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JOSEFINA PLÁ (+)
  LA MURALLA ROBADA, 1989 - Cuentos de JOSEFINA PLÁ


LA MURALLA ROBADA, 1989 - Cuentos de JOSEFINA PLÁ

LA MURALLA ROBADA

Colección de cuentos

Obras de JOSEFINA PLÁ

Biblioteca de Estudios Paraguayos

Universidad Católica – Volumen 28

Asunción-Paraguay – 1989



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Como ya hice constar en palabras liminares a mis anteriores libros de cuentos, el presente es una compilación de narraciones escritas en distintas épocas, y de las cuales sólo unas pocas -breves, las más- pertenecen a la última década.

Al organizar el libro, he preferido buscar la unidad en el tema y la progresión por decirlo así, en su desarrollo, antes que el orden puramente cronológico. Creo que la diversidad de asuntos y de nivel en el plano al cual es convocada en cada uno la realidad, justifican esta distribución.

El cuento JESUS MENINHO formaba parte de una trilogía de la postguerra de 1870 en la capital; los otros dos cuentos no aparecieron a la hora de la demorada cita édita. Quizá aparezcan alguna vez. En cuanto a los dos relatos, VACA RETA y EL CANASTO DE SERAPIO, son dos partes de otra trilogía, campesina ésta, y cuyo tercer miembro, desertor, tampoco obedeció a la convocatoria.

EL LADRILLO, que surgió bajo su primera vestidura formal en 1946, debió su inspiración a la sacudida brutal de la Guerra Mundial II, coronada por el estruendo apocalíptico de Hiroshima. El convencimiento de que el hombre construye lo que ha de destruirlo; que todos, aún inconscientes, ayudaron a la monstruosa construcción, ha sido en mí obsesivo; y el cuento escrito hace cerca de cuarenta años continúa siendo actualidad en mi espíritu. Otros temas que quizá resulten, en el conjunto, reiterativos, son aquellos que reaccionan contra el menosprecio creciente no sólo de la vida humana, sino más todavía, del espíritu; del derecho del ser humano a consumir libre la última gota de su vida, su tiempo, su visión de la luz, por amarga que cada gota haya de ser o sea.

En suma, la compilación abarca un lapso de casi cuarenta años, durante los cuales esos relatos disfrutaron prolongada siesta. Sólo uno de ellos, PROMETEO, vio la luz en anterior compilación. Se lo incluye en ésta, en procura de la más arriba mentada progresión. Los 21 cuentos restantes son todos total y absolutamente inéditos.

Puedo asegurar a mis benévolos y pacientes lectores que ni yo misma sabía que tuviese aún en cartera tantos. Ello denuncia una vez más la escasa o nula fe que en su alumbramiento tuve siempre. Y justifica más, a su vez, el agradecimiento que debo a la Universidad Católica al prohijar estas páginas, que si algo pueden probar, por lo menos gran parte de ellos (los inspirados en el entorno) es el interés, la pasión de conocimiento, que me inspiró siempre el hombre -y por supuesto y acaso más, la mujer del ámbito paraguayo. El deseo inagotado de penetrar en su mundo, igual y distinto a la vez, de los mundos de otros pueblos; como son iguales y distintos las auroras y atardeceres de cada tierra, aunque el sol es el mismo.

JOSEFINA PLÁ


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ÍNDICE – Liminar

CUENTOS SIMBÓLICOS Y FANTÁSTICOS

  • La muralla robada/ El ladrillo/ El calendario maravilloso/  Aborto/ El pequeño monstruo/  Prometeo/ El gigante

CUENTOS DE LA TIERRA

  • Mandiyú/  Jesús meninho/ Mascaritas/ Tortillas de harina/  Vacá retã/ El canasto de Serapio

ANÉCDOTAS

  • Papagallo/ Jamón cocido/  El grito de la sangre

FOLKLÓRICOS

  • El tatá vevé/ El caballo marino

VARIOS

  • El nombre de María/ El perro
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EL CALENDARIO MARAVILLOSO


A Juan Bautista Rivarola Matto, pionero

de la selva salvaggia de nuestras hojas caídas.


Este taco de calendario es algo maravilloso. Yo había tenido antes otros -cuento ya años bastantes como para haber recibido unos cuantos- y algunos fueron muy bonitos. Pero como éste, ninguno. No por el cartel o estampa colorida que sostiene el taco y que representa, incongruentemente, un grupo de gatos angora. Esos gatos que son los más femeninos de todos los gatos: mimosos burujones de seda que se salen siempre con la suya: imágenes de la coquetería analfabeta y vencedora. Tengo otros -los he coleccionado- tan bonitos como éste, con otros gatos, con perros pastor o pomeranias; con tigres, leones, peces, koalas, aves exóticas. Este de ahora, los supera pero aunque hermosa, la estampa no guarda relación en estilo con el taco. Es como si se hubiesen equivocado al distribuir los tacos.

Y éste es impresionante. Las hojas son de finísimo pergamino -o así lo parecen- de un palmo casi en cuadro, los números miniados sin economía de recursos y efectos gráficos: bordes haciendo juego. Dan la impresión de pequeños sendos ricos diplomas. Y no se desvanece, aun después de mirarlos mucho, esa impresión primera; todo lo contrario. Cada vez las veo más como diplomas. Diplomas un poco misteriosos -o crípticos, mejor- aunque no me he detenido en ningún momento para preguntar de qué ni de quién. Ya tendré tiempo de ocuparme de eso. Lo que me interesa -me ha interesado siempre en estos regalos anuales-es el anverso del taco. El anverso, donde todos los tacos de calendario que he conocido llevan un pequeño popurrí de chistes, anécdotas, breves poemas jocosos; y algunos hasta una fábula, anécdota o minicuento. Desde hace tiempo los calendarios que se respetan llevan al dorso de sus hojas estos granitos del maná de la alegría: es como una pequeña recompensa que te ofrecen por el trabajo de vivir esas veinticuatro horas. Dada la belleza y lujo de la presentación estoy segura de que los contenidos de este taco son mucho más selectos, variados y a menos que los de los otros que he tenido.

Digo "estoy seguro" porque con este taco he hecho lo que con otros hice deliberadamente desde el primero que me obsequiaron en mi octavo cumpleaños. He ido arrancando una a una las hojas al terminar el día o si no a la mañana del siguiente. Sin mirar el anverso, imponiendo así una rigurosa disciplina ascética a mi avidez lectora. Las he ido apilando una a una como hice con otras, en ese cofrecito de rica madera que tengo en la consola y que tampoco sé quién lo trajo pero que nada de extraño encuentro en que esté ahí. Y cuando haya arrancado la última hoja, la noche de San Silvestre, haré lo mismo que con los otros calendarios: inauguraré el Año Nuevo con la lectura deliciosamente retardada, demorada, como un cilicio aplicado a la curiosidad durante trescientos sesenta y cinco días, y que ahora tendrá su exquisita compensación.


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 .... Hoy es la San Silvestre de este año bisiesto. Trescientos sesenta y cinco hojas coruscantes se apilan en el cofrecito empujando un poco la tapa -no mucho-. Los caracteres exquisitamente góticos recortan sus colores de heráldico relumbre sobre oro. Parecen, no pintados espacios, sino gemas planas ajustadas como piezas de vitral. Una belleza.

 Esta noche colocaré como preciosatapa la lámina número trescientos sesenta y seis.

Y esta misma noche no, porque quiero disfrutar de la fiesta familiar; mañana temprano me daré a las páginas una a una, empezando por la más antigua...

Primero de enero por fin. Abro el cofrecito. Saco el taco de hojas sueltas, duras y tersas casi como naipes nuevos. Algo raro noto en la última; algo así como si en ella los números y nombres hubiesen cambiado un poco enredando sus rasgos, y en vez de números se perfilase una figura humana de caprichosas vestiduras miniadas. Un relámpago; y no paro además las mientes en ello, porque mi ansiade leer las páginas es demasiado grande. Quisiera sumergirme en el placer de lo ingenioso y ameno, profuso sin repetición, trescientas sesenta y seis veces. Vuelvo el taco del revés sobre la mesa, es decir pongo el mazo de láminas boca abajo, dejando por fin a la vista el sabroso revés.

Pero... Qué es esto?

Ese revés está en blanco!!

Alzo, aturdido, la siguiente hoja. Y también está en blanco... Como la tercera, la cuarta y la décima quinta, y las de febrero. Y las de abril y agosto.

El bellísimo mazo de calendario no trae absolutamente nada fuera de sus caras estupendamente miniadas con números y meses que pueden in ser los de cualquier año. Nada. Reservé mi alegría y mi esperanza durante trescientos sesenta y cinco días para nada. Mi corazón es un trozo de carne al sereno. Doy vuelta al mazo esparciendo las hojas sobre la mesa y noto que los bellos colores y dorados han perdido mucho de su mágico fulgor. Más aún: parecen seguir perdiéndolo a simple vista. Y algunos de los números y letras, confusos, insinúan figuras que no llego a descifrar, pero que se me antoja sugieren una amenaza.

Siento una angustia irracional.

... Pero aún hay más. El taco, barajado, disperso sobre la mesa, se muestra, no cabe duda, disminuido ahora: faltan hojas, desaparecieron fechas. Cómo pudo suceder? No lo sé: sólo yo manejo el cofrecito. Mi desconcierto y angustia crecen ahora. Busco en vano una fecha que hace un momento, estoy seguro, ví. No la encuentro... Y el taco disminuye. Cada vez hay menos hojas. Y los antes definidos números y letras son ahora un haz de rasgos rotos que dejan derramarse los colores contorneados con un oro ahora muerto, en manchas irreconocibles y desvaídas.

Ya no tengo entre las manos sino unas cuantas hojas despintadas en un papel amarillento y viejo a las cuales los restos de color más bien parecen ensuciar que otra cosa. Papel podrido.

Vuelvo la cabeza al cielo, desesperado. Cuando la bajo, ya no hay sobre la mesa ni una sola hoja del calendario.

Pero no: queda una. La que corresponde a la fecha de mi nacimiento. Sin colores. Sin oro. Una vulgar hoja de calendario en blanco y negro. Cierro los ojos desamparadamente mientras en la hoja última hasta ese último número se va desvaneciendo.

1980



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PAPAGALLO


A mi nieta Josefina, que sólo conoce el pollo Pechugón


Había sido un hermoso gallo blanco. Las patas amarillas. La cresta muy roja, y muy grande. Más todavía de notar porque la cresta, a pesar de su desmesurada altura, era derecha, se mantenía vertical en sus buenos ocho centímetros, finamente recortada, como festoneada en un derroche de crestones góticos. Era un hermoso gallo, cuya clarinada tenía el don de despertar y suscitar a la redonda las irritadas respuestas de otros gallos cercanos ocultos en el secreto de los patios. De cuando en cuando alguno de esos gallos, escapado de sus dominios por no sabemos qué misteriosas vías, aparecía de pronto en nuestro patio corriendo tras una gallina que pregonaba escandalosamente y escandalizada su afirmación de virtud y fidelidad al amo y marido. El gallo blanco avanzaba entonces hecho una exhalación, en alto como una bandera la roja cresta: atacaba con pico y espuelas al intruso, y pronto del episodio lo único que restaba era un tímido revuelo de plumas sueltas, posándose en el suelo con pereza, mientras el reivindicado esposo iniciaba la danza circular de la conquista en torno a la hipócrita gallina.

Un año, dos, cinco y más, el gallo blanco, el codiciado Leghorn, fue el monarca indiscutido del barrio. Un día, por fin, comenzó a declinar. Su bello plumaje níveo se tornaba día a día de un más lánguido amarillento; las patas, que parecieron de oro, habíanse vuelto costrosas y polvorientas: los espolones pasaban de pulido marfil a añoso cuerno; se combaban sin gracia. Y hasta su infaltable canto de las madrugadas parecía traer consigo el resabio asmático de los inviernos transcurridos. El arrogante gallo blanco perdía indiscutiblemente su realeza, y se convertía en un pobre gallo que trataba, a fuerza de severos gorgoteos a sus odaliscas, mantenerlas en la ilusión de su esplendorosa varonía y de su belleza masculina.

Seguía así como único señor de nuestra media docena de gallinas, entre las cuales había una tan vieja como él, de arrugada carilla de bruja y cresta enredada como cabellera de comadre. El no veía los alifafes de ella, y ella y las otras más jóvenes le hacían creer que seguía siendo el hermoso, el arrogante, el audaz, el incansable Papagallo.

Mamá había querido matar el gallo blanco más de una vez, echándole la culpa de que las gallinas, según decía, ponían cada vez menos.

Papá se había opuesto. Se resistía a dar prosaico fin cocineril a un ave que había sido tan hermosa y que tantas satisfacciones había proporcionado a la casa con su infatigable actuación de pater familias gallináceo. La existencia semi gratuita compartida con la vieja gallina -fueron el par que inaugurara el gallinero- era a modo de una honrosa jubilación para Papagallo.

Hasta que un día malhadado se hizo oír cerca un gallo joven, bataraz, poco lucido, pero audaz: livianito y de genio provocador, recién llegado por lo visto a un gallinero de la vecindad. Empezó a cantar una mañana, así no más, y ya no terminó. Papagallo echó bilis por el pico aquellos días, empeñado en contestar lo más alto que podía al provocativo canto madrugador y persistente del bataraz.

-Aquí estoy yo, y no hay otra cresta que la mía -parecía decir el bataraz.

-Se olvida, amigo, que yo estoy aquí todavía y que no me chupo el espolón -parecía contestar emberrechinado Papagallo.

Los desafíos se cruzaban cada cinco minutos por encima de cercas y de patios; claros como el día.

Hasta que una mañana, no sé cómo, el gallo bataraz escapó de su gallinero, saltó cercas y muros y cruzó la calzada, para apersonarse, retador en el propio reducto de Papagallo, resuelto a vencer o morir.

Papagallo acudió todo lo de prisa que le permitían sus mohosas bisagras a defender a sus odaliscas, la añosa como las jóvenes. La pelea fue desde el comienzo desigual. Papagallo con sus espolones combados, torpón, caía y se levantaba pesadamente: el otro, ágil y liviano, saltaba y acosaba al viejo caballero. Cuando acudimos al escándalo en el gallinero, Papagallo, pobre Quijote, estaba por tierra y el intruso lo picoteaba despiadadamente, fuera de todas las reglas del juego. Puse en fuga de un puntapié digno de tarjeta roja al intruso, haciendo gol con él por sobre el cerco, y acudí a Papagallo, que aún gorgoteaba algo lastimosamente, dirigido al mundo más que a sus gallinas; algo así como "déjenme no más, que yo solo me basto". Pero no se bastaba ya ni a sí mismo. No lograba ponerse en pie. Se caía de costado, lamentablemente abierto el pico, ronco el hálito en la alborotada garganta. Lo dejé en el suelo y fui a buscar un poco de agua. Cuando llenaba una latita en la cocina, mamá me llamó.

 -¿Qué querés, mamá?

-El botón de la camisa de tu papá se me ha caído debajo del armario. Vení a buscarlo.

-Mamá, Papagallo está que se ahoga, y...

-¡Primero el botón...!

Dejé la latita y fui a buscar el botón. De mala gana lo puse en manos de mamá. Se le cayó al suelo, hubo que buscarlo de nuevo. Salí por fin corriendo, tomé mi latita de agua, en busca de Papagallo. Pero cuando llegué a su lado, Papagallo se moría. Su pico, antes amarillo como el oro, se hincaba en el suelo; sus patas escamosas se engarfiaban, sus alas rozaban con seco ruido la tierra...

Lloré la muerte de mi hermoso gallo blanco. Lo enterré en el patio. Tres años después se excavó el sitio para plantar un mandarino. Acudí, celoso del descanso de Papagallo. Pero las palas no sacaron a luz ni siquiera una pluma.

El mandarino creció, dio fruta... Y, hombre crecido ya, cada vez que como una de esas mandarinas, me parece oír, no sé dónde, desde lejos, el canto triunfal mañanero de Papagallo.

1949



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