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FRANCISCO PÉREZ MARICEVICH (+)
  UN SUIZO EN LA GUERRA DEL PARAGUAY - Traducción y nota preliminar de ARTURO NAGY y FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH


UN SUIZO EN LA GUERRA DEL PARAGUAY - Traducción y nota preliminar de ARTURO NAGY y FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH

UN SUIZO EN LA GUERRA DEL PARAGUAY

TOBLER/ LOPACHER

Traducción y nota preliminar de

ARTURO NAGY y FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH

Editorial del Centenario S.R.L.

Asunción 1969





ÍNDICE

Nota preliminar - 9

Al servicio argentino - 15

La deserción - 49

La fuga al Brasil - 65



NOTA PRELIMINAR

Las páginas que siguen cobijan el relato que de su vida en América refirió, de viejo, Ulrich Lopacher a su compatriota Alfred Tobler. La traducción que presentamos del libro cubre sólo el episodio de la guerra del 70, pues la treintena de años que pasó interiormente en el Brasil, Lopacher — o Tobler — la silenciaron lamentablemente.

El hombre

Ulrich Lopacher nació en Trogen (Suiza) y murió, octogenario, en el Asilo de Ancianos de esta ciudad en 1930. De instrucción harto elemental, intemperante y relativamente poco dotado, jamás logró evadirse, en su trabajosa vida, de un fracaso reiterativo y profuso. Pronto tuvo que abandonar su país. A consecuencia de las vicisitudes del alcohol, castigó a un policía y, temeroso, huyó a enrolarse en el ejército pontificio. Su participación en la persecución de los “briganti” y alguna que otra lucha contra las tropas garibaldinas, le hicieron merecedor, de una medalla al valor y su ascenso a cabo. Poco después, Lopacher dió con sus ilusiones en Marsella. Allí cayó — no fue el único — en las redes pecaminosas de cierto agente del gobierno argentino que reclutaba ingenuos so capa de colonos. Firmado el contrato, Lopacher abordó el navío y se vino a “hacer la América”. Venía a labrar la tierra — Lopacher se sentía capaz de cualquier cosa — pero se encontró a su llegada al puerto de Buenos Aires con una realidad que le dejó estupefacto: no lo querían de ninguna manera como colono sino como soldado. Se enteró entonces de que el Río de la Plata ardía en guerra. Jamás había escuchado de tal cosa en Europa y, como no contaba entre sus virtudes capitales la de la resignación, acogió su fatalidad con un sentimiento de extrema amargura. El resentimiento inacabable contra lo argentino — contra lo americano, en general — en que desembocó esa amargura restalla a cada paso en su relato. Y es explicable: engañado y burlado en sus ilusiones, América le habrá parecido, desde que puso el pie en ella, una especie de caldera infernal. No sólo no le dieron tierra que labrar, sino que le trataron como a una bestia aún menos valiosa que un mulo. De cierto que la bellaquería incalificable con que engañaron al pobre Lopacher y compañeros bien merece el más enfático repudio. Los ochenta “colonos” sin que tuviesen ninguna vela en ese entierro fueron, pues, enrolados en la llamada “Legión Militar” del ejército argentino, las privaciones, las penalidades, las torturas, las enfermedades y la nostalgia — angustia y desesperación unidas fueron sucesivamente asesinando a esos infelices. Sólo salvaron Lopacher y algunos más.

El relato

El dolorido recuerdo de esas inhumanidades es lo que, ayudándose de Tobler, rescata Lopacher en este libro. Los sucesos que refiere están, explicablemente, deturpados en muchos puntos. Si bien mantiene lúcidamente la secuencia cronológica de sus aconteceres, no parece suceder lo mismo en el diseño de sus detalles. Junto con el relato de sus aventuras militares, Lopacher nos transmite el reflejo de las milicias, opiniones y juicios que llegaban al campamento. Lopacher las da ingenuamente por verdaderas, un hacerse, como es natural en un hombre de su condición, ninguna cuestión crítica acerca de ellas. En sus afirmaciones con respecto a López, por ejemplo, repite sencillamente la infamante propaganda enemiga contra él. Esa propaganda funcionaba como motivación poderosa en el común de las tropas aliadas, y era, como es notorio, un arma sicológica usada por la estrategia aliada en la moral de sus propios soldados para infundirles el ardor bélico (ardor que llegó, como es sabido, a inauditos extremos de crueldad). En este sentido revelador de lo que constituía la conciencia anti-López en los campamentos aliados, en donde reside el gran interés que tienen para nosotros estos relatos de Lopacher. Y aumenta más este interés por el hecho de que este suizo estaba por completo desposeído de todo tipo de vinculación ideológico mercenaria con la propaganda argentina en relación con la guerra. Además, esa propaganda anti-López — según nos la revela el testimonio ingenuo de Lopacher—, pone al desnudo el engaño diabólico con que fueron lanzados a la aniquilación de un pueblo los soldados de la Triple Invasión. Por otra parte — y esto es un dato de gran importancia —, el mismo hecho de la presencia de Lopacher en el ejército de Mitre a través del vil engaño que la causó, revela con indudable elocuencia la tremenda impopularidad de esa guerra en el pueblo argentino, que luchó abiertamente por no participar, como soldados, de ese crimen anatematizado por Alberdi, por José Hernández, por cuantos llevaban limpia el alma.

Razón de esta edición

Tales fueron las razones que impulsaron a la Editorial a verter al español este relato. Unidos a ellas se encuentran los valiosos datos que sobre la realidad paraguaya de la posguerra nos ofrece Lopacher, con inmediatez y viveza, en el último tramo de sus recuerdos. Creemos que tales testimonios no carecen de interés y que aún pudieran servir de datos, tan cuestionables como se quiera dada la rustiquez intelectual del autor, pero útiles, sin duda, para alguna investigación especializada sobre este doloroso período de nuestra historia.

No quisiéramos acabar esta nota sin advertir que, en muchos lugares, es, no sólo probable, sino visible la intervención interpoladora — ya explicativa, ya ampliadora — del escritor Alfred Tobler. La inteligencia del lector identificará sin dificultad, en el texto de Lopacher, estas intervenciones.

Las locuciones dialectales usadas por Lopacher en algunos pasajes han podido ser traducidas gracias a su inapreciable ayuda de la Señora Romaine Bonzon de Soutter y de los Señores Juan Stauffer y Béla v. Simonsich, a quienes vivamente agradecemos.



AL SERVICIO ARGENTINO (1868-1870)

El 5 de abril zarpamos para Buenos Aires a bordo del velero “Antre María”. Un viento desfavorable nos empujó hacia la costa española, de manera que gastamos seis días desde Marsella a Gibraltar. Esta poderosa fortaleza construida en la roca nos recordó a Gaeta. Luego de dos días de navegar el Atlántico, el capitán del velero, un italiano que fuera nuestro agente en Marsella, pidió nuestros documentos junto con el contrato como colonos, aduciendo que debía firmar algo en éste último. Sin embargo, sólo nos devolvió papeles con los cuales no sabíamos qué hacer: jamás volvimos a ver el contrato. Contestaba a nuestras protestas alzando los hombros y diciendo: “Esto no es asunto mío”. Esperábamos, sin embargo, que en Buenos Aires se nos hiciese justicia. A los 46 días de viaje, contados desde Gibraltar, entramos en la bahía del Río de la Plata, donde fuimos atacados por los fuertes temblores y los escalofríos del chucho—la malaria—. Sudábamos y nos helábamos al mismo tiempo y perdimos por completo el apetito. Los más débiles perecieron. A mí no me ha abandonado esta enfermedad hasta hoy día, aunque sus manifestaciones ya no son tan violentas.

Un viento contrario dificultaba el avance del navío. El piloto, que en dos días pudo habernos conducido sanos y salvos a Buenos Aires, exigió 6.000 francos del capitán. Este juzgó muy elevado el precio y se arriesgó a realizar él el viaje bajo su propia responsabilidad, ¡necesitando 16 días para concluirlo! En Buenos Aires fuimos llevados prestamente a bordo de un transporte militar denominado “Ponto”, y sin más quisieron obligarnos a vestir el uniforme militar argentino. Nos opusimos a esta exigencia aduciendo nuestra condición de colonos y declarando que nuestros contratos se hallaban en manos del capitán del “Antre María”. El oficial, que hablaba alemán, alzaba los hombros, riéndose. Exigimos entonces hablar con nuestros cónsules. Apareció el de Bélgica llevándose consigo a sus compatriotas; debe de haber muerto poco después. De los otros cónsules no vimos a ninguno. En respuesta a nuestras ulteriores reclamaciones, subieron a bordo dos compañías de soldados, de modo que si alguien abría la boca, se lo ponía inmediatamente bajo cubierta, en el llamado “zep” (cepo). Es decir: se le cogían ambos pies en las estacas, en los peores casos, la cabeza, o ambos, pies y cabeza, al mismo tiempo. Durante cuatro semanas nos agitamos y sufrimos hambre a bordo de este transporte, sin socorro médico alguno.

Debimos aceptar nuestra fatalidad: nos hicimos soldados argentinos. Más tarde supe por un compañero de división, el italiano Luna Delli (¿Lunadelli?) que en Marsella había caído también en las garras del misino agente, que su grupo había sido el último de esta índole. López, el presidente o dictador del Paraguay, protestó ante su amigo el Emperador Napoleón III, acerca de estos contingentes pues venían a fortalecer al ejército enemigo. En consecuencia, el honrado agente-capitán fue arrestado en Marsella y se lo castigó debidamente por su vituperable proceder.

De Buenos Aires se nos despachó, como 85 “reclutas argentinos”, a bordo de un transporte gubernamental, a nuestro “Kampament” o campamento temporario en el “Schaggo” (Chaco) paraguayo, entre la llamada fortaleza Humaitá y el llamado fuerte Timbó. Chaco, es decir, “gran territorio de caza”, se llama en Argentina, Bolivia y Paraguay al terreno inundado a lo largo de los ríos, y que, en su mayoría, consiste en pantanos, —las llamadas “lagoas”— más un desierto seco, arenoso y de escasa vegetación. Como soldados argentinos gozamos a bordo de una mantención adecuada: llegaron a darnos hasta quinina contra el paludismo. El Paraná arrastraba enormes troncos y trozos de tierra, de manera que en la proa del vapor dos hombres, con unos palos, tenían que alejar todos los obstáculos del barco. Como se viajaba sólo de día, gastamos dos semanas en la navegación.

Llenamos este tiempo con informarnos sobre las causas y motivos de la guerra, de la que desde aquel entonces debíamos participar, y supimos lo siguiente:

El presidente o dictador del Paraguay, Francisco Solano López, se habría inmiscuido injustificadamente en los asuntos internos del Estado Uruguayo. En el Uruguay, por entonces, luchaban los colorados (liberales) contra los blancos (conservadores). La Argentina y el Brasil intervinieron en favor de los colorados, los cuales, conducidos por el General Flores, obtuvieron la victoria, y éste se hizo gobernador del Uruguay muriendo después a manos de un asesino. "Orgyse” (Urquiza), íntimo amigo del mariscal-presidente López, invitó a éste a intervenir en el Uruguay y le permitió el libre paso a través de su provincia de

Entre Ríos. La Argentina no aceptó el libre paso de López a través de la provincia de Corrientes, por lo cual López declaró inmediatamente la guerra a la Argentina y al Brasil. Se opinaba que López debía sufrir de megalomanía habiendo osado, con un ejército de apenas 15.000 hombres, oponerse a 80.000; que tuviera la intención de hacerse rey o emperador de un gran imperio guaranítico, y que ya se estaría construyendo en su capital, Asunción, un palacio correspondiente a tal dignidad. Se nos contó que su padre, Carlos Antonio López, al morir en 1862, se le dejó el país en herencia, un país que, en cuanto a comercio, comunicaciones, justicia, instrucción, etc., estaba sin deudas, con un tesoro de muchos millones, y en condiciones florecientes. Condiciones favorables que su hijo, sin embargo, por inmiscuirse arbitrariamente en las luchas internas del Uruguay, que ya mencioné, ha comprometido irresponsablemente. Se dijo que López se volvió después un sangriento tirano, cuya pasión de matar ya no conoce límites y de cuyos sicarios nadie puede sentirse seguro. Refiriósenos que la guerra comenzó en el año 1865 y que habría podido terminar ya, si las empresas militares no hubiesen sido entorpecidas por las discordias entre el Brasil, que mandaba la mayoría de las fuerzas combatientes, y la Argentina; el Brasil ambicionaría para sí el mando supremo de las operaciones, con lo que la Argentina no estaría conforme. Finalmente, se había sustituido al comandante en jefe argentino. Mitre, por el brasileño “Kaschiess” o “Dugge de Kaschiess” (Caxias), con el cual la guerra se llevó un poco más adelante. Lo que se logró en los años 1865-67, fue la conquista del campamento paraguayo de Tuyuty, cerca de Passa da Patria, en la confluencia del Paraná con el Paraguay. Ahora se trataría de conquistar los campamentos de Homaita y Timbo para dominar el río hasta Asunción y nosotros debíamos operar en este lugar. Se nos dijo que todos anhelaban la terminación de esta terrible y larga guerra de los aliados o de la Triple Alianza — Brasil, Argentina y Uruguay — contra el dictador de la República del Paraguay.

Fortalezas o fuertes, según lo que por tales entendemos nosotros, no los había en el Paraguay. Los puestos fortificados eran, más o menos, campamentos atrincherados, que nosotros llamamos reductos.

Estos campamentos estaban defendidos esencialmente con parapetos de tierra, de unos diez metros de alto, y por cercos de mimbre entretejido. El parapeto emergía perpendicularmente de un foso de agua de cuatro metros de ancho y de tres metros de profundidad; foso que, en los terrenos pantanosos, sólo podía transponerse a nado. El acceso a estos fosos de agua debía conquistárselo abatiendo un cerco de postes puntiagudos, clavados estrechamente unidos en el suelo. Luego de abatido el cerco y cruzado a nado el foso, trepar el parapeto era sólo posible hundiendo los saldes, uno sobre otro, profundamente en la tierra y el mimbre del muro y luego pisando de sable en sable, tratar de llegar a lo alto. Es superfluo decir que estos ataques costaron mucha sangre. En cada campamento había un mirador, una torre de guardia. Estos miradores estaban construidos con y gas que llegaban a una altura de hasta 30 o 40 metros contando en medio con una escalera. De este modo los vigías podían ver las posiciones e intenciones del enemigo, ya que eran regiones mayormente llanas o con pocas lomas y selvas. Homaitá era un campamento extraordinariamente reforzado, pues dominaba el paso de barcos hacia Asunción. Por esta razón estaba defendida a todo lo largo de la costa del río Paraguay por una larga muralla como de unos diez metros de alto, detrás de la mal estaban en posición ocho o diez cañones; a la derecha y a la izquierda de la muralla, a cada lado, había unos 25. Detrás de estos bastiones se encontraban la iglesia, un hospital, la casa de López y algunos cuárteles: todo esto era la llamada fortaleza de Humada. Cruzaba el río una inmensa cadena, cuyos anillos tenían el grosor de un brazo y que dificultaba, o, de acuerdo al nivel de agua, imposibilitaba el paso de los barcos.

Nuestro vapor paró a la altura del Campamento de Tuyuty, donde se hallaba la fuerza principal brasileña. Sin embargo, no pudimos verlo, porque las tropas de nuestra división fueron destinadas al Chaco y transladáronselas sin dilación, a bordo de un barco de guerra. Luego de un viaje de tres horas por el Paraguay, fondeamos a unas cuatro horas aguas abajo de Homaitá, y desembarcamos en un lugar salvaje y pantanoso, con árboles y malezas tan altas como un hombre. Como no se podía desembarcar normalmente, nos ayudamos de la siguiente manera: por un tablón, asegurado al barco y con un peso en la otra extremidad, nos deslizamos, con todo nuestro bagaje, al río; frecuentemente alguien caía al agua, de modo que quienes hasta entonces nunca habían tragado agua bañándose o aprendiendo a nadar, ahora lo experimentaban. En tanto, los compañeros de baja estatura debían defenderse vivamente de hundirse; nosotros, los altos, entrábamos en el agua hasta el pecho; pero nadie se ahogó. Con el fusil en alto alcanzamos la orilla; estábamos en el famoso y malhadado Chaco. Luego de algunos minutos llegamos a un camino construido con troncos de madera, pero que servía sólo para transportar municiones y víveres; terminaba en unos pantanos que debían transponerse en canoas para alcanzar el campamento. De a seis hombres por canoa, se nos condujo a él. Remaban dos soldados y durante dos horas empujaron y palanquearon al bote, por aguas profundas y bajísimas, a través de fango, islotes, yuyos altísimos y arbustos. Varias veces no hubiésemos podido avanzar, de no haber dado también nosotros una mano para empujar y desencallar las canoas. A orillas del estero nos esperaban los compañeros del campamento, dándonos señales corrían curiosos a recibirnos y nos saludaron; parecían espíritus; enflaquecidos por el hambre, achicados; se lamentaban despotricando de la vida de perros o de esclavos que llevaban, de la arbitrariedad reinante tanto abajo como arriba y del absoluto desconocimiento de los derechos humanos. Cuando supieron que se nos habían destinado a la “Leschion Militar” (Legión Militar), nos envidiaron y dijeron: “Podéis alegraros, porque os irá mejor que a nosotros”. Llegamos a nuestro campamento el 8 de julio de 1868. Desde Marsella hasta aquí habíamos pasado 91 días sobre el agua.

La fuerza principal de los aliados, 60.000—65.000 soldados brasileños, estaban acampados en Tuiti (Tuyuty). Originariamente, los argentinos pusieron ,28.000 hombres: 1) Doce batallones nacionales, de mil hombres cada uno, exclusivamente sudamericanos, cuyos batallones llevaban el nombre de la provincia de los soldados, por ejemplo, Batallón Santa Fé, Batallón San Nicolás, etc. 2) Cuatro divisiones de línea, cada una de cuatro mil hombres. Estos dieciséis batallones o líneas se formaban con elementos de cualquier país; los argentinos los llamaban irónicamente  “gringos”, extranjeros, con un sentido peyorativo.

Nuestro batallón, la “Leschion Militar”, pertenecía a la primera división de estos batallones de línea. En el comienzo, tuvimos una posición algo ventajosa, y nos envidiaron, como dije, como a un “batallón afortunado”. Fuimos mantenidos y abastecidos, no por el estado, sino por una sociedad o asociación de Buenos Aires; teníamos abastecimiento, cocina y cocineros aparte, podíamos movernos más libremente fuera del campamento, mientras los otros nunca debían abandonarlo y de esta manera, por unos trabajos, podíamos ganar algo extra, y sufríamos un poco menos los terribles castigos. 3) Un regimiento de caballería de Buenos Aires, otro de la provincia Laguna y un regimiento de correntinos, de la provincia de Corrientes, equipados al modo de los indios: bajo sombreros flojos, de fieltro y paja, sus largas cabelleras caían sobre los hombros como crines; en vez de pantalones llevaban, la mayoría, la “Schilipa” india, es decir, un poncho, o “puntsch”, como llamamos nosotros a este manto sudamericano, que ellos, alzándoselos por sobre las caderas, sujetaban con un ancho cinturón y cargaban en el hueco municiones y armas; de esta manera sus movimientos eran más desembarazados y podían, en los días calurosos, cabalgar con menos molestia. ¡Qué aspecto magnífico tenían estos semi-salvajes y temidos correntinos, con sus cabelleras al viento, cuando, en número de 500, iban a riendas sueltas! 4) La artillería argentina contaba con ocho cañones. A los pocos orientales o uruguayos se los utilizaba como centinelas en puestos conquistados. A consecuencia de la guerra, del hambre, de las enfermedades, de los malos tratos, de la deserción, la situación de la tropa, cuando yo llegué al campamento, era más o menos la siguiente: los batallones 4., 7., 8., 11. y 12. estaban completamente aniquilados; los otros once batallones tenían aún de 200 a 250 hombres, cada uno. El batallón San Nicolás tenía apenas 50 soldados, nuestra Legión Militar, unos 300. Inmediatamente antes de mi llegada, existía una Legión Militar, que, por el nombre del comandante, se llamaba “Legión Bipp”. Esta también, había desaparecido. Mientras se inspeccionaba el terreno para encontrar una línea telegráfica subterránea, entre Homaitá y Timbó, soldados de la guarnición de esta última atacaron a la legión que contaba con unos 300 hombres y, con excepción de seis soldados y del comandante, los exterminaron. Así me lo contó uno de los seis que quedaron con vida.

Nuestro campamento en el Chaco lo formaban la primera división de línea, y la quinta y sexta línea de la segunda división, siendo unos 1.500 hombres en total; teníamos cuatro cañones para las trincheras que daban a la orilla del río Paraguay. El batallón nacional San Nicolás tenía la función de batallón de reserva en lugar de uno de los cinco batallones faltantes. Los once batallones nacionales, las demás divisiones de línea, los tres regimientos de caballería y los otros cuatro cañones argentinos se encontraban en Tuyuty, con el grueso de las fuerzas del Brasil.

Al inicio de la guerra el comandante en jefe de los aliados era el general uruguayo Flores. Después que las fuerzas paraguayas fueron arrojadas de la Argentina, Flores exigió 60.000 hombres a los brasileños para terminar la guerra. Como no los recibiera, no retiró del comando. Su sucesor como mariscal de campo, cuando yo entré en servicio, “Kaschiess” o también “Dugge de Kaschiess”, como nosotros los soldados lo llamábamos, era brasileño. Le sucedió otro, que era más gallardo, “Condideus” o “Conde de Deos”, un Orléans, casado con una princesa del Brasil. Generales argentinos, durante mi servicio, eran “Mitre”, hermano del anterior presidente de la Argentina; “Rivas”, “Geliobez” (Gelly y Obes) y “Ovedío” (Julio Vedia) el primer presidente del gobierno provisorio de Asunción. El comandante de mi batallón era Morales; después de su muerte, tuvimos a otro, cuyo nombre olvidé y a quien llamábamos, con desprecio, “el rojo”. Mi capitán era el argentino "Biggo”, que después de la muerte de Moralis se hizo mayor. Era muy querido; antes de la guerra vivía en Buenos Aires limpiando las calles y después, con la guerra, hizo una carrera rápida. Era uno de los pocos que desdeñaba el maltrato. Teníamos una banda en el batallón, de 24 músicos. El jefe era un belga, de nombre Frankar; en sus tiempos obtuvo su diploma en París como excelente trompeta y escribiente de notas musicales, pero como bebía como una cuba se echó a perder totalmente. ¡Lástima! Lo soportábamos con ganas cuando, en medio de nuestra miseria militar, hacía tocar sus hermosas melodías. Durante mi servicio de 26 meses nuestro sacerdote, el “pastor militar” tuvo que decir misa sólo tres o cuatro veces, y nosotros, protestantes, debíamos estar presentes también. Llevábamos chaqueta verde oscuro, pantalones blancos, amplios, de tela resistente, con polainas durante los meses más calurosos desde setiembre hasta abril, y de tela azul, más espesa y más estrecha para la temporada más fresca de las lluvias, desde abril a setiembre; y un quepí rojo con las letras L.M. En los tiempos del presidente Mitre recibimos, mejor dicho, se nos prometió un sueldo mensual de cinco patacones, equivalentes a cincuenta reales, es decir, unos veinte francos, más o menos. El sucesor de Mitre, Sarmiento, aumentó el sueldo en dos francos por mes. Las órdenes se daban en español. A mí no me gustaban, en absoluto; ¡el francés era muy otra cosa! Ordenes en español eran, por ejemplo: “¡Firme!”, “¡Fusil al hombro!”, “¡Présente Fusil!”, “¡Flanka dereétschi!”, “¡Flanka issgyoda!”, “¡Cárica arma!”, “¡Pongo la bajonet!”, “¡Avanti marsch!”, etc.

Para nosotros, los gringos en servicio militar argentino, no había ni derechos ni justicia. Fuimos entregados al capricho y a las malas ganas de nuestros superiores, empezando desde los suboficiales; ellos tenían siempre la autoridad, o por lo menos la usurpaban, para castigarnos, por hechos irrisorios, arbitrariamente, con puños, sables, bastones, o lo que tuviesen a mano. Podían, a su antojo, desenvainar su afilado sable; para las heridas, las mutilaciones y hasta las muertes, sólo encontraban, alzando el hombro, las palabras: “Un gringo menos”. (Un extranjero, es decir, un vagabundo, un pordiosero menos). Es característico el siguiente hecho: el capitán de nuestra cuarta compañía, Paunero, de Buenos Aires, se vanagloriaba de esta costumbre: Cuantas veces ordenaba “vista a la derecha”, marchaba a lo largo de la formación blandiendo el agudo sable cerca de los pechos de los soldados que, como podían, miraban a la derecha, para examinar la línea de la manera más exacta posible. De este brutal modo traspasó el pecho extraordinariamente abultado de un compañero, que cayó muerto. Nosotros teníamos que asistir indiferentes, a esta escena escandalosa. Sin embargo, Paunero fue trasladado poco después.

De lo que significaba estar presos, podrá dar idea el siguiente caso: cuando, después de la caída de Homaitá nos ejercitábamos allí mismo, dos compañeros pretextaron sentir malestares, abandonaron el campo de ejercicios y desaparecieron en la selva. Como una deserción perfecta en esos salvajes lugares pertenecía casi al reino de lo imposible, después de corto tiempo estos dos desgraciados fueron arrestados y se los pusieron en las cuatro estacas de la muerte. Uno de ellos era Bertsch, de Aargau. Sin embargo, también nosotros debíamos ser castigados por esa deserción, como si hubiésemos sido tan estúpidos para aconsejar a nuestros compañeros a realizar este paso imposible, o como si los hubiésemos ayudado. Se nos arrestó, es decir, se nos encerró en las barracas, en terreno inundado, con agua hasta las rodillas, donde tuvimos que luchar durante la noche con el frío, el cansancio, el hambre, la sed y el sueño; como nadie se preocupaba de nuestra suerte, nos habríamos podido caer y ahogarnos. Y, no obstante, había bastante sitio seco junto a esta prisión inundada. En todo, desde la A hasta la Z había en este servicio militar una disciplina para criminales; pues ellos gozaban con las penas que sufrían los soldados. Esta brutalidad inaudita se manifestaba claramente en los castigos diarios, que eran de refinada crueldad. Nombraré primeramente a la tortura llamada “Sépte-Campani”, a la que nosotros llamábamos “tender en el caballete”. Esto quiere decir que los cabos ataban fuertemente con tientos de la mochila las muñecas del condenado; una vez hecho esto, doblaban, hasta donde se pudiese, las rodillas hacia el pecho, de modo que entrasen a la fuerza en el hueco que formaban los brazos atados; presionaban luego éstos hacia abajo hasta que pasasen por debajo de las piernas y una vez allí, atravesaban un fusil en la cavidad formada por los brazos y la parte posterior de las rodillas, produciendo todo esto una presión tan dolorosa y fuerte que la piel se rompía. Como la sangre circulaba insuficientemente a causa de la presión y el aliento, por el terrible esfuerzo, se volvía jadeante, las manos se hinchaban adquiriendo coloraciones violáceas y el corazón golpeteaba con violencia y como enloquecido. Este castigo, como todos los demás, se alargaba a capricho, a una, dos o más horas; cuanto más grandes eran los sufrimientos, tanto más contentos estaban los torturadores. A causa de haberse impugnado con indignación unas acusaciones, tuve que someterme seis veces a este castigo, una hora por vez.

Otro de los castigos consistía en suspender al delincuente de una mano, colgándolo de una viga del techo. Puesto el condenado sobre tres o cuatro mochilas y una vez que su brazo estuviese bien sujeto a la viga, los cabos o sargentos retiraban las mochilas y el torturado oscilaba una, dos o más horas en el aire; si moría, pues bien, ¡había un gringo menos! Este castigo se empleaba más bien con los desertores.

El castigo más terrible, sin embargo, era el “Ponga la quatra stacca”, esto es el estar tendido entre cuatro estacas. El condenado, cabeza para abajo, era acostado en medio de cuatro estacas distantes entre sí, a las cuales se aseguraban los brazos y los pies de la víctima. En el tormento, que era breve, el torturado gritaba terriblemente, aunque sus gritos duraban poco; luego gemía y se lo desataba; pero, a poco, lanzaba un grito que hacía estremecer a uno hasta la médula, y el desgraciado caía muerto al suelo. Todos los días escuchábamos gritar a estos desventurados, y por fin tuvimos que cerrarnos los oídos para no escuchar estos lamentos. Mi compañero Ackermann, uno de Friburgo, murió entre las cuatro estacas, como consecuencia de un puñetazo que propinó a un villano del teniente. Durante la noche y cuando la oportunidad era propicia, salíamos a castigar a estos oficiales, en debida forma.

Nuestro campamento se hallaba en una región desolada, cubierta de alto y cortante pasto Santa Fé, y llena de rastrojos, sobre los cuales se nos hacía correr descalzos y arbitrariamente, en una persecución que se llamaba “ejercicio”. El campamento estaba circundado por selvas, pantanos o lagunas y por el río Paraguay que podría tener en ese sitio unos 150 metros de anchura. Estábamos expuestos al fuego cruzado de Homaitá, situada al norte de nuestra posición, lo que podía resultarnos fatal. A causa del obstáculo que significaban los altos árboles no podían disparar directamente sobre nosotros, pero cuando las enormes balas chocaban contra algún árbol gigantesco, las grandes ramas rotas actuaban aniquiladoramente. Así aconteció con tres soldados heridos, yacentes en una cabaña de bambúes que hacía de hospital, que fueron aplastados, juntamente con la cabaña, por una rama tronchada que se precipitó sobre ellos. El fuego cruzado no duró mucho. Estas guarniciones carecían de todo y estaban muriéndose de hambre, especialmente Humaitá que, estando sitiada por los brasileños desde hacía diez meses, era defendida valerosamente por mi dotación. A este propósito se contaba el chiste de que el Mariscal de campo Caxias habría prometido a Martínez, comandante de la fortaleza de Humaitá, elevarlo a presidente de la República del Paraguay, si le rendía, y que Martínez habría respondido: “Y yo haré de Ud. el Emperador del Brasil, si Ud. me confiere el mando que tiene”. Inmediatamente después de mi incorporación a la Legión Militar enviáronse al campamento, como refuerzos, a unos 5.000 brasileños. Como ya mencioné, río abajo de Humaitá estaba tendida a través del río la enorme cadena de hierro. Barcos de guerra del Brasil la destruyeron y seis de ellos, a pesar del cañoneo, pasaron Humaitá y fondearon más arriba de Timbó. Con lo cual se realizó el pasaje fluvial y Timbó, junto con Humaitá, quedó aislada de Asunción. Cerca de nuestro campamento los paraguayos atacaron, de noche, un barco de guerra brasileño. Entre los barcos de guerra estaban los llamados monitores, a bordo de los cuales la tripulación podía refugiarse en lugar seguro, de manera que el barco daba la impresión de estar abandonado. Con esta ilusoria convicción los paraguayos quisieron apoderarse del barco. Vinieron remando en numerosas canoas y saltaron a bordo del monitor, pero se les echó encima agua hirviendo desde bocas de agua invisibles. Muchos saltaron al agua y se ahogaron, unos pocos pudieron salvarse a nado, y muriendo muchos a causa de las quemaduras sufridas. En canoas se hacían reconocimientos de las lagunas y del río, mientras noche y día vigilábamos los pantanos y esteros. En una oportunidad descubrimos una estratagema de la guarnición de Timbó. Pescamos algunas botellas en las que se mandaban a Humaitá planos de una acción común contra nosotros, lo que posibilitó que una salida de la guarnición de Timbó, bajo el mando de Caballero, fuera rechazada por los brasileños, mientras, al mismo tiempo, nosotros esperábamos preparados un ataque similar de los de Humaitá. Como Humaitá y Timbó carecían de todo, sus guarniciones podrían escoger entre la muerte por hambre, el rompimiento de nuestro frente o la capitulación. De esta manera, la guarnición de Humaitá, en la noche del 23 de julio, cruzó el río en canoas sobrecargadas con armas sin munición. Nuestras patrullas la descubrieron navegando por las lagunas, a bordo de sus 50 o 60 canoas, hacia Timbó. Estaban tan debilitados por el hambre y las enfermedades, que después de breve resistencia, se retiraron. Nuestro capellán pasó delante de nosotros con el crucifijo en alto, presentóse a la guarnición enemiga y la convenció de las horrorosas consecuencias de una resistencia inútil. Ellos contestaron que se rendirían a los argentinos, pero jamás a los brasileños. El capellán condujo a esta tropa deán imada de unos 1.500 hombres ante el General Mitre. Nosotros les formábamos el túnel por donde pasaron. Marchaba a la cabeza el comandante Martínez, quien lio debió haber comido en los últimos dos o tres días, dado que tenía que apoyarse: más parecía un esqueleto que un ser humano. La tropa fue repartida entre Tuyuty y algún lugar más al sur; unos 300 enfermos y debilitados por el hambre murieron durante el transporte, para decirlo así, en nuestros brazos. Ya que el comandante Martínez esperaba reunirse con Caballero en Timbó, la guarnición, muerta ya a medias por el hambre, debía sobrecargarse con las armas, cuyo número y clase nos maravilló. Se trataba de un conjunto de armas de todos los países y tiempos: junto a anticuados mosquetes de chispa yacían fusiles de aguja y hasta carabinas suizas. Casi todos los de la guarnición de Humaitá, además de otras armas, tenían un “faggon”, un sable curvo con el cual los paraguayos cortaban cabezas con verdadero virtuosismo. Sólo con la violencia pudimos despojarles de ellos. Por tres días enteros acarreamos estas armas a la orilla del río, desde donde los brasileños se las llevaron.

Durante la rendición de los de Humaitá aconteció algo notable: uno de los que se rendían, abandonó, de pronto, a sus compañeros, se precipitó, como loco, sobre uno de los nuestros y lo abrazó, lo besó y no quiso desprenderse de él: era un sargento de la artillería de la fortaleza. Resultó, sin embargo, que este sargento era una sargenta en uniforme de artillero y que había participado del sitio en la fortaleza de Humaitá. Nuestro compañero, un paraguayo, resultó ser su marido y luchaba, como prisionero, contra el odiado tirano López, como él lo llamaba. En realidad, debió de haber habido todo un batallón de prisioneros y desertores paraguayos que, al mando de los brasileños, combatían contra López. Esta valerosa sargenta pudo vivir con su esposo, haciendo de lavandera del batallón, y siendo la única mujer en el campamento. Se sabía que López había advertido al mariscal Caxias que “si no tuviese más hombres para la guerra, tomaré mujeres”. Se hablaba acerca de compañías femeninas, que López utilizaba para la excavación de trincheras, fabricación de pólvora, abastecimiento de comida y leña para el ejército y aún para combatir. Después de la caída de Humaitá Caballero intentó nuevamente romper el cerco de Timbó; pero los brasileños en esta ocasión mataron en las lagunas a unos 1.500 — 2.000 paraguayos, aproximadamente. Un paraguayo nunca se rendía; no daba y no pedía perdón (lo mismo hacíamos nosotros). Esa acción fue un infernal baño de sangre realizado muy cerca de nosotros. Caballero pudo, sin embargo, alcanzar a su amigo López: su capacidad para escaparse de situaciones difíciles me hacía recordar siempre a Garibaldi. Luego de estos acontecimientos fuimos, a mediados de agosto, destacados a Humaitá, donde no encontramos sino balas de cañón sin pólvora. Destruyéronse todas las fortificaciones y baterías situadas sobre el río, que los mismos paraguayos no destruyeron echándolas al agua. La iglesia, el hospital, la casa del mariscal-presidente y todo lo que debió ser edificios y cuarteles, estaba en ruinas. Luego transcurrimos los días subsiguientes con ejercitaciones de batallón y de división. El servicio de reconocimiento en los pantanos era menos agradable y aceptable que aquéllos.

Después de la caída de Humaitá y Timbó López vio o quiso exageradamente ver traición por todas partes. Para lograr sus objetivos orgullosos, ningún medio le era lo suficientemente odioso para no usarlo. Todo aquello que contradijera a sus proyectos, era alejado con violencia y del modo más brutal. Ejecuciones individuales o de grupos, estuvieron a la orden del día durante meses y frecuentemente el dictador las presenciaba. No se contentaba con ejecuciones normales, sino que las hacía preceder de las más dolorosas torturas. Sus brutales ejecuciones eran de diversa índole. Menciono la de la muerte a latigazos; la de dejar a uno medio muerto a golpes y fusilarlo por fin; y el ya mencionado cepo, que deformaba los brazos y las piernas. López aumentaba las penas de la tortura de manera refinada. Hizo morir de hambre a muchos sospechosos y hasta llegó a hablarse de torturas por fuego, ordenando asar vivas a sus víctimas. En la selección de éstas López no respetaba nación, posición social, cargo, sexo o edad. Junto a paraguayos, argentinos y brasileños, hizo torturar y ejecutar sin consecuencia ninguna, a ingleses, franceses, alemanes, españoles, italianos, norteamericanos, etc.; lo mismo a soldados rasos que a venérales, a empleados y a ministros, a sacerdotes y a obispos; incluso trató de despachar al propio ministro norteamericano, pero acabó contentándose con empleados consulares. Sacrificaba a su avidez de sangre, hombres, mujeres y niños de todas las edades, Vengó la entrega de la fortaleza de Humaitá en la persona de la inocente esposa del comandante Martínez. Cuentan algunos que López la hizo encarcelar en Santa Rosa, donde ella residía, ordenando se la atase a un tablón y, junto con las hijas, exponerlas en la plaza de la iglesia a los quemantes rayos del sol; mientras otros dicen que repetidas veces la hizo poner en el cepo y le hizo dar latigazos, mandándola fusilar por último. López mandó torturar y ejecutar a dos hermanos suyos. A uno de ellos debe de haberlo hecho titilar con miel de abeja, coserlo a un cuero de vaca y echárselo entre las hormigas. Otros referían que López, antes de fusilarlo, ordenó se lo hiriera y castigara. López hizo torturar a sus cuñados, que eran generales, y obligó a sus hermanas a presenciar las torturas y el fusilamiento de sus esposos. Fueron luego castigadas por sus expresiones de indignación al ver a sus esposos sufrientes, ya que su hermano les hizo dar latigazos de la manera más desvergonzada, encerrándolas en una jaula hecha de cueros de vaca. López ordenó el engollamiento de su anciana madre y la encarceló por meses, en Trinidad; ella ni por un momento estuvo segura de su vida, ya que se dice que su hijo la amenazó de muerte. Esta amenaza se habría realizado por cierto, si los brasileños no lo hubiesen muerto antes. En Trinidad hizo matar a algunos centenares de extranjeros. Se hablaba de 300; en los cuatro meses siguientes a la rendición de Humaitá y Timbó mandó ejecutar a centenares de inocentes, en sus campamentos de San Fernando, Trinidad y Villeta. Se hablaba a este propósito de 500, 600, 700 y más. Cada día se daban fusilamientos en masa. López tenía verdugos especializados en la manera paraguaya de ejecución, la denominada “corta la bescossa”, el degüello, en que, como dije, los paraguayos eran unos virtuosos. Se servían para ello del mencionado “faggon”, que era un largo cuchillo en forma de sable. López, durante su fuga, hizo enterrar sus tesoros, en lugares secretos, por soldados que eran fusilados una vez cumplida la orden, para estar seguro de su secreto.

Para dar idea de cómo López actuaba brutalmente, bastará referir lo siguiente: antes de retirarse de un lugar o después de haber reclutado a los hombres aptos, ordenaba a todos los otros habitantes del pueblo, hombres, mujeres y niños, a abandonar sus casas dentro de las 24 horas y refugiarse en las selvas, para no resultar útiles al enemigo de ninguna manera. Pasado este breve término, sus verdugos repasaban cada pueblo, casa por casa y a los que quedaban retrasados se los degollaba. Durante un reconocimiento, tropas brasileñas descubrieron a un grupo de gente en miserable estado, formado por unas 50 o 60 familias de hombres viejos, mujeres y niños. Los brasileños, que querían llevar a su campamento a esta gente hambrienta para salvarlos, fueron obstaculizados por el ataque de gran número de soldados paraguayos. Cuando volvieron, con refuerzos, de su campamento con el propósito de recoger a estos infelices, sólo encontraron unos centenares de muertos con las gargantas cortadas. —Paraguay es, aproximadamente, cinco o seis veces más grande que Suiza, y antes de esta guerra de cinco años sus habitantes sumaban un millón y tres cuartos, en cifra redonda; después de la guerra había sólo unos 220.000, de los cuales 28.000 hombres.

El 7 de setiembre los brasileños conmemoraron en Humaitá su fiesta nacional, la de la declaración de la independencia del Brasil. Sonó música, y al salir el sol, los barcos de guerra dispararon sus cañones, respondiéndoles los batallones con fuego de fusiles. A mediodía los generales hicieron discursos solemnes y la música resonaba sin interrupción.

La 5º y la 6º líneas de la segunda división fueron destacadas a Tuyuty. Los brasileños y nosotros, la división de reserva de 1.000 a 1.200 hombres, zarpamos a fines de setiembre, a bordo de dos vapores, dirigiéndonos hacia el norte, al campamento temporario llamado “Palmas”, y en cuya vecindad, en las Lomas Valentinas, López se había atrincherado. Seguíamos el grueso de las fuerzas brasileñas, por el interior del país. En Oliva, los buques demoraron catorce días, y nos detuvimos más tarde en Villa Franca, permitiendo así que nos quedásemos siempre a la misma altura con los brasileños. En octubre llegamos a Palmas, donde todo el ejército aliado, unos 80.000 hombres, se reuniría por unos tres meses. El campamento de Palmas tenía una circunferencia de unas tres horas de marcha. Se vio la manera de resolver la falta de caballos y de mulas, más fuertes y resistentes y como tales, más requeridas, tanto como la cuestión de víveres, municiones y uniformes. La organización de los transportes dejaba mucho que desear, y a veces no había ninguna. Hasta donde estos marchaban, se podían utilizar vapores y trenes, pero a medida que se internaba uno en el interior del país, tanto más desolador se presentaba el problema. Las condiciones del terreno en estas horrorosas regiones pantanosas eran frecuentemente tan malas, que los transportes de víveres quedaban paralizados y se echaban a perder, o llegaban sólo en parte o con las mercaderías inutilizadas. En tal caso cada uno debía habérselas, cómo y dónde pudiese. El gobierno pagaba las mercaderías, abastecidas según acuerdo, sin que existiesen mayores inspecciones de los bienes o de los términos de entrega. De una organización del transporte, a decir verdad, no podía hablarse, reinaba la arbitrariedad. Por eso nosotros, los soldados, conocíamos a esta guerra sólo bajo el nombre de “guerra de víveres”. Cuántas veces llegamos, por esta causa, a acordarnos de las palabras del valeroso general uruguayo Flores, quien, al estallar la guerra, dijo: “¡Dadme 60.000 hombres y terminaré la guerra en seis meses!” — Los animales sufrían malos tratos indescriptibles. La tortura de animales era normal, y tan cruel que avergonzaba. El nombre, el término “tortura de los animales” es ahí desconocido, pero conviene decir que esta gente no trataba tampoco de otra manera a sus enemigos o adversarios. Sobre eso yo podría contar cosas vistas por mí, que harían erizar los cabellos a cualquiera.

La infantería estaba acampada a lo largo de la orilla del río; la artillería y la caballería, a causa del forraje, más en el interior. Cuando llegamos, Palmas era un desierto; con nuestro campamento nació en pocas semanas un pueblo considerable, donde los oficiales hacían comercio como mercaderes; nosotros, los soldados, les ayudábamos ganando buen dinero. Entre otras cosas tuve que excavar dos pozos y recibí, por dos meses de trabajo, unas 34 libras esterlinas = 850 francos. El agua del río Paraguay era imbebible por lo fangosa; pero tierra adentro se encontraba agua buena a poca profundidad, la cual, por el uso en gran escala de las naranjadas, era muy requerida y bien pagada. En nuestro campamento no tardó en establecerse el habitual barrio de boliches, es decir, un conjunto de bodegones transportables, donde uno podía comer y beber bien, si tenía dinero, y bastante; porque todo era vergonzosamente caro. Por ejemplo, un panecito pequeño y duro, que se podía despachar en un santiamén, costaba un patacón = tres francos; una botellita bien pequeña de ginebra, un destilado holandés, que era una porquería dulce y asquerosa, costaba lo mismo un patacón. Los boliches, en la mayoría de los casos, eran manejados por italianos, entre los cuales había hasta organilleros con su instrumento. El soldado podía hacerse dar del capitán de su compañía un vale para retirar mercadería. Cuando el cuartel- maestre pagaba los sueldos, el capitán, que estaba a su lado, retiraba inmediatamente la deuda del soldado. En este comercio no debían perder ni los capitanes ni los comerciantes y abastecedores. Cuando las tropas se movían, se levantaban también los boliches, con sus cuatro postes de hierro circundados por barras y su techo de carpa para ir a clavárselos de nuevo ahí donde las tropas quedasen.

Después de una violenta lluvia, tuvimos que componer para los señores oficiales y suboficiales, el camino que iba del campamento al barrio de boliches, excavando fosos a la derecha y a la izquierda. Terminado el trabajo quise irme, por la noche, hasta la hora de la retreta, al boliche muy frecuentado de Zündt, de Sankt Gallen, a ver si encontraba algún trabajo auxiliar y comer y beber algo bueno. En la oscuridad viene a mi encuentro un oficial, del lado de los boliches, y sin más desenvaina su sable, diciendo "Gringo, un gran butta’”; yo lo agarro, caigo con él en el foso lleno de barro y, pisoteándolo, lo sumerjo en el lodo. Por esta vez, pues, estaba terminado con el bolicheo. Corrí al campamento y no pasó media hora, cuando la trompeta tocó a la revista. Se procedió a contar a los hombres, uno por uno, ¡y no faltó nadie! Si me hubiesen cogido, seguro me pondrían en las estacas de la muerte. Pensé en el caso a la mañana siguiente, viendo a un soldado limpiar el uniforme sucio del oficial. Sin embargo, una vez me fue mal, pues llegué tarde al campamento del boliche de Zündt: Me tendieron en el caballete con la panza llena, por una hora que me pareció una eternidad.

Ya desde tiempo atrás la idea de la deserción me estaba girando en la cabeza. El timonel de un velero de transporte, un sujeto de Hannover, debía, según acuerdo, llevarme a Montevideo. Se fijó el día y la hora. Pero un gran dolor en el costado me llevó por catorce días al hospital, en vez de a Montevideo. Por esta vez, la deserción fue aplazada.

Mientras tanto, el ejército abandonó Palmas y marchó hacia Angosturo, Viletta y las Lomas Valentinas; en la cima de una de estas tres lomas, Ata Ivaté, se había atrincherado López. Antes que nada, se debía cortar el camino entre Angosturo y Asunción. Las fuerzas principales se movían hacia Angosturo, a la orilla izquierda del río Paraguay, pero unos 3.000 hombres, de caballería y artillería, que estaban al otro lado del río tenían que cruzarlo a través de obstáculos casi invencibles que provocaban grandes pérdidas, pasando los pantanos del Chaco. Muchos hombres y animales quedaron en el camino y perecieron. Los que quedaron con vida, cruzaron el río al norte de Angostura, se reunieron con las otras tropas y Angostura quedó cortada. Se conquista a Ivaté; López pudo escaparse; Angosturo y Villeta cayeron también en manos de los aliados cuando yo, a fines de diciembre de 1868, salí del hospital de Palmas y volví a mi unidad. El ataque a las trincheras de Loma Ivaté, según me lo contaron mis compañeros, tuvo que ser algo horroroso. Me contaron de fortificaciones de arcilla, de unos cinco metros de alto, cercadas por fosos de agua anchos y profundos. Debieron conquistar las escarpas, del modo ya descrito, clavando sus sables en el muro para que por ellos trepasen los soldados que a su vez colocaban otros sables, hasta que, con enormes pérdidas, quedaron vencedores. Decían que López abandonó vergonzosamente a su gente, pues se lo vio irse en su coche, olvidando, en el apuro, llevarse consigo su Madame “Lintsch”. Se dice que pudo haberse tomado prisionero a López, pero que no hubo órdenes para eso. De modo que los oficiales brasileños protestaron ante el emperador por esta sorprendente manera de conducir la guerra y éste, se dice, depuso al comandante en jefe Caxias nombrando en su lugar al Conde de Eu, su yerno.

De Angostura marchamos a Trinidad, donde estuvimos hasta fines de marzo, realizando ejercicios de batallón y división. Allí festejamos San Silvestro y Año Nuevo de 1869 con caña y cantos. Todo el ejército argentino estaba ahora reunido: los 12 batallones nacionales y nuestras cuatro divisiones de línea, unos 10.000 hombres bajo el mando del general Mitre. Estaban con nosotros también tres regimientos brasileños de caballería, de 500 hombres cada uno, al mando de su general “Kammerer” (Camara) y cuatro cañones argentinos. A fines de marzo marchamos, por caminos secundarios, a San Lucas (Luque), una estación del ferrocarril, donde pasamos 14 días y pudimos saludar al comandante en jefe “Condideus”. Bajó apuradamente del tren, conversó algunos minutos con los oficiales, y continuó su viaje. De Luque marchamos, a lo largo de la línea del ferrocarril, a “Batinoqui” (Patiño-cué), en el valle del “Taqueral”, cerca del lago “Ibicuari”, una estación ferroviaria en cuyas cercanías López tenía, en medio de naranjales, una residencia veraniega, sencilla casa de ladrillos al estilo del país. De aquí fuimos, cruzando el pequeño pueblo Itá, a “Quasibira”, una estación puesta en medio de una región abandonada; en frente, sobre una altura arbolada, la posición enemiga atrincherada de Ascurra, aquí estaban nuestras divisiones 1., 3., y 4., unos 3.000 hombres, desde hacía un mes, como vanguardia. López residía en Piribebui, no lejos de Ascurra. Los brasileños debían, desde el norte, empujar a los paraguayos, a nuestras manos, pero López pudo escapar otra vez y con unos 5.000 o 6.000 hombres se retiró a la cadena de lomas selváticas, “Serda Sant Bernhard”; desde donde esperaba llegar a Asunción a través de una “Bigáda” (picada); nosotros lo rechazamos y él, a través de Altos, hacia el norte, se fue a Caraguatay, donde tenía la reserva. Lo seguimos en marcha ininterrumpida de dos días y dos noches, mientras el abastecimiento debía ser transportado aparte. Dos horas antes de llegar a Caraguatay vadeamos un riacho bastante ancho pero poco profundo. Al borde de la picada de Caraguatay dejamos nuestras mochilas, custodiadas por soldados debilitados y enfermos. En Caraguatay, los habitantes hambrientos huían, por el temor de que nosotros fuésemos “cambai” (monos) como ellos llamaban despectivamente a los brasileños. Caraguatay es un pueblo grande, de cabañas de ladrillos, y una iglesia, un nido pantanoso insano e infame en el cual, durante el verano, sólo pueden resistir los lugareños. Después de dos días de reposo continuó la caza de López. Hasta donde llegaba la vista, sólo veíamos pantanos y campo inundado. López quería dificultarnos adrede la persecución. Apenas salíamos de un pantano, y ya estábamos entrando en otro. Lo infame de esta inundada región consistía en el pasto Santa Fé, filoso como un cuchillo, cuyos rastrojos puntiagudos nos ensangrentaron desde el comienzo piernas y pies. Pensar en zapatos y calcetines era una ilusión. También los oficiales abandonaron sus zapatos en el barro y sufrieron lo que nosotros. Se volvieron más blandos, por lo menos momentáneamente, con nosotros, y se aterrorizaban cada vez que sus delicados pies pisaban los rastrojos. No sentíamos ninguna compasión hacia ellos, más bien nos regocijábamos de su ridículo pataleo. En un río encontramos las ruinas de 18 barcos que López, en el apuro de la huida, mandó incendiar, ya que, a causa del bajo nivel del agua, quedaron inútiles. En el cruce del río se ahogaron algunos. En el Paraguay, los ríos y arroyos normalmente están bordeados por muros de árboles, que se llaman “campones”. En un campón encontramos u unas 80 o 100 personas hambrientas, hombres, mujeres y niños, viejos y jóvenes, que López, según su costumbre, había echado de sus casas y campos con la amenaza de cortarles el cuello. Tenían consigo algunas yuntas de bueyes. El general Mitre hizo faenar dos bueyes, ya que los paraguayos ya no tenían fuerza para hacerlo. Esta pobre gente consumió con lividez la carne de los dos animales; los otros fueron destinados para la tropa. Más adelante, nuestro capitán Biggo, encontró un hacha con que me cargó. Como tenía bastante para cruzar los pantanos, la eché, y cuando, por la noche, el capitán me la pidió y ya no la tenía, me hizo poner en el cepo, del cual, un cuarto de hora más tarde, nuestro comandante de batallón, Moralis, escandalizado, me hizo sacar. Seguimos marchando siempre a través de tierras anegadas y llegamos a un tabacal de López, defendido por cuarenta fosos bastante profundos y anchos que tuvimos que saltar, mientras la artillería y la caballería los rebasaron rodeándolos. De esta humera nos martirizamos durante seis días marchando por pantanos, hasta que, por fin, al séptimo día, alcanzamos delante de una picada a la retaguardia del mariscal perseguido. Quedamos 10 o 12 hombres, como reserva, al lado de cada cañón, mientras la artillería disparaba sobre la selva, la caballería le rodeó, y la primera división y nosotros avanzamos; la caballería hizo una curva y empujó a la retaguardia, con dos cañones, en el pantano, donde fueron aniquilados.

Este fue el último acontecimiento que experimenté en esta guerra. La ulterior persecución del mariscal, la tomaron los brasileños a su cargo. Seis meses después, el 1º de marzo de 1870, se le dió alcance en un arroyo cerca del Aquidabán, y fue muerto. Sobre este suceso me contó mi amigo Peter Licht, más tarde, en San Borja, del Brasil, lo siguiente: “Schiggo Diabel (Chico Diabo), ordenanza del general Camara, que había lanceado al mariscal-presidente López por orden de su comandante, me presentaba el hecho de esta manera: los brasileños, guiados por dos bomberos (espías) de López, que habían descubierto en un árbol, sorprendieron a éste en un abra, junto con sus oficiales, su madre, la madama y sus hijos. López, que estaba a caballo, se defendía, y al recibir un lanzazo, huyó adentrándose en la selva y nuestra caballería, con el general Camara a la cabeza, salió en su persecución. En un pantano cerca del Aquidabán el mariscal se detuvo, se apeó del caballo, lo dejó, cruzó el arroyo y quiso trepar por la escarpada orilla, pero sus fuerzas lo abandonaron. El general Camara intimó rendición. López, sin embargo, repuso: “El presidente del Paraguay no se rinde a los brasileños”, y desenvainando su espada, intentó matar al general. A una señal de éste maté de un lanzazo a López; su hijo Pancho tuvo el mismo destino. Su madre y Madame Lynch, con cuatro hijos, fueron conducidas a otra parte. Madame Lynch era inglesa, cantante de la Opera de París; ahí le conoció López y la llevó a su país, muy a pesar de sus padres”.

La pesada marcha de vuelta que duró seis días, se realizó como la de ida. En un pantano los jinetes mataron algunos cocodrilos, los llamados “schaggaré”, que nuestros italianos cogieron ávidamente. Les extrajeron los intestinos y se los comieron asados. Al séptimo día, entramos en Caraguatay, hambrientos, cansados y semidesnudos, con pies y piernas llagados y sanguinolentos.

Durante los catorce días de marcha por los pantanos, nuestros pantalones caían de nuestro cuerpo literalmente a pedazos, alrededor de las piernas pendían aún algunos jirones; la parte inferior de las camisas había desaparecido. Nuestro uniforme se redujo a la chaqueta raída, el quepí, el sable y las cartucheras. Si alguien tenía aún mantos de lana o recibía alguna bolsa, podía arreglárselas. En estas condiciones estábamos acampados en Caraguatay unos 6.000 soldados. A nuestro equipo correspondía la comida. Nuestros alimentos principales eran naranjas agrias y granos de maíz, duros como piedra, que recogíamos con avidez cuando caían del forraje de los caballos, y los tragábamos sin remojarlos. Se nos daba una clase de carne, argentina o brasileña, llamada “Schaarggi”; las fábricas la envían seca y salada, en manojos, así como en Suiza se manda heno o paja. Esta carne era muy salada, dura como piedra y en condiciones descuidadas y sucias, así que apenas la recibimos, la echamos a los caranchos. Muchos soldados, murieron de hambre, pasto de los caracaráes. En nuestras campañas militares en Italia se nos consideraba y trataba como seres humanos. Pero lo que yo hube de experimentar ahí, era un juego de niños con respecto a lo que vi en el servicio argentino; ésta era una vida de hambruna, auténtica vida de perro, de bandido, de asesino: no podría calificarla de otro modo. Docenas de soldados murieron de nostalgia, no importaba de qué país viniesen. En Nápoles, yo ya había padecido de nostalgia, que es una enfermedad descomunalmente peligrosa e insidiosa, y de la cual cayeron víctimas, en seguida, dos compañeros gigantescos de Berna, los hermanos Brigg. En la miseria del servicio militar argentino, podría hablarse de una verdadera epidemia nostálgica, de la cual los soldados morían en masa. Perdieron la alegría y el coraje de vivir, y al debilitarse, estaban perdidos. Yo no sentí nostalgia ni un momento ya que me había ido al extranjero por mis insoportables condiciones familiares; y era feliz, en tanto no tenía que pensar en ellas. En las situaciones adversas de la vida, solía decirme: “Ahora las cosas andan así, pero ya cambiarán alguna vez”.

No se podía hablar de hospitales más o menos ordenados, en las miserables barracas o en campo abierto, ni de médicos diplomados, y especialmente de cirujanos; ni tampoco de anestesia en las operaciones. Los lamentos y gritos de las víctimas de estos “aprendices” llegaban hasta la médula; me pasó como a Jacobeli, quien me había contado: “Murió mi padre. Tuvo pulmonía y por añadidura lo cuidaron los médicos”.

En Caraguatay llegó la línea N° 9, demasiado tarde para nosotros; venían con ella seis soldados de Berna, atados de los pies de dos en dos, y tan estrechamente que podían avanzar sólo con gran dolor. Sólo el herrero del batallón podía abrir los grillos. Ellos me contaron que habían matado a un oficial, en razón de que éste, durante la marcha en los pantanos, desde su caballo los latigueaba para hacerlos andar más rápidamente. De resistir los grillos un año y un día, estaban libres. Se les veían los huesos desnudos entre la carne purulenta de modo que para mitigar sus dolores, ponían pedazos de tela entre los grillos y las llagas. Como su división volvía con nosotros, estos engrillados tuvieron que marchar inmediatamente durante seis días. En Patiño-cué debía escribir una carta a la familia de uno de ellos. Luego de leer la carta, cayó muerto, y pasó un largo rato antes de que se encontrara al herrero del batallón. Los otros cinco de Berna resistieron los 101 días. Durante el retorno, retomamos en la picada nuestras mochilas. La mía me era muy preciosa porque contenía mis escritos. Como la marcha era acelerada, no podíamos demorar mucho; y en tanto buscaba mi mochila, siento caer súbitamente sobre mi espada una lluvia de sablazos, tan furiosamente que supuse que mi chaqueta se habría ido al diablo. Yo no podía decir nada, pero me anoté bien a este buen señor. Lamentablemente, nunca pude encontrármelo en el lugar y tiempo adecuado para matarlo. A los cinco días de marcha forzada llegamos a Ascurra y pasamos la noche a la intemperie, echados por las pulgas que pululaban en las cabañas abandonólas por los paraguayos. A la media hora de yacer ahí, arrancábamos a estos bichos de nuestras piernas, como si fuesen una larga escorza negra. Me recordaban a las pulgas napolitanas en Quatroventi de Palermo. Por la mañana, antes de salir, curioseamos un poro en Ascurra. Unos prisioneros paraguayos nos enseñaron unos aparatos con barras de hierro transversales, en los que López hizo asar a los desertores y a quienes le disgustaban, incluso a prisioneros. A estos les había preguntado siempre, si servían voluntarios en las filas aliadas, o si fueron obligados a ello. Hacía asar a los voluntarios; a los otros, no. Como ya dije, López dio el nombre despectivo de cambai — Monos, a los brasileños. Mandó hacer dibujos de brasileños en forma de monos. Si alguien daba a López la respuesta de que los dibujos representaban a brasileños, era condenado a muerte; si respondía: “Son monos”, se salvaba.

Luego de una jornada de marcha realizada bajo un día casi insoportablemente caluroso, llegamos de nuevo a Patiño-cué y pudimos reponernos. Muchos murieron aquí a consecuencia tanto de los sufrimientos causados por el hambre y las marchas, como por la malaria. Cuatro semanas después llegó una partida de uniformes con que pudimos vestirnos, pero faltaron zapatos. Quedamos ahí durante tres meses. Como los que López había echado de sus pueblos ya no tenían nada que temerle, retornaron desde las selvas. Viejos, mujeres y niños trataban de sernos útiles, para no morir de hambre. Su número era por lo menos tan alto como el de nuestros soldados: 6.000. Se nos aproximaban especialmente las mujeres y las muchachas núbiles pudiendo cada uno de nosotros elegir una ayuda y casarse; muchos oficiales, suboficiales y soldados lo hicieron. Como yo ignoraba aún de qué manera iba a zafarme, me quedé alejado de esta miseria. Antes que nada, durante toda mi vida, cuidé mucho de mi fuerza y salud. Estas mujeres estaban enfermas. Diariamente y a cada hora, se escuchaban los gritos desaforados de los soldados enfermos que sufrían bajo el cuchillo de los médicos; pero morían en masa. Durante estos tres meses experimenté algo característico de la manera como se nos trató durante la guerra. Aconteció que el comandante quiso adornar la entrada de su casa con plantas acuáticas, “Schungge” de la jungla cercana y pantanosa del lago Tacuaral o laguna de Tacuaral. Fuimos comisionados 15 hombres, al mando del cabo argentino Abreo. Antes de desvestirme, controlé meticulosamente el dinero que tenía: 3 bolivianos = 3 francos 30. Al no encontrarlos en mis pantalones luego de terminado el trabajo y dado que sólo Abreo había quedado en la orilla, boté encolerizado los pantalones al suelo, en vez de vestirme. El cabo Abreo se me acercó y preguntó: “¿Che vos e teng?” (¿Qué tienes?). Yo lo miro y contesto: “io perde un bedasso de fum; chere fasser un sigaro” (perdí un pedazo de tabaco, quise hacerme un cigarro). Una palabra de desconfianza y el deseo de una investigación me habrían llevado invariablemente a las cuatro estacas de la muerte. Al término de los tres meses marchamos por el valle del Tacuaral, a lo largo de la línea ferroviaria, hasta Asunción, una marcha inolvidablemente pesada de 18 horas, durante la cual muchos murieron.

Asunción se halla a orillas del río Paraguay, con una ligera subida hacia la estación ferroviaria. Las casas de dos pisos, hechas de ladrillo, se defienden con arcadas o frondas contra el calor oprimente, especialmente en los meses de diciembre y enero. Las calles estaban llenas de fosos, más bien trincheras y agujeros. La capital del Paraguay me pareció un desierto cúmulo de arena y ladrillos. Como antes dije, López debió tener grandes proyectos para su grandeza futura; como prueba hemos visto las bases de su palacio, que empezó a construir como futuro “Emperador de Sudamérica”. No se veían civiles; sólo fuerzas de ocupación brasileñas y nuestra Legión Militar. Debíamos montar guardia, en Asunción y en la cercana colonia Villa Occidentale, en la orilla opuesta del río Paraguay, en el Chaco, y que fue antes de la guerra una colonia de castigo, donde los detenidos trabajaban para el Presidente López en fábricas de azúcar, destilerías de caña y olerías. Había, sin embargo, ahí comerciantes residentes. Cuando estalló la guerra, López alistó a los presos en el ejército y los comerciantes abandonaron el lugar por miedo a los ataques de los indios “Waiguru” (Guaycurú)... Después de la caída de Asunción, en 1868, los brasileños limpiaron Villa Occidental de los salvajes y mantuvieron en ella fuerzas de ocupación, así que las plantaciones de tabaco y caña de azúcar, y los ingenios volvieron a nueva vida. Relevamos a los brasileños, y cada una de nuestras cuatro compañías fue destinada a ello, consecutivamente, por dos meses seguidos, La nuestra debió iniciar el servicio. Sin acontecimientos especiales, entregamos la guardia a la segunda compañía y volvimos a nuestros cuarteles en Asunción, en la llamada “Ginta-Ferdi” (Quinta Verde). Allí dormíamos en la arena atacados por las pulpas, pero especialmente por las enormes y asquerosamente desfachatadas ratas. Se introducían en las mochilas buscando “Bolaschi” galletas, y se las comían, Las escondimos entonces en nuestros bolsillos, durante la noche, pero las ratas que las olfateaban, arrastrábanse por doquier, incluso bajo nuestros mantos, como si se tratase de sus propios nidos.

Nuestro servicio de Asunción consistía en montar guardia en el cuartel general del general Ovedio (Julio Vedia); en el cuartel de nuestra Quinta verde; en el hospital; en la línea ferroviaria y en la estación. Ascendí a cabo. El sueldo se nos pagó, con atraso durante toda la guerra. El primero lo obtuvimos en Trinidad, 15 pesos por tres meses, unos 75 francos; el segundo, en Patiño-cué por cinco meses, unos 125 francos y el tercero y último aquí en Asunción, por dos meses, unos 55 francos. Por mi servicio de 26 meses, de los cuales 13 meses en servicio de línea, recibí summa sumarum 255 francos. El sueldo por los otros 16 meses no lo he recibido nunca. El sueldo se nos pagó en oro inglés, en piezas francesas de cinco francos y en patacones brasileños. Un patacón era igual a diez reales, éstos a dos milreis, que hacían unos 3 francos 40. El peso argentino era igual a cinco francos.

Estando de guardia en el hospital, y basándome en mi autoridad de cabo, di permiso a un soldado para que fuera a comprarse pan. El joven teniente Barsello de Buenos Aires, un rico hijo de papá, detuvo al soldado y luego empezó la tremolina conmigo: por haber abusado de mi autoridad me dieron 15 días de arresto. Al tener que montar nuevamente guardia en el hospital, protesté diciendo que no lo haría más como cabo, sino como soldado raso. Me dieron seis días de arresto y me degradaron.

El batallón fue completado con fuerzas jóvenes; a mi compañía se vino, entre otros, cierto llamado “cadete” muy joven, es decir, un aspirante a teniente, de nombre Alféris. Durante una inspección éste sacó del fusil de un soldado que formaba a mi lado, de nombre Alsermo, el sucio trapito con que se limpia el arma, y me lo pasó repetidamente bajo la nariz, diciendo irónicamente: “¡da limpe! ¡da limpe! ¡Gringo!” (“¿Es éste limpio, gringo?) De un puñetazo en la cara lo boté al suelo. El sargento ordenó: “¡Ponga la quatra stagga!” Los soldados ya colocaban las cuatro estacas de la muerte: no tenía otra esperanza que mi compatriota, Caflisch, de Blinden; lo hago llamar desde la oficina del comandante Biggo. Vinieron ambos, y luego de investigar los hechos, desaparecieron inmediatamente las estacas y yo recibí 14 días de arresto y Alféris fue trasladado a otra compañía. Esto, sin embargo, era ya otro lenguaje, con que se nos habló, después de la guerra; ya que durante ella yo hubiese muerto sin salvación bajo las torturas. Más tarde se me informó que Caflisch había amenazado llevar el asunto ante el ministerio de guerra. Pero ya estaba harto del servicio argentino. Nosotros, los 85 “colonizadores de Santa Fé”, habíamos sido dos años ha, puestos en el ejército argentino como esclavos. De estos 85 vivíamos aún solamente 5. El general Vedia contestó a nuestra reclamación de ser dados de alta, basándonos en este procedimiento ilegal, de amenazarnos con la muerte si repelíamos nuestros reclamos, y nos echó rudamente de su oficina.

La guerra estaba terminada, pero nuestro servicio militar, no. Mi compañía tenía que ir otra vez a Villa Occidental; esto me vino bien. Mi proyecto estaba hecho: ¡o la vida, o la muerte!



LA DESERCIÓN

22 días en las selvas del Gran Chaco (27. IX - 20. X. 1870).

El servicio de guardia en la ciudad de Asunción había concluido; saludé entonces mis dos meses próximos de comisión de Villa Occidental. ¡Qué sorpresa! En el espacio de una noche, el pueblo adquirió para mi apariencia de ciudad. Donde seis meses antes pasábamos delante de edificios solitarios, ahora marchábamos por calles rectas, largas y anchas: la calle le la Legión Militar, la del General Mitre, una tercera, en recuerdo de su inauguración, llevaba el nomine de Calle 15 de diciembre. Las construcciones, la industria y el comercio estaban floreciendo; había plantaciones de caña de azúcar y de tabaco, fábrica de tabaco, olerías, destilación de caña, producción de carbón de leña. Cualquiera podía cortar y sacar árboles gratuitamente y a su antojo. Una compañía maderera de Montevideo ya trabajaba con cien obreros y trescientos bueyes. Nosotros estábamos ahí para defender la colonia contra los ataques de los indios. En el verano la trompeta tocaba a las cuatro de la mañana, en el invierno una hora más tarde. La lectura del orden del día sustituía, desde que estábamos en el servicio, al calendario; a veces debía calcular bien si quería estar seguro de la fecha. Después de la diana venían las maniobras de caza, es decir, que el instructor teniente Barsello, de Buenos Aires, nos ordenaba correr, descalzos, sobre el pasto alto y las motas punzantes. Poseído de sospechas, cada mañana, durante la inspección, controlaba si alguien llevaba alguna munición consigo. Bien sabía que la buena ocasión habría inducido a alguien a matarlo, sin duda. Su predecesor, Scharlon (¿Charlone?) cuidaba de sus soldados y se lo respetaba, pero Barsello nos mantenía con porciones minúsculas y sin valor. Sin las ganancias secundarias que obteníamos de los comerciantes y fabricantes, habríamos pasado hambre. Ganábamos una linda suma transportando agua desde el río Paraguay a las plantaciones de tabaco; la llevábamos de a dos, en recipientes, como en las cantinas se lleva el vino en baldes.

En el Paraguay hay indios salvajes y civilizados. Los nativos llaman a los indios salvajes “Waiguru”. . . Estos habitan en el Gran Chaco. Los indios civilizados por los jesuitas, hace tiempo, se llaman Guaraníes. La lengua guaraní, desde el tiempo de los españoles. . . es la del pueblo y la de la convivencia hasta hoy. La lengua de los que han estudiado, el idioma oficial es el español. Yo hablaba ambos idiomas. Son característicos los nombres de las localidades en el Paraguay, porque, por una parte, demuestran el nacimiento de este estado de las misiones jesuíticas y, por otra, recuerdan los antiguos tiempos indígenas. Por ejemplo, la capital se llama Asunción, y su fiesta es la de la fundación de la ciudad; luego, Rosario, fiesta del rosario; Trinidad, fiesta de la Santísima Trinidad y hay otra Trinidad, en las Misiones; Encarnación, la encarnación de Cristo; Concepción, fiesta de la inmaculada concepción de María; Corpus; además los nominen de santos, S. Lorenzo, San Pedro, San Lucas

(Luque), San Rafael, Santa María, etc. Nombres indios de localidades son, por ejemplo: “Biribipuy”, Caraguatay, Curuguaty, Tujuty, Curuzu, Curupaity,

etc.

En el territorio sujeto a nuestro control estaban acampadas tres comunidades o sociedades de indios. El jefe de una banda tal de guaikurúes lleva, desde los viejos tiempos patriarcales de los jesuitas, el título de “Gassigg” (cacique). Estos tipos interesantes nos visitaban frecuentemente y siempre con toda la comunidad de unas 50 a 60 personas, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. Antes de entrar en nuestro campamento, se bañaban siempre en el río. Acabado éste, visitaban a nuestro capitán, es decir, era el cacique quien entraba en la casa del capitán mientras los demás acampaban delante de la casa, llegando hasta a las escaleras. Estas visitas debían significar buenas relaciones recíprocas, sin embargo, nunca podía confiarse en estos salvajes; debíamos estar preparados siempre para lo que ellos pudiesen maquinar. Cuando nos visitaron por primera vez, quedamos bocabiertos como locos. La muchedumbre semidesnuda de hombres, mujeres y niños de color amarillento-bronceado, se aproximaba con pasos mesurados, en fila de uno como los patos: delante el cacique, tieso como un palo; todos, mientras caminaban, giraban constantemente la cabeza a derecha e izquierda; los brillantes ojos bien abiertos miraban alrededor con suspicacia; los cabellos, negros, duros, con un mechón sobre la frente, llegaban hasta los hombros; en las caderas llevaban un corto delantal de dos piezas, semejante a un abanico, hecho de lianas y bejucos. Colgaban del hombro los arcos y las flechas. Los guaikurúes desconocen los ornamentos de la cabeza, sea de trenzas multicolores, de plumas u otras cosas; ni llevan adorno en las manos, orejas o pies. Tampoco se pintan los bronceados cuerpos. Sólo el cacique lleva, como alhaja, multicolores cadenas de conchas alrededor del cuello y de la muñeca. Sin embargo, tanto los hombres como las mujeres, jóvenes y viejos, se ornan en las orejas y labios inferiores, que se les hincha y abulta. Perforan las orejas de los niños para introducir un pequeño disco hecho de una madera ligera, como esponja, que crece en el pantano, y este disco, al correr de los años, es sustituido luego por uno de más diámetro; los discos más grandes, de unos 3 a 5 centímetros de diámetro, son considerados como los más hermosos y deseables. Lo mismo vale de los labios inferiores, en cuanto al diámetro de los disquitos. Sin embargo, el labio inferior no se perfora, sólo se extiende siempre más, poniendo discos siempre más grandes. El cacique no lleva discos en la oreja, ni en el labio. Durante las comidas estos discos labiales se quitan, pero no durante la conversación. Con el cacique hablamos en castellano, con sus compañeros sólo por señales. Sus discursos eran incomprensibles para nosotros y nos daban la impresión de escuchar sólo los sonidos: “rumm- rumm-rumm-bidibidibidibumm-rumm-rumm”.

La cola de la procesión indígena estaba formada por las mujeres y los niños. ¡Era una cosa lamentable y miserable de ver! Estas mujeres guaikurúes se encorvaban, flacas y cansadas, a los 20 o 25 años, si ya no antes, avejentadas y secas. Los guaikurúes tratan a sus mujeres como animales de carga, mientras que ellos, hombres hermosos y fuertes, cazan o se ocupan del ganado, de la pesca y del robo. Las mujeres, en cada visita, arrastraban consigo a todos sus hijos, pequeños y grandes. Si, por ejemplo, la madre tenía tres pequeños, los dos mayorcitos se ahorcajaban a las caderas de la madre y ésta los sostenía con los brazos, en tanto el más pequeño yacía en una red que pendía a las espaldas de la madre y se aseguraba a la frente de la mujer. (Se trata de la bolsa llamada “voná”. Los editores). Ella, para aplacar los chillidos del chico, echaba hacia atrás las enormes mamas ron movimiento ágil y el nene esforzábase en cogerlas.

Las chicas estallaban de salud y tenían un aspecto floreciente y, a veces, con sólo diez, once o doce años eran madres felices. Yo podría contar verdaderamente cosas maravillosas sobre la fuerza de la naturaleza.

Nosotros cambalacheábamos con estos guaikurúes. Ellos nos traían liñas de pescar, miel de abeja y cuatro especies de sabrosos armadillos: el tatú de campo, el tatú de Matto (de la selva), que se considera el más limpio y el mejor; el tatú peludo, es decir, de cola dura (los indígenas aborrecen a este tatú, porque tienen la superstición de que se come los cadáveres ni los cementerios; pero a nosotros nos gustaba extraordinariamente); el tabú “raba mole”, es decir, armadillo de cola blanda. Nuestro capitán les compró un oso hormiguero vivo, un tamanduá bandera, que recibe su nombre de la cola, semejante a una bandera o a un plumero de color rojo y negro. El tamanduá, sin embargo, como no recibía bastante hormigas, pereció al poco tiempo. Los indios, al canjear su mercancía por viejas chaquetas militares, pantalones, camisas y calzoncillos, se llenaban de una felicidad infantil. Era para morirse de risa, ver a uno de estos salvajes pasearse hinchado de orgullo, puesta la haraposa chaqueta sobre su taparrabos, o cuando, puestos los pantalones o los calzoncillos miserablemente rotos, miraba desbordante de contento a su alrededor.

Las tres comunidades de guaikurúes estaban celosas de estos harapos y luchaban entre sí para visitarnos.

Durante una de éstas visitas, dos muchachas se aproximaron a nuestro desfachatado teniente Barsello y éste se las llevó a su casita y, una vez dentro, cerró la puerta. El inmediato grito hostil de los indios le abrió los ojos y nosotros nos precipitamos sobre las armas. Barsello soltó a las muchachas y los salvajes se marcharon irritados sin perdonar la tentada violación de sus compañeras. Cierta noche incendiaron el seco pastizal extendido ante el campamento y avanzaron detrás del fuego, para cercarnos, según su manera de combatir. Nosotros, sin embargo, fuimos más listos. Con gran sorpresa les caímos a las espaldas y disparamos sobre ellos. A los que no murieron, cogimos prisioneros, lo que, dada la extraordinaria fuerza de estos hombres gigantescos, no fue tarea fácil y sin peligros; tres y cuatro de nosotros tuvimos que luchar a viva fuerza para reducir a uno de ellos, cuidándonos especialmente de sus terribles mordeduras. Los arrastramos atados al vapor anclado en el río y éste los transportó hasta Buenos Aires, donde los domaron y los metieron en el ejército para toda la vida.

En Villa Occidental se debía estar constantemente preparado también para repeler los ataques nocturnos de las panteras, o “tigres”, como las llaman los indígenas. Durante nuestro servicio habían vuelto dos hermanas al rancho que habían abandonado durante la guerra. La barraca estaba algo distante de la población y fuera ya del departamento que controlábamos. Un día llegóse ante el capitán una de ellas, atemorizada, y diciendo que un tigre se había llevado a su hermana la noche anterior. Solicitó se le concediese una guardia, pero el capitán lamentó no poder satisfacerla, porque los hombres estaban destinados sólo para la colonia; ella debía buscar seguridad sólo trasladándose del rancho. Ella evitó hacerlo y arriesgó, por supuesto, el destino de su hermana.

El teniente Barsello era un tipo inaguantable. Su lema favorito era: “¡Rebuskedi!” (arréglate). Una vez debía prepararse un lavatorio, de acuerdo con la última moda. Guillermo Konselmann, mi querido compañero desde los tiempos del servicio pontificio, era el carpintero, cantor y recitador de la compañía. Recitaba o cantaba con voz hermosa las canciones de Suabia y lograba que uno se sintiese verdaderamente bien. Frecuentemente sus canciones eran, para nosotros, una buena acción, que nos daba alegría y coraje pura ir resistiendo. Guillermo no encontró madera adecuada para el lavatorio e informó de este contratiempo a su teniente. Barsello le gritó: “¡Rebuskedi, gringo!” ¡arréglate, gringo! y le ordenó arrancar las puertas de cedro de una casa abandonada, y usarlas en su lavatorio. Cuando Guillermo, acarreando estas puertas, se encontró con el comandante de la guarnición, tuvo que informarle del caso, y éste le ordenó llevarlas de vuelta, sin pérdida de tiempo. Por añadidura, el comandante castigó a Guillermo con 14 días de arresto nocturno, luego de haber trabajado durante todo el día como carpintero, bajo vigilancia. Su cancerbero fue el rudo Wenz, de Baviera, que me miraba con cierta tirria por el hecho de ser algo más fuerte que él. Sin embargo, como tipos forzudos, nos soportábamos bastante bien. Wenz se alegraba de tener ahí a su compatriota de Suabia. El calabozo se alzaba en la orilla alta del río Paraguay, y era una construcción ligera, como todas las cabañas y barracas en el país, es decir: postes, poco distantes entre sí, clavados en el suelo, atados con bambúes horizontales y unidos por un tejido de lianas, semejante a un cesto; el todo trabajado con arcilla y con un techo de pasto Santa Fé. A causa del agua estancada desde el período de las lluvias, las extremidades inferiores de los postes se pudrían, pero nadie se cuidaba de eso. Cuando los centinelas se dormían, lo que en este clima y con la vida atroz que se llevaba, no era nada extraordinario, podía conversarse tranquilamente desde afuera con los prisioneros. Sucedió que tuve que entregar a un destilador inglés, de caña, en tres días, 150 manojos de pasto Santa Fé. Barsello me dio el permiso. Pocos se presentaban para hacer este trabajo desagradable; yo recibí 150 francos. Cuando volví con el dinero, Barsello me gritó: “¿Ande sta dinero?”. “Vo se non importa” y le mostré mis manos y mis pies ensangrentados. Desde este momento fuimos enemigos mortales: ¡él o yo! Una noche se permitió tomarse mi tiempo libre para que le espantara los mosquitos. Me ordenó en tono rudo, que mantuviese vivos unos

fuegitos en las esquinas de su casa, hasta que él se tomara la molestia de cerrarla e ir a dormir. Como me resistiera, me colmó de improperios: “¿Por che, Gringo, una gran butta, non fess fuogo?”. Y yo: “Por che non chére”. Desenvainó entonces su sable, pero fui más rápido que él y lo despedía al suelo con un golpe y lo castigué debidamente. ¡Fue una suerte para mí que estuviese oscuro, oscurísimo! Corrí a mi cuartel, tomé mi fusil, los cartuchos míos y los del sargento, algunas galletas, azúcar, mate y liña de pescar, los cargué en mi mochila y me lancé afuera, hacia la selva: en veinte minutos alcancé el boscaje. Estaba, sin embargo, sin compañeros que podían salvarme en la región salvaje del Chaco. Volví junto al calabozo de Guillermo. El debió escuchar mi golpe; yo como sabía que él estaba también harto de esta vida de esclavos, supuse que él debía venir conmigo. Llegué hacia medianoche. El centinela, el viejo cansado italiano, duerme acuchillado junto a la puerta, con el arma al brazo, la cabeza caída sobre el pecho, y roncando. “¡Roncas bien, viejo compañero!” y me voy, a gatas, hacia atrás. Escucho un ligero ruido, me detengo, acércome y escucho: “¡Ulrico! ¿Eres tú?” — “¡Soy yo, Guillermo!” — ¡Ulrico, mañana voy contigo, Wenz también! ¡La canoa de vela está lista! ¡Mañana, a medianoche! ¡Vete, listo!” Regreso arrastrándome. Saludo al centinela dormido, vuelvo a mi escondite y espero. Los espías tienen ojos agudos, pues la captura les concede un premio jugoso. A la segunda noche voy a la orilla debajo del local de guardia, fijo mi liña de pescar a un poste, me aproximo a la canoa, no puedo llegar a ella sin nadar. Sostengo la liña entre los dientes, alcanzo la embarcación, subo a ella, levanto el ancla, pero su ruidosa cadena me hace ser más cuidadoso. Alrededor, oscuridad y silencio; el ancla ya está afuera. Con la liña de pescar acerco la canoa a la orilla, coloco el fusil, la munición y la mochila, y me arrastro evitando al guardia dormido: “¡Ven, Guillermo, todo está listo!” Guillermo sale afuera gateando entre los postes podridos y desplazados. Wenz, un poco más tarde, sale del rancho, vestido de guardia, con equipo y arma. Nos reunimos en la orilla cerca de la canoa que está sin vela. Wenz trae un pedazo de tela impermeable, y dos remos, robados la noche anterior y escondidos dentro de un haz de bambúes, los carga en la canoa y por fin — ¡por fin! — debemos esforzarnos en pasar rápidamente la primera curva del río para escapar a la vista de los perseguidores, con lo que estaremos seguros. Sin embargo, ya son las dos de la madrugada y viene el alba. Nadie de nosotros sabe remar y no debemos entrar en la corriente, porque nos empujaría de vuelta al campamento. Remamos en zig-zag y avanzamos lentamente; ¡una vela sin palo! No hay otra salvación que dirigirnos otra vez a la orilla y remar a lo largo de ésta, hacia Bolivia. La selva es impenetrable y habría sido para nosotros la muerte segura. Este setiembre seco, sin embargo, nos hizo pensar en la posibilidad de salvarnos yéndonos a lo largo del río. En condiciones climáticas normales la salvación habría sido completamente imposible a causa de las inundaciones invadeables: aun así, sin embargo, la situación era bastante peligrosa. Pero, siempre y en todas partes: ¡salud, fuerza y confianza en sí mismo! Sin embargo, la suerte debía darnos la última palabra. Todo sumado, puedo considerarme afortunado con mi destino: ¡Me zafé otra vez del peligro! Me acordé de lo que me había dicho una vez la adivina de las fiestas patronales de Altstatt: “Cada uno debe arreglársela de sólo”.

Comenzamos a escuchar detrás de nosotros la voz conocida de nuestros compañeros que venían remando. Los veíamos aproximarse en algunas canoas, cada vez más cercanas; escuchaba ya a Bertsch, de Aargau, que me gritaba: “¡Espera no más, Lopacher, ya te agarraremos en seguida!” ¡Wenz blasfema, Guillermo se lamenta! Yo continúo remando sin parar; llegamos a la orilla, pusimos sobre la pesada vela la carga restante y trepamos por la escarpada. Llegamos arriba y los otros nos reconocen. ¡Adelante! ¡Adelante! Debido a las marchas en los pantanos de Caraguatay y a la guardia por noches enteras en los esteros del Chaco y Humaitá, me vienen dolorosas contracciones en las piernas, ¡pero debo ir adelante! Me lanzo en los pastos y por los matorrales, altos como un hombre, no deberán coger vivo al jefe de la deserción y — en el peor de los casos — algunos deberán morir conmigo. Escuchamos a los perseguidores que llegan siempre más cerca; Wenz los ve desde un punto alto, pero escondido, avanzar en línea de caza. Están muy cerca, los escuchamos decir: “No los apresaremos”, y otros: “¡Qué lástima sería! ¡6.000 pesos por Lopacher! Serían 500 francos de premio por cabeza. ¡No hay que ceder!” Algunos pasos más y nos hubieran cogido. Pero no debía ser. Nos quedamos tendidos y pasamos la noche vigilantes. A la madrugada salimos, con hambre, sed, y cansados: yo seguía a los otros dos, cojeando. Un estero nos detiene. Estos pantanos causados por la inundación pueden significar nuestro fin; pero volvernos significa la muerte segura. Adelante; con los bambúes no podemos medir la profundidad del pantano. Por lo tanto, nos construimos una balsa con ramas secas y bambúes. Wenz ata la liña de pescar a la balsa, la sostiene con los dientes y nada hasta que toca tierra con los pies y nos arrastra, a Guillermo y a mí, hasta la orilla. Ya en ella y al borde de la selva, sacamos mate, azúcar y nuestras galletas; un té caliente nos haría bien, pero, ¿de dónde sacar fuego? Los indios rozan dos palillos hasta que éstos empiezan a chispear. Como yo aprendiera sólo más tarde este método de hacer fuego, la necesidad hizo que inventara uno propio. Quité algunas fibras de mi chaqueta, poniéndolas en una cápsula explosiva que fijé a la punta de mi bayoneta. Wenz, a falta de piedras, golpeó la cápsula con la suya y, al explotar, se encendieron las fibras; con éstas se hizo fuego: el mate cocido estuvo gustoso y excitante.

Guillermo, desde sus días de escolar en Suabia, conocía los principios de las plantas comestibles y las que no lo eran. Encontraba yuyos comestibles y los preparaba a la manera de gustosas espinacas y mientras comíamos, cantaba y recitaba. ¡Cómo nos alegraba estimulándonos en nuestra azarosa aventura este querido cantor de Suabia, este muchacho incomparable! De esta manera el destino nos conducía por días y noches enteras. Los víveres que iban mermando, nos causaban preocupación, lo mismo que las cápsulas que debían ser ahorradas, pues no sabíamos lo que debíamos encontrar aún. Andando llegamos otra vez a un gran pantano de aspecto inseguro. Era una laguna, como nunca había visto antes ni vi después; era un pastizal gigantesco, columpiándose aquí y allá y al que podíamos tentar con nuestros bambúes. Sólo sabíamos que debajo de estas formaciones podían estar peligrosas alimañas, especialmente serpientes y, con todo, no teníamos otra alternativa que transponerlo. Yo razonaba: este campo flotante es tan espeso que, si le poníamos encima los bambúes, podría soportar nuestro peso. ¡Probar vale más que estudiar! Preparamos suficientes bambúes de metro y medio de largo, colocamos los primeros en el campo flotante, lo empujamos con los nuestros y pusimos otros encima; después, con un calor terrible nos desvestimos para movernos con libertad, extendimos la vela y los vestidos como una alfombra sobre los bambúes y nos largamos: ¡al otro lado, o tragados por el agua! Yo, el jefe, me deslizo lentamente, de rodillas, sobre los bambúes: el continuo columpiarme me desagrada; el mínimo desplazarse del centro de equilibrio sería nuestro fin; logro deslizarme, de pulgada en pulgada, sobre los bambúes anteriores; Guillermo me sigue deslizándose; tiembla y se lamenta, lo ayudo; Wenz blasfema, nos da las armas y las mochilas y se desliza siguiéndonos. Deslizándonos hacia adelante, los bambúes de atrás se vuelven superfinos; Wenz me los tiende y yo los coloco delante. Durante cinco horas nos torturamos bajo el sol ardiente. Terribles calambres nos lastiman las piernas y sentimos dolores en las rodillas. Cuando llegamos a la orilla opuesta, caí de dolor y de cansancio. No pudimos continuar. Guillermo y Wenz tendieron la tela impermeable. A la mañana, comimos el resto de nuestros víveres; ya no podríamos alimentarnos sino de cocodrilos, que los indígenas llaman yacaré. Este reptil, largo hasta de tres metros y de color verde, huye de los hombres; sin embargo, el hombre lo mata, porque es comestible, y especialmente para servirse de su grasa, útil para diversos fines. Yo me sabía bien todo eso, gracias a lo aprendido durante nuestra marcha en los pantanos de Caraguatay. Los guaraníes llaman a otra clase de cocodrilos “pappa- marella”, del mismo tamaño, pero que no es comestible y ataca al hombre para devorarlo. Debe su nombre a la amarillez de su garganta, semejante a un bocio; pappa = bocio, merella = amarillo, es decir: bocio amarillo. Al hombre con bocio los guaraníes lo llaman “pappuda”.

Los yacarés yacían por docenas en la playa soleada o tendían desde el agua su larga nariz. Para cazarlos, uno se les debía acercar cuidadosamente y sin ser visto. Un ruido, o la vista de uno que se acerca, lanza a toda la compañía súbitamente a la profundidad de los ríos o de los pantanos, sin que vuelvan a abandonarlos sino mucho tiempo después. Hay que llegar hasta el animal sigilosamente, dispararle entre los ojos, un poquito más arriba de ellos y de hacerlo, la presa boya muerta panza arriba en el agua. Así lo hicimos. Wenz saltó a la orilla para sacar el yacaré del agua, lanzóse sobre él en el río, yo lo cojo de las piernas y lo arrastro con el animal a tierra. Gustamos de la carne y de la grasa del yacaré; ¡el hambre es siempre el mejor cocinero! Guardamos los restos de la comida en nuestras mochilas y reiniciamos la marcha. Debíamos cruzar un río tributario del Paraguay; se llamaba Salado, o algo así. Como no era ni muy ancho, ni especialmente profundo, buscamos un vado. Entramos a una abertura de la selva, y sin percatarnos, dimos ante un grupo de unos diez indios, acampados alrededor de un fuego, asando pescado. Se asustaron tanto como nosotros. Cogieron inmediatamente sus arcos, pero yo apunté, maté a uno y después a otro con el fusil de Wenz. Los guaikurúes dieron a gritar horrendamente y huyeron con sus muertos. Nosotros sabíamos que iban a volver, con refuerzos. Por lo que sin examinar nada del río, cargamos a Guillermo que no sabía nadar, Wenz y yo. El agua nos llegaba hasta el hombro; con las armas y municiones en alto, alcanzamos la mitad del río, cuya profundidad mermaba a medida que nos acercábamos a la orilla. Llegamos a suelo firme y en pocos pasos alcanzamos la orilla. Aparecieron, poco después, con gritos y gestos salvajes unos 80 a 100 indios allende el río prestos a atacarnos. Sabíamos de la terrible muerte que nos esperaba. Ellos atan a los prisioneros a un árbol y los mechan con flechas, cuyos punzones previamente han acortado por medio de pedazos redondos de cuero. Una vez aplacada su crueldad a la vista del herido cuerpo bañado de sangre, que excita su apetito, lo cortan en pedazos y se lo comen. Wenz tiraba mal, pero era inteligente y me escuchaba: siempre me tendía un fusil cargado. Yo estaba listo para disparar. Los indios se dividieron en dos grupos y trataron de apresurarnos, bordeándonos. Por nuestra suerte, no se presentaron unidos, sino divididos en grupos de unos 10 a 20 hombres que se sumergían con arco y flechas en el agua y se venían bajo ella hasta una playada situada a unos 100 a 110 metros de nosotros. Tendían sus arcos y disparaban las flechas, envenenadas con cadaverina, tan por lo alto que pudimos evitarlas eludiéndolas al caer. Los indios temían terriblemente al estampido del fusil, pues gritaban a cada disparo echando los brazos al aire y saltando, mientras yo mataba a dos o tres de ellos. Fuimos afortunados en que, como dije, ellos no nos atacaron unidos, sino que llevaban a sus muertos a la otra orilla, mientras otro grupo trataba de atacarnos de la misma manera y con análogos resultados. Esta excitante batalla con los indios duró unas cinco horas. Luego de haber matado o herido a unos 35 de entre ellos, se reunieron en consejo de guerra y se marcharon gritando y gesticulando salvajemente, llevando a sus muertos y heridos. A pesar de que, durante estas maniobras, llegué a reírme de sus simples estratagemas, fue una suerte que, en vista de mis fuerzas declinantes y de la merma de los cartuchos, el asunto hubiese terminado.

Puedo mencionar otro acontecimiento: un enorme tronco viejo había caído sobre el agua, causando un pequeño embalse, llamado “sangrador”. Me acerqué, con el fusil a la cazadora y buscando alguna presa entre las ramas de los árboles. Guillermo, excitadísimo, me dio un empujón gritando: ¡Un tigre, un tigre!” Tomé el fusil y me volví prestamente. Ahí estaba en acecho el maravilloso felino, de color verde- amarillo, con manchas negras, redondas, semejantes a grandes monedas. El grito de Guillermo y nuestras armas que brillaban al sol, habrían atraído su atención. El tigre retira sus patas delanteras del embalse y se nos aproxima cómodamente sobre el tronco. Detiénese a una distancia de tres metros, mueve la cola y se estira como un gato; yo lo miro fijamente en los ojos y veo que está listo para saltar; saco el seguro y Guillermo me toma el fusil y me dice casi llorando: “¡No dispares, no dispares; si no lo matas, estamos perdidos!” En el mismo momento la pantera da un enorme salto lateral y desaparece aullando en la selva. Yo — fuera de mí por habérseme escapado esta presa durante dos días no hablé ni una palabra con Guillermo. La pantera nos siguió durante dos días y dos noches, a cierta distancia, rugiendo. En esas dos noches dormimos en los árboles, alternativamente, mientras siempre dos de nosotros vigilaban. Por lo demás, un barullo terrible bajo el agua del río alejaba el sueño; había un ruido que parecía el mugido de una manada de vacas. Eran noches de claro de luna, y los yacarés luchaban invisiblemente entre ellos o con los carpinchos.

Aún tenía unos pocos cartuchos. Si los disparaba, nuestra vida estaría expuesta a riesgos insalvables. El estómago nos requería y maté el quinto y último yacaré, que no tenía ya sino un solo pie, pues los demás los habría perdido luchando en el agua. Al vigésimo segundo día, por fin, sin municiones ni víveres, con los trajes harapientos, descalzos y en condiciones lamentables, alcanzamos la orilla del río Paraguay en un lugar, desde donde veíamos, al otro lado, barracas y obreros: era Rosario (Puerto Rosario). Gritamos, pidiendo ayuda, hasta volvernos roncos, pero parecía que no nos escuchaban. No dejamos en gritar, hasta casi perder la voz, cuando, por fin, uno de los obreros se apiadó de nosotros. Vino remando, pero se detuvo, a unos metros de la orilla, pues nuestro aspecto y las armas lo hicieron sospechar. Nos gritó: “¿Che vos eschéri?” (¿Qué queréis?) Yo contesté: “¡Eassa fu bor leva nos per altra lata!” (¡Por favor, llévanos al otro lado!) El: “¿Che patr'gi vos é?” (¿De qué país son ustedes?) Como el nombre alemán desde la guerra victoriosa contra los franceses era respetado y temido, gritamos: “¡Alamá!” La palabra hizo milagros. Remó hasta la costa y nos gritó: “Desde baranga abasso!” (¡Bajen barranca abajo!) A pesar de que intentamos hablarle durante el cruce, él no nos contestó. ¿Qué significaba eso? Yo lo miré y empecé a arreglar algo en mi bayoneta; el hombre se asustó y remó más fuerte; cuando llegamos a destino, se alejó.

Dos madereros italianos estaban cargando madera en balsas; trabajaban para una compañía maderera en Villa Occidental y nos invitaron a trabajar, ya que la compañía pagaba bien. Hablaban de desertores a quienes, ahí abajo, se estaba buscando, prometiéndose grandes premios; nos miraban un poco maravillados y examinándonos. Yo pensaba: “¡Este premio por desertores no lo vas a ganar tan fácilmente!” Pongo la bayoneta y hago como quien quiere despachar las cosas sin perder tiempo. Los dos se tiraron atrás asustados, pidieron que tuviésemos paciencia diciendo que volverían enseguida. Cumplieron su palabra, trayéndonos charque (carne seca y salada), mate frío y caña, nos rogaron zafarnos de ahí lo más pronto posible. Dijeron que más al norte, hacia Bolivia, había un buque de guerra persiguiendo a los desertores de la flota y del ejército. Así que nuestro proyecto de ir a Bolivia fue desechado. Regalamos a estos valerosos y honrados italianos nuestros fusiles, que sin munición no nos servían de nada y podían, en cambio, traicionarnos. Quitamos las letras de la Legión de nuestro quepí, cortamos unos bastones aptos para la lucha, dividimos la tela impermeable en tres pedazos que cada uno se lo ató al cuello, agradecimos calurosamente a nuestros benefactores y nos despedimos buscando, de nuevo, la buena fortuna.



LA FUGA AL BRASIL (27 de setiembre de 1870 - 31 de octubre de 1871)

La única posibilidad de salvarnos consistía en tratar de escapar al Brasil, atravesando el Paraguay en dirección sud-este y cruzar después los ríos Paraná y Uruguay. El Paraguay, como dije, es, por su territorio, cinco o seis veces más grande que Suiza. Cuando preguntamos a la gente la dirección de marcha, nos la indicaban con la mano. En ese país las distancias se miden por un día, o la mitad, de marcha. La gente nota la hora según la posición del sol, más precisamente, según la sombra de una persona parada; en estas precisiones el pueblo revela una notable seguridad.

Los paraguayos, a causa del calor, se levantan muy temprano. La duración normal de un día va desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde; los días más largos duran de 16 a 17 horas. Para ir al trabajo, los gallos que existen por todas partes, cantan a la una de la madrugada, y a más tardar, a las dos: así el patrón ordena a su siervo:

“levante primera canta de garlo — secunda canta de garlo” — ¡levántate cuando el gallo canta por primera o la segunda vez! La canícula, el “verón”, dura desde octubre hasta mayo; los meses más calurosos son diciembre y enero con hasta 30 grados de calor. El invierno, o período de lluvias, cae en los meses de junio a setiembre; los días más fríos, con 0 grado, se dan en los meses julio y agosto; la gran inundación que se presenta regularmente en setiembre, durante catorce días, se llama “ingente de San Michele” a fines de setiembre; pero hay unos 60 o 70 días de lluvia, con frecuentes temporales; se dan pocos días nublados, en general brilla el sol. Los extranjeros y los que quieren parecer gente culta que ha estudiado, y que sabe lo que son las estaciones, y como se llaman, en setiembre hablan de primavera; pero el pueblo no sabe nada de esta primavera, porque los naranjos en el verano llevan al mismo tiempo pimpollos, flores, frutas en agraz y frutas maduras, y con eso basta.

Convendría referir más impresiones sobre el país y la gente, tal como las experimenté inmediatamente después de la guerra, durante los trece meses de mi fuga. Quizás podrían interesar, a pesar de que hoy las circunstancias han variado y lo que dijere sólo debe valer para aquellos tiempos.

Nuestra marcha a través del Paraguay se realizaba por tierras onduladas, con espesas selvas que se alternaban con pastizales. Una selva grande se llama “matta”, una pequeña “campon”; éstos se encuentran a lo largo de los ríos y arroyos. Los extensos pastizales, ricos en forraje, se llaman “camp”; los más pequeños, en las abras de las selvas, “campeste”. El tantas veces mencionado pasto Santa Fé, alto como un hombre y que corta como un filoso cuchillo, se llama en guaraní: “capi Santa Fé”, y se usa especialmente para techar barracas y cabañas. Caminos, rutas, puentes, no los había; en las regiones más pobladas uno podía pasar por las selvas, usando las llamadas “picadas”. El viajero debía seguir las huellas de los carros o de los animales de carga. Durante el invierno o período de lluvias se obstaculizaba o cesaba cualquier comunicación por ríos o arroyos, hasta que el agua no disminuyese de nivel y siempre que uno no los pudiese cruzar en canoas para 20 a 40 personas o por medio de las “pelotas” (bolsones de cuero de vaca) y lazos, como paso a narrar. En verano se cruzan sin peligro los ríos y arroyos o a pie enjuto o utilizando los vados. Antes de la guerra, López mandó construir por ingenieros extranjeros un ferrocarril de unos 60 kilómetros, al noreste de Asunción, a través de Trinidad hasta Seraleon. Generalmente pernoctamos al descampado, bajo la protección de nuestra tela impermeable, o en barracas abandonadas, y, a veces, en ranchos habitados. Nuestra alimentación consistía principalmente en naranjas. En las noches oscuras una masa de luciérnagas notablemente larga nos servía, con su sorprendentemente clara luz, como linterna para mostrarnos el camino; ellas brillaban de lejos con tanta luz que, a veces, las tomamos por luces verdaderas y equivocamos el camino. En uno de ellos estas lucecitas traicioneras me hicieron caer en un pozo profundo, del cual, sin la ayuda de Wenz y de Guillermo, no habría podido salir nunca. El ladrar de los perros en la desierta oscuridad, era para nosotros bienvenido. Los seguíamos, diciéndonos, que donde hay perros, habría también cabañas y hasta gente. La hospitalidad sin límites de los paraguayos, la conocida “amisada”, nos resultó apreciadísima. Si el forastero desea entrar, llama delante de la cabaña diciendo: “Ave María”. Sin este saludo no pude contarse con una recepción amistosa. A este llamamiento se contestará: “¿Chi chéri?” (¿Qué quieres?) Respuesta: “¡Fassa fa bor me deo una posada!” (¡Por favor, déme una posada!) Respuesta: “Venga meco” (¡Ven adentro!) Se saluda al huésped: “¡Bonastarde!” “¡Buon di!” “¡Toma a senta!” (¡Siéntate!) El paraguayo divide con su huésped el último bocado; le cede su cama y sentiría el rechazo como una ofensa, aún cuando tuviese que dormir en el suelo desnudo.

De Rosario marchamos a través de desiertos sin caminos ni picadas en dirección a Santany, que conocíamos desde la guerra. Encontrábamos acá y allá pobre gente que sembraba maíz y arroz y que luego de años de vida miserable en las selvas se había animado a volver al trabajo. Marchamos siempre de 10 a 12 horas diarias. A la cuarta noche escuchamos un lejano ladrar de perros y lo seguimos. Cuando nos acercamos a ellos, éstos se calmaron, gruñendo amablemente y nos olfatearon coleando como si nosotros hubiéramos sido sus dueños echados no más la noche anterior por López. Nuestro “Ave María” quedó sin respuesta, a pesar de que, por la luz de un fuego, debía haber gente allí. Nosotros debíamos pernoctar de todas maneras en una cabaña, porque un temporal nos había sorprendido calándonos hasta los huesos. Nos helábamos y temblábamos de frío. Entramos y vimos en medio de la cabaña unas ascuas; nuestros vestidos estaban goteando mojados a más no poder; en un momento los tendimos en un palo cerca de las ascuas y nos acostamos en el suelo al lado del fuego volteándonos a todas partes para permitir secarse a nuestras camisas y, al mismo tiempo, calentarnos. Nuestro cocinero, cantor y recitador, Guillermo, descubrió a poco un montón de naranjas en un rincón; nos llenamos con ellas y Guillermo se comportó de lo mejor. A la media luz de la madrugada vimos que nos espiaban unos ojos de mujer a través de la puerta, que desaparecieron enseguida. Estando ya vestidos con nuestros trapos secos y sentados alrededor del fuego, aparecieron las mujeres con niños y un anciano; nos saludaron amistosamente en idioma guaraní y nos dieron de comer un plato nacional, el llamado “milkideet”, puré de maíz y su “Schippi”, un pastel dulce como miel. Mientras remendaban nuestras chaquetas, nos contaban de López, de sus compañeros y verdugos. López se llevó a los hombres y a los hijos, que eran más bien niños que jovencitos y mandó sacar todos los objetos de metal, ollas, utensilios, etc., para fundir cañones, despojándoselos también de todos los objetos de valor. Las más ligeras protestas fueron contestadas con la terrible amenaza de “corta la bescossa” (cortar el pescuezo). Teníamos compasión de estas pobres mujeres y niños. Quedamos tres días ahí y habríamos podido decidirnos a quedarnos para siempre, casarnos y dedicarnos al comercio de naranjas. Pero, como desertores, no había lugar seguro para nosotros y ellos, tanto como nosotros, terminarían mal. Cuando nos fuimos, ellas se lamentaban y lloraban, los niños se abrazaron a nuestras piernas y el abuelo se lamentaba. Nos separamos; era triste. Después que nos hubiesen mostrado la dirección para llegar a las selvas de yerba mate, les agradecimos y nos despedimos. En esta selva de yerba un alemán del Brasil, cierto Normann, se dedicaba al comercio del té. Nos dió trabajo, nos prometió buen sueldo, buena comida, vestidos nuevos, nos dio fusiles con poca munición — lo necesario para defenderse contra hombres y animales — y desde aquel momento fuimos yerbateros. El arbusto de la yerba mate crece mezclado con otros árboles y es de unos 10 a 15 metros de alto. Obtuvimos el mate de la siguiente manera: pasamos las ramas cortadas sobre el fuego; la leña se volvía seca y rompediza; después pulverizamos las hojas secas en un mortero y pusimos la yerba en un llamado “suron”, es decir, en un cuero de vaca mojado en agua. En la parte interna se forma una costra que evita se escape el aroma de la yerba; la bolsa se cose con tientos y está lista para la venta. Los bichos volvían difícil el trabajo. Las pulgas “pig” que muerden a uno insidiosamente, se nos alojaban bajo las uñas de los pies y en las plegaduras de la mano. Los murciélagos, chupadores de sangre, hacían, por la preocupación, difícil nuestro sueño, pues el vampiro sólo ataca a los hombres dormidos; puede, incluso, resultar peligroso aun para los caballos, a los que se les prende al cuello durante la noche. La punzada de un murciélago en el sueño se siente poco, o nada, y puede volverse peligrosa porque la sangre no se coagula fácilmente. Cierta noche, Guillermo dormido en una hamaca, fue punzado por un murciélago sin que lo sintiese; al despertarse se asustó mucho, porque se encontró mojado como un chico. Tuve que trabajar bastante para contener la hemorragia.

El mercado más cercano para nuestra yerba era Rosario. Como Normann no tenía carretas con bueyes, se servía de las mulas. Cargábamos en éstas dos surones, a derecha y a izquierda, de a dos arrobas cada uno. Estas bolsas o surones, cuando los ríos estaban crecidos, debían descargarse y, una vez transpuestas a la otra orilla, cargarse de nuevo. Como para llegar a Santany había tres ríos, Normann nos pidió que le ayudásemos, dado que él solo, con sus ocho mulas y 32 surones, no habría podido pasar, y, terminado el trabajo, nos prometió enviarnos desde Rosario el sueldo de dos meses, junto con vestidos nuevos y víveres. Pero jamás logramos ver nada de lo prometido. Tuvimos, pues, que ayudarnos como pudimos. Dejamos el trabajo y recorrimos la selva en busca de qué alimentarnos.

Durante estas travesías vi muchos árboles útiles. Por ejemplo, el “Labátsche” (lapacho); su madera se usa principalmente para construir las pesadas carretas de dos ruedas, las cuales son más altas que un hombre, extraordinariamente gruesas y con llantas de hierro. Dos bueyes tiraban apenas una carreta vacía; cargada, según las condiciones del terreno y de los pantanos, no podía ser tirada por menos de ocho, y hasta veinte yuntas de bueyes, y aún más. Al cruzar los pantanos, los conductores montaban desnudos sobre los bueyes. El carretero se sirve de un látigo (sottéra) cuyo largor alcanza de ocho a doce yuntas.

El árbol de quebracho; su corteza se utiliza en la curtiembre. El árbol Gabriuva, para tablones y tejas. El Sottocavallo; su madera es ligera y por eso se usa para preparar zapatos con suelas de madera (tamanca) que se atan al pie con tientos. El árbol Buféra, árbol de hierro, especial para durmientes y para postes de los llamados corrales para caballos; estos postes duran generaciones. El árbol trimbauva, cuya madera liviana se usa para canoas de 30 a 40 pies de largo; el tronco, muy grueso, de este árbol se cava según la vieja manera de nuestra Appenzellerbrunnen; se lo aprecia también por la sombra que da a las casas. El árbol Loro se usa para vigas, porque es un árbol alto, recto como una vela. Con su corteza se prepara una infusión para dolores reumáticos. El árbol ganella preta y ganella viada, es negra y se usa para leña. El árbol ganella fedorenti o árbol hediondo; su leño hiede terriblemente como excremento, pero sus cenizas, a través del proceso de la quemazón, pierden esta asquerosa calidad y se usan para preparar jabones. Por fin, un árbol muy notable, el árbol quentrilli, cuyo leño no arde y no se pudre; por eso lo usan como postes para alambrados en el campo; si el pasto se incendia, los postes de quentrilli se vuelven negros por el fuego, pero quedan intactos. Todos estos árboles útiles crecen mejor en lugares secos, en las lomas, porque encontrándose cerca de los bordes inferiores de la selva, son más bajos. Las palmeras, sin embargo, de las cuales existen más de treinta clases, crecen en todo el país con la misma fuerza y belleza. Yo conozco sólo una de ellas con su nombre, la palmita con su “corazón” comestible, que tiene el sabor de remolachas amarillas. Los naranjales y limoneros crecen mejor a los pies de las lomas. He visto sólo vides salvajes creciendo en la selva virgen. He notado viñedos destruidos por la guerra, sin embargo, la producción de vino no debía ser importante ni aun antes de la guerra; la gente adinerada lo importaba de Francia. La bebida nacional de los paraguayos es la yerba mate, y la caña. Por fin, menciono las piñas, las sandías y los melones. En los bordes de las selvas hay una riqueza de flores multicolores, con grandes, brillantes mariposas revoloteando; en las selvas pululan los papagayos de hermosos colores, que gritan, y los colibríes. Hay monos que alegran la vida de la selva. Un benefactor es el cuervo, que tiene la cabeza calva y las plumas negras. El “Garantsche” (carancho) de plumas verdes es temido, porque trata de robar ovejas, cabras, etc. Hay que cuidarse de las víboras.

El más apreciado animal doméstico es la mula, porque para carga, para tirar y para ser cabalgada es más fuerte y resistente que el caballo o el asno; además no sufre del mal de cadera que mata a tantos caballos. Si alguien, por ejemplo, quiere volver de un gran viaje con seguridad, se sirve de las mulas. De vacas, bueyes, ovejas, cerdos y cabras no se vio nada durante la guerra ni después, porque López hizo matar a todos o los llevó tras sí; lo que de vez en cuando caía en nuestras manos como botín de guerra, era lo único que vimos y comimos de animales paraguayos. Perros y gatos salvajes no faltaban. No se daba de comer a los perros, que en manadas daban caza a las liebres, y hasta a cervatillos y ciervos y se multiplicaban de tal manera, que de vez en cuando se debían matar en masa, con veneno o disparándoles.

De mis dos meses y medio de estancia en el yerbal, quisiera referir algunas cosas que volvieron interesantes nuestras corridas en las selvas. En una excursión para buscar palmitos comestibles, sin darnos cuenta, encontramos de 40 a 50 cadáveres resecados, manifiestamente pertenecientes a una de aquellas compañías femeninas de López que, según las señales, habían muerto de hambre. Es difícil abatir una palma de palmito, ya que por su corteza insólitamente resistente, necesita de la fuerza completa de un hombre. Descubrimos en la corteza de las palmeras huellas de cuchillo, que nos hicieron pensar que las mujeres hambrientas carecían no sólo de las fuerzas necesarias, sino de los medios para vencer la dura corteza. Otra vez quise matar, para divertirme, un mono con su hijo. Al apuntarlo, el animal unió las manos como si quisiera pedirme misericordia; los dejé ir, total, no habría sabido qué hacer con la carne de mono. En otra oportunidad me acerqué a un lugar que hedía desde lejos. Llegué hasta él y me encontré delante de algo muy notable: un oso hormiguero, ya en putrefacción, yacía panza arriba, teniendo aún en sus garras bien cerradas a un tigre igualmente putrefacto, cuyos intestinos se desparramaban fuera de la desgarradura. Abriéndome camino a través de un espeso trenzado de lianas, a un palmito, y a punto de cortar la palmera con mi hacha, se me aparece rugiendo agresivamente una hermosa cabeza de pantera. Desvié prestamente el hacha de la palmera a la cabeza del animal, y con un grito de muerte que me llegó hasta la médula, la pantera cayó muerta. Sus dos cachorros huyeron y, por suerte, su compañero no me molestó. Necesité de toda mi fuerza para liberar el hacha de la cabeza del animal, en la cual había penetrado profundamente. Matando a este animal yo me sentía, más o menos, como si hubiese liquidado al gato del vecino. “¡Guillermo, ven y mira qué hay!” Él se aproximó lentamente, vio a la pantera y corrió derechito a la cabaña, que junto con Wenz no osaba abandonar. La mañana se aprestaron a buscar a Normann, quien aún no había cumplido su promesa.

En estas circunstancias tampoco yo quise quedarme más en los yerbales. Para marcharme tuve buena oportunidad, porque dos mujeres y un hombre estaban volviendo a Caraguatay, de donde vinieron en un viaje de tres días, para comprar su necesaria yerba mate. Conforme al molde de mis pantalones militares me corté un par de ellos en tela impermeable, y una camisa también; me vestí la chaqueta y el quepí y me despedí del joven Normann y del capataz. Los de Caraguatay llevaron a la cabeza durante tres días, por 8 o 10 horas diariamente, sus bolsas de 30 libras, hasta llegar a su destino. Habría tenido que hacer uso de la hospitalidad, pero, tratándose de gente tan pobre, no quise hacerlo. Me dieron la dirección de Villa Ricca, una pequeña ciudad, capital de un distrito, hacia el sur, que tenía casas de dos pisos, de ladrillos, y una iglesia. Mis pedidos de trabajo en casa de un coronel paraguayo que había vuelto de la prisión brasileña, me llevaron a un vecino de él, que quería blanquear a su casa, pero no antes de la fiesta de la Candelaria. Mi estómago no podía esperar hasta la Candelaria. Entré por lo tanto en un boliche, almacén y venta de bebidas, junto con venta de vestidos, y pedía trabajo. El propietario, Lukas, un griego, me miró un tanto sorprendido, de verme vestido con pantalones de tela, chaqueta militar y quepí. Cuando me preguntó de qué nacionalidad era, le dije: “Alamá”. Cuando averiguó si de dónde venía y lo demás, le mentí, contándole de mi naufragio en el río, y cómo había perdido todo lo que tenía, salvando apenas la vida. “¡Usted es mi hombre! ¿Sabe Ud. también cocinar? ¿Querrá Ud. ayudarme también en el negocio?” Yo acepté de buena gana. Como anticipo y por un período de prueba, me dio un vestido nuevo y zapatos, así que podía mostrarme como vendedor a sus clientes. Lukas me tenía confianza y me permitió conocer el depósito y el movimiento de su negocio, por lo que yo traté de merecer su confianza como cocinero y vendedor. Me gustaba extraordinariamente el depósito rico en mantos, sombreros, botas y zapatos de todos los tamaños y precios. Empecé a conocer las medidas y tamaños, y el dinero brasileño, que era usado generalmente. Me atraía especialmente el manto nacional de Sudamérica, el llamado poncho. La gente “bien” lo llamaba poncho, el pueblo decía punch o “pala”. El primero servía para el invierno o período de lluvias, la otra para el verano. El poncho es redondo, hecho con distintos pedazos de un pesado tejido azul, y, por el agujero semejante a un corte que tiene en medio, uno se lo pone, a través de la cabeza, sobre el hombro. La pala, más ligera, es cuadrada y bajo ella en verano, se lleva sólo una camisa. Más ricos y aristocráticos son los dueños de estos mantos, y más caro es el género, con adornos de plata y oro. He visto tales piezas representativas y familiares, hechas de pesada seda china, con adornos y oro por valor de 300 milreis (500 francos) y más. Ahí uno puede mostrar el dinero que tiene. Al poncho pertenece el sombrero negro, de fieltro, con ala ancha; a la pala, el sombrero de paja, de la misma forma. Con el poncho se llevan botas de cabalgar, la “grande botte”; con la pala, ligeras sandalias hechas de tela impermeable, “schinella”; las damas llevaban botines, “sabátta”, mientras los pobres van descalzos o se sirven de los zapatos con suela de madera, ya mencionados, los tamangos semejantes a sandalias.

Las medidas eran: la palma, la yarda y la vara. Una palma consistía en ocho pulgadas, donde la distancia entre el pulgar y el meñique de la mano tendida servía como medida en el caso de ciertos bienes, pero, de hecho, sólo para medir el tabaco en rollo y las vigas para construcciones. Sin embargo, esta medida no era muy precisa; más largos eran los dedos y más se medía, y viceversa. Cierto vendedor, una vez me estaba midiendo bajo la mesa su tabaco en rollo, pero al controlarlo ya resultó que faltaban cuatro pulgadas. Entonces le puse bajo la nariz mi palmo con los dedos abiertos y recibí lo que faltaba.

El largo, el ancho, el alto y la profundidad de una casa se miden en palmas. Por ejemplo, una casa tiene 30 palmas de ancho y de profundo, y 10 palmas de alto. Telas y géneros de vestidos se medían con la yarda (3 palmas) y la vara (4 1/2 palmas), para lo cual se usaban bastones. Había la libra, la arroba (32 libras), una media arroba (16 libras). Una garrafa era una botella, “mezzagarrafa” media botella, una “medite” cuatro botellas.

Nuestros artículos principales consistían en: maíz, arroz, porotos, azúcar, caña, harina de mandioca y el precioso producto del Paraguay; la mencionada yerba mate o té del Paraguay, que el pueblo llamaba brevemente yerba o mate. De esta bebida excitante se exportan cada año cinco millones de francos. Traíamos la harina de mandioca desde el Brasil, donde constituye la base de la alimentación popular. Se la produce de una raíz tuberosa, frecuentemente larga de un metro. Para hacerla se monda la raíz, se la raspa, se la exprime y se la seca. Se la usa para preparar variadas comidas al horno, lo mismo que para acompañar la carne, extracto de sopa, etc. Viendo la diversidad de su preparación y uso, siempre me acordé de nuestras papas, su uso y necesidad. El paraguayo no puede vivir sin su yerba. Adonde vaya o esté, lleva consigo, en una bolsita una pava de lata, y si viaja a caballo, el animal lleva siempre, atada, otra pava. Cuando el té está preparado para beber, el paraguayo o el brasileño lo vierten en su cuja, un mate de porongo, sacan la llamada bombilla del ojal de la solapa o del bolsillo, y sorben su té. La planta de estos porongos se llama boronga, de cuyos frutos grandes se hacen los vasos de boronga, de los cuales teníamos un gran depósito; vasijas para cocina de toda clase, recipientes para los más variados usos, tarros, etc. El pueblo, por el poco precio, se servía de estos recipientes de boronga; pues, si se rompían, se perdía muy poco. Los paraguayos y los brasileños gustan de las reuniones sociales, donde el rol principal toca al mate. Cuando se viaja, cada uno se sirve de su mate, pero, en la sociedad, el mate del anfitrión pasa de un huésped al otro, lo mismo que pasa en la región de Waadt, en Suiza, donde en las cantinas los anfitriones pasan los vasitos de vino de uno a otro huésped, que beben a la salud. La gente elegante en el Paraguay y en el Brasil hace ofrecer el mate por un negro, en general. La boca del mate se adorna, siempre que sea posible, con plata u oro y el mate se respeta y se estima como un precioso objeto familiar que se hereda de generación en generación. De esta manera pude obtener después de muchos años un mate con la bombilla de plata, y lo tengo en mucha honra. Este mate, un poncho, un chaleco viejo, un par de zapatos y botas son las únicas riquezas que después de treinta y seis años de Sudamérica traje a casa. Un proverbio español en boca del pueblo del Brasil, dice bien: “Una paédera che rola muce non gria lima” (piedra que rueda no cría moho).

Durante la terrible guerra López mandó recoger y arrebatar con violencia, de todas las casas del país, dinero, joyas y objetos de metal; con la falsa promesa de restituirlo todo una vez acabada la guerra. La mínima protesta contra esta medida violenta era amenazada y castigada con el degüello. Después de la guerra no había dinero y sólo existía el trueque. De vacas, bueyes, ovejas, chanchos, mulas y caballos, de hombres capaces de trabajar, no se hablaba más; había sólo viejos, mujeres y niños. Cada uno vivía de un día a otro, como suele decirse. La gente frecuentemente venía de dos a tres días de distancia de Villarrica, para obtener un pedacito de carne ofreciendo en cambio tabaco, naranjas, limones, bananas, nueces de palmera y otros productos. En una necesidad extrema, estos productos podían salvar a uno de morir de hambre. Después de la guerra volvían los prisioneros paraguayos del Brasil y de la Argentina. Brasileños, que durante la guerra habían conocido el hermoso y fértil Paraguay, rico en selvas y animales selváticos, volvían después de la contienda con dinero, animales, caballos y mulas, se establecieron y crearon condiciones económicas ordenadas. El Paraguay no tenía moneda propia; circulaba, antes que nada, la moneda del Brasil, en cobre, plata, raras veces en oro, casi siempre en papel.

Como el curso de estos papeles aumentaba o bajaba de hora en hora, de 10 a 40 milreis, no había confianza y seguridad. Si uno no sabía escribir y leer — y había muchos — quien no conocía el curso de la moneda, y quien, especialmente, no conocía la duración de validez de estos papeles y custodiaba en su ropero billetes ya vencidos, estaba perdido. De moneda argentina había una, de cobre, de forma oblonga, los 5 centavos; después el peso de plata — 5 francos; y el peso de papel — 2 milreis = un patacón = 3 francos 70. De monedas bolivianas tenía curso sólo una moneda de plata — 800 reis = casi 1 franco 40. Sin embargo, el boliviano era de plata buena y era apreciado, mientras la plata brasileña estaba adulterada con níquel. Circulaba mucha plata falsa, de la cual podría contar cosas notables.

Cobré interés y buena gana en el negocio ventajoso de mi patrón, trabajé mucho, especialmente en la clasificación del tabaco, de manera que después de dos meses me sentía como en mi casa, en el negocio y el trato con los clientes. Al lado del almacén estaba nuestro comedor. Un día, estando a la mesa, observé a un supuesto cliente alzar dos piezas de género y mandarse a mudar apuradamente. Lo seguí y lo eché al suelo, en eso llegó Lukas y el comandante de la policía, Roas. Se arrestó al ladrón. Roas decía: “Si mis empleados sirviesen con tanta prontitud a sus clientes, como lo hace Ud. con los suyos, me bastaría menos gente”. Lukas encontró que yo estaba hecho para viajante de comercio y que, como tal, tendría una vida mucho más agradable. Bien, pero como desertor no podía arriesgarme a viajar libremente por el país. De modo que permanecí de cocinero y vendedor.

Una mañana fui al mercado para comprar piña, que era la fruta favorita de mi patrón, cuando alguien me golpea el hombro y me susurra al oído: “¡Vos es da preso!” (¡Estás preso!) Me doy vuelta y reconozco al argentino Palang, sargento de mi compañía, de civil. Lo boto al suelo de un golpe mientras las vendedoras asustadas gritan desaforadamente. Pagué mi piña, volví a casa sin molestia y a mediodía serví a mi patrón y al comandante de policía, como siempre. Parecióme que los dos aún no sabían nada de lo acontecido. Sin embargo, no me sentía muy seguro y a la noche preparé mis cosas, esperé la oscuridad y a las cinco de la mañana ya estaba en Capilla Borja. Como más tarde supe, poco después de mi fuga apareció el teniente Rivera con ocho hombres en lo de Lukas: escapé, pues, otra vez a las cuatro estacas de la muerte. Sin perder tiempo, pasando por Casapáva marché a Yuity, la tercera localidad del distrito. Por donde pasase, el mismo cuadro de miseria causada por la guerra. Aquí vi también cómo las cabañas y localidades abandonadas empezaban una nueva vida; escuché cómo los que fueron echados por la fuerza, primero no quisieron creer que había sonado para ellos la hora de la redención y temían traición y degüello, si volvían; pero luego se convencieron de la realidad y ahí estaban. Aquí en Yuity me encontraba en el territorio de las misiones paraguayas, de las reducciones jesuíticas de los siglos pasados, de cuyas localidades López, según su costumbre, arrastró brutalmente, durante la guerra, a todos los jóvenes y viejos, hombres y mujeres y echó a las selvas a los que no le servían. Así ocurrió en San Pedro, San Lorenzo. San Rafaele, San Martín, Santa María, Trinidad de las Misiones, Carmen, Gango, Villa Encarnación y en otros lugares. Se me contaba que si uno no abandonaba dentro de las 24 horas el pueblo, caía en poder de los cortadores de gargantas y sus discípulos que vestidos con mantos rojos, ejercían sin piedad con su facón su oficio sanguinario. Los expulsados huían a las enormes selvas de las misiones, en las cuales tiempo atrás los jesuitas domaron y convirtieron al catolicismo a los salvajes. En los campos cercanos a las selvas trabajaban las mujeres echadas de sus casas reunidas en compañías, como abastecedoras del ejército. Jefe de una compañía de mujeres era un hombre viejo, oficiales y suboficiales eran las mujeres mismas, como nosotros en su tiempo, en Humaitá, habíamos recibido entre los prisioneros a una sargenta y la mantuvimos con nosotros. Estas compañías de mujeres abastecían al ejército con leña, maíz, arroz, tabaco, harina de mandioca, pólvora y otros productos. Se debía trabajar también los días domingo, a pesar de que los sacerdotes trataban de defender a su rebaño. López apresó por medio de sus sicarios, a estos sacerdotes que defendían el reposo dominical, y los hizo cargar en carros, con una cuerda al cuello. Uno de estos desgraciados cayó inmediatamente después de la salida, y fue machacado mortalmente. Me lo contó una exsargenta de la selva de las misiones de Yuity. Me contó con orgullo que su abuela, a su tiempo, había sido una salvaje, una india, convertida por los jesuitas. Petrona Ariqui, así se llamaba la sargenta, me contó que los jesuitas obligaban a las muchachas núbiles de 10 a 13 años de edad, que se casaran. Si sus órdenes y admoniciones no tenían resultado, recurrían a copulaciones forzadas. Se trataba de obtener, a toda costa, material humano. Esto pasó también durante el buen gobierno del viejo López, Carlos Antonio, quien, teniendo un poder dictatorial sin límites, se servía de medios singulares para hacer progresar el país, aumentando la población a través de cruces en masa. Petrona Ariqui y yo nos vimos más tarde en el Brasil. Ella había perdido a su esposo en la guerra y vivió conmigo, como una buena, cariñosa y ordenada compañera, por 16 años. Petrona Ariqui murió ya hace tiempo, pero ella vive en mis recuerdos agradecidos.

De Yuity, pasando por Gango y Capilla Carmen llegué a Villa Encarnación. Entre estas localidades había un arroyo, crecido por las lluvias, que cerraba el paso. Las 15 o 20 personas que estábamos en cada orilla nos ayudábamos con el ya mencionado “pilote” de la siguiente manera: los pasajeros se desvestían para el caso de que tuviesen que nadar y echaban sus vestidos y haberes en una bolsa de cuero de vaca, la “pelota” que, por medio de un lazo, se tiraba de acá y de allá. Se tendía, a la altura de un hombre, un segundo lazo, sobre el arroyo, fijándolo a los árboles de las selvas; hombres y mujeres, uno después de otro, pendían de este lazo y pasaban al otro lado, ayudándose con agarraderas preparadas de antemano. Una vez llegados a la otra orilla, se tardaba bastante para que todos encontrasen sus cosas en el montón confuso. Ya muy entrada la noche, llegué, hambriento y cansadísimo, a una cabaña miserable, medio caída y solitaria, y me presenté con el saludo usual de “Ave María”. A la entrada apareció un hombre semidesnudo, peludo y enflaquecido; se lo podía tomar por el diablo en persona. Tenía una lucecita entre los dedos huesudos y me preguntó el usual “¿Chi chéri?” (¿Qué quieres?) Yo contesté: “Mi da una posada” y él: “Venga mego”. Me mostró un poste para sentarme y me dijo que iba a volver enseguida. Se fue y por primera vez en mi vida, sentí algo horroroso. Me levanté, miré alrededor y en un ángulo descubrí el espaldar de un hombre, pendiendo de un gancho, como en las carnicerías se ven colgar los animales descuartizados. Nunca tuve miedo, ni en esta oportunidad, sólo me vino un sentimiento de horror: me estremecí. Me lancé de nuevo a la noche. Desaparecieron el hambre y el cansancio, hasta encontrar tranquilidad y hospitalidad en otra cabaña. No sé lo que debía haber con este horror. Sé, sin embargo, que durante la terrible guerra murieron de hambre miles y miles de personas y que muchos trataron de eludir la muerte comiendo carne humana. No hay nada nuevo en el mundo: la necesidad es más dura que el hierro.

A través de Encarnación y el Paraná fui a Posadas, donde trabajé como obrero y carpintero en una olería y luego fui a Santo Tomé, junto al Uruguay, en la provincia argentina de Corrientes. Después de cierto tiempo quise emplearme como obrajero para explotar madera para construcción de embarcaciones, en el llamado Monte Ivrá, una floresta del gobierno, para lo cual debía obtener el permiso del jefe de la localidad. Después de otorgarme el permiso, el jefe me leyó una lista de unos treinta nombres de desertores argentinos, que el gobierno de Buenos Aires estaba buscando. Me obligó de informarlo inmediatamente, si supiese algo con respecto a la vida o el lugar de residencia de cualquiera de estos desertores. Entre los apellidos de desertores que él me había leído, escuché el nombre de Wenz, de Konselmann, y con tono especial, también el mío. Después, el jefe me preguntó: “¿Cómo vos é si chiáma?” (Cómo se llama Ud.?) Yo contesté desfachatadamente: “Guillermo Tell”. -— “Guillermo Tell” — repitió el jefe, y: “Sta déss pássada” (Ud. puede ir), dijo brevemente. Guillermo Téll se despidió, fue apuradamente a casa, cogió lo más necesario y antes de que pasaran dos horas, estaba a la orilla del Uruguay. Una canoa a vela me llevó en media hora, con viento favorable, a territorio brasileño, a San Borja. Durante trece meses estuve oscilando, por decirlo así, minuto tras minuto, en el peligro de caer en manos del verdugo.

Cuando en ese día 31 de octubre del año 1871, día que cada año festejé en silencio, pisé suelo brasileño, agité al aire mi sombrero y grité de alegría.

¡Al fin había conseguido la salvación!





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