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AUGUSTO ROA BASTOS (+)

  LA BALANDRA - Fragmento de la Novela de AUGUSTO ROA BASTOS


LA BALANDRA - Fragmento de la Novela de AUGUSTO ROA BASTOS

LA BALANDRA

Fragmento de la Novela de AUGUSTO ROA BASTOS

 

 

(Fragmento de Yo El Supremo de Augusto Roa Bastos)

Fundación Augusto Roa Bastos

Conmemora los 40 años de la 1ª Edición De Yo El Supremo

y los 25 años del Premio Cervantes


 

(Circular perpetua)

Una balandra cargada de tercios de yerba, de las tantas que se estaban pudriendo al sol de (desde) la Revolución, fue autorizada a partir. La condición era llevar al expulso Pedro de Somellera. Embarcóse con toda su familia, sus muebles europeos, enormes baúles. Jaulones colmados de centenares de monos, animales de toda especie, aves y bichos raros. Otros más, algunos cabecillas porteños que no habían cesado de conspirar para atraer una nueva intervención de Buenos Aires contra el Paraguay, también fueron metidos con barras de grillos entre los quintales de yerbas y las jaulas. Lo mismo el cordobés Gregorio de la Cerda.

La balandra partió semihundida a socolladas. Zoológi­co, jardín de plantas, sobornal de animales. En las barran­cas del puerto se apiñaba una multitud de damas patricias y de mezclilla. Habían acudido a despedir al omni compadre llevando la tracalada de ahijados. Capelinas, sombrillas de todos colores se agitaban en la ribera. Al soltar amarras la balandra, soltaron el llanto las comadres. Escenas de des­esperación. Rasgáronse las túnicas de seda, levantábanse las polleras para secarse los mocos y las lágrimas, rivali­zando con las monas y guacamayas viajeras en lamenta­ciones y chillidos.

A la Cerda lo expulsé un tiempo después, cuando retorné por segunda vez a la Junta. Para el caso da lo mismo que lo enviemos ahora provisoriamente en la balandra junto con Somellera y sus demás socios anexionistas.

No cesaron por ello los trabajos clandestinos para recuperar el poder mediante una contrarrevolución. En la mañana del 29 de septiembre de 1811 una compañía del cuartel al mando del teniente Mariano Mallada salió arrastrando dos cañones, tocando cajas y alborotando las calles a los gritos de ¡Viva el rey! ¡Viva nuestro gobernador Velazco! ¡Mueran los traidores revolucionarios! Era la trampa fraguada por los idiotas de la Junta. Simulacro de un motín restaurador. Muchos españoles picaron el cebo; algunos mordieron el anzuelo. En ese momento salieron del cuartel los efectivos de reserva, y apresaron a los alborotadores.

Por la estúpida manera en que fue ideada y ejecutada la tramoya de la insurrección, quedó la asonada en nada. Avisado de urgencia dejé la chacra y bajé a la ciudad. En la plaza comenzaba la representación. Llegué cuando fusilaban y colgaban de la horca a un criado de Velazco, Díaz de Bivar, y a un pulpero catalán de apellido Martín Lexía. ¡Bajen esos cadáveres y basta de sangre!, grité a trueno pelado. La soldadesca, excitada ya por el husmo a sangre, amainó. En medio de la plaza, erguido en mi caballo empapado de sudor, mi presencia impuso respeto.

Cesó en el acto la inepta farsa, cuya maquinación ciertos folicularios se avanzaron después a querer atribuírmela. Yo la hubiera hecho en grande. La hice en grande después. No esa ridícula mojiganga de un ejército entero lanzado para asesinar a un pulpero y a un caballerizo del ex gobernador.

Descolgaron a los ahorcados ante el horror general. De pronto la turbamulta de españoles, armados de palos y viejos arcabuces, reventó en una nueva batahola, esta vez de entusiasmo. Exaltada alegría. Todos se deshacían en alabarme y reconocerme como a su libertador. Las mujeres y ancianos lloraban, me bendecían. Algunos de ellos se arrodillaron y quisieron besarme las botas. ¡Bonito triunfo de los a–céfalos de la Junta! ¡Montar esa grotesca martingala en la que yo aparecía como salvador y aliado de los españoles! ¿No era esto lo que desde un principio persiguieron?

La parodia de la Restauración favoreció finalmente a la causa de la Revolución, ocultándola en sus comienzos en una nube de humo. Por el momento convenía que Yo, su director y jefe civil, apareciera como el árbitro de la conciliación frente a las fuerzas en pugna para la institucionalización del país. He de hacerlo, proclamé, sobre la base de coincidencias mínimas, de modo tal que ninguno de los partidos o facciones pierdan su identidad e individualidad (Al margen: esto sí era una media verdad; en cuanto a “coincidencias mínimas”, no había ninguna; la entera verdad habría sido decir “connivencias mínimas”). Yo las iba a usar sobre el tablero de acuerdo con la estrategia pausada e inflexible que me había impuesto. El azar comenzaba a colaborar conmigo. Ya había sacado de en medio al alfil de Somellera, al caballo de la Cerda y a otros peones porteños, que de paso habían dejado peladas las arcas del Estado. Ya no me detendría hasta el jaquemate con o sin bombilla. Claro, ustedes no conocen el regio juego del ajedrez, pero conocen a la perfección el plebeyo juego del truco. Hagan de cuenta que dije: Hasta no tener en la mano el As de Espada y hacer saltar la banca.

La mayor parte de los españoles ricos fueron a parar con sus huesos en la cárcel. Hombre de orden, no era Yo el que había dado esta orden de desorden. El rescate de los prisioneros debía contribuir al menos con una buena suma de doblones para el fisco; amén de otras confiscaciones, expropiaciones y multas que las circunstancias lo exigieran en justa restitución.

Mientras los frailes increpaban a los oficiales de la Junta y del cuartel, según reconoció el plumífero Pedro de Peña en sus apuntes al otro felón–escriba Molas, a mí me colmaban de bendiciones. Yo era el magnánimo Doctor que los frailes habían alumbrado y amamantado en la Pía Universidad de Córdoba.

En la ciudad primero, luego en toda la provincia, se comentaba públicamente que Yo me había opuesto al designio de los miembros de la Junta de que los presos tomados en rehenes fueran fusilados en masa, inclusive el obispo y el ex gobernador. Las familias de los prisioneros acudían a mí en demanda de justicia y protección.

Se fueron Somellera y Cerda. Vinieron Belgrano y Echevarría. Vinieron viniendo de a poco. No ya como invasores sino en misión de paz. Esta misión estaba bien calculada, relata el Tácito porteño, para tratar con un pueblo inocente y suspicaz como el paraguayo, tan propenso a la desconfianza como fácil de alucinar. Belgrano representaba en ella el candor, la buena fe, la altura de carácter. Vicente Anastasio Echevarría la habilidad, el conocimiento de los hombres y las cosas, la verdad fluida y convincente. Yo no vi en este mequetrefe más que una lengua varicosa, viperina; no oí en él más que el barullo de sus estrafalarias ideas asomando a sus ojos de reptil. Belgrano sí era mucho mejor que la descripción del Tácito Brigadier. Alma transparente la de este hombre ignorante de la maldad, asomando a sus claras pupilas. Hombre de paz condenado a ser distinto de lo que él era en la profundidad de su ser.

Los dos emisarios no sólo no se completaban ni complementaban, según afirma el Bigardiero, sino que se estorbaban y anulaban. La situación de su país les imponía un supuesto restablecimiento de la concordia con el nuestro, manzana de la discordia del extinto virreinato. No era paz y leal entendimiento, sin embargo, lo que seguían persiguiendo los gobiernos de Buenos Aires. La verdad era que los pobres porteños estaban pasándola muy mal. Un gobierno sucedía a otro gobierno en el remolino de la anarquía. El de la mañana no sabía si iba a durar hasta la noche. En las dudas tenían sus maletas a la puerta. En el exterior no lo estaban pasando mejor. Tras el desastre de Huaqui, los maturrangos se habían vuelto a apoderar del Alto Perú. Los portugueses–brasileros ocupaban militarmente la Banda Oriental. La escuadra realista dominaba los ríos. Buenos Aires disfrutó, antes que Asunción, las delicias del bloqueo y del aislamiento.

En este momento no me acuerdo si fue al babia de Rivadavia o al cara de piedra de Saavedra a quien se le ocurrió enviar al general Belgrano y al rábula Echevarría con instrucciones de insistir en la sujeción del Paraguay a Buenos Aires. Si esto no era posible, lograr al menos la unión de ambos gobiernos por un sistema de alianza. ¡Siempre la “unión” bajo cualquier pretexto! ¡A cualquier precio la anexión! La Revolución en el Paraguay no había nacido para zurcidos ni remiendos. Yo era el que cortaba el flamante paño a su medida.

Belgrano y Echevarría tuvieron que sufrir en el purgatorio de Corrientes un largo plantón. Antes de su visita, la Junta había enviado al gobierno de turno de Buenos Aires, el 20 de julio de 1811, una nota que expresaba con firmeza los fines y objetivos de nuestra Revolución. Yo dije que ningún porteño pondría más los pies en el Paraguay antes de que Buenos Aires reconociera plena y expresamente su independencia y soberanía. Fines de agosto. La respuesta remoloneaba adrede. Adrede prolongué el plantón de los emisarios en la Puerta del Sud. Repetí a los de Buenos Aires la partitura de la nota: Abolida la dominación colonial, les cantaba el tenor, la representación del poder supremo vuelve a la Nación en su plenitud. Cada pueblo se considera entonces libre y tiene el derecho de gobernarse por sí mismo libremente. De ello se infiere que, reasumiendo los pueblos sus derechos primitivos, se hallan todos en igualdad de condiciones y corresponde a cada uno velar por su propia conservación. Hueso duro de tragar para los orgullosos porteños. Había otros alfilerazos en la nota: Se engañaría cualquiera que llegase a imaginar que la intención del Paraguay es entregarse al arbitrio ajeno y hacer dependiente su suerte de otra voluntad. En tal caso nada más le habría adelantado ni reportado otro fruto su sacrificio que el cambiar unas cadenas por otras y mudar de amo. Por el mismo hecho de que el Paraguay reconoce su derecho, no pretende perjudicar ni aún levemente los de ningún pueblo, y tampoco se niega a todo lo que es regular y justo. Su voluntad decidida es unirse con esa ciudad y demás confederadas, no sólo para conservar una recíproca amistad, buena armonía, libre comercio y correspondencia, sino también para fundar una sociedad basada en principios de justicia, de equidad y de igualdad, como una verdadera Confederación de Estados autónomos y soberanos.

La espina ensartada en el garguero, el Tácito Brigadier no tuvo más remedio que reconocer: Esta fue la primera vez que resonó en la historia americana la palabra Federación, tan famosa después en las guerras civiles, en sus congresos constituyentes y en sus destinos futuros. Esta célebre nota puede considerarse como la primer acta de Confederación levantada en el Río de la Plata.

El Paraguay regalaba pues a los porteños esta idea que podía resolver de golpe todos sus problemas. Proyectaba para América toda, antes que ningún otro pueblo, la forma de su destino futuro.

La Junta expidió un oficio a Belgrano, varado en San Juan de Vera de las Siete Corrientes: Protestamos al señor comisionado que sólo el deber de una entera y feliz terminación de las pasadas diferencias es la que la impele a proceder con esta detención hasta que su gobierno comprenda y adhiera a nuestras leales proposiciones y a nuestros sagrados empeños, que son y deben ser los mismos. Protestamos también una amistad sincera, deferencia y lealtad con los pueblos hermanos; valor generoso contra los enemigos armados; desprecio y castigo para los traidores. Éstos son los sentimientos del pueblo paraguayo y de su Gobierno, y los mismos que reclaman y esperan también de parte de Buenos Aires. Bajo este concepto puede el señor comisionado estar seguro de que, en el instante mismo en que recibamos favorable respuesta de su gobierno, tendremos un motivo de particular satisfacción en facilitar el tránsito y arribo de esa misión a esta ciudad.

[(Al margen): El bagre de Takuary se volvió espina. El pez nace de una espina. El mono de un coco. El hombre del mono. La sombra del huevo de Cristóbal Colón gira sobre la Tierra del Fuego. La sombra no es más difícil que el huevo. La sombra huye delante de sí misma. Todo llega. El solo estar viniendo ya es estar llegando.]

A reculones llegó la respuesta de Buenos Aires. Cumplidamente aceptaba todo lo que se le exigía comprometiendo inclusive más de lo que se le había reclamado. Llegaron los emisarios plenipotenciarios. Erguidos en la proa del barco, el sol encendía sus vestimentas de gala en la mañana primaveral. Magnífico recibimiento. Las veinte familias principales, en lo más alto de las barrancas. Millares de curiosos del chusmaje atronando el aire con cajas y bombos, igual que en las fiestas del toril en los campamentos de negros y mulatos.

La Junta en pleno les dio la bienvenida en medio de las salvas de los cañones y la fusilería. El general Belgrano se adelantó hacia los oficiales. Luego del saludo militar, los ex adversarios de Takuary se abrazaron largamente cuitándose en las orejas furtivos mensajes. Entre el clamoreo de la muchedumbre nos dirigimos a la Casa de Gobierno en el ex carruaje de los gobernadores. Una llanta rota nos obligaba a saludarnos a cada voltejeo de la rueda. Rigodón de cabeceos y sonrisas. Al pasar por la Plaza de Armas los recién llegados vieron las horcas. Canes canijos lamían las manchas de sangre del pulpero y del caballerizo de Velazco. Echevarría se volvió y con un guiño pícaro en los ojos me preguntó: ¿Estos artefactos forman parte de la recepción? No me gustó de entrada la cara de ese hombre. Mezcla de dómine y ave negra de tribunales. En guiso de fantasía, pollo. Pollo de monóculo; cualquier bicho, menos un hombre en el que se pudiese confiar. No, doctor, ese decorado sirvió para otra representación. Lo que ocurre es que en el Paraguay el tiempo es muy lento de tan apurado que anda, barajando hechos, traspapelando cosas. La suerte nace aquí cada mañana y ya está vieja al mediodía dice un viejo dicho, nuevo cada día. La única manera de impedirlo es sujetar el tiempo y volver a empezar. Usted ve aquello. No. Ya no existe. Se ha vuelto aparición. Ya veo, ya veo, dijo el pollo–plenipotenciario entrecerrando su único ojo. Agotado por un terrible esfuerzo mental se enjugaba la cresta con un pañuelo de todos colores. El general muy parco, muy serio, cabeceaba a cada golpe de rueda.

Surge del portapluma–recuerdo otra recepción que daré al enviado de Brasil, quince años más tarde. Puedo permitirme el lujo de mezclar los hechos sin confundirlos. Ahorro tiempo, papel, tinta, fastidio de andar consultando almanaques, calendarios, polvorientos anaquelarios. Yo no escribo la historia. La hago. Puedo rehacerla según mi voluntad, ajustando, reforzando, enriqueciendo su sentido y verdad. En la historia escrita por publicanos y fariseos, éstos invierten sus embustes a interés compuesto. Las fechas para ellos son sagradas. Sobre todo cuando son erróneas. Para estos roedores, el error es precisamente roer lo cierto del documento. Se convierten en rivales de las polillas y los ratones. En cuanto a esta circular–perpetua, el orden de las fechas no altera el producto de los fechos.

El 26 de agosto de 1825, Antonio Manoel Correia da Cámara, comisionado del imperio del Brasil, es conducido en el mismo carruaje en que voy con Belgrano, a la Casa de Gobierno. No lo acompaño yo, desde luego. El jefe de plaza basta para cumplir tal menester. Un batallón del regimiento de pardos y mulatos lo escolta. Máximo honor que puedo dispensar a este botarate emplumado que ha tenido el atrevimiento de omitir en su solicitud de entrada el título de República, que corresponde legítimamente a nuestro país. Lo estoy observando desde la ventana de mi gabinete. Racimos de cabezas se alborotan en los huecos de la calle principal. El populacho se agolpa en las esquinas al paso del visitante galoneado, tintineante de condecoraciones. Desde la carroza el amigo del sultán Bayaceto agita ceremoniosamente su sombrero de plumas. Bandera de parlamento. El gentío se atropella para ver de cerca al comisionado imperial. No hay bulla de vítores ni aclamaciones. Curiosidad espesada de instintiva malquerencia. Sé lo que es eso. Sombras rojas. Es que el pueblerío no puede dejar de ver en el Hombre– que–viene–de–lejos al kambá brasilero: Descendiente de los bandeirantes merodeadores, incendiarios, ladrones, negreros, violadores, degolladores. La llanta rota lo decapita a cada bandazo. Los saludos caen al polvo. Cuando calla la trompa de la escolta se escuchan gritos de zumba. Sorda rechifla: ¡Kambá! ¡Kambá! ¡Kambá–tepotí! ¡Cuánta diferencia con la bienvenida a Belgrano!

He dispuesto no recibir todavía a Correia. Que espere un poco más. No tiendo mi mano a los apuros. Quiero saber a fondo qué es lo que quiere el imperio, qué es lo que se trae entre manos su atolontado testaferro. Que lo lleven a su alojamiento. De la carroza negra aparece la mano blanca cuajada de destellos agitando el empenachado sombrero, saludando a diestro y siniestro. La chusma observa el espectáculo, formando parte sin participar de él. El hombre– que–viene–de–lejos avanza en el fondo de la calesa negra rodeado por la atmósfera de su carnaval carioca. Teatro inútil. Decorado dorado, escorado en lo no–visible. Lo precede un batuque de danzantes negras vestidas de collares. Saltimbanquis, capoeiras, agitan sus cachiporras manchadas de rojo. Insuficiente. Insuficientemente rojo. No alcanza el tinte de la sangre. Acaso baste a simularla bajo el sol marginal del Brasil, al ocaso del África. Otra cosa. Otra cosa es el pasionario sol de Asunción. Siempre a plomo rajando las piedras. La resolana muestra, delata, despinta los tesoros de este carnaval de cartón. Esfuma a las danzantes, a los capoeiras. La mano blanca contra la laca negra del carruaje empuñando el ibis del sombrero. Garza–real. Ave–del–Paraíso. Botones de alquimia. Lentejuelas de colores. Pónganle más si quieren. Todo lo que quieran. Para mí no será más que teatro. Para mí, el mensajero imperial no es más que un chasque cualquiera. Viene atolondrado a buscar mi mano. Pero no doy a nadie a guardar mi mano.

Por momentos el carruaje en que acompaño a Belgrano y el carruaje en que va Correia se aparean. Avanzan a contramarcha, ruedan juntos un tramo. Se juntan. Forman un solo carruaje. Vamos todos juntos saludándonos ceremoniosamente en los barquinazos. La fallanta nos pone de acuerdo en el forzado cabeceo. Cada uno afirma su no con el gesto de decir sí a cada segundo y fracciones.

Buenos Aires ha enviado a Belgrano a pactar unión o alianza con el Paraguay. El Imperio del Brasil ha enviado a Correia a pactar alianza, mas no la unión con el Paraguay.

Antonio Manoel Correia da Cámara se apea del carruaje ante la posada que se le ha destinado. Contra el blancor de la tapia se destaca la figura del típico macaco brasileiro. Desde mi ventana lo estudio. Animal desconocido: León por delante, hormiga por detrás, las partes pudendas al revés. Leopardo, más pardo que leo. Forma humana ilusoria. Sin embargo, su más asombrosa particularidad consiste en que cuando le da el sol, en vez de proyectar la sombra de su figura bestial, proyecta la de un ser humano. Por el catalejo observo a ese engendro que el Imperio me envía como mensajero. Pegada a la boca, una fija sonrisa de esmalte. Fosforilea un diente de oro. Peluca platinada hasta el hombro. Ojos entrecerrados, escrutan su alrededor con la cautelosa duplicidad del mulato1**. Es de los que primero ven el grano de arena. Luego la casa. El portugués–brasilero, este maula, viene queriendo construir una casa en la arena, aunque todavía no vino. O tal vez ya llegó y se fue de regreso. No. Está ahí, puesto que lo veo. Reanímase el pasado en el portaobjeto del lente–recuerdo. ¡Qué hermoso sombrero de plumas!, oigo murmurar a mi lado al secretario de Hacienda. ¡Vaya a trabajar, Benítez, y déjese de pavadas!

 

(En el cuaderno privado)

Yo soy el árbitro. Puedo decidir la cosa. Fraguar los hechos. Inventar los acontecimientos. Podría evitar guerras, invasiones, pillajes, devastaciones. Descifrar esos jeroglíficos sangrientos que nadie puede descifrar. Consultar a la Esfinge es exponerse a ser devorado por ella sin que se pueda develar su secreto. Adivina y te devoro. Ellos vienen. Nadie anda solamente porque quiere y tiene dos patas. Nos vamos deslizando en un tiempo que rueda también sobre una llanta rota. Los dos carruajes ruedan juntos a la inversa. La mitad hacia delante, la mitad hacia atrás. Se separan. Se rozan. Rechinan los ejes. Se alejan. El tiempo está lleno de grietas. Hace agua por todas partes. Escena sin pausa. Por momentos tengo la sensación de estar viendo todo esto desde siempre. O de haber vuelto después de una larga ausencia. Retomar la visión de lo que ya ha sucedido. Puede también que nada haya sucedido realmente salvo en esta escritura–imagen que va tejiendo sus alucinaciones sobre el papel. Lo que es enteramente visible nunca es visto enteramente. Siempre ofrece alguna otra cosa que exige aún ser mirada. Nunca se llega al fin. En todo caso la cachiporra me pertenece… digo esta pluma con el lente–recuerdo incrustado en el pomo.

Mientras escribo pone la mirada entre paréntesis. La lleva a otra escala. Intervención de todos los ángulos del universo. Intervención de todas las perspectivas concentradas en un solo foco. Escribo y el tejido de las palabras ya está cruzado por la cadena de lo visible. ¡Carajo no estoy hablando del Verbo ni del Espíritu Santo transverberado! ¡No es eso! ¡No es eso! Escribir dentro del lenguaje hace imposible todo objeto, presente, ausente o futuro. Estos apuntes, estas anotaciones espasmódicas, este discurso que no discurre, este parlante–visible fijado por artificio en la pluma; más precisamente, este cristal de acqua micans empotrado en mi portapluma–recuerdo ofrece la redondez de un paisaje visible desde todos los puntos de la esfera. Máquina incrustada en un instrumento escriturario permite ver las cosas fuera del lenguaje. Por mí. Sólo por mí. Puesto que lo parlante–visible se destruirá con lo escrito. El zumo del secreto se esfumará en humo. No importa que la cachiporrita de nácar transmigrante vaya reflejando las playas soleadas de las carpinterías de ribera donde se construye el Arca del Paraguay. Recoge los gritos, los ruidos, las voces de los armadores, de los artesanos, el brillo aceitoso del sudor de los operarios negros. Sus dichos intraducibles, sus interjecciones, sus exclamaciones soeces. De repente el silencio. Ruido inaudible que late. ¿Qué sentido pueden tener ante esto los juegos de palabras? Decir por ejemplo: El Paraíso es un alto bien habitado lugar florecido que vuelve coristas a los justos. O el gallo del invierno patalea cuando tarda la aurora. O como lo afirma el indiólogo Bertoni, la creencia de que el hijo descendía exclusivamente del padre y no hacía más que pasar por el cuerpo de la madre, transformaba al mestizo en un terrible enemigo. O al pueblo se le embrutece mediante su propia memoria.

Decir, escribir, algo no tiene ningún sentido. Obrar sí lo tiene. La más innoble pedorreta del último mulato que trabaja en el astillero, en las canteras de granito, en las minas de cal, en la fábrica de pólvora, tiene más significado que el lenguaje escriturario, literario. Ahí, eso, un gesto, el movimiento de un ojo, una escupida entre las manos antes de volver a empuñar la azuela ¡eso, significa algo muy concreto, muy real! ¿Qué significación puede tener en cambio la escritura cuando por definición no tiene el mismo sentido que el habla cotidiana hablada por la gente común?

 

 

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Documento Fuente: SEP DIGITAL - NÚMERO 9 - AÑO 2 - SETIEMBRE 2015

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SEP DIGITAL - NÚMERO 9 - AÑO 2 - SETIEMBRE 2015

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