CUENTOS PARA LA HUMANIDAD JOVEN
Cuentos de AUGUSTO ROA BASTOS
Editorial Servilibro,
Asunción-Paraguay 2006
Versión digital:
BIBLIOTECA VIRTUAL AUGUSTO ROA BASTOS
Centro Cultural de la República "EL CABILDO"
CUENTOS SELECCIONADOS POR ROA BASTOS
Entre los papeles, notas y escritos que dejó don Augusto Roa Bastos que encontraron sus hijos al ordenar los archivos, apareció esta nómina de cuentos para los jóvenes que él mismo tituló: "CUENTOS PARA LA HUMANIDAD JOVEN".
Para quienes lo conocimos de cerca no resulta nada extraño saber que don Augusto sabía que la lectura es capaz de elevar al ser humano por encima de sí mismo en el goce estético y al mismo tiempo ser el camino de oro para adquirir conocimientos sólidos.
Ya en el bellísimo prefacio de la colección "FESTILIBRO" (Biblioteca Infanto-Juvenil que dirigió con orgullo para nuestro sello editorial) nos decía: "Si mi madre, Lucía Bastos, a quien estoy agradeciendo en esta página, no hubiese llevado una colección de libros a Iturbe, tal vez mi infancia hubiera sido distinta. Este pequeño pero inmenso gesto de mi madre me presentó los mejores amigos que tuve a lo largo y a lo ancho de mi vida: los libros. Lucía Bastos se llevó a Shakespeare, a los clásicos del Siglo de Oro, a Homero y a una constelación de poetas que me abrieron otro mundo más allá de las siestas incendiadas de Iturbe, reflejos de un espejismo que no termina de reverberar para dar forma a las cosas, como los personajes de aquellos libros inmortales. Con los libros recibí una herencia inmemorial y allá en la distancia, rodeado de la naturaleza salvaje del paisaje, pude intuir la marcha de la historia, las grandezas y miserias del ser humano, las maravillas de otros mundos".
En este verdadero testamento para la juventud, el escritor reveló una vez más su capacidad de comprender las necesidades más profundas de nuestro país.
SERVILIBRO quiere colaborar con esta voluntad de don Augusto. Lo hace poniendo a disposición de docentes, lectores, alumnos y alumnas este material valiosísimo, porque entiende que el legado de don Augusto Roa Bastos es un homenaje a la generación joven.
LA EDITORA
ÍNDICE: Cuentos seleccionados por Roa Bastos
*. CARPINCHEROS
EL PAÍS DONDE LOS NIÑOS NO QUERÍAN NACER
CUANDO UN PÁJARO ENTIERRA SUS PLUMAS
NIÑO-AZOTÉ
LA FLECHA Y LA MANZANA
PIRULÍ
LUCHA HASTA EL ALBA.
LUCHA HASTA EL ALBA
Tendido en el camastro boca abajo, el muchacho oyó la tos seca del padre, el soplido para apagar la lámpara. Esperó aún un buen rato hasta que la noche se metiera bien adentro en la casa. Siempre era posible que el hermano mellizo acechara despierto en el cuarto contiguo. Cuando el silencio dejó oír el suave retumbo del río en las barrancas, el muchacho se inclinó y sacó el envoltorio escondido. Los verdugones del castigo de la tarde le escocieron de nuevo hasta el hueso, en las rodillas, las punzadas de los maíces sobre los cuales el padre lo mandó hincarse durante horas, como de costumbre. " ¡Ahí lo tienen al futuro tirano del Paraguay! ¡Rebelde ahora, déspota después!... ¡A vergajazos voy a enderezar a este cachorro del maldito! ¡Lo vas a resabiar!..." Desde el patio el velludo mellizo le sacaba la lengua; las morisquetas de burla aumentaron su humillación, formaban parte del castigo. Sus brazos en cruz le pesaban cada vez más. Cuando se quedó solo los dobló y entrelazó los dedos sobre la nuca. Se sentía hecho una criba. Su rabia le llenaba la boca de saliva amarga, le hacía bombear salvajemente el corazón entre los huesos.
Abrió el envoltorio con mucho cuidado, no fueran a crujir los papeles viejos. El frasco brilló entre sus manos con tenue fosforescencia. Lo agitó soplan do varias veces en la boca del frasco. Los puntitos que titilaban adentro con luz verdosa se avivaron un poco: una luz más débil que el halo de la luna menguante sobre las hojas de los guayabos. Pero alcanzó a ver borrosa la silueta de su mano, las falanges crispadas sobre el vidrio.
-Han muerto muchos de ayer a hoy -murmuró-. Tendré que poner más lámpiros. Es difícil escribir con tantos gusanos muertos. Esaú empieza a sospechar. Me sigue a escondidas cuando por las noches voy al campo a cazar muás. Me ha preguntado si pienso, tejer cinturones luminosos para las Wõro que danzan desnudas en los cañadones del bosque pidiendo a la luna que llueva, como cuenta mamá que pasa en una tribu de indios, en los desiertos del Chaco. "¿Son mujeres de verdad?", pregunta Esaú. "Son mujeres-póra" -dice mamá-. Son las deidades silvestres de los indios. Pero ellos son de otra manera. La verdad no se sabe..." Cuando Esaú va al monte a cazar encuentra los cinturones de muás que yo dejo colgados en las ramas de los árboles. Los toca y los huele. Mete la cabeza entre las piernas y grita como un enano insultando a las Wõro. Después voltea a hondazos una mortandad de tapities y palomas de monte y los trae de regalo a papá que mucho aprecia lo que hace Esaú con fina voluntad. Yo veo y me callo. La verdad no se ve, digo.
Sopló otra vez por el cuello del frasco. El zumbido de su aliento le sobresaltó. Lo puso sobre el cajón y tomó el cabo de lápiz; le habría sido difícil tal vez seguir su pensamiento sin apuntalarlo con ese susurro.
Tal vez sea más fácil ser Jacob que escribir sobre Jacob, y mamá que me pregunta por qué quiero ser como Jacob. Yo cierro fuerte la boca para no contestar. Mamá entonces me toma la cabeza entre las manos y mirándome en los ojos como ella sabe hacerlo, me dice que cada uno es lo que es y que no arrienda compararse con los otros. Pero quién sabe lo que uno es. ¡Uno de cantos entre tantas cosas!
Ya no sé si soy joven o viejo, o las dos cosas al mismo tiempo. En los cuadernos de papá, de cuando era todavía seminarista, leí: "Mi infancia murió hace ya mucho tiempo, y yo aún vivo..." Y cuando abuelo José murió, papá escribió sobre su tumba: "Entregó su espíritu en las manos de Dios. Le devolvió su vida en buena vejez, anciano y lleno de días".
Volvió a agitar el frasco. "Son como pescados muertos -dijo-, pero el vientre todavía les brilla en el aire viciado. Hay que echar los muertos y poner lámpiros vivos todos los días. Me acuerdo de la noche cuando se metió un muá dentro de una botella, en el patio, y me dio la idea de una lámpara que no fuera como las otras y que alumbrara con otra luz, la luz de los bichos que alumbran el aire de la noche.
La mano del muchacho siguió escribiendo en el rotoso cuaderno, a la luz del tenue reverbero.
-. . . Papá no es hombre malo, pero me cree malo a mí. El sabe que su infancia murió hace tiempo, pero no sabe que yo soy más viejo que él. Capaz que por eso me pega con esa correa doble que él usa para asentar el filo de su navaja. Pero no pega nunca a Esaú. Mamá me dice que es porque mi hermano es contrahecho y tiene la cabeza un poco desvariada. Papá me pega cuando cree que hago algo malo.
Pero yo sé que no es malo zambullirme en el río con los otros muchachos del pueblo para buscar el cuerpo del pasero ahogado en el remanso, enredado entre los raigones del fondo bajo los flotadores de la balsa. Esaú contó que yo salí echando sangre por la nariz y por la boca, abrazado al cadáver del viejo. Eso no es cierto. Yo encontré el cadáver bajo la balsa pero no me animé a tocarlo. Me miraba fijo debajo del agua, como riéndose con una mueca. Vi los huesos ganchudos de las manos ya comidas por las pirañas. Lo sacaron los otros muchachos. Pero aunque lo hubiese sacado yo, ¿es malo eso? ¿Es pecado tan grande sacar a un ahogado? Por lo menos para que lo entierren en camposanto.
Suspiró con estremecimiento.
-Mamá defiende a papá tratando de explicar que él tiene miedo a que yo también un día me ahogue en el río, y que lo que él quiere es que volvamos a la ciudad para sacar de nosotros dos hombres útiles y sabedores y respetados. Pero los castigos no son solamente por culpa del río. La otra vez fue la llave que perdió Esaú en la charca y no pudimos entrar en la casa. Papá me mandó a buscarla mucho después que cayó la noche y yo tuve que pasar corriendo con los ojos cerrados y los oídos tapados sobre el empalado del puente donde dicen que tiene su guarida el fantasma del Descabezado. Estos castigos son los que más duelen y me pueden desvariar la cabeza a mí también, si es que no la tengo ya desvariada. El miedo es la cosa más mala también, que puede caerle a un cristiano. Y lo que yo siento es que papá tiene miedo a otra cosa que él mismo no entiende qué es. Hace ya mucho tiempo que es mensual de la fábrica y sabe que de aquí no podrá salir, corno salió del seminario, de los obrajes, de los yerbales. Hay lugares de donde no se puede salir. Y este lugar de Manorá, en Iturbe del Guairá, es uno de ellos. La gente se muere aquí como los muás en el frasco cuando ya no pueden echar más luz de su vientre, digo cuando la vida se les apaga en la fábrica o en los cañaverales. Papá no es hombre malo y yo diría que es el más bueno si no fuera por ese miedo que tiene a lo que no sabe y no entiende, o tal vez lo sabe tan bien que ya lo olvidó...
El muchacho escribía con apuro, pero las letras gordas de escuelero le salían lentas y difíciles. Se quedaban atrás de lo que él procuraba decir y escribir. Las borraba cada tanto con trazos temblorosos que a veces rasgaban el papel. El frasco se iba apagando poco a poco.
-Cuando leo en la Biblia ese hecho que hizo Jacob, yo encuentro que es de otra manera, no como cuando mamá nos lee o nos cuenta los mismos hechos. Igualque cuando a papá estuvieron por matarlo los revolucionarios porque no quiso decir dónde estaban las armas de la policía de la fábrica. Toda la noche entre sí lo mataban o no lo mataban, y que dónde están las armas, y los golpes y los insultos, y los tiros junto a su cabeza quemándole los cabellos y hasta uno de esos tiros arrancándole un pedazo de oreja. Todo esto justo hasta el alba cuando llegó al galope un jinete de la montonera y gritó a los que tenían atado a papá con trozos de alambre: " ¡No, a ése no lo maten ya! ¡Encontramos las armas escondidas en las calderas de la fábrica!". Y así papá se salvó de los fusiles y los machetes de la pueblada. Mamá no quiere acordarse de esas malas memorias. Se le humedecen los ojos y se queda callada. Me pasa la mano sobre la cicatriz que tengo en la cabeza y que me dejó ahí una pedrada de Esaú. Mi hermano Esaú, del que nunca puedo separarme como si él siguiera teniendo trabada su mano a mi calcañar desde que nacimos juntos. Eso dice mamá cuando cuenta que Esaú es el mayor porque nació último y que su alma está derramada en mí como la mía está derramada en él. Pero yo no quiero un alma así, tan de dos sin ser de nadie y que sin ser nada y al mismo tiempo doble da a uno solo tanta aflicción...
Ya no vio la forma de su mano. Se puso el lápiz entre los dientes. Empezó a envolver el frasco con el mismo cuidado del comienzo. El viento que las Siete Cabrillas suelen soltar hacia la medianoche, había apagado el retumbo del río. El muchacho sintió el peso enorme de la noche amontonada en el cuarto. Tomó el frasco a tientas, abrió la puerta y salió sin hacer ruido.
La noche hedía a los charcos de agua estancada, al guarapo fermentado en los canales de desagüe del ingenio. Arrojó el frasco al río desde lo alto de la barranca. Oyó el ruido del choque en el agua. Se estuvo un rato inmóvil. Luego siguió andando en la oscuridad, de cara al olor lejano de los cañaverales. Sintió que la frente le ardía en el relente.
Caminó sin detenerse una sola vez. Su paso firme parecía olvidar todo otro rumbo que no fuera ése. Por atajos y desvíos que conocía bien llegó al cruce de los dos caminos que, en la historia de Jacob, en la Biblia se llama Manhanaim y en la tierra de Manorã, Tape-Mokõi. Algo o alguien le saltó por detrás clavándole uñas como garras en la nuca. El muchacho giró y comenzó a luchar contra su invisible adversario con toda la furia y la tristeza que llevaba adentro, con un ansia mortal de destruirlo. Luchó cada vez con más fuerza logrando que todo el peso de la noche entrara en su brazo. Sintió que ese esfuerzo desbarataba los malos recuerdos; sintió que los arrojaba de sí en los espumarajos que echaba por la nariz y por la boca. Sintió que sudaba sangre y que este sudor lo purificaba, que lo volvía más liviano, sin peso ninguno, pero que todavía estaba vivo y que sólo vivía para triunfar en esa lucha con el Desconocido. Como éste notó que no podía contra él, puso su puño forzando la palma del anca del muchacho y le descoyuntó el muslo. Pero el muchacho no cejaba y arremetía con creciente encarnizamiento.
La voz dijo: "¡Déjame, que el alba sube". Y el muchacho gritó fuerte, no como un ruego sino como una orden: "¡No te dejaré si no me bendices!". La voz dijo: "¡No puedo bendecirte porque estás maldito para siempre...!".
El muchacho siguió luchando ciegamente, hasta que se dio cuenta de que había estrangulado a su adversario; su cuerpo permanecía abrazado a él, pero ya inerte y sin vida. El muchacho se sacudió y lo dejó caer. Su pie tropezó con una piedra. La levantó y contempló entonces la cabeza separada del tronco.
Y en esa cabeza descubrió el rostro de filudo perfil de ave de rapiña del Karai-Guasu, tal como lo mostraban los grabados de la época. Pero también vio en la cabeza muerta el rostro de su padre. Dudó un instante como en el centro de una alucinación o de una pesadilla. Pero la palma del anca descoyuntada le mostró que si ese era un sueño se trataba de un sueño de otra especie. El día claro le mostró dos paisajes superpuestos, dos tierras, dos tiempos, dos vidas, dos muertes.
... Yo también, como Jacob, vi a Dios cara a cara y fue liberada mi alma...
Pero esa voz no era la suya, ni la de su madre, ni la de las Escrituras, ni la voz que había entrado muchas noches en su vigilia cuando el resplandor fosfórico de las luciérnagas escribía a su manera la historia de Jacob. Sintió en lo hondo de síque todo eso era falso. Un sueño.Pero que esa falsedad, ese sueño, era la única verdad que le estaba permitida.
El sol, el rescoldo neblinoso de un sol que no se veía quemaba todo el cielo y borroneaba el día en una tiniebla blanca. El muchacho continuó su camino rengueando del anca descoyuntada. Llevaba la cabeza sanguinolenta bajo el brazo. El fuego blanco del sol la iba despellejando por instantes. Pronto quedó el cráneo calcinado, arrugado, cada vez más pequeño. El muchacho no se dio cuenta de ello entre las reverberaciones y el polvo que subían del camino, ni de que sus propios cabellos le habían crecido hasta los hombros y habían tomado el color de la ceniza.
Se dirigió hacia el pueblecito de Nazareth. Llegó a casa del rabino Zacarías que no lo reconoció y lo tomó por un mendigo. El muchacho Jacob le tendió las manos sin ver que en ellas no había ningún cráneo.
-¡Es de una persona importante de Phanuel! -dijo-. Se lo vendo por poco dinero...
El rabino Zacarías no entendió lo que el otro le dio. Salvo la palabra Phanuel, el nombre hebreo que quiere decir: el-que-ha-visto-la-faz-de-Dios. Lesorprendió que un muchacho campesino de Manorá pudiese conocer el nombre y pronunciarlo con acento arcaico. Se lo hizo repetir. El muchacho Jacob volvió a decir claramente:
-¡Phanuel!
El rabino Zacarías retrocedió. Su voz se volvió dura:
-¡Deja en paz lo que no entiendes y es sagrado! El hombre malo, el hombre depravado anda en perversidad de boca. Y tú no eres el suplantador queestará en lugar de aquel hombre santo. Anda y trabaja los campos y siembra y cosecha.
El muchacho Jacob inclinó la cabeza. De entre los cabellos encanecidos cayeron sobre sus pies gotas de sudor o de lágrimas.
-Vete -le dijo el rabino y cerró la puerta después de arrojarle unas monedas.
La noche había caído de nuevo. La silueta que rengueaba entró en un rancho de expendio de bebidas, que brillaba con resplandor calcáreo a la luz de la luna, en un recodo del camino. Pidió al bolichero con voz ronca apenas audible una botella de aguardiente y dejó caer las monedas sobre las tablas. Bebió a sorbos largos apretando la boca ansiosamente contra el gollete, sin una pausa, sin un respiro, como si ya no tuviera aire adentro. Se retiró bamboleándose hacia un rincón del rancho, y se tendió en lo oscuro poniéndose el anca descoyuntada como cabezal.
Entraron dos hombres al lugar y también se pusieron a beber. De pronto uno de ellos se fijó en el que yacía en la sombra, y dirigiéndose al patrón le preguntó con un guiño de picardía:
-¿No es ése el hijo de don Pedro, el de la azucarera? El patrón asintió encogiéndose de hombros.
-Los muchachos de ahora pronto empiezan a darle al trago -dijo el que había hablado-. Pero el padre le va a sacar el vicio a latigazos. Don Pedro no se anda con vueltas.
El segundo hombre se aproximó, husmeó la sombra y removió el cuerpo yacente.
A éste no le puede pasar ya nada-dijo moviendo la cabeza.
-¿Qué quieres decir? -preguntó el posadero.
El hombre regresó al mostrador, bebióse de un trago la media caña. Después dijo con la voz opaca:
-Ése ya huele a muerto.
CUANDO UN PÁJARO ENTIERRA SUS PLUMAS
– ¡Ay muerte, por qué no me llevas! – se quejaba tía Jobiana, mi madrina, mientras ponía sus ollitas de barro al sereno, las noches en que el arco de la luna nueva apuntaba hacia el cerro.
Su voz llega hasta mí, borrosa al comienzo; hace salir poco a poco su figura de la desmemoria. Siento que voy a poder tocarla con las manos, acurrucarme de nuevo contra sus rodillas callosas de tanto hincarse para rezar. La oigo murmurar las cosas que sabe, que ella ha olvidado que sabe. Y si vuelco la cabeza hacia arriba la veo amodorrarse en esas palabras que salen de ella, que le vienen de cualquier parte y que, apenas dichas, vuelven a caer para adentro o se pagan en un soplo asmático.
– ¿Por qué sufre tanto? –le pregunto, rascándome la nuca contra el espolón de su rodilla.
Sin oírme murmurar: “Mis gemidos son mi pan”. Es lo que dice siempre; pero se lo dice así misma como si la repetición de estas palabras la tranquilizara.
– Entonces vive bien alimentada –agarro y le digo faltándole adrede al respecto a ver si se enoja y vuelve al mundo de los vivos. Pero tampoco me escucha. Sigue desahogándose a solas, entre el humo del farol que apenas da luz y el zumbar de los mosquitos. “Todo lo que temo me sucede… –susurra–. Y mi dolor no se calma por más que hable, ni tampoco me dejará si callo…” Su voz queda a medio camino entre la oscuridad casi blanca de luna y la negrura de su boca desdentada, entre el silencio y la palabra. Se ha hincado otra vez. Entonces sé que está rezando a ese Dios no sabido más que por ella, ese “Dios de sus llagas”. A rato se enoja con él y de repente le alza la voz como a un su igual hasta hacerle bajar la cabeza. ¡Pobre mi madrina! “En mis días vivo trato de mis años”, la oigo farfullar, arrancándose a manotones los mosquitos de la cara. Más claramente la escucho cuando froto con los dedos, bajo la camisa, la bolsita del amuleto que ella misma me colgó al cuello durante la peste. Como si no hubiera pasado el tiempo sobre este cuerpo mío baldado hasta la mitad.
–No sufra más –le digo ayudándola a ponerse de pie, a sentarse en la mecedora. Le acuno despacio para calmarla–. Usted cura a los otros. ¿Por qué no se cura usted misma o deja que los otros se mueran también?
– Porque hasta el morir todo es vivir, Juan de Dios –susurra entre los quejidos del mimbre, que han reemplazado a los suyos, mientras la hamaco–. Y hay que aguantar. Hay que tener esperanza. Voluntad es vida y muerte es enojo –agrega con una voz que no es la suya.
– Pero usted quiere morirse –le zumbo muy cerca de la oreja.
– Porque la muerte es buena cuando la vida claramente es mala –refranea sin mucho convencimiento. Se ha quedado escuchando la noche, pensando de seguro en las cosas que nunca tuvo, que tampoco ella entiende.
El pelo blanco, un hervor de leche enmarcándole la cara huesuda y cobriza; hediendo un poco a los humores de su cuerpo, a sus cocimientos de hierbas. Con un gesto me pide su libro destripado que echa su fleco de páginas pegadas y zurcidas y hasta hojas de cuaderno garrapateadas con recetas y oraciones.
Todo es yuyo opilativo, suele decir; la cosa es saber el punto. Aunque cada vez sabe menos y las manos ya no responden a la memoria de la costumbre. Le arrimo el lampión humoso, los anteojos remendados con alambre. Pero ella ya no lee; todo se le va en tocar el libro, sobarlo despacio por los bordes, olerlo un poco y tenerlo en regazo.
– Esa es la verdad –dice entre dos burbujitas de suspiro.
– ¿Qué es la verdad, maína Jobina?
– La verdad es verde, muchacho. Ya va a madurar para usted también. No se apure. Todavía no le han crecido las plumas.
– Pero si usted misma quiere morirse, ¿la esperanza para qué sirve?
– ¡Retírese a dormir! No sea cargoso. Mañana es el Día de la Virgen. Vaya a cazar ese colibrí nos señala en el vientre de nuestra madre para futuros dirigentes de los hombres.
– ¿Usted dice para presidente de la República, por ejemplo?
– Eso es muy poco todavía, eso no quiere decir nada…
Suelto la mecedora y la figura de mi madrina se inmoviliza otra vez, se desdibuja como si reculara y se alejara. Piensa en esos mellizos de la Benicia Ortigoza que la semana pasada han nacido viejos, como si al parirlos la madre no más tuvieran de golpe como ochenta años cada uno. Y eso que la dueña de la fonda ya tiene sus buenos años para estos trotes. Le he preguntado a mi hermana Diálara si la vieja Ortigoza no sería como esa anciana doncella que existió en los comienzos del mundo, como cuenta madrina, y que anduvo “gruesa” de su hijo durante setenta y dos años cabales. Diálara no me quiere contestar, no le gusta meterse en estas habladurías, porque ella también tiene sus cosas con el comisario. Pero la historia que suele contar madrina debe ser cierta. Si hasta la ha tocado atender un caso parecido, aunque se me frunce que la Benicia no se ha de parecer en
nada a esa anciana doncella del cuento de madrina, llamada Yu-Yu. Pienso en la paciencia de esa virgen pasita-de-uva que a la edad de ciento setenta y un años se sentó un día a la sombra de un guayabo contemplando fijamente el sol del mediodía. Lo estuvo mirando todo el tiempo hasta que le tragó como un huevo de perdiz de muchos colores. Después se abrió un agujero en el sobaco y por ahí sacó al niño de setenta y dos años, que empezó a decir cosas que nadie entendía y a quien le pusieron, dice mi madrina, el nombre de Ladislao, quiere decir Orejas-largas, porque escuchaba y sabía todo lo que pasaba en el mundo.
Madrina ayudó a la vieja Ortigoza a desobligarse de sus hijos viejitos. Y desde entonces, algo la ha puesto del revés, anda como coida por los remordimientos, y ya no va a la fonda. Me manda a mí a llevar los remedios de yuyos a la Benicia Ortigoza. Mi padre, que es muy mal hablado, se burla de la dueña de la fonda. Dice palabrotas todo el tiempo y se enoja contra los mellizos. Mientras serrucha los pedazos de res en la carnicería, grita que se van a morir el día menos pensado y que eso va a ser los mejor para ellos, para todos. Que de monstruos y tarados ya está lleno el pueblo y si me apuran, dice, todo el país. Aunque los mellizos no hablan y no parece que vayan a hablar nunca. O si hablan, ellos dos solitos se entienden en una lengua desconocida, con gruñidos parecidos a los de la comadreja.
– ¿Por qué los ayudó a nacer?
– ¡Mándame a mudar! – me reta mi madrina y se agacha gimiendo para tirarme una de sus alpargatas.
Doy un salto y disparo. Detrás de un limonero la amenazo todavía:
–Hágame el relique! Si me miente, usted no se va morir nunca.
Me escapo hacia la plaza, colándome entre el gentío para ver esos aeroplanos que el franchute hace volar sobre lienzo puesto contra la pared de la Municipalidad. No hay más que ese chorro de luz blanca que sale del ojo del aparato en la oscuridad. Un montón de letras, primero, que nadie lee porque pasan muy rápido. Luego, como si se atravesaran la pared, aparecen sobre la sábana los aeroplanos y de ellos saltan en bandadas los hombres. Planean por el aire bajo unas inmensas sobrillas que se van abriendo por el cielo como hongos transparentes. No se oye el roncar de los aeroplanos; únicamente el ruidito de la máquina a manivela de mosiú Pernet; un chirrido que se esparce sobre el silencio de este mismo gentío que habrá mañana en la procesión y que ahora, en la noche, contempla boquiabierto a esos hombre-pájaros, antes de que la oscuridad los vuelva a tragar. En este momento nadie piensa en las habladurías que corren por el pueblo de que el franchute es el padre de los mellicitos ancianos. Ni los más chismosos, seguro. Todo es contemplar a esos hombres que parecen de vidrio planeando entre las nubes.
– Podemos volar como ellos – digo por lo bajo a Pedro de Mendoza.
– Ya se te subió otra vez la lombriz a la cabeza – se burla el Primer
Adelantado.
– Yo sé como hacer – bravuconeo un poco mirándolo de reojo.
Entonces me acuerdo que a la mañana siguiente cazamos el colibrí, no con la cimbra de hojas de palma bendita que me entregó mi madrina, sino con un bodoque de mi hondita.
“El corazón del colibrí late 615 veces por minuto”, dijo Atilano, remedando al maestro.
– Este está muerto – dijo Malvita, mientras apretaba contra el oído el pájaro-mosca en cuyo pico de ambar brillaba una gota de sangre.
Mi madrina me lo sacó de la mano, Lo calentó un momento entre las suyas. Con los ojos cerrados sopló en el piquito amarillo y también por el otro lado entre los pulmones. El colibrí salió volando. Dio algunas volteretas, mareado, como para afirmarse en el aire. Se inclinó una o dos veces como despidiéndose, y se perdió entre los reflejos.
Después esa tarde lejana que está antes de la peste y el diluvio. Mucho antes de éxodo. Como un cuervo cachorro me hamacaba en el cielo, prendido a las varillas atadas en cruz que sostenían la sábana embolsada por el viento.
– ¡Te vas a matar! – grito Juan de Garay apuntándome con la lanza.
– ¡Recuerdos al colibrí! – gritó Malvita que con sus ojos verde me ayudaba a volar.
– ¡Memorias a nuestro católico rey Don Fernando! – grito Juan de Salazar y Espinoza, el hijo del peluquero, como si me despidiesen para siempre de la Provincia Gigantes de las Indias.
– ¿Adónde es el entierro? – grito Álvar Núñez Cabeza de Vaca.
– ¡Adiós…! – grité mascando el viento y mi susto. ¡Hasta la otra vida!
Había cerrado los ojos al saltar desde la punta del cerro. Poco a poco sentía que iba siendo otro. Mi pensamiento de chico se fue cambiando en el pensamiento de un pájaro. Millones de burbujas hinchadas de luz, de calor, millones de años hinchados de oscuridad, subían a mi encuentro ráfaga que hacían temblar el aire cargado de sol.
Borronearon la cumbre, las figuras de mis compañeras. “¡Soy un buitre blanco!”, grazné roncamente, y el pico me chispeó al viento. Desde lejos, cada vez más, me seguían llegando los gritos de Malvita y los otros, hasta que también fueron gritos de pájaros.
Me hamacaba en el cielo clavando mis ojos de buitre como una aguja en mitad de la cabeza de los animales. Los veía caer de rodillas uno a uno y enseguida les empezaba a blanquear la osamenta.
Lo único que, de tanto en tanto, subía hasta mí la voz de madrina. La sentía andar entre plumas como el picor de las pulgas que hasta en los buitres deben sentar sus reales. Bajo la sábana inflada de viento y de sol, volvía a ser de noche; esas noches en que maína Jobiana me contaba cuentos. Los de Las Mil y una Noches y también historias con brujas, enanos, sapos tan grandes como bueyes y animales alados. “… una vez un caminante acorralado por el miedo se escondió en un pozo y se colgó de una rama. Pero de repente vio que debajo de él había una gran víbora-perro que echaba fuego por los ojos, y otra más, y otra más y otra más… El caminante miró hacia arriba y vio que dos ratones, uno blanco y otro negro, comían al apuro y con un hambre más grande que el mundo la ramita de la que él estaba colgado.
Pero entonces, al volver la cabeza con desesperación buscando una salida, sólo vio colgada de otra rama una colmena que casi le tocaba la cabeza. Se puso a lamer la miel y s e olvidó de los ratones que roían la rama y de los cuatro dragones que esperaban abajo con las bocas dientudas y llameantes…”
“¡Soy un buitre blanco!, grité borrando la voz de madrina, soplando esa pulga que se me había pegado al miedo entre las plumas y que me chupaba la sangre justo del lado del corazón. Abrí de nuevo los ojos. A mis pies daba vueltas lentamente un pueblo desconocido. Lo reconocí a puchitos. Entonces vi arrastrarse el culebrón del gentío tras las andas de la Inmaculada Concepción de los Sietes Caballeros del Valle-Grande.
Busqué con los ojos el camino real.
Sobre esa raya de tierra colorada que rajaba el valle, envuelto en una nube de polvo, el carruaje de don Natalicio Miranda, no más grande que la frutita negra del pacholí. Desde adentro, María Matutina, la mano sobre la boca, me estaría viendo volar. Ahora ella era quien padecía por mí, y no yo que, escondido entre los pajonales, esperaba el paso del carruaje de regreso a la estancia. Yo sacaba pecho en el aire. La humareda azulada del horizonte, aplastada contra la lejanía. ¡Era mío todo el mundo!
Pero lo que veía subir en este momento como bala era el pozo de la salamanca hacia donde me estaba llevando el viento con el capricho de una mula tuerta. El mismo lugar en que treinta años más tarde van a blanquear los huesos de Atilano y sus compañeros acorralados por los regulares, al comienzo mismo de las guerrillas. Sentí que el miedo me ablandaba de golpe las uñas agarrotadas a las tacuaras. Me achiqué en una burbuja, la más pequeña de esos millones de burbujas que me chupan hacia abajo. Ya no quise ser más que el agujero de la nada. Salté hacia atrás, hacia arriba, hacia los recuerdos, hacia lo que estaba antes de los recuerdos. Y la memoria sólo me permitió gritar ¡Socorro!, aferrándose al amuleto que no tenía, al corazón del colibrí que se había volado esa mañana.
Me respondió el ruido de las cañas quebrándose como tiros contra las piedras del precipicio. La sábana me tapó la cara.
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EL TRUENO ENTRE LAS HOJAS. Cuentos de AUGUSTO ROA BASTOS
Editorial Servilibro, Asunción-Paraguay 2007 (231 páginas)
Colección ROA BASTOS – Nº 3
© FUNDACIÓN AUGUSTO ROA BASTOS
Prólogo: ANTONIO CARMONA
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