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SUSANA RIQUELME DE BISSO
  ANASTASIA (Cuento de SUSANA RIQUELME DE BISSO)


ANASTASIA (Cuento de SUSANA RIQUELME DE BISSO)

ANASTASIA

Cuento de SUSANA RIQUELME DE BISSO


SUSANA RIQUELME DE BISSO : Nacida en Asunción. Casada y madre de tres hijos. Realizó sus estudios primarios en el colegio Teresiano y los secundarios en el colegio de Goethe.

Participa con otros autores en libros de cuentos.

Obtuvo los siguientes premios: "Fabrizio" (cuento), premiado por el concurso Veuve Clicquot 1987. "Mi amiga tristeza" (cuento), premiado por el concurso Veuve Clicquot 1988. "Cuarenta años" (cuento), premiado por el concurso Club Centenario 1992. "El mundo azul" (cuento), clasificado por el concurso Guy de Maupassant 1993. "Tres cartas" (cuento), premiado por el concurso Expo Familia 93 convocado por el Ministerio de Educación y Culto. "Sin muerte" (poesía) premiada por el concurso Poesías del Océano 1994. "Esta tarde, tu ausencia" (cuento), premiado por el concurso de la revista del Club Centenario, abril 1994. "El arcangelario" (cuento), premiado por el concurso de la revista del Club Centenario, junio 1994.

Integra el taller "Cuento Breve", bajo la dirección del Prof. Dr. Hugo Rodríguez Alcalá.

Es miembro de la sociedad de amigos de la "Academia Paraguaya de la Lengua Española".

 

 

ANASTASIA

 

 

Anastasia pasaba por la vida sin pena ni gloria. Intrascendente, anónima, inadvertida. Conste que en un pueblo pequeño, eso resulta poco menos que imposible. Pero Anastasia lo conseguía, a pesar de llamarse Anastasia.

 

Decían que su madre murió al darla a luz a los quince años, eso era todo lo que se sabía de ella, el resto, era un enigma que en realidad a nadie le importaba descifrar.

 

¿Cuántos años tendría? Nadie lo sabía, era imposible darle la edad a un ser tan invariable. Tal como si hubiera nacido así, y así moriría, nadie la recordaba de otra forma, y si había alguien que podía recordarla ya lo había olvidado. Anastasia era así, exactamente así desde hacía tanto tiempo, que no se podía imaginarla de otra manera.

 

No era ni linda ni fea, ni joven ni vieja, ni alta ni baja, ni blanca ni negra. Así de insignificante era Anastasia, así de insípida, así de nada. Si alguien tuviera que describirla físicamente se vería en un gran aprieto.

 

Pero que no se piense que su insignificancia la acomplejaba o la preocupaba, todo lo contrario, gracias a ella se libraba de cualquier mote, o burla, o chisme malintencionado. Gracias a ella podía vivir su vida tan libre como nadie en el pueblo, tal vez como muy pocos en el mundo.

 

¿Era feliz? Puede ser. Quizás cuando no se tiene nada que perder, se tiene menos posibilidades de sufrir, y por lo tanto más posibilidades de ser feliz. Pero lo más probable es que ella nunca se lo haya planteado, no porque fuera tonta, sino porque las cosas se le presentaron así desde el principio. Nunca tuvo opciones, la vida era para ella de una sola forma: así. ¿Para qué complicarse pensando si era feliz o desgraciada? A ella le gustaba limpiar la iglesia y lo hacía, le gustaba hablar con el padre Alfonso y lo hacía, no le gustaba nada más y no hacía nada más. ¿Era eso ser tonta, o todo lo contrario?

 

Anastasia vivía sólo para ella, sólo y exclusivamente para ella, y así como para el mundo ella no tenía ninguna importancia, tampoco el mundo tenía ninguna importancia para ella. Si algún siquiatra pudiera estudiarla, seguramente la calificaría como un caso de autismo leve, pero felizmente en el pueblo no había ningún siquiatra, lo que la libraba de cargar con otro nombre complicado que no se ajustaba para nada a su insípida persona.

 

¿Quién le había puesto el nombre de Anastasia? No iba con ella, desde luego, hasta hubiera sonado ridículo si es que no se convirtiera con el tiempo y a fuerza de costumbre, en algo tan insignificante como ella.

 

Vivía sola, en un ranchito situado en las márgenes del pueblo y era la limpiadora oficial de la iglesia. Su vida se limitaba solamente a eso, a barrer las baldosas desteñidas y desempolvar las dos hileras de bancos destartalados, y la imagen de la Virgen del Rosario, que era la única que conformaba el altar de la pequeña iglesia. El padre Alfonso, que era prácticamente el único que la conocía realmente, decía que Anastasia tenía una voz muy dulce, y que era el ser humano más noble que él había conocido en su vida. Y debía ser verdad, el padre Alfonso no podía mentir, además, ¿para qué hacerlo? A nadie le importaba Anastasia, ni siquiera a las chismosas del pueblo ¿qué podían decir de ella?, nada, hasta el momento, nada.

 

Pero una mañana, cuando Anastasia se dirigía como todas las mañanas a limpiar la iglesia, se cruzó con doña Remigia, que iba al mercado, y como Anastasia nunca se fijaba en nadie, no pudo percatarse de la cara de asombro de la mujer al detener en ella sus ojos desorbitados. Y Anastasia siguió caminando tranquilamente, mientras doña Remigia apuraba sus pasos desesperada, sin poder contener por un minuto más lo que acababa de descubrir. Era increíble, inaudito, insólito. ¡Anastasia estaba embarazada! ¿Cómo podía ser posible, si ella no trataba con nadie? a excepción del padre Alfonso. ¡El padre Alfonso! Esta vez el asombro la dejó paralizada, pero no por mucho tiempo, al mediodía, todo el pueblo lo comentaba: Anastasia estaba embarazada del padre Alfonso. ¿Qué harían? No podían permitir que un ser corrupto y degenerado siguiera diciendo misas los domingos ni escuchando confesiones. Tenían que echarlo, y lo echaron. Aunque se quedaran sin cura, no había otro remedio, peor era tener un cura de semejante calaña.

 

Y así fue como una mañana de enero, el padre Alfonso tuvo que abandonar el pueblo, sin poder pronunciar ni una sola palabra en su defensa. A Anastasia no la juzgaron, como la consideraban medio tonta, eso de ser insignificante tiene a veces sus ventajas, y muchas. Seguro que el padre se había aprovechado de ella, pobrecita.

 

Y así pasaron los meses, todo el pueblo se acostumbró a ver la silueta cada vez más deformada de Anastasia, caminando hacia la iglesia. Porque aunque no hubiera ni cura, ni misa, ella no dejó de limpiar la iglesia ni un solo día. Se decía que mandarían un cura nuevo de la ciudad, y no se podía saber cuándo llegaría, si es que llegaba alguna vez.

 

Además, posiblemente Anastasia, aún acariciaba la esperanza de que el padre Alfonso volviera algún día. En realidad ella nunca entendió el porqué de su partida. Nadie consideró necesario explicárselo.

 

Pero una tarde cualquiera; chimento va, chimento viene, las cotorras del pueblo se pusieron a hacer cuentas, y llegaron a la increíble conclusión de que Anastasia estaba embarazada desde hacía doce meses. ¿Cómo era posible? Tal vez era alguna maldición a causa de aquel ser engendrado por un sacerdote y una mujer semiidiota.

 

Doña Remigia y doña Anselma, que eran las más activas, corrieron a buscar a la partera Juliana y las tres mujeres se dirigieron al rancho de Anastasia. Tocaron la puerta, y una voz débil, apenas perceptible, les pidió que pasaran. Entraron, y las tres en hilera, se detuvieron entre asombradas y asustadas, frente al viejo camastro donde yacía la pobre y olvidada Anastasia. ¿Cuánto tiempo hacía que no iba a limpiar la iglesia? Esa cuenta nadie la había sacado. Demacrada, ojerosa, increíblemente flaca, casi desaparecida detrás del enorme bulto de su vientre, Anastasia las miraba con ojos inexpresivos. La partera apoyó sus dos manos sobre el promontorio y luego dijo santiguándose: ¡Mi Dios, esto es un monstruo, un castigo del Señor! Doña Remigia y doña Anselma retrocedieron asustadas, mientras la partera rezaba y Anastasia agonizaba, así, sencillamente, así inadvertidamente.

 

Tan simple como había sido su vida, estaba siendo su muerte. Sin hijo del padre Alfonso, sin maldiciones, sin castigos de Dios, con algo tan simple y tan real como un tumor maligno.


Premiado en el concurso "Cuento premiado"

organizado por la Dirección de la revista del Club Centenario.

 
TALLER CUENTO BREVE
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Asunción – Paraguay,
Mayo de 1995 (194 páginas).





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