poeta: «La guerra ha sido para su generación una excelente prueba de hombría; ojalá su pluma conserve para la posteridad los rasgos vitales de su grandeza». Se refiere a Estampas de la guerra.

Báez, Cecilio, «Prólogo» en Estampas... Señala agudamente que el joven autor «no escribe un poema heroico, sino himnos a la confraternidad de uno y otro pueblo» (Paraguay y Bolivia), y nombra al poeta como «caballero cruzado del más puro ideal americano».

Barón, Emilio, «Hugo Rodríguez-Alcalá; exiliado del tiempo», Cuadernos Americanos n.º 3 (1978). «Ante el espectáculo de su propia entrada en esta ausencia de patria, de tierra, que es la vejez, el poeta opta por volverse  con ansiedad sensual y melancólica hacia el país de la infancia...». Opinión semejante es la que formula Josefina Plá a propósito de El canto del aljibe.

Benítez, Justo Pastor, «Un juicio sobre el libro Estampas de la guerra», El País, 5 de septiembre de 1939. Con sutil lucidez, acierta a subrayar el doble mérito de este libro: los poemas no prolongan el eco agónico del modernismo anacrónico nacional, ni remedan alegremente la moda del día, sino encuentran su propio lenguaje, sincero y llano.

Cabanellas, Guillermo, «Poesía de Hugo Rodríguez-Alcalá: Estampas de la guerra», El país, 18 de agosto de 1939. Lamenta que el poeta no imite el ritmo de Federico García Lorca y Rafael Alberti.

Correas de Zapata, Celia, «Hugo Rodríguez-Alcalá: poeta del exilio», Papeles de Son Armadans n.º 248 (1976). Estima que la poesía de Rodríguez-Alcalá es «un bello y profundo canto elegíaco», en la búsqueda del «terruño» y el «ámbito» del poeta.

Durán, Manuel, «Presentación». En El canto... Indica como aliado que el poeta lleva dentro de sí, en su memoria, al «niño que fue y que por suerte no ha dejado totalmente de ser».

Issacson, José, «Un lírico paraguayo», La Prensa, 4 de febrero de 1973. Señala que Palabras... desafía «el esnobismo y la moda».

Jiménez, Juan Ramón, Carta a Hugo Rodríguez-Alcalá, 1 de mayo de 1946.

«Tiene usted el latido y el acento y se mueve en la atmósfera  de los auténticos poetas... sin preocupación de lo que trae la moda de los tiempos ni el aplauso atolondrado...».

Leal, Luis, «Hugo Rodríguez-Alcalá», Inter-American Review of Bibliography, n.º 80 (1977). Propone una interesante imagen de la poesía de Rodríguez-Alcalá como «visión del Paraíso perdido».

Nandino, Elías, «Prólogo». En Abril, que cruza el mundo... Subraya la sencillez y claridad como «el principal sostén» de los versos de Rodríguez-Alcalá, y encuentra en ellos la influencia de Juan Ramón Jiménez. En mi opinión, la influencia de Antonio Machado, Jorge Guillén y Pedro Salinas es más evidente. No toda poesía impresionista -como, sin duda, la de Rodríguez-Alcalá- tiene que ser necesariamente simbolista.

Plá, Josefina, «El canto del aljibe», La Tribuna, 24 de marzo de 1974. Habla de la «engañosa» sencillez de la poesía de Rodríguez-Alcalá, a quien nombra uno de los «más sólidos puntales» de la lírica actual paraguaya. No comparto el juicio de la gran escritora acerca de que «recordar es el principio de la angustia» en la cosmovisión de este autor.

_____, «Epílogo», en Estampas... Encuentra en estos versos un «involuntario e implícito latido de rebeldía» contra la guerra, y deplora que el poeta «no comprenda» a los surrealistas y a García Lorca. Treinta años más tarde, sin embargo, la misma crítica, en una relectura de estos textos, encontrará que «su carencia de retórica, la desnudez de la idea, evidencian el viraje... hacia formas más escuetas y   —73→   esenciales». Cf. Josefina Plá, Literatura paraguaya del siglo XX, (Asunción: Comuneros, 1970), p. 16.

Roa Bastos, Augusto, «Las palabras y los días», En Palabras... Califica a la poesía de Rodríguez-Alcalá como «acto de confianza en la palabra desnuda y latiente de todos los días». Penetrante juicio que, más allá de los metros clásicos, captura las raíces más hondas de la actitud estilística del poeta.

Rodríguez-Alcalá, Hugo, Abril, que cruza el mundo... (México: Estaciones, 1960).

_____, Cartas a Juan Manuel Marcos. 1978-1980.

_____, El canto del aljibe (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1973). Utilísima colección de las mejores poesías del autor. Cualquier estudio serio sobre su obra debe contar, sin embargo, con el poemario inédito El portón invisible.

_____, Estampas de la guerra (Asunción: Zamphirópolos, 1939).

_____, La dicha apenas dicha (Madrid: Papeles de Son Armadans, 1967).

_____, Palabras de los días (Maracaibo. Venezuela: Universidad de Zulia, 1972).

Verzasconi, Ray, «Hugo Rodríguez-Alcalá: recreación del tiempo perdido». Explicación de Textos Literarios n.º 1 (1977-1978). Excelente interpretación de la doble perspectiva niño/adulto en la poesía de Rodríguez-Alcalá.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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