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YULA RIQUELME DE MOLINAS
  LA DUEÑA DEL PIANO (Cuento de YULA RIQUELME DE MOLINAS)


LA DUEÑA DEL PIANO (Cuento de YULA RIQUELME DE MOLINAS)

LA DUEÑA DEL PIANO

Cuento de YULA RIQUELME DE MOLINAS

 

 

YULA RIQUELME DE MOLINAS : Nació en Asunción. Cursó la carrera de Historia en la Universidad Nacional de Asunción. Escribe poesía y narrativa. En 1976 publicó "Los moradores del vórtice", poemas. Editó en publicaciones conjuntas: "Cuentos cortos", 1987; "Cuentos de mayo y abril", 1992; "Narrativa paraguaya", 1992; "Centenario Guy de Maupassant", 1993. En 1994 publicó "Puerta", novela. En 1995, "Bazar de Cuentos".

Algunos premios nacionales: 1er. Premio V Centenario, Feria Internacional del Libro, 1991 (cuento); 1er Premio Club Centenario, 1991 (cuento); 1er Premio Poemas del Océano, 1994 (poesía).

Algunos premios internacionales: "Borges 90", Buenos Aires-Argentina (cuento); "Alfonsina Storni", Buenos Aires-Argentina, 1990 (poesía); "Punto de encuentro", Montevideo-Uruguay, 1991 (poesía).

Es integrante del Taller Cuento Breve; bajo la dirección del Prof. Dr. Hugo Rodríguez Alcalá.

Es miembro fundador de la Sociedad de Escritores del Paraguay.

Forma parte de la Sociedad de Amigos de la Academia Paraguaya de la Lengua Española.

 

 

LA DUEÑA DEL PIANO

 

El caserón se cae a pedazos, pero desde la calle nadie lo nota. Tal vez, porque detrás de las palmeras centenarias asoman apenas sus azoteas y los balaustres que le hacen de baranda. Aquí vivimos nosotras, "las Jiménez de arriba", como nos dicen en el pueblo. Juro que no sé por qué. La finada Manuelita suponía que quizá fuese debido a aquella costumbre de dar fiestas "por todo lo alto", como se jactaba mamá en los viejos tiempos. Es posible, sólo que hoy, eso está muy lejos... ¡No creo que alguien lo recuerde todavía! Bueno, lo cierto es que así nos llama la gente desde que tengo uso de razón, y de esto, hace ya un rato largo, Tanto casi, como la edad de las palmeras que rodean nuestra casona. Conste que los años no me pesan. Aunque ahora lo de procurarme alivio escribiendo, se me vino a la mente con suma urgencia y es la primera vez que lo hago. Presiento que no me falta mucho para abandonar, este, mundo y no deseo partir sin dejar la prueba de mi paso por la vida. Sospecho que la parentela se extrañará con el propósito. ¡Claro!, ocurre que según las apariencias..., ¡jamás he Matado una mosca! Sin embargo, algo de fuste voy a relatar á mis encantadoras sobrinas, Marisa, Rosita y Clotilde. Aspiro, en principio, sacarlas a flote... Manuelita era mi hermana mayor, y se murió el verano pasado. Las chicas son hijas de mi hermano menor, el último vástago de los no sé cuántos que sembró papá por los caminos del Señor. No pretendo hablar de más como una anciana chocha. Únicamente lo necesario para que se me entienda. Y por supuesto, para que nadie se quede en ayunas cuando me despidan de este valle de lágrimas. Y al fin de cuentas, para que todos sepan que si parecemos ricachonas muy venidas a menos, no es porque lo seamos, sino porque yo así lo quise. Presten atención sobrinitas del alma... Esto va para las tres: Parece que no se casaron hasta el día de hoy, a causa de que no tenían dote. Puede ser... No obstante, algunas veces rondaron príncipes azules entre las malezas de nuestro jardín. Nada pasó. Acaso los ahuyentaron nuestros aires de pobreza. O mi trato descortés... ¡Seguramente yo tuve la culpa! No desesperen muchachas. Aún hay tiempo de subsanar el equívoco y demostrar sus virtudes a cuanto candidato se presente después de mi partida. Por eso les debo esta historia: Hace mucho, muchísimos años, justo a las diecinueve en punto de todos los martes, jueves y sábados, las puertas de nuestra casa se abrían de par en par a la flor y nata de la sociedad aregüeña: En jarras de barro artesano, desde la consola a los rincones, perfumaban el caserón los lirios fragantes que mamá recogía en el jardín. Dos espejos de luna antigua, copiaban el porte altivo de caballeros copetudos y señoras con miriñaques y faldas de tafetán. Sobre la mesa colonial, manteles almidonados se extendían en gran despliegue de exquisitas viandas, licores, confituras... Y el piano de la sala sonaba y sonaba sin tregua, buscando regalar los oídos de las visitas elegantes con lo mejor de mi repertorio. Entonces, cansada de teclear la noche entera; empezaron a fastidiarme los derroches y decidí que si de mí dependiese, suspendería el concierto y el festín a tan frívolos invitados. Poco a poco, me fui entusiasmando con esa idea. De modo que se la transmití a Manuelita y juntas, esperamos la ocasión de hacerla realidad. Ésta llegó cuando tras la carroza que conducía a papá, el cortejo fúnebre se puso en marcha: Nuestros puntuales amigos y mis hermanos; los del camino del Señor, habían acudido al enterarse. Desde luego, no se apartaron del féretro y a continuación, de la carroza, y mucho menos de mi madre, a quien adulaban descaradamente. En cambio, Manuelita y yo quedamos en casa llorando al difunto. Cuando la comitiva regresó del cementerio, todos se llevaron el chasco de su existencia. Ya nosotras habíamos actuado de acuerdo a los planes concebidos: El gran piano de cola cerraba el camino a la comparsa. Sobre su oscura superficie, resaltaba más negro todavía, el enorme crespón de luto que colocáramos junto al portarretratos de papá. En ceremoniosa actitud me aproximé lentamente a la tapa que cubría el teclado, di dos vueltas a la llave y me la guardé en el bolsillo. Ante el gesto sorprendido de mamá y su angustioso reclamo yo contesté: "Por fin se acabó la música y también el convite. Soy la dueña del piano y en homenaje a mi padre, nunca más lo abriré". Lo dije de un tirón y con tanto brío y solemnidad que, ella suspiró impresionada y al punto, pasó de largo rumbo a sus habitaciones. Los del séquito y mis hermanos, silenciando sus lisonjas ante aquella sublime demostración de duelo, se retiraron por la puerta principal. Yo miré a Manuelita y le hice un guiño de complicidad. Habíamos comenzado bien. Pero la verdadera tragedia sobrevino cuando mamá se dio cuenta de que las arcas de mi padre estaban vacías. Desaparecieron las joyas de la familia, las monedas de oro... Nuestro dinero se había evaporado sin remedio en las francachelas donde papá engendró los hijos varones. Eso decía mi madre y se lo creyeron, menos Manuelita y yo. Allí se inició nuestro descenso... Mamá tuvo que ir vendiendo de a poco las tierras que rodeaban la casona, los muebles de lujo inservibles... "El piano es mío y no se vende", yo había decretado cuando le llegó el turno. Nadie me lo discutió aquella vez... y fuimos tirando para abajo hasta tocar fondo... Los años se sucedieron de prisa y nosotras envejecimos entre los lirios y matorrales del triste y reducido jardín. Los íntimos amigos de las fiestas cotidianas, ni por casualidad se acercaron a ofrecernos ayuda o compañía. Y los hijos varones se hicieron humo. Sin embargo al cabo de cierto tiempo, una noche de relámpagos se presentó el hermano menor. Lo acompañaban tres niñas de corta edad: "Se las dejo", murmuró sin trasponer la puerta y se perdió en la lluvia... Manuelita y yo enmudecimos de asombro y no atinamos a protestar. Una de ellas nos contó del abandono de su madre, de la soledad en que el hecho vergonzoso las dejó sumidas. Nos dijo que su padre vivía en otro pueblo y que sólo vino para conducirlas hasta nosotras. Mamá se encariñó con estas nietecitas caídas del cielo y nos recomendó cuidarlas en su cercana ausencia. Para ese entonces, ella ya estaba inválida: Se consumía en los umbrales de la muerte. La pobre se fue apenas seis meses más tarde. El año pasado la siguió Manuelita después de tanto bregar... Y a mí, como dije al principio, no creo que me falte mucho. Por eso voy a confesar mi verdad: En el nombre de Santa María, en su virtud y en su gracia, hago saber a mis tres sobrinas, herederas de sangre por vía paterna, el sitio donde buscar las joyas, las monedas de oro... Queridas Marisa, Rosita y Clotilde: Los caudales de la familia están encerrados en el piano. Adjunto la llave a este testamento.

 

Areguá, julio '92.


 
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Asunción – Paraguay,
Mayo de 1995 (194 páginas).





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