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MARGARITA MARÍA PRIETO YEGROS (+)
  LA ESPOSA DEL SARGENTO (Cuento de MARGARITA PRIETO YEGROS)


LA ESPOSA DEL SARGENTO (Cuento de MARGARITA PRIETO YEGROS)

LA ESPOSA DEL SARGENTO

Cuento de MARGARITA PRIETO YEGROS

 

MARGARITA PRIETO YEGROS : Natural de Asunción. Maestra y Profesora Normal. Doctorada en Historia. Aficionada a la literatura, colabora en distintas revistas y es articulista semanal del Diario Noticias.

En la actualidad ejerce el cargo de Directora del Departamento de Formación Docente del Ministerio de Educación y Culto. En sus ratos de ocio escribe cuentos.

 

 

LA ESPOSA DEL SARGENTO

 

Judit llegó rendida a su casa. Había trabajado toda la mañana, recreo de por medio, en actividades creativas con niños de diversos grados. Al avanzar por el angosto sendero que la llevaba hacia la puerta, pensó: - O estoy envejeciendo o los niños modernos son más difíciles de gobernar. No sé. Lo único que sé es que cada vez me canso más. Tal vez sea cierto eso de que los años no pasan en vano.

¿Años? ¿Cuántos tenía ahora ella?

¡Cuarenta! Los acababa de cumplir. Ya era virtualmente una cuarentona. Pero no eran los años los que le pesaban sino la vida. Tenía la sensación de haber vivido demasiado; más de cien años; sobre todo en la última época.

El teléfono repiqueteó estridente y entonces apresuró el paso para alcanzar a atenderlo. Introdujo impaciente la llave en la cerradura y de un salto traspuso el umbral.

El teléfono dejó de sonar justo cuando ella alcanzó a levantar el auricular.

-¿Quién sería?

-¿Quién podría ser a esta hora?

Decidida a atenuar el calor bochornoso de la siesta, se metió bajo la ducha y entonces el teléfono volvió a sonar.

- Que suene cuanto quiera- se dijo a sí misma. No voy a dejar que nadie me prive del placer que me produce el agua acariciando mi piel.

Después, envuelta en un colorido toallón, sacó de la heladera un yogur, lo bebió lentamente, desenchufó el teléfono, prendió el ventilador de techo y se echó a dormir.

Soñó que se bañaba en un mar muy azul y profundo y que el sol la embriagaba de luz.

Cuando se despertó, se sentía otra vez como nueva. Enchufó el teléfono y sacó de su guardarropas un conjunto con diseño de girasoles,,

- Me encantan los girasoles; más aún después de haber visto esa película filmada en Rusia, con Sofía Loren recorriendo campos de girasoles.

Se miró al espejo.

- No parezco una cuarentona. Aparento menos. ¿Quién creería que mis hijos ya tienen mayoría de edad? Tal vez algún día vuelva a enamorarme. ¿Enamorarme? ¿De quién? ¿Para qué?

El teléfono comenzó a sonar.

-¡Hola!

- ¿Dónde estuviste metida? Te llamé toda la siesta.

- ¿Con qué motivo?

- ¿No escuchaste por radio los decretos? Te felicito.

Tu marido fue ascendido a General.

- ¿Mi marido? ¿Te estás acaso burlando? ¿Quién no sabe que nos hemos separado hace cinco años y que él se ha vuelto a casar?

- Ya te dije que sigue siendo tu marido porque en este arcaico país no existe divorcio.

- Déjate de pamplinas. Con o sin divorcio prefiero estar sola.

- ¿Saldremos esta noche?

- ¡No! Tengo clase en la Facultad.

- ¿Mañana?

- Tal vez.

- Te volveré a llamar.

Judit se sentó en la penumbra de la sala. No quería pensar ni sentir. Debía sumar silencio al silencio y sumergirse en él.

El reloj interrumpió la calma indicando la hora, con sonoras campanadas.

Su marido, aún teniente, le había regalado ese reloj en la primera Navidad de casados.

Ella sabía que el reloj era muy caro porque lo había visto expuesto en la vitrina de la Cooperativa Militar y, aunque no tuvo entonces intención de comprarlo, a sabiendas del magro sueldo de teniente, preguntó el precio.

Cuando su esposo fue a buscar un regalo navideño para ella, el dependiente le contó que Judit lo había ponderado repetidas veces. Desde entonces, ese reloj marcó las horas en todas las casas que, de cuartel en cuartel, fueron ocupando a lo largo de veinte años.

El timbre de la calle la sacó de sus cavilaciones.

Eran dos niños pidiendo permiso para recoger los mangos caídos en el jardín.

Judit los dejó entrar al tiempo que caía un aguacero de verano.

- Cero sentimientos y nada de nostalgia es lo que me debo decretar. Nada de sensiblerías, sino la cabeza bien puesta en su lugar.

Colocó en el tocadiscos una balada de Grieg y comenzó a corregir las monografías de sus alumnos.

"Si la educación no produce cambio de conducta es estéril". "La educación abarca cuerpo, mente, sentimientos".

-¿Sentimientos? ¡Qué difícil resulta vivir con gente sin sentimientos educados! -pensó Judit. - Soy casada pero no tengo marido. Tampoco soy viuda, ni soltera, ni monja, ni divorciada. ¿Qué soy?

El disco había dejado de sonar. Colocó entonces "La gota de agua" de Chopin.

- ¡Gracias por los mangos! gritaron los niños desde el portón.

El aguacero se había convertido en tenue llovizna. También lloviznaba la tarde en que su novio, abrazándola con un ademán tenso, le dijo:

-Casémonos. Ya no soporto vivir solo en el cuartel.

- ¿Tan pronto? ¿Estás seguro de tus sentimientos?

Hacía apenas cinco meses que se conocían y el sólo podía visitarla una vez a la semana.

- Quien no tiene seguridad de su cariño sos vos y no yo -repuso él. Más vale que me digas que te acobarda la vida con un soldado pobre.

Otra vez el teléfono.

- ¿Tenés con quien irte a la Facultad?

- No.

- Te pasaré a recoger dentro de media hora.

Judit se maquilló sin mirarse. Estaba en otra parte, ausente, reprimiendo su nostalgia.

De pronto, como si regresara, acentuó el rouge en los labios y la sombra en los párpados. -Usaré una máscara de frívola indiferencia.

Su compañero de cátedra pasó a recogerla puntualmente.

- Gracias, por venir- dijo Judit.

Largo rato viajaron en silencio, atravesando la ciudad camino a la Facultad, donde ambos enseñaban.

De pronto, él preguntó:

- ¿Te enteraste del ascenso?

- Sí.

- ¿No volverías con él?

- Ni muerta.   

- ¿Por qué?

- Porque desde que le tocó reprimir guerrillas campesinas me convirtió en el paragolpes de su furia desatada. Pidió divorcio alegando adulterio de mi parte y, cuando el abogado le exigió pruebas, retiró la demanda afirmando que era yo y no él quien quería divorciarse.

- Salga de la villa cuanto antes - me aconsejó el psicólogo castrense. Su marido se ha vuelto paranoico

-Paranoico o no, lo único cierto es lo que mi padre decía:

-"Tarde o temprano, los militares se comportan con sus esposas como vulgares sargentos".

- Así que a final de cuentas sos la esposa de un sargento y no de un general.

- Lastimosamente.

Las guerrillas había surgido alrededor de los grandes latifundios ganaderos y cuando sus miembros, se infiltraron en las Ligas Campesinas Cristianas estalló la subversión. El ejército salió a reprimirlos y regresó con prisioneros culpables e inocentes. En las sesiones de tortura las mujeres gritaban ¡Cristo vive! Entonces la soldadesca recibía la orden de violarlas. Fue en esa época en que Judit comenzó a notar alteraciones en la conducta de su esposo que la confundía con otras mujeres.

Ya muy noche, sonó el teléfono. Judit levantó el auricular y, antes de que atinara a decir nada, escuchó:

- Buenas noches, Judita.

- Buenas noches - respondió ella, como un eco, aterrada al reconocer la voz de su marido.

- ¿Podríamos volver a ser amigos?

-¿Para qué? Si tenés tantas amigas y una en especial.

- Por nuestros hijos. Sólo por ellos.

- Ya no están en el hogar y viven lejos - arguyó Judit.

- ¡Perfecto! Si así quieres, así será.

Aunque Judit escuchó el corte de la comunicación mantuvo en la mano el auricular largo rato. Después, apagó el velador y se acostó.

Por más que quiso no pudo conciliar el sueño. Se quedó desvelada tratando de ordenar sus ideas. Se sentía acorralada. Ya había firmado la escritura de disolución de la sociedad conyugal. También había renunciado legalmente al uso del apellido marital. ¿Qué restaba hacer?

Se quedó dormida al clarear la mañana. Abrió los ojos, casi a mediodía, cuando el insistente sonar del timbre la despertó.

En la puerta se encontró con el secretario de su colegio.

- Profesora Judit, se siente bien usted? La hemos llamado varias veces por teléfono. Un abogado, con uniforme militar, dejó estos papeles para usted.

La demanda de divorcio traía la firma de su esposo y la de tres abogados.

- Mas vale decir la verdad sin rodeos - le dijo a Judit su abogado. Su marido dice que la va a perseguir porque usted lo desprecia. Incluso insinuó que anda comprometida en actividades subversivas.

- ¡Qué! - exclamó ella estupefacta-. ¿Qué es lo que ahora quiere de mí?

- No sé. Sinceramente no sé - repuso el abogado.

Regresaba Judit cabizbaja a su casa cuando se encontró con el cartero.

- Tal vez sean buenas noticias - le dijo el hombre extendiéndole un sobre lacrado. Ella no lo rasgó hasta entrar a su jardín. Entonces leyó: "Estimada profesora: cumplo en informarle que ha ganado usted la beca para realizar investigaciones históricas en España".

Aquellas eran las frases iníciales de la misiva que firmaba el Rector de la Universidad.

No necesitó leer más para saber lo que venía luego.

Alcanzaba lo que había intentado.

La siguiente quincena se le fue de las manos entre maletas, pasaporte, reservación de pasaje, ropa de invierno y demás trajines previos a un largo viaje.

El día de la partida entregó la llave de su casa y subió al taxi sin volver la mirada.

Viajó en silencio cerca de cuarenta y cinco minutos.

Los amplificadores de sonido del aeropuerto anunciaban el avión a Madrid y Judit se dirigía hacia él cuando una camioneta celular roja de la Policía se detuvo ante su casa. Venían a buscarla para averiguaciones.

Judit alzó el cuello de su abrigo y comenzó a descender del avión en medio de la neblina del invierno madrileño.

- ¿Profesora Judit Toledo?     '

- Sí -dijo ella. 

- ¡Bienvenida! Soy Adolfo Juárez, coordinador del curso.

- Muchas gracias.

- ¿Está usted muy cansada?

- Sólo un poco - contestó ella.

El hombre la guió por entre el gentío con una seguridad y calma que novelaban su dominio personal. Después de retirar las maletas dijo: - En una hora más llegará otro becario.

Entre tanto, podemos tomar algo en la cafetería.

Ocuparon una mesa junto al ventanal, desde donde se divisaba la pista de aterrizaje.

- Café frapé, capuchino o chocolate? -preguntó el camarero.

- Le recomiendo chocolate - dijo Adolfo Juárez dirigiéndose a Judit - le ayudará a soportar el brusco cambio de temperatura.

- De acuerdo- respondió ella sonriendo, mientras en su fantasía se mezclaban el presente y el pasado y se veía a sí misma sirviendo chocolate en pleno verano en los cumpleaños de sus hijos.

- Y bien, ya está usted aquí - dijo él después de completar el pedido al mozo-. Yo ya la conocía por la foto del curriculum, pero no usted a mí.

- Ahora le conozco - replicó ella, admirando en lo profundo de su sentir sus atractivas facciones y el impecable traje sport que lucía.

Cuando Judit comentó el excelente servicio de la línea aérea, él movió negativamente la cabeza y con una pícara sonrisa dijo:

- Yo tengo que quejarme de que las azafatas no siempre son bonitas.

- ¡Qué cosa tan extraña! pensó Judit-. Este hombre me trata como si siempre nos hubiésemos conocido y me hace sentir como si hubiese vuelto a casa después de una larga ausencia. Es sin duda un hombre de mucho mundo, con gran confianza en sí mismo y muy gentil.

La hora de espera transcurrió veloz. A la tarde todos los becarios viajaron a Sevilla, sede del curso. En total eran seis, de los cuales Judit, la única mujer.

En el andén, antes de la partida, Adolfo Juárez le dijo: - Por lo que intuyo, usted será la estrella de este grupo, y comienzo a ponerme celoso.

Sus miradas se encontraron al estrecharse las manos y ella sintió que su rostro enrojecía. ¡Qué vergüenza!. Seguramente parezco un esperpento - pensó, llevándose la mano al cabello, tratando de disimular su turbación.

Para alivio suyo, en ese instante, el motorista dio la señal de embarque.

Un mes después, en el día de su cumpleaños, Judit recibió en su hostal sevillano una canastilla de claveles, con una tarjeta sin firma en la que sólo decía: "He comenzado a ponerme celoso".

Acomodó las flores, guardó la tarjeta y con grandes letras escribió en su diario: "Limítate a trabajar".

Tras un año de intensas jornadas le correspondieron a ella las palabras de ocasión en la clausura del curso.

Cuando concluyó el acto, Adolfo Juárez le dijo:

- Has realizado un admirable trabajo.

Luego, apartándola del grupo le susurró: - Te invito a cenar. Pasaré a buscarte dentro de media hora.

A la mañana siguiente Judit canceló su pasaje de regreso. Había dejado de ser la esposa del sargento.

 

Margarita Prieto Yegros.



Fuente:


Dirección: HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ

© EDITORIAL DON BOSCO


Tirada: 750 ejemplares

IMPRENTA SALESIANA.

Asunción, Paraguay

1992 (152 páginas)
 
 
 
 
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